Se habían marchado todas –mi
abuela, mi tía y mi madre–, creo que a Daimiel, en un carro, a por
un cerdo ya sacrificado, que iban a comprar de estraperlo en aquel
pueblo, y me habían dejado solo con la Luisa.
Yo
jugaba en el corral con un caballo de cartón. Lo había metido en la
artesa de madera, donde lavaban, y disfrutaba despedazando el animal,
mientras imaginaba que era carnicero y preparaba chuletas, piernas y
solomillos. Estaba solo –me habían prohibido jugar con los
refugiados– y ya me había cansado de tirar piedras al pozo,
esperando, inútilmente, que alguien me respondiera desde allá
abajo. Me había cansado de ahogar moscas y resucitarlas luego y
había decidido convertirme en carnicero y despachar carne a una
clientela imaginaria.
Estaba
dedicado a esa tarea cuando, por el portón entreabierto, entró
aquel hombre. Por su vestimenta, pronto me di cuenta de que se
trataba de un soldado. Di un brinco de alegría. ¡Un soldado!
Reconozco que admiraba a los soldados y que ansiaba ser mayor para
poder vestir el uniforme caqui, tener un fusil y jugar de verdad a
eso de la guerra. Pero aquel soldado tenía cara de pocos amigos, a
pesar de ser un muchacho muy joven y, además, barbilampiño. Nada
más entrar y verme, me agarró muy fuerte con una mano y, con la
otra, me tapó la boca. Me tuvo así durante unos instantes, mientras
vigilaba con la mirada la entrada de la casa. Un gran vocerío,
seguido de ruidos de motores de vehículos se escuchaban en la calle,
pero todo pasó y, cuando retornó el silencio, me liberó de la
mordaza para preguntarme:
–¿Y
tus padres?
–Mi
padre está en la guerra y mi madre se ha ido con mi abuela y con mi
tía a por un gorrino a otro pueblo.
–Pero
no te habrán dejado solo, ¿verdad? –volvió a preguntarme.
–No,
la Luisa se ha quedado conmigo.
–¿Quién
es? ¿Tu hermana?
–No.
Es la criada.
–Pues
vamos a verla.
Conduje
al soldado hasta la puerta de la cocina que daba al corral. Él la
abrió de un puntapié. Luisa, que estaba fregando los cacharros, se
volvió hacia nosotros sobresaltada.
–No
te muevas, muchacha, o te pesará –la amenazó el soldado, muy
nervioso.
Ella
estuvo a punto de gritar, pero él, que había visto un cuchillo
grande, colgado en una de las paredes, se abalanzó sobre él y, en
pocos segundos, lo tenía ya junto al cuello de la criada.
–¿Y
tus amos?
–Se
han ido a un pueblo de aquí cerca a traerse un cerdo descuartizado
en un carro, pero yo no tengo la culpa… No hay apenas nada y
necesitábamos comida.
–Yo
no soy de los que requisan, así que sobran las explicaciones. ¿No
te has dado cuenta de que ni siquiera soy de los de esta zona?
La
muchacha miró al soldado con más atención, consciente por primera
vez de quién se trataba.
–¡Jesús,
María! ¡Usted debe de ser un huido! ¡Váyase, váyase de aquí!
El
soldado perdió de pronto su fiereza. Era un muchacho espigado y
rubio, de unos dieciocho años, como mucho. Dejó de amenazar con el
cuchillo y, casi gimiendo, confesó:
–Si
me cogen, me matan, y no quiero morir. He visto a muchos morir en el
frente. –Se rehizo enseguida y volvió a esgrimir el cuchillo.
Gritó como una fiera acorralada–: Tendrás que ser buena y guardar
silencio, porque, de lo contrario, te juro que os mato a los dos, a
ti y al niño.
–Pero
es muy peligroso que te quedes aquí.
–¡Calla!
Se
oyeron unos golpes en la puerta de la galería. El soldado se puso de
pronto muy pálido. Comenzó a temblar y a sudar.
Un
rojo intenso alarmante
–¡Llaman!
–exclamó Luisa, sin disimular su alegría, como pensando «Estoy
salvada».
–¡No
abras!
–Debe
de ser la Frasquita, la refugiada. No tengo más remedio que abrir.
Vive en esta casa y pasará de todos modos.
–Está
bien. Habla con ella. Pero que no entre aquí. Y luego cierra la
puerta con llave. ¡Ah, y que no se te ocurra descubrirme porque
entonces seréis tres las personas que tendré que degollar!
