viernes, 29 de marzo de 2024

En el suelo limpio que yo acababa de fregar. Svetlana Alexiévich.

Masha Ivanova, ocho años
Actualmente es profesora


Mi familia estaba muy unida. Todos nos queríamos…
Mi padre había luchado en la Guerra Civil. De la guerra salió lisiado, caminaba con muletas. Sin embargo, consiguió dirigir el koljós, que bajo su dirección sobresalió por encima de las demás granjas. Cuando aprendí a leer, él mismo me enseñó los recortes del periódico Pravda en los que se hablaba de nuestro koljós. Antes de que estallara la guerra, incluso lo invitaron, junto con otros presidentes reputados, a asistir a un congreso de miembros destacados de koljós y a la exposición agrícola de Moscú. De aquel viaje me trajo unos libros muy bonitos y una caja de bombones.
Mi madre y yo queríamos mucho a papá. Yo lo adoraba y él nos adoraba a nosotras. A mi madre y a mí. ¿Estoy idealizando mi infancia? Tal vez. Pero mi memoria ha teñido todo lo anterior a la guerra de colores alegres y nítidos. Porque… era mi infancia. Una infancia de verdad…
Recuerdo las canciones. Las mujeres volvían cantando del campo. El sol empezaba a caer, desaparecía más allá del horizonte, y desde lejos se oía: «Ya es la hora de volver, ya es la hora…».
El crepúsculo del atardecer…
Yo corro al encuentro de la canción: mi madre está allí, oigo su voz. Mamá me levanta en brazos, yo la abrazo, luego salto al suelo y corro por delante de la canción que vuela detrás de mí, que lo llena todo a mi alrededor; ¡me siento tan bien, tan feliz!
Y en medio de una infancia tan alegre… De repente… De la noche a la mañana… ¡la guerra!
Mi padre se marchó en los primeros días… Le encomendaron un puesto en la organización clandestina. Tuvo que irse de casa, porque en nuestro pueblo todos lo conocían. Solo venía a vernos de noche.
Una vez lo oí hablando con mamá:
Hoy hemos hecho volar un camión alemán en la carretera…
Yo estaba escondida en la parte de arriba de la estufa y sin querer empecé a toser. Mis padres se asustaron.
Hija, nadie debe saberlo —me avisaron.
Empezó a darme miedo que llegara la noche. Mi padre vendría a vernos, los nazis lo descubrirían y se lo llevarían, se llevarían a mi padre, a quien tanto quería.
Siempre le estaba esperando. Me metía en el rincón más alejado, encima de nuestra gran estufa… Me abrazaba a mi abuela, pero me daba miedo quedarme dormida; si me dormía, me despertaba a menudo. El viento aullaba en la chimenea, la llave del tiro de la chimenea vibraba y tintineaba. Y yo sin poder dejar de pensar: «No puedo dormirme, que entonces no veré a papá cuando llegue».
Un día… de pronto tuve la sensación de que lo que oía no era el viento, sino el llanto de mi madre. Tenía fiebre. Era tifus.
Era noche cerrada; llegó papá. Yo fui la primera en oírlo y llamé a la abuela. Mi padre estaba frío y yo ardía de fiebre; él se sentó a mi lado y no podía irse. Estaba cansado, envejecido, pero yo lo sentía tan mío, tan querido… De repente llamaron a la puerta. Unos golpes sonoros. Mi padre ni siquiera tuvo tiempo de ponerse la zamarra: los policías ya estaban dentro de casa. Lo empujaron afuera; yo me abalancé detrás, él tendió las manos hacia mí y al instante recibió un golpe. Lo pegaban con los fusiles. Le golpeaban la cabeza. Yo fui corriendo, descalza sobre la nieve, hasta la orilla del río y grité: «¡Papá! Papá…». En casa, la abuela se lamentaba: «Pero ¿dónde está Dios? ¿Dónde se esconde?».
Mataron a mi padre…
La abuela no logró sobrevivir a una desgracia tan grande. Su llanto se hizo cada vez más y más grave, y dos semanas después de aquello, una noche, murió. Estábamos encima de la estufa. Yo dormía con ella y abrazaba su cuerpo sin vida. No había nadie más en casa: mi madre y mi hermano estaban escondidos en casa de los vecinos.
Mi madre cambió después de la muerte de mi padre. No salía de casa. Solo hablaba de él… Enseguida se cansaba, y eso que antes de la guerra era una trabajadora infatigable, siempre entre las primeras. Ya no se fijaba nunca en mí, aunque yo trataba de llamar su atención todo el rato. Intentaba alegrarla con lo que fuera. Solo se animaba un poco cuando nos poníamos a recordar a mi padre.
Recuerdo el día en que un grupo de mujeres entraron en casa y dijeron muy contentas:
Han enviado a un chico de la aldea vecina… ¡Dice que la guerra ha acabado! Pronto regresarán nuestros hombres.
Mamá cayó a plomo en el suelo limpio que yo acababa de fregar…

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial.1985. 
 

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