Me
desperté creyendo que había vuelto a mearme en la cama, pero no era
más que una mancha pegajosa de cuando Sandy y yo habíamos follado
la noche antes. Son las típicas cosas que te pasan cuando bebes como
yo: que te cagas en los pantalones en el Wal-Mart y terminas viviendo
a expensas de una adicta al crack y de sus padres hundidos en la
miseria. Levanté un poco la manta y reseguí con el dedo el tatuaje
de KNOCKEMSTIFF, OHIO que Sandy se había hecho en el culo
flaco como si fuera un letrero de carretera. Jamás llegaré a
entender por qué hay gente a quien le hace falta tinta para
acordarse de dónde es.
Rodeándola
con los brazos, la apreté contra mí y le solté el mal aliento en
la nuca. Ya me estaba preparando para volver a tirármela cuando su
padre empezó otra vez desde su habitación al final del pasillo,
llorando con esa voz baja y triste con que lloraba siempre desde su
derrame cerebral. Aquello me cortó el rollo de golpe. Sandy gimió,
se dio la vuelta hacia el otro lado de la cama y se cubrió la cabeza
rubia con una almohada llena de bultos y embadurnada de fluidos secos
y babas.
Me
quedé mirando al cielo y oí cómo Mary, la madre de Sandy, pasaba
cansinamente por delante de la puerta de camino a ver cómo estaba
Albert. Los tablones fríos del suelo crujían y crujían como
témpanos de hielo bajo sus piernas gordas. En la casa todo estaba
viejo y gastado, incluida Sandy. De ella podía decirse lo mismo que
mi viejo decía siempre de mi madre después de que ésta se
marchara: «Si todo lo que le han metido le saliera ahora parecería
un puto puercoespín». Aquello podía aplicarse también a Sandy:
prácticamente no había chaval del municipio de Twin que no se la
hubiera hincado alguna vez.
A
través de las finas paredes, oí que Mary le decía a su marido
inválido:
—No,
todavía no se ha levantado.
Desde
que Sandy me había llevado a su casa una noche del otoño anterior,
yo había estado ayudando a cuidar de Albert. Todas las mañanas,
antes de que Mary abriera su primera botella de vino, yo iba al
cuarto del viejo y lo afeitaba, lo lavaba y le cambiaba el pañal.
Era una mera cuestión de horarios. Si a Albert no le dabas el
desayuno a las diez en punto, empezaba a ver soldados muertos
colgados de sus paracaídas en el manzano que había al otro lado de
la ventana. Aquello implicaba levantarse temprano, pero yo no paraba
de pensar que si trataba bien al viejo tal vez algún día alguien me
devolvería el favor.
Me
levanté y miré el reloj de la cajonera. Me puse los vaqueros y eché
un vistazo a algunos de los dibujos a lápiz de Sandy que había
tirados por el suelo. Siempre estaba trabajando en retratar a su
Novio Ideal. A veces se fumaba una pipa de crack, se encerraba en la
habitación y se pasaba dos o tres noches como una moto y practicando
distintas partes del cuerpo. Debajo de la cama guardaba páginas y
más páginas de sus fantasías. Ni uno solo de aquellos malditos
dibujos se parecía a mí en nada, y supongo que debería haber dado
las gracias. Todos tenían la misma cabeza diminuta y los mismos
hombros como balas de cañón. Al final salía dando tumbos de la
habitación con ampollas en los dedos de tanto estrujar el lápiz y
con costras alrededor de la boca de tanto fumar aquella porquería.
Albert
empezó a chasquear los labios blancos y despellejados en cuanto
entré en la habitación. Salvo por un temblor constante en la mano
izquierda, de pecho para abajo estaba más muerto que mi abuela. Mary
ya se había retirado a la sala de estar, pero había dejado una
palangana de agua tibia y una toalla gastada en la mesilla de al lado
de la cama de hospital. Encima de la cajonera había un paquete de
Gillettes y una navaja. Le apliqué la espuma y encendí un
cigarrillo para calmarme. Examiné el mapa de venas de su nariz
morada mientras me sonreía a través de la espuma.
Cuando
me disponía a rasurarle el cuello, Mary entró a toda prisa con una
botella de Wild Irish Rose. A Albert le empezó a temblar la cabeza
en cuanto sus ojos amarillos enfocaron el vino.
—Son
casi las diez, Tom —dijo Mary con voz jadeante—. ¿Has terminado?
—Casi
—contesté, echando la ceniza al suelo—. Tal vez tendrías que
darle un poco ya. Si se pone a dar botes puedo cortarle.
Mary
negó con la cabeza.
—Hasta
las diez nada —dijo en tono inflexible—. Si empezamos así, la
cosa se irá adelantando más y más. Y ya me tiene hecha polvo tal
como está ahora.