La
criada salió de la cocina y, atravesando un pasillo, se dirigió a
la puerta de la galería.
–¿Qué
quieres, Frasquita?
–¡Hija,
pues sí que has tardao en salir!
–¡Venga!
¿Qué es lo que quieres? Las señoras no están aquí y tengo mucho
que hacer.
–Hija,
pues sí que te has vuelto tú cumplidera. ¡Ni que fueses a heredar
la casa!
–¡Déjate
de pamplinas y dime a qué has venido!
–¿Es
que no has oído el alboroto que se ha armao en la calle?
–No,
estoy muy ocupada y mis señoras no quieren que pierda el tiempo.
–Pues
si está to el pueblo alborotao. ¿Y no has oído los tiros?
–¿Qué
es lo que pasa?
–Na,
que venía un fascista preso en el tren y se ha escapao. Nadie sabe
cómo. Han echao a correr detrás de él por el Paseo de la Estación
y los milicianos, a un viejo que estaba sacando un carro de una casa,
que no tenía na que ver, se lo han cargao y está, el pobrecillo,
tirao en la calle, con una manta encima. Dicen que el fascista es
joven y muy buen mozo. ¡A mí me dan pena estas cosas!
Luisa
se sintió interesada por el asunto.
–Pero…
¿lo han cogido ya?
–No,
pero lo cogerán pronto. El fascista no tiene armas ni na y van tras
él lo menos cincuenta. ¿Por qué no te quitas el mandil y nos vamos
por ahí, a ver cómo lo cogen?
–No
puedo, Frasquita. Estoy sola con el niño y, además, lo único que
podemos conseguir es que nos peguen otro tiro a nosotras, como al
viejo ese que sacaba el carro de su casa.
–Pues
yo sí que voy a ir. ¡Salú y que sigas tan atareada!
Luisa
cerró la puerta de la galería con llave y regresó junto a
nosotros.
–Ya
lo sabes todo –le dijo al soldado.
Ella,
superado ya el miedo de los primeros momentos, miró al soldado con
lástima. El que tenía ante ella con un cuchillo en la mano no era
un ser peligroso, sino un muchacho de su misma edad, cuya vida se
había visto envuelta, sin él mismo quererlo, por el torbellino de
la guerra. Y, además, estaba acorralado. Él también se humanizó.
Dejó de blandir el cuchillo que tenía en la mano, lo abandonó en
la encimera de la cocina, sacó su petaca de un bolsillo y comenzó a
liar un cigarrillo.
–No
debes dejar que me cojan, ¿comprendes? Si te portas bien, yo podré
escapar de esto y a ti no te pasará nada.
–¿Qué
debo hacer? –preguntó la muchacha.
–¡Callar!
–Pero…
¿y si vienen mis amas?
–Cuando
ellas vengan, yo ya me habré marchado.
El
soldado, un poco más relajado, sin la tensión y el coraje que
presta el peligro, se dejó caer sobre una silla con un suspiro.
–Tengo
hambre –dijo.
Luisa
sacó medio queso y unas cuantas naranjas.
–Es
todo cuanto hay –dijo ella–. Pan no tenemos. Lo que sí puedo
hacer es freír un huevo.
El
muchacho acabó con el queso y las naranjas antes de que Luisa
volviera con el huevo frito en un planto.
–¿No
notarán tus amos la falta de estos alimentos?
–No
–respondió ella–, porque como hoy nos hemos quedado solos el
chico y yo, pensarán que nos lo hemos comido nosotros.
Yo
observaba al soldado mientras comía. ¡Cuánta hambre atrasada debía
de tener, a juzgar por la rapidez con que masticaba!
–Yo
tengo un hermano en el frente que se llama Roque –dijo Luisa–.
Creo que conduce un tanque. Como tú eres de los fascistas, si alguna
vez lo ves, procura no darle un tiro porque tiene novia.
–Y
tú, ¿no tienes novio?
–¡Qué
va! ¡Cualquiera se hace novia en estos tiempos! No quiero sufrir.
Pero… ¿por qué te has escapado?
–Porque
me llevaban a Madrid para matarme. Mi padre es coronel y yo soy de la
Falange.
Luisa
se sintió un poco afligida.
–Entonces,
si tu padre es coronel, tú serás uno de esos señoritos que llevan
corbata, estudian y todo eso, ¿no?
–¡Y
qué más da! La guerra nos está igualando a todos. ¿Sabes una
cosa, muchacha? Pues que eres muy bonita.
La
chica se sonrojó. Una tímida sonrisa se dibujó en sus labios y
disipó, por unos instantes, la bruma de todos los temores.
