Nowosadecki, Majer y yo alquilamos una
pequeña casa en la montaña para pasar las vacaciones.
Majer
pretendía buscar setas. Nowosadecki quería tomar el sol y yo no
tenía proyectos determinados.
Fue
una buena idea. Silencio, tranquilidad, naturaleza, nadie alrededor.
Sólo al anochecer divisamos una lucecita a lo lejos. Ni siquiera era
una luz. Nada más que un puntito luminoso.
Primero
pensamos que se trataba de una estrella, pero estaba demasiado baja
para serlo. Y brillaba incluso con el cielo cubierto, cuando no ves
estrellas ni por asomo.
¿Tal
vez era una casa? Pero en los alrededores no había ninguna otra
casa, sólo la nuestra. ¿Unos vagabundos que hubiesen hecho fuego?
Pero el fuego es rojo y centellea, mientras que aquello brillaba con
una luz dorada y fija.
—Me
pone nervioso —dijo Nowosadecki.
—Déjalo
que brille —expuso su punto de vista diferente Majer—. Está
lejos, no nos molesta para nada.
—Me
pone nervioso no porque brille —precisó Nowosadecki—, sino
porque no sé qué es lo que brilla.
—Típica
avidez de conocimiento —comenté yo—. Propia de la naturaleza
humana. Al hombre le interesa, más que el fenómeno en sí, la
causalidad. El hombre quiere conocer la causa.
—Ya
que estamos hablando de la naturaleza —se enervó Nowosadecki—,
nos han engañado. Aquí sólo iba a haber naturaleza, pero resulta
que hay no se sabe qué gente. Yo quería soledad.
—¿Cómo
sabes que esa lucecita no es un fenómeno natural?
—Precisamente
no lo sé, y eso es lo que me pone nervioso.
Al
día siguiente fue a buscar setas y Majer estuvo tomando el sol. Yo
no hice nada en especial y no tengo nada para explicar.
Nowosadecki
volvió del bosque irritado.
—No
sé, no me ha ido bien, no podía concentrarme.
—¿Por
qué, si el tiempo es adecuado y hay montones de setas?
—Pero
he estado pensando todo el tiempo que cuando acabe el día vendrá la
noche y esa lucecita volverá a aparecer.
—Tal
vez no aparezca.
—Justamente.
No se sabe si aparecerá o no, y esa inseguridad me atormenta.
—Bien,
pues supongamos que no aparecerá. ¿Te sientes mejor?
—Si
no aparece será aún peor. Entonces pensaré: ¿por qué antes
estaba y ahora no?
—Lo
olvidarás.
—No
lo olvidaré; los recuerdos no se olvidan. Además, ya no podré
observarla más que en el recuerdo.
—Espera
hasta la noche y ya veremos. No te preocupes antes de tiempo.
Cuanto
más se acercaba la noche, tanto más se impacientaba Nowosadecki,
aunque de hecho debería haber sido todo lo contrario: cuanto más
cerca estuviese el fin de la espera, tanto menos debería haberse
impacientado. Antes de la puesta de sol nos reunimos en el umbral de
la casa.
—Qué
moreno me he puesto, ¿eh? —dijo Majer.
—Calla
—le reprimió Nowosadecki—. Estamos esperando, no nos distraigas.
Anochecía
poco a poco, para Nowosadecki demasiado poco a poco.
—No
aparece —constató Nowosadecki con nerviosismo—. Ya no aparecerá.
—Tal
vez ayer sólo nos pareció verla —traté de tranquilizarlo—. A
veces a la gente le parece ver cosas.
—A
uno sí, pero ¿a los tres? Uno podía haberse equivocado, pero no
los tres a la vez.
—También
hay casos de alucinaciones colectivas. Bien es verdad que la
experiencia colectiva es la base normativa de nuestros conocimientos,
pero el consenso no soporta la prueba filosófica.
—¡Palabras!
—se enojó Nowosadecki—. No trates de volverme lelo.
—Yo
no trato nada, sino que analizo.
—¡Ahí
está! —gritó Majer, que no tomaba parte en nuestra discusión,
sino que escrutaba el cielo—. Ahí está, se ha encendido.