—Pero
todavía tengo que cambiarlo —señalé, apretando la palma de la
mano contra la frente sudorosa del viejo para mantenerlo quieto—.
¿Qué pasa con su medicación? Quizá deberías probar a dársela
alguna vez.
—Su
medicación es ésta —dijo Mary, agitando la botella—. Joder, sin
ella no duraría ni un día.
En
la mesilla de noche había un cajón lleno de pastillas, pero en
todos los meses que llevaba viviendo allí, el único que se había
tomado algo recetado por el médico era yo.
Terminé
de afeitar a Albert y luego le limpié la cara con un paño húmedo y
le pasé un peine por el pelo gris y quebradizo. Bajando las ásperas
mantas, le dije:
—¿Estás
listo, socio?
Retorció
la cara mientras intentaba farfullar unas palabras, pero finalmente
desistió y asintió con la cabeza. El viejo odiaba que lo cambiara,
pero eso era mejor que pasarse el día tirado encima de su porquería.
Le desabroché el pañal de papel y respiré hondo; a continuación
le levanté las piernas huesudas con una mano y se lo saqué de
debajo. Estaba empapado de pringue marrón. Lo tiré a la papelera y
le limpié el culo con un paño. Luego le puse un pañal nuevo de la
caja de Adult Pampers que había tirada en el suelo. Para
cuando lo tuve listo ya estaba berreando otra vez.
En
cuanto lo envolví con las mantas de nuevo, Mary abrió el precinto
de la botella y me la dio. Metí un extremo de una pajita en el
cuello de la botella y el otro en la boca de Albert. El reloj de la
pared marcaba las 9:56. Cuatro minutos más y se nos habría vuelto a
Corea. Sostuve la botella y me fumé otro cigarrillo mientras el
viejo sorbía su desayuno. La voz aguda y lastimera de Sandy cruzó
el pasillo y se metió en la habitación del enfermo. Estaba cantando
aquella canción suya sobre un pájaro que era azul pero quería ser
rojo.
—¿Adónde
fuisteis vosotros dos anoche? —me preguntó Mary.
—Al
bar de Hap —respondí, limpiando un hilo de vino de la barbilla de
Albert.
—Me
lo tendría que haber imaginado —dijo ella, y salió de la
habitación.
Aparte
del bar de Hap, el único otro negocio que sobrevivía en
Knockemstiff era la tienda de Maude Speakman. Hasta la iglesia había
caído en desgracia. Ya nadie tenía lealtad. Todo el mundo quería
irse al pueblo a trabajar y forrarse en la planta papelera o en la
fábrica de plástico. Preferían hacer la compra y rezar en Meade
porque allí los precios eran más bajos y las iglesias más grandes.
Me imaginaba que Hap Collins no tardaría mucho en vender su licencia
de licores al mejor postor y cerrar lo único que valía la pena en
la hondonada.
Después
de que Albert se quedara dormido, me acabé los dos dedos de posos
que había dejado en la botella, fui a la cocina y me serví un café.
Desde la ventana de atrás pude ver todo Knockemstiff. Había nevado
un poco por la noche y ahora salía humo de las chimeneas de las
angostas casas de una planta y de las caravanas herrumbrosas que
había en el camino de grava de más abajo. En algún lugar de Slate
Hill arrancó una motosierra. Me comí una tostada fría mientras
miraba cómo Porter Watson llenaba el depósito del camión en la
tienda de Maude, cruzaba el aparcamiento dando tumbos, ataviado con
todo su acolchamiento de camuflaje, y entraba en el local.
Contemplando
la otra punta de la hondonada, pude distinguir el morro helado del
coche del Búho sobresaliendo de la ladera de la colina enfrente del
bar de Hap. Era un Chrysler Newport de 1966 abandonado, pero la gente
del lugar lo llamaba «el buga del Búho», «el castillo del Búho»
y yo qué sé qué más del Búho. Nadie tenía ni idea de quién
había sido el primer propietario del vehículo, pero Porter Watson
se encargaba de que nadie en el puto condado se olvidara de la
lechuza que había anidado en el asiento delantero el verano después
de que el coche apareciera misteriosamente, sin tapacubos y con el
motor roto, aparcado en mitad de la colina. Parecía que fueran
primos, de tanto que hablaba Porter de aquel bicharraco estúpido.
Lavé
la taza, entré en la sala de estar y me dejé caer en el sofá
hundido. Pegados con chinchetas a las paredes, había un montón de
bonitos paisajes arrancados de calendarios viejos; parecían ventanas
a otros mundos. También había guías de la Triple A desparramadas
por todas partes. Aunque Mary nunca había tenido coche, sí tenía
una guía para cada estado. Siempre estaba fingiendo que iba a hacer
algún viaje.
