Me sucede a veces,
y siempre que me sucede es casi de repente, que me aparece en medio
de las sensaciones un cansancio tan terrible de la vida que es
imposible imaginar un acto con el que dominarlo. Para remediarlo, el
suicidio parece poco seguro, la muerte, incluso presupuesta la
inconsciencia, todavía poco. Es un cansancio que ambiciona no el
dejar de existir —cosa que puede ser posible o puede no serlo—
sino una cosa mucho más horrorosa y profunda, el dejar de ni
siquiera haber existido, lo que no hay modo de que pueda acontecer.
Creo
entrever a veces, en las especulaciones, en general confusas, de los
indios, algo de esta ambición más negativa que la nada. Pero o les
falta agudeza de sensación para relatar así lo que piensan, o les
falta agudeza de pensamiento para sentir así lo que sienten. El
hecho es que lo que en ellos entreveo no lo veo. El hecho es que creo
ser el primero en dar en palabras el absurdo siniestro de esta
sensación sin remedio.
Y
la curo escribiéndola. Sí, no hay desolación, si es de veras
profunda, mientras que no
sea
puro sentimiento, pero en ella participe la inteligencia, para que no
exista el remedio irónico de decirla. Aun cuando la literatura no
tuviera otra utilidad, tendría esta, aunque para unos pocos.
Los
males de la inteligencia, infelizmente, duelen menos que los del
sentimiento, y los
del
sentimiento, infelizmente, menos que los del cuerpo. Digo
«infelizmente» porque la dignidad humana exigiría lo contrario. No
hay sensación angustiosa del misterio que pueda doler como el amor,
los celos o la saudade, que pueda ahogar como el miedo físico
intenso, que pueda transformar como la cólera o la ambición. Pero
también ningún dolor de los que despedazan el alma consigue ser tan
realmente dolor como el dolor de muelas, o el de los cólicos, o
(supongo) el dolor del parto.
Estamos
de tal modo constituidos que la inteligencia que ennoblece ciertas
emociones o sensaciones, y las eleva por encima de las otras, las
deprime también si extiende su análisis a la comparación entre
todas ellas.
Escribo
como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar.
Dentro
del gallinero de donde saldrá para matar, el gallo canta himnos a la
libertad porque le dieron dos palos de gallinero.
Libro del desasosiego, 1982.
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