Habían muerto millones, inocentes todos.
Yo me quedé en mi
cuarto. El presidente
hablaba de la guerra
como de una poción de amor.
Los ojos se me
abrían del asombro.
Mi cara en el espejo
me parecía
una estampilla con
dos sellos.
Vivía bien, pero la
vida era horrible.
Había tantos
soldados ese día,
tantos refugiados
que llenaban las calles.
Naturalmente, al
tocarlos con la mano
desaparecían todos.
La historia se lamía
las comisuras de su boca ensangrentada.
En el canal de pago,
un hombre y una mujer
intercambiaban besos
voraces y se arrancaban
la ropa entre ellos
mientras yo los miraba
sin volumen y con la
habitación a oscuras
excepto por la
pantalla donde el color
tenía demasiado
rojo, demasiado rosa.
Una boda en el infierno, 1994.
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