—Está
chiflada —me había dicho Sandy la primera noche que fui a su casa.
Acabábamos de echar uno y estábamos tumbados en la cama,
bebiéndonos la última cerveza—. La otra mañana me puso una puta
piedra en la cama y me dijo que la había encontrado en el Gran
Cañón. No paraba de meterme el rollo de que había querido traerme
algo especial.
—¿Y
qué?
—¿Y
qué? Que yo acababa de ver cómo la recogía en la entrada de
coches. Joder, esa vieja guarra no ha salido en su vida del estado de
Ohio, Tom.
No
dije ni pío y me tragué los posos del fondo de la botella. Mi mujer
me había echado y necesitaba desesperadamente un sitio donde
quedarme.
—Y
además —había dicho Sandy, levantándose y poniendo rumbo al
cuarto de baño—, ¿a quién se le ocurre regalar una piedra vieja
y sucia?
Nos
pasamos todo aquel día de invierno viendo la tele, fumando
cigarrillos y comiendo galletas saladas de queso directamente de la
caja. Como la casa estaba encima de una loma, la tele podía pillar
cuatro canales, o sea que siempre había algo que ver. Pese a todo,
había veces en que me habría gustado tener cable. Durante los
anuncios, Sandy seguía trabajando en otro dibujo del Novio Ideal y
Mary hojeaba un libro sobre Florida. De vez en cuando me levantaba
para echar un vistazo a Albert y le daba más vino con pajita para
mantener la guerra a raya.
Luego,
justo después de que se hiciera oscuro, a Mary se le acabaron los
cigarrillos. Miré con el rabillo del ojo cómo revolvía los cajones
y buscaba debajo de los cojines. Por fin se irguió y se alejó por
el pasillo hablando sola. Cuando regresó, llevaba en la mano un
billete arrugado de veinte dólares y nos pidió que fuéramos a
comprarle un cartón. Sandy agarró el dinero, se levantó de un
salto y volvió corriendo a su dormitorio.
—La
tienda está a punto de cerrar —le gritó Mary—. No hace falta
que te arregles para ir a donde Maude.
Me
di cuenta de la que se avecinaba en cuanto Sandy regresó
pavoneándose a la sala de estar. Se había pintado los labios, se
había puesto sus vaqueros más prietos y se había peinado las
greñas. El olor amargo de la colonia que le había regalado por
Navidad cortaba el aire rancio. A Mary se le nublaron los ojos de
preocupación, pero no podía hacer nada. Hacía una eternidad que no
bajaba la colina y no podía pasar sin sus cigarrillos. Me puse el
abrigo y seguí a su hija a la oscuridad invernal. Era la primera vez
que salíamos en todo el día.
—Así
deben de sentirse los vampiros —comenté, levantando la vista para
mirar las estrellas a través de las ramas desnudas de los árboles.
—¿Eh?
—dijo Sandy mientras echaba a trotar colina abajo por delante de
mí.
—No
corras tanto. —La grava estaba helada allí donde los coches habían
aplastado la nieve—. ¿Qué prisa tienes?
—Tengo
sed.
—Chica,
yo no tengo dinero.
Se
dio la vuelta, se sacó el billete de veinte del bolsillo y lo agitó
delante de mis narices.
—Yo
sí —dijo, riendo.
—¿No
crees que tendríamos que llevarle los cigarrillos a tu madre?
—Tú
no te preocupes por eso. Además, fuma demasiado.
Siempre
supe que lo nuestro no duraría demasiado, pero cuando salí del
lavabo del bar de Hap y me encontré con que Sandy había
desaparecido se me hizo un nudo en el estómago. Llevábamos un par
de horas bebiendo la cerveza de barril más barata y escuchando sus
temas favoritos de Phil Collins cuando me dejó. Salí y me puse a
buscarla por el aparcamiento; luego volví y me senté en la barra al
lado de Porter Watson.
—¿Sabes
adónde ha ido Sandy? —le pregunté a Wanda, la camarera, con la
voz quebrada. Me encendí el último cigarrillo con manos
temblorosas.
Wanda
me puso otra jarra de cerveza delante.
—En
cuanto te has ido al meadero, ha salido por la puerta con el leñador
que estaba allí. Joder, llevaban mirándose desde que habéis
entrado.
—El
Novio Ideal.
—¿El
novio qué? —preguntó Porter, volviéndose hacia mí. La barba
poblada le olía a ácido estomacal.
—Nada
—respondí, contemplando la jarra de cerveza. Hice el amago de
cogerla pero luego la empujé hacia Wanda—. No tengo dinero.
—Ya
la he servido.
