Damos generalmente a nuestras
ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido:
si llamamos a la muerte un sueño es porque por fuera se parece a un
sueño; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece algo
diferente de la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad
construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas
a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser
felices.
Pero
así es toda la vida; así es, al menos, aquel sistema de vida
particular a lo que comúnmente llamamos civilización. La
civilización consiste en dar a una cosa el nombre que no le
corresponde, y después soñar sobre el resultado. Y realmente el
nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El
objeto se hace realmente otro, porque lo hicimos otro. Manufacturamos
realidades. La materia prima continúa siendo la misma, pero la
forma, que el arte le dio, se aparta efectivamente de seguir siendo
la misma. Una mesa de pino es pino pero también una mesa. Nos
sentamos a la mesa, y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero
no amamos con el instinto sexual, sino con la presunción de otro
sentimiento. Y esa presunción, es, en efecto, otro sentimiento.
No
sé qué sutil efecto de luz, o vago ruido, o recuerdo de perfume o
música, tocada por no sé qué influencia externa, me trajo de
repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que registro
sin prisa, al sentarme, en el café, distraídamente. No sé a dónde
iba a orientar mis pensamientos, a dónde preferiría orientarlos. El
día es de una leve neblina húmeda y caliente, triste sin amenazas,
monótono sin razón. Me duele no sé qué sentimiento que
desconozco; me falta un argumento cualquiera sobre no sé qué, no
tengo fuerzas en los nervios. Estoy triste mucho más abajo de la
conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal anotadas, no para
decir esto, ni para decir sea lo que sea, sino para dar una tarea a
mi falta de atención. Voy llenando lentamente, a trazos suaves de
lápiz romo -que no tengo sentimentalidad para afilar-, el papel
blanco de envolver bocadillos que me dieron en el café, porque yo no
necesitaba otro mejor y uno cualquier me servía, siempre que fuera
blanco. Y me doy por contento. Me reclino. La tarde cae monótona y
sin lluvia, con un tono de luz desalentado e incierto… Y dejo de
escribir porque dejo de escribir.
Libro del desasosiego, 1982.
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