Nowosadecki
y yo dejamos de teorizar y también miramos. Efectivamente, en medio
del oscuro macizo de montañas estaba el puntito luminoso.
—¡Dios
mío! —gimió Nowosadecki—. ¡Otra vez!
—Pero
si es lo que querías. Si no hubiese aparecido de nuevo, estarías
aún más nervioso.
—¡A
mí qué me cuentas, cuéntaselo a ella! —gritó indicando la
lucecita.
—No
puedo. Tú eres mi colega, y aquello… ni siquiera sé lo que es.
—Precisamente
—corroboró Nowosadecki—. Es, pero ¿qué?
Después
de cenar, Majer se puso a embadurnarse con la crema Nivea, yo no
hacía nada y Nowosadecki salió de la casa. Contemplaba la noche, o
más bien sólo aquel puntito luminoso en medio de la noche. No era
de extrañar. Aunque la noche era inmensa, inconmensurable e
inabarcable, quedaba toda ella suspendida de aquel único puntito
como de un clavo.
Al
día siguiente por la mañana, Majer apareció descansado, mientras
que Nowosadecki estaba pálido y con sueño.
—No
he podido dormir —se quejó.
—No
es de extrañar, te quedaste mirando el cielo hasta muy tarde.
—Cuando
me acosté, tampoco podía dormir. Estuve mucho rato pensando qué
puede ser aquello.
—¿Tienes
alguna hipótesis?
—Ninguna.
Ahí está y brilla, y nada más.
Aquel
día ni siquiera fue a buscar setas. Vagó por la casa, fue de un
lado para otro sin ningún objetivo, hasta el mediodía no salió al
patio, donde yacía Majer en una hamaca.
—Ahora
es cuando coge mejor —dijo Majer señalando al sol.
—Y
a mi qué —murmuró Nowosadecki, y volvió al interior. Era
evidente que estaba esperando que anocheciera y que el día se le
hacía demasiado largo.
Al
anochecer nos sentamos de nuevo en el umbral. Pero —es curioso qué
diferente es la gente—, Majer y yo sin aquella tensión del día
anterior —¿acaso ya habíamos empezado a habituarnos?—,
Nowosadecki, en cambio, aún más excitado.
Majer
era quien menos interés demostraba, estaba preocupado porque al
mediodía el sol le había quemado demasiado y seguramente iba a
pelarse.
—Esa
Nivea no vale nada —se quejó.
—Pizbuin
es mejor —le aconsejé—. ¿Lo has probado?
—¡Silencio!
—gritó Nowosadecki.
—¿Por
qué? Estamos esperando un fenómeno óptico, no acústico. Si ha de
encenderse, se encenderá aunque yo toque un tambor y Majer un
trombón.
Como
para corroborar mis palabras, en el espacio que pasaba del azul y el
gris al azul marino apareció un puntito dorado.
—Bien,
voy a preparar la pasta —dijo Majer, y se levantó.
Nowosadecki
no cenó. Se quedó en el umbral todo ojos; cuando Majer y yo nos
íbamos a dormir, él seguía sentado allí.
—Que
no se vaya a volver lelo —expresó su preocupación Majer—.
Buenas noches.
En
el desayuno nos encontramos sólo Majer y yo.
—¿Sigue
sentado? —pregunté a Majer.
—Ni
se ha movido. Ha estado sentado toda la noche.
Llevé
a Nowosadecki una taza de café caliente. Temblaba de frío, pues en
la montaña las noches, y sobre todo las madrugadas, son frescas,
incluso en verano.
—¿Por
qué no te has tapado al menos con una manta? —pregunté.
—No
he podido ir a buscar una manta, porque no quería quitarle la vista
de encima. La observación debe ser estricta.
—¿Y
has visto algo nuevo?
—No,
todo lo que se puede establecer es que se enciende al anochecer y se
apaga al amanecer. Aparte de eso, ni se inmuta.
—Pues,
¿para qué sigues sentado? Ya se ha apagado, es de día.
—Es
verdad —me dio la razón Nowosadecki, y me miró con un aire un
poco más despierto.
Durmió
el día entero. Mientras tanto Majer consiguió un bonito bronceado;
sus temores respecto a la piel resultaron infundados.
