Alguna vez íbamos a comprar
una latania o un rosal para el patio de casa. Como el huerto estaba
lejos había que ir en coche; y al llegar aparecían tras el portalón
los senderos de tierra oscura, los arriates bordeados de geranios, el
gran jazminero cubriendo uno de los muros encalados.
Acudía
sonriente Francisco el jardinero, y luego su mujer. No tenían hijos,
y cuidaban de su huerto y hablaban de él tal si fuera una criatura.
A veces hasta bajaban la voz al señalar una planta enfermiza, para
que no oyese, ¡la pobre!, cómo se inquietaban por ella.
Al
fondo del huerto estaba el invernadero, túnel de cristales ciegos en
cuyo extremo se abría una puertecilla verde. Dentro era un olor
cálido, oscuro, que se subía a la cabeza: el olor de la tierra
húmeda mezclado al perfume de las hojas. La piel sentía el roce del
aire, apoyándose insistente sobre ella, denso y húmedo. Allí
crecían las palmas, los bananeros, los helechos, a cuyo pie
aparecían las orquídeas, con sus pétalos como escamas irisadas,
cruce imposible de la flor con la serpiente.
La
opresión del aire iba traduciéndose en una íntima inquietud, y me
figuraba con sobresalto y con delicia que entre las hojas, en una
revuelta solitaria del invernadero, se escondía una graciosa
criatura, distinta de las demás que yo conocía, y que súbitamente
y sólo para mí iba acaso a aparecer ante mis ojos.
¿Era
dicha creencia lo que revestía de tanto encanto aquel lugar? Hoy
creo comprender lo que entonces no comprendía: cómo aquel reducido
espacio del invernadero, atmósfera lacustre y dudosa donde acaso
habitaban criaturas invisibles, era para mí imagen perfecta de un
edén, sugerido en aroma, en penumbra y en agua, como en el verso del
poeta gongorino: «Verde calle, luz tierna, cristal frío».
Ocnos, 1942.
hermoso
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