Nunca he podido confirmarlo,
pero dicen que en plena guerra de las Malvinas le preguntaron a
Borges qué solución se le ocurría para el conflicto, y él, con su
sorna metafísica de siempre, respondió: «Creo que Argentina y Gran
Bretaña tendrían que ponerse de acuerdo y adjudicar las Malvinas a
Bolivia, para que este país logre por fin su salida al mar».
En
realidad, la ironía de Borges (siempre que la cita sea verdadera) se
basaba en una obsesión que está presente en todo boliviano, ese
alguien que siempre parece estar acechando el horizonte en busca del
esquivo mar que le fue negado. Tiene el Titicaca, por supuesto, pero
el enorme lago sólo le sirve para que crezca su frustración, ya que
en vez de conducirlo a otros mundos, sólo lo conduce a sí mismo.
De
todas maneras, cuando algún boliviano llega al mar, aunque éste sea
ajeno, siempre se trata de un blanco, nunca de un indio. Hubo un
indio, sin embargo, nacido junto a las minas de Oruro, que por un
extraño azar pudo alcanzar el mar prohibido.
Debió
ser un niño simpático y bien dispuesto, ya que una dama paceña,
que estaba de paso en Oruro y pertenecía a una familia acaudalada,
lo vio casualmente y se lo trajo a la capital, allá por los años
cincuenta. Rebautizado como Gualberto Aniceto Morales, aprendió a
leer y aprendió a servir. Y tan bien lo hizo, que cuando sus
patrones viajaron a Europa, lo llevaron consigo, no precisamente para
ampliar su horizonte sino para que los auxiliara en menesteres
domésticos.
Así
fue que el muchacho (que para ese entonces ya había cumplido quince
años) pudo ir coleccionando en su memoria imágenes de mar: desde la
tibieza verde del Mediterráneo hasta los golfos helados del Báltico.
Cuando al cabo de un año sus protectores regresaron, Gualberto
Aniceto pidió que lo dejaran viajar a su pueblo para ver a su
familia.
Allí,
en su pobreza de origen, en la humilde y despojada querencia, ante la
mirada atónita y el silencio compacto de los suyos, el viajero fue
informando larga y pormenorizadamente sobre farallones, olas,
delfines, astilleros, mareas, peces voladores, buques cisternas,
muelles de pescadores, faros que parpadean, tiburones, gaviotas,
enormes transatlánticos.
No
obstante, llegó una noche en que se quedó sin recuerdos y calló.
Pero los suyos no suspendieron su expectativa y siguieron mirándolo,
esperando, arracimados sobre el piso de tierra y con las mejillas
hinchadas por la coca. Desde el fondo del recinto llegó la voz del
abuelo, todavía inexorable, a pesar de sus pulmones carcomidos: «¿Y
qué más?».
Gualberto
Aniceto sintió que no podía defraudarlos. Sabía por experiencia
que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, sólo
entonces, que empezó a hablar de las sirenas.
Despistes y franquezas, 1989.
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