Nowosadecki
no se despertó hasta antes de la cena.
—¿Cenarás
hoy? —preguntó Majer.
—Sólo
quiero un bocadillo. Me lo llevaré para el camino.
—¿Qué
camino? —nos sorprendimos.
—Voy
a ver qué es aquello.
—Déjalo
—intentó retenerlo Majer—. ¿Para qué vas a caminar por ahí de
noche?
—De
día no lo encontraré.
—Que
se vaya —salí en su apoyo—. Si tiene que volvernos locos, mejor
que vaya a ver qué es, de lo contrario nos estropeará las
vacaciones.
Se
fue. Volvió al día siguiente a eso del mediodía.
—¿Y
qué? —le dimos la bienvenida Majer y yo.
—Nada,
está demasiado lejos. En una noche es imposible llegar.
Majer
me miró a mí y yo a Majer. Ya sabíamos qué iba a ocurrir.
Efectivamente.
Nowosadecki volvió a dormir el día entero y al anochecer hizo la
mochila.
—No
sé cuándo volveré, tal vez dentro de unos días. Vosotros, chicos,
quedaos aquí y esperadme.
Esperamos
un día, después otro. La primera noche dormimos como de costumbre,
la segunda tampoco nos preocupamos por Nowosadecki, porque sabíamos
que necesitaba al menos dos noches. Al anochecer del segundo día
empezamos a inquietarnos.
—No
hay nada que temer —argumentaba Majer—. Tal vez necesite más
tiempo del que pensamos.
—Claro,
si son dos noches de ida, pues a la vuelta también serán dos, o un
día y una noche si vuelve sin descansar. Le podemos esperar lo más
pronto de madrugada. —A pesar de esa lógica, por algún motivo no
nos movimos del sitio, mirando en aquella dirección donde, en medio
de la noche y de las montañas, estaba el puntito luminoso. No
teníamos ganas de hablar y estuvimos así mucho rato.
—¿Qué
hora es? —pregunté al fin.
—Cerca
de medianoche.
—Será
mejor irse a dormir. Seguro que no llegará antes del amanecer.
Y
ya me había dado la vuelta para entrar en casa cuando Majer exclamó:
—¡Mira!
Miré:
en la oscuridad, en el vacío, en lugar de un puntito luminoso, había
dos. Uno junto al otro, iguales, no se sabía cuál era el primero y
cuál el segundo. Majer tampoco lo sabía, aunque al principio
sostuvo que la lucecita de la izquierda se había encendido al lado
de la de la derecha; pero cuando le insistí un poco cambió de
opinión y se empecinó en que la de la derecha se había encendido
al lado de la de la izquierda. Le expliqué que ni la izquierda podía
haberse encendido al lado de la derecha, ni la derecha al lado de la
izquierda, ya que mientras sólo había una no podía ser ni la
derecha ni la izquierda. Entonces tuvo que admitir que de hecho no
las diferenciaba y que sólo intentaba establecer algún tipo de
orden. Parecían un par de ojos.
Aquella
noche dormimos mal.
Nowosadecki
no volvió ni al tercer día, ni al quinto. Cuando llegó y pasó el
séptimo, Majer dijo:
—¿Y
si fuéramos a buscarlo?
—Nos
dijo que esperáramos. Y además…
—Además,
¿qué?
Estábamos
sentados como de costumbre en el umbral mirando las dos lucecitas.
—Si
antes brillaba sólo una, y ahora que Nowosadecki no ha vuelto,
brillan dos, eso da lugar a la suposición…
—¿Qué
suposición? —me apremió Majer, pues yo tardaba en terminar la
frase.
—Que
Nowosadecki es la segunda.
Majer
se puso pensativo.
—Es
muy posible —dijo por fin—. Pero en ese caso, ¿qué es lo que
brillaba antes?
—¿Y
cómo puedo saberlo? —contesté con rabia— Nowosadecki también
tenía esta curiosidad. Pero si insistes, vamos allí a averiguarlo.
—Ni
hablar —me tranquilizó Majer—. Al fin y al cabo sólo estamos
aquí de vacaciones.
El árbol, 1990.
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