La noche del revuelo los seguí hasta
el tendedero, que era donde se hablaban a escondidas. A los cuatro
años de edad no estaba yo enseñado a oírlos expresarse en ese
lenguaje.
—Ya
no tendré que meterme los gránulos en la picha para mear limpio.
—A
partir de ahora tu picha no será de los vampiros sino exclusiva de
tu mujer.
Papá
lloró, mamá lo besó, y yo me volví asustado al cuarto de la
televisión, donde habíamos pasado la tarde queriendo saber de papá.
Otra vez ponían las imágenes. Esa tarde iba papá escapado en el
último puerto con otro del equipo y un extranjero. El cuñado
afirmaba que ganaría la etapa si descolgaba al extranjero, que era
más rápido esprintando. Me lo imaginaba subido al cajón con el
osito que me traería bajo el brazo y dándoles a las chicas de las
minifaldas esos besos que hacían aullar a mamá. La rampa tan
inclinada los figuraba a ratos inmóviles en la tele. Gente de cara
pintada voceaba desde los arcenes. Algunos desbocados adelantaban a
los ciclistas y alzaban los puños. Papá pedaleaba sin levantarse
del sillín y sin mirar a nadie. El cuñado aseguraba que escondía
sus cartas para dar el mazazo cuando los otros menos se lo esperasen.
Pero la sorpresa fue que paró la bici, la giró sin desmontarse y
rompió a bajar el puerto por donde lo había ascendido. La cámara
lo siguió hasta la primera curva y lo perdió. El locutor informaba
de que estaba desfondado o quizá le venían sentando mal los cuatro
bocados apresurados del avituallamiento. Descuiden familiares y
aficionados que no parece grave la dolencia. El cuñado opinó que le
había dado una pájara y se fue a su casa o a dar de comer a los
caballos. Después lo grabó la cámara de una moto situada más
abajo en la montaña, con el pelotón. Rodaba con prisa entre público
y corredores que se le cruzaban extrañados. Algunos espectadores
aplaudían, pero se les notaba en las caras el desconcierto de no
saber qué aplaudían. Un amigo de la peña ciclista del pueblo
también opinó fastidiado y se marchó a recoger a la novia.
—Menudo
número. Ya se podía haber subido al coche del equipo en vez de
bajarse el puerto a la vista de todo el mundo.
No
supimos dónde andaba hasta que al final de esa tarde de verano asomó
su casco por la puerta de casa. En la bici había bajado el puerto,
recorrido la carretera desde Segovia y pedaleado sin parar hasta el
pueblo. En los días siguientes no salió de casa. Vino uno de la
empresa patrocinadora que lo llamaba y llamaba al teléfono, pero él
solo quería hablar con mamá, conmigo y con los abuelos. Pasamos
muchas horas juntos, él jugando conmigo y yo ayudándolo a despintar
la bicicleta. Decía que la quería dejar pura. Decapamos y lijamos
el cuadro hasta el metal y así la colgó de los ganchos del garaje.
Después metió en una bolsa los trofeos. La abuela le pidió
quedárselos cuando lo vio decidido a tirarlos. Al cabo de una semana
ya empezaron a escribir los periodistas que no estaba lesionado sino
que abandonaba el ciclismo y la puerta del garaje apareció escrita
con espray. El abuelo borró enseguida las palabras y nadie me quiso
decir qué ponía en esa pintada. Hasta la abuela se aborrascó y lo
pagó con mamá.
—Tu
marido no dio un ruido ni de niño ni de joven. No sé a qué ha
venido ahora montar esto.
Vendimos
el chalet del pueblo y los prados en los que íbamos a tener ganado y
nos vinimos a vivir aquí, donde nuestros vecinos no tienen rebaños
ni coches Mercedes ni tiendas de peletería. Por aquella época papá
me preguntaba a menudo qué quería ser yo de mayor. Veterinario, le
respondía. De los que no dejan que pongan medicinas malas a las
vacas. Pero me daba cuenta de que se lo decía por contentarlo. Él
se daba cuenta también. Y en vez de alegrarlo lo entristecía.
Papá
y mamá pusieron una tienda. Vendemos menos libros que papelería y
prensa, pero nos gusta llamarlo librería. Entra gente curiosa a
comprar. Papá los denominaba gente de poesía y ensayo. Clientes que
a menudo compran libros, que entre ellos discuten las reseñas
literarias de los suplementos culturales, y que a él se le soltaban
a hablar del Tourmalet, de Ocaña, de Fignon y de quien fuera. No
saben de lo que hablan pero son divertidos, hijo. Mamá bromeaba con
nosotros: no os riais tanto, que empezáis a pareceros a ellos…
—¿No
decíais el otro día que no sé qué novelista es un criptopoeta y
otro un sacapremios? ¡Ya no sois ni de aquí ni de allí, libreros!