—Yo
le invito —le dijo Porter, tirando un billete de cinco sobre la
barra.
Y
me quedé allí sentado hasta la hora de cerrar, bebiendo a cuenta de
Porter y oyéndolo hablar sin parar del coche del Búho. La primera
vez que lo oías hablar de aquello te daba la impresión de que
estaba como una puta cabra, pero la verdad era que sólo intentaba
aferrarse a algo que llenara sus días para no tener que pensar en el
puto desastre en que había convertido su vida. A la mayoría nos
pasa lo mismo; puede que olvidar nuestras vidas sea lo mejor que
hagamos nunca.
—Aun
así me gustaría saber la historia de ese coche —le dije,
solamente para demostrarle que todavía lo estaba escuchando.
—¿La
historia? —dijo Porter con un soplido de burla—. Caray, ese coche
es como parte del paisaje. Es como la puta naturaleza.
—No.
O sea, ¿cómo crees que llegó hasta ahí?
—Aterrizó
ahí.
—¿Aterrizó?
—Me lo quedé mirando. Sus ojos inyectados en sangre miraban
fijamente el espejo ondulante que había detrás de la barra—.
¿Quieres decir que…?
—Joder,
sí. Y tenemos la puta suerte de que así fuera —añadió, mientras
empezaba a emerger un sollozo de las profundidades de su garganta.
Unos
minutos más tarde, Wanda gritó:
—¡Ultima
ronda!
Eché
un vistazo al reloj-anuncio de cerveza Miller que había encima de la
puerta. Y entonces me acordé de los cigarrillos de la vieja. No
podía volver a casa sin unos cuantos Marlboro. Joder, lo más seguro
era que no me dejara entrar. Esperé a que Wanda se pusiera a apagar
las luces y le gorreé dinero a Porter para comprar un paquete,
confiando en que aquello apaciguara a Mary hasta la mañana.
—¡Ultima
ronda! —volvió a gritar Wanda, y metí ocho monedas de veinticinco
centavos en la máquina de cigarrillos.
Cuando
por fin volví a casa de Sandy, la luz gris de la tele seguía
brillando a través de las láminas de plástico grapadas a las
ventanas. Llamé a la puerta y miré por el cristal cómo Mary se
levantaba con esfuerzo del sillón abatible y cruzaba lentamente la
sala. La bata de estar por casa de peluche azul envolvía su cuerpo
redondo como si fuera un capullo. En los bolsillos le abultaban los
montones de kleenex usados. Cuando abrió la puerta, se puso a buscar
con la mirada en la oscuridad detrás de mí.
—¿Dónde
está Sandy?
—No
estoy seguro —dije. Me castañeaban los dientes de frío—. Se ha
ido.
—¿Y
mis cigarrillos?
—Te
he traído un paquete —respondí, acercándolos a la luz del
porche—. Sandy tiene el resto.
—Ay,
esa chica… —dijo, abriendo la puerta mosquitera—. No tiene seso
ni para echar arena por una ratonera.
Entré
en la minúscula sala de estar y me quité el abrigo con un
movimiento de los hombros. En la tele estaban dando Vacaciones en
el mar.
—Joder.
La de tiempo que hace que no veo esa serie.
Era
una de las favoritas de mi madre, aunque a mí aquello de que todo el
mundo se enamorara y consiguiera lo que quería en el final feliz
siempre me había parecido una chorrada.
Nos
quedamos de pie en medio de la sala de estar, viendo la tele.
—Daría
lo que fuera por hacer un crucero de ésos —comentó Mary, mientras
abría el paquete de cigarrillos.
—¿Dónde
es eso?
En
la pantalla todo se veía hermoso: los sensuales biquinis, el color
azul resplandeciente del agua y hasta el capitán calvo con su
esmoquin.
—Hawái.
Este lo he visto docenas de veces. ¿Ves a esa mujer que está
plantada delante de la barandilla? La pobre no sabe que su marido
está en el barco con su nueva novia.
Mary
se dejó caer en el sillón abatible y encendió un cigarrillo. La
punta del Marlboro empezó a brillar como una luz de freno en medio
de su cara arrugada.
—¿Son
esos dos? —le pregunté.
Había
un par de estrellas de cine en decadencia paseando por la cubierta,
cogiéndose por la cintura, con las caras sonrientes levantadas hacia
el sol.
—Sí.
Está a punto de armarse la de Dios es Cristo.
Al
cabo de unos minutos, Mary se quedó dormida en el sillón. Le cogí
uno de los cigarrillos del paquete que le había traído y entré en
la cocina. Me quedé junto a la ventana, fumando y preguntándome si
Sandy y su leñador estarían follando en alguna parte en aquel mismo
momento, con sus corazones batiendo el