domingo, 7 de enero de 2024

La bajada del cuadro limpio. Juan Martínez de las Rivas.

La noche del revuelo los seguí hasta el tendedero, que era donde se hablaban a escondidas. A los cuatro años de edad no estaba yo enseñado a oírlos expresarse en ese lenguaje.
Ya no tendré que meterme los gránulos en la picha para mear limpio.
A partir de ahora tu picha no será de los vampiros sino exclusiva de tu mujer.
Papá lloró, mamá lo besó, y yo me volví asustado al cuarto de la televisión, donde habíamos pasado la tarde queriendo saber de papá. Otra vez ponían las imágenes. Esa tarde iba papá escapado en el último puerto con otro del equipo y un extranjero. El cuñado afirmaba que ganaría la etapa si descolgaba al extranjero, que era más rápido esprintando. Me lo imaginaba subido al cajón con el osito que me traería bajo el brazo y dándoles a las chicas de las minifaldas esos besos que hacían aullar a mamá. La rampa tan inclinada los figuraba a ratos inmóviles en la tele. Gente de cara pintada voceaba desde los arcenes. Algunos desbocados adelantaban a los ciclistas y alzaban los puños. Papá pedaleaba sin levantarse del sillín y sin mirar a nadie. El cuñado aseguraba que escondía sus cartas para dar el mazazo cuando los otros menos se lo esperasen. Pero la sorpresa fue que paró la bici, la giró sin desmontarse y rompió a bajar el puerto por donde lo había ascendido. La cámara lo siguió hasta la primera curva y lo perdió. El locutor informaba de que estaba desfondado o quizá le venían sentando mal los cuatro bocados apresurados del avituallamiento. Descuiden familiares y aficionados que no parece grave la dolencia. El cuñado opinó que le había dado una pájara y se fue a su casa o a dar de comer a los caballos. Después lo grabó la cámara de una moto situada más abajo en la montaña, con el pelotón. Rodaba con prisa entre público y corredores que se le cruzaban extrañados. Algunos espectadores aplaudían, pero se les notaba en las caras el desconcierto de no saber qué aplaudían. Un amigo de la peña ciclista del pueblo también opinó fastidiado y se marchó a recoger a la novia.
Menudo número. Ya se podía haber subido al coche del equipo en vez de bajarse el puerto a la vista de todo el mundo.
No supimos dónde andaba hasta que al final de esa tarde de verano asomó su casco por la puerta de casa. En la bici había bajado el puerto, recorrido la carretera desde Segovia y pedaleado sin parar hasta el pueblo. En los días siguientes no salió de casa. Vino uno de la empresa patrocinadora que lo llamaba y llamaba al teléfono, pero él solo quería hablar con mamá, conmigo y con los abuelos. Pasamos muchas horas juntos, él jugando conmigo y yo ayudándolo a despintar la bicicleta. Decía que la quería dejar pura. Decapamos y lijamos el cuadro hasta el metal y así la colgó de los ganchos del garaje. Después metió en una bolsa los trofeos. La abuela le pidió quedárselos cuando lo vio decidido a tirarlos. Al cabo de una semana ya empezaron a escribir los periodistas que no estaba lesionado sino que abandonaba el ciclismo y la puerta del garaje apareció escrita con espray. El abuelo borró enseguida las palabras y nadie me quiso decir qué ponía en esa pintada. Hasta la abuela se aborrascó y lo pagó con mamá.
Tu marido no dio un ruido ni de niño ni de joven. No sé a qué ha venido ahora montar esto.
Vendimos el chalet del pueblo y los prados en los que íbamos a tener ganado y nos vinimos a vivir aquí, donde nuestros vecinos no tienen rebaños ni coches Mercedes ni tiendas de peletería. Por aquella época papá me preguntaba a menudo qué quería ser yo de mayor. Veterinario, le respondía. De los que no dejan que pongan medicinas malas a las vacas. Pero me daba cuenta de que se lo decía por contentarlo. Él se daba cuenta también. Y en vez de alegrarlo lo entristecía.
Papá y mamá pusieron una tienda. Vendemos menos libros que papelería y prensa, pero nos gusta llamarlo librería. Entra gente curiosa a comprar. Papá los denominaba gente de poesía y ensayo. Clientes que a menudo compran libros, que entre ellos discuten las reseñas literarias de los suplementos culturales, y que a él se le soltaban a hablar del Tourmalet, de Ocaña, de Fignon y de quien fuera. No saben de lo que hablan pero son divertidos, hijo. Mamá bromeaba con nosotros: no os riais tanto, que empezáis a pareceros a ellos…
¿No decíais el otro día que no sé qué novelista es un criptopoeta y otro un sacapremios? ¡Ya no sois ni de aquí ni de allí, libreros!