Desde
el principio a papá lo conocieron como el librero ciclista, porque
aún era famoso cuando abrimos el negocio y porque casi siempre se
acercaba a la tienda en su bici del cuadro despintado. Echándole un
ojo a ratos la dejaba sin candar a la puerta. Hasta que hace unos
meses se la robaron. Estaba ya enfermo de veras y nos dolía más que
se la hubieran quitado. A mamá y a mí nos había costado cogerle
cariño a esa bici con la que cambió nuestra vida, pero para papá,
que no quería guardar copas, medallas y diplomas, era su trofeo. No
es que papá afirmara esas cosas: eran ideas que le averiguábamos.
Él solía explicarse a medias, buscando que yo completara los
pensamientos.
—Donde
no tengas buenas medallas…
—¿Pon
buenos recuerdos?
—Tú
lo has dicho, hijo.
Creo
que era su manera de enseñarme. Como cuando hablaba de su
enfermedad.
—Fue
demasiado tarde para el cuerpo… —El hígado se le estaba
descomponiendo, como a otros que se dejaron hacer por médicos y
directores deportivos. Con su media frase me decía que ni siquiera
la salud lo era todo. Que salvó algo que habría perdido de seguir
con aquello—, pero no para el ánimo.
Ahora
que tengo casi catorce años entiendo lo que quería transmitirme. Me
lo dijo claramente una tarde en que me intentaba ayudar con los
deberes y quedó atascado en una tarea: lo importante no es aprender,
hijo, sino aprender a aprender. Tú recuérdalo. Pero no vayas a
decirle esto a esa gente filósofa que viene por la tienda. Se
reirían de nosotros.
Mamá
y yo solíamos burlarnos de su bici vieja, la bicicleta pura, como él
la llamaba, y cuando la echamos de menos en el recibidor de nuestro
piso nos arrepentimos. Conjeturaban en la tienda los clientes que el
ladrón sería un coleccionista, un loco caprichoso, pero a mí me
pitaba la coincidencia de que desapareciera una bici durante el
recreo del instituto, con todos mis compañeros paseando, sin nada
que hacer más que comerse el bocadillo, por las calles de alrededor
de la librería. De uno en uno fui preguntando a los que conocía de
poner manos en lo ajeno y a los obedientes que se les arrimaban.
Desde pequeño distingo bien en las miradas y posturas quién
comprará algo en la tienda, quién pretende curiosear solamente y
quién busca meterse un artículo gratis en el pantalón o bajo la
cazadora. También adivino, por los regresos de verano al pueblo a
ver a los abuelos, a los callados que en su cabeza acusan de traidor
a mi padre. Cuando en los retretes lo tuve delante no dudé. Uno de
mi misma clase era. Le dejé que tramara el cuento de que conocía al
que se llevó la bicicleta.
—Lo
convenzo de devolverla esta noche en la plazoleta a cambio de no
remover la historia.
Papá
y mamá se extrañaron de verme salir tarde de casa, pero solo
dijeron que me guardaban el plato de cena tapado con film
transparente. Por la debilidad ya no se desplazaba papá del piso más
que a consultas y pruebas y pasaba las horas arreglando desperfectos
de nuestras cosas, encolando bolsos, cosiendo mochilas, componiendo
grifos. Cuando tuve en mis manos la bicicleta del cuadro limpio me
creí de repente mucho mayor. Debía bajarla a casa y mostrársela a
papá. Pensaba cómo lo haría. No daba igual cómo. Un cliente de la
librería, un azuzón que compra el Marca a diario y que me encontró
de camino, se me guaseó:
—¿Cómo
es que empujas la bici? ¡Esos trastos son para montarlos! ¡Te
llevan ellos, chaval!
Él
no podía comprender. No montaría la bicicleta porque no era una
herramienta ni un instrumento sino una verdad de la vida de mi padre.
Y yo tenía que mostrarle que lo sabía, que había aprendido a
aprender. Cerca de nuestra manzana de casas lo telefoneé: asómate a
la ventana, tú asómate a la ventana. Cuando doblé la esquina su
figura se recortaba en la luz de la salita. No me vería bien al
principio, entrevería quizá una sombra porque la iluminación
escasea en nuestra calle. Imagino que fue intuyéndonos en el bulto
de carne, manillar y ruedas que se aproximaba al portal y que solo
alcanzó a distinguir hijo y bicicleta cuando nos alumbró la farola.
No sé por qué se me ocurrió, pero la alcé ante mí ofreciéndosela
como si en aquel momento, traspasando una meta, él la ganara en
carrera. Pero me pareció que a través del cuadro, en todo el rato
que la sostuve con los brazos temblones del esfuerzo, no apartaba la
mirada de mí en vez de contemplar su bicicleta recuperada.
Diez bicicletas para treinta sonámbulos, 2019.
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