–¿Cómo
te llamas?
–Diego.
¿Y tú?
–Yo
me llamo Luisa.
Cuando
Diego terminó de comer, le pidió a Luisa un pantalón y alguna
camisa de su señorito.
–El
señorito está en la otra zona, pero hay en el armario mucha ropa
suya.
Diego
le pidió también unos calcetines limpios y jabón para lavarse.
–En
el cuarto de baño está el jabón –dijo Luisa–, también hay
brocha y maquinilla, por si quieres afeitarte.
Le
acompañó al interior de la casa, mientras yo volví al corral para
seguir atendiendo a mi clientela imaginaria en la carnicería. En eso
estaba, cuando apareció Rafael, el mayor de los refugiados.
–¿Qué
haces?
–Despachando
carne.
–Tú
eres un niño tonto. Sólo los niños tontos estropean los caballos
de cartón.
–Y
tú, ¿sabes lo que eres? Un rojo maleducado. Hizo bien mi madre
cuando me aconsejó que no me juntara contigo ni con tu hermano.
–Pues
vete a la mierda.
–A
la mierda tú, piojoso –le dije, mientras regresaba a la cocina.
–A
la mierda tú y todos los tuyos, ¡so fascista!
Conocía
bien los puños del refugiado y su mala sangre, así que lo mejor era
desaparecer de su vista cuanto antes.
Recorrí
la casa en busca del soldado y de Luisa, pero parecía que se los
hubiera tragado la tierra. Al fin escuché murmullos detrás de una
puerta. La empujé levemente y vi que estaba abierta, así que decidí
entrar. Tardé bastante tiempo en comprender lo que sucedía allí
dentro, pero, de momento, me dejó perplejo y confundido. Sobre una
cama se hallaban el soldado y Luisa completamente desnudos. Él,
tumbado boca arriba, la agarraba furiosamente por las caderas,
mientras que ella, que tenía las piernas abiertas, se hallaba
sentada sobre su vientre. Me sorprendió extraordinariamente la
blancura de sus cuerpos y la extraña forma de moverse. Luisa gemía
y temblaba como aquel día en que le dio el ataque, después de que
le dijeran que su padre se había ahorcado en la cuadra de las mulas.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que yo había entrado en el
cuarto porque estaban fuera de sí, gritando y sudando como
moribundos.
Cuando
llamaron a la puerta, Luisa se asomó al balcón.
–Sabemos
que está ahí, abre la puerta –dijo una voz.
Temblaban
los dos al despedirse.
–Por
el corral, no –le dijo ella–. Mejor, salta por los tejados.
¿Tienes dinero?
–Sí,
algunos duros.
–Entonces,
márchate enseguida. Que no te cojan. Y vuelve algún día.
Cuando
el muchacho desapareció, trepando por los tejados, Luisa abrió la
puerta. Entraron cuatro o cinco hombres con cazadoras de cuero negro,
pistola en mano.
–Yo
estaba con el niño y él me amenazó con un cuchillo. ¡Qué iba a
hacer! –se justificó.
Oímos
varios disparos.
–Ha
caído como un gato desde un tejado, mi comisario –dijo uno de los
hombres.
Nunca
olvidaré aquella escena. Luisa me agarró de la mano y salimos a la
calle. Las gentes salían de sus casas y se arremolinaban, en torno a
una esquina. Cuando Luisa y yo llegamos allí y nos abrimos paso
entre la gente, vimos al soldado tendido en el suelo, completamente
inmóvil, con los ojos abiertos. A través de la camisa desgarrada y
manchada de sangre podía verse, fuera de su sitio, el paquete
intestinal, a causa de los muchos disparos recibidos en el vientre.
Me
parecía mentira que aquel cuerpo sin vida fuese el mismo que unos
minutos antes había contemplado completamente desnudo, vibrando de
deseo y de pasión, abrazado el cuerpo de Luisa.
Ella,
al verlo, lanzó un tremendo alarido y, ante la sorpresa de todos los
que allí estábamos, se revolcó por el suelo, totalmente fuera de
sí, agitando brazos y piernas, gritando como una poseída y
arrancándose ella misma mechones de pelo.
–Coged
a esta muchacha y llevárosla de aquí –dijo uno de los
milicianos–. Le ha dado un ataque al ver al muerto.
Yo
estaba tan impresionado por lo que acababa de suceder que no acertaba
a moverme ni a pronunciar una sola palabra.
Un rojo intenso y alarmante, 2022.
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