Desde el principio a papá lo conocieron como el librero ciclista, porque aún era famoso cuando abrimos el negocio y porque casi siempre se acercaba a la tienda en su bici del cuadro despintado. Echándole un ojo a ratos la dejaba sin candar a la puerta. Hasta que hace unos meses se la robaron. Estaba ya enfermo de veras y nos dolía más que se la hubieran quitado. A mamá y a mí nos había costado cogerle cariño a esa bici con la que cambió nuestra vida, pero para papá, que no quería guardar copas, medallas y diplomas, era su trofeo. No es que papá afirmara esas cosas: eran ideas que le averiguábamos. Él solía explicarse a medias, buscando que yo completara los pensamientos.
Donde no tengas buenas medallas…
¿Pon buenos recuerdos?
Tú lo has dicho, hijo.
Creo que era su manera de enseñarme. Como cuando hablaba de su enfermedad.
Fue demasiado tarde para el cuerpo… —El hígado se le estaba descomponiendo, como a otros que se dejaron hacer por médicos y directores deportivos. Con su media frase me decía que ni siquiera la salud lo era todo. Que salvó algo que habría perdido de seguir con aquello—, pero no para el ánimo.
Ahora que tengo casi catorce años entiendo lo que quería transmitirme. Me lo dijo claramente una tarde en que me intentaba ayudar con los deberes y quedó atascado en una tarea: lo importante no es aprender, hijo, sino aprender a aprender. Tú recuérdalo. Pero no vayas a decirle esto a esa gente filósofa que viene por la tienda. Se reirían de nosotros.
Mamá y yo solíamos burlarnos de su bici vieja, la bicicleta pura, como él la llamaba, y cuando la echamos de menos en el recibidor de nuestro piso nos arrepentimos. Conjeturaban en la tienda los clientes que el ladrón sería un coleccionista, un loco caprichoso, pero a mí me pitaba la coincidencia de que desapareciera una bici durante el recreo del instituto, con todos mis compañeros paseando, sin nada que hacer más que comerse el bocadillo, por las calles de alrededor de la librería. De uno en uno fui preguntando a los que conocía de poner manos en lo ajeno y a los obedientes que se les arrimaban. Desde pequeño distingo bien en las miradas y posturas quién comprará algo en la tienda, quién pretende curiosear solamente y quién busca meterse un artículo gratis en el pantalón o bajo la cazadora. También adivino, por los regresos de verano al pueblo a ver a los abuelos, a los callados que en su cabeza acusan de traidor a mi padre. Cuando en los retretes lo tuve delante no dudé. Uno de mi misma clase era. Le dejé que tramara el cuento de que conocía al que se llevó la bicicleta.
Lo convenzo de devolverla esta noche en la plazoleta a cambio de no remover la historia.
Papá y mamá se extrañaron de verme salir tarde de casa, pero solo dijeron que me guardaban el plato de cena tapado con film transparente. Por la debilidad ya no se desplazaba papá del piso más que a consultas y pruebas y pasaba las horas arreglando desperfectos de nuestras cosas, encolando bolsos, cosiendo mochilas, componiendo grifos. Cuando tuve en mis manos la bicicleta del cuadro limpio me creí de repente mucho mayor. Debía bajarla a casa y mostrársela a papá. Pensaba cómo lo haría. No daba igual cómo. Un cliente de la librería, un azuzón que compra el Marca a diario y que me encontró de camino, se me guaseó:
¿Cómo es que empujas la bici? ¡Esos trastos son para montarlos! ¡Te llevan ellos, chaval!
Él no podía comprender. No montaría la bicicleta porque no era una herramienta ni un instrumento sino una verdad de la vida de mi padre. Y yo tenía que mostrarle que lo sabía, que había aprendido a aprender. Cerca de nuestra manzana de casas lo telefoneé: asómate a la ventana, tú asómate a la ventana. Cuando doblé la esquina su figura se recortaba en la luz de la salita. No me vería bien al principio, entrevería quizá una sombra porque la iluminación escasea en nuestra calle. Imagino que fue intuyéndonos en el bulto de carne, manillar y ruedas que se aproximaba al portal y que solo alcanzó a distinguir hijo y bicicleta cuando nos alumbró la farola. No sé por qué se me ocurrió, pero la alcé ante mí ofreciéndosela como si en aquel momento, traspasando una meta, él la ganara en carrera. Pero me pareció que a través del cuadro, en todo el rato que la sostuve con los brazos temblones del esfuerzo, no apartaba la mirada de mí en vez de contemplar su bicicleta recuperada.

 


Diez bicicletas para treinta sonámbulos, 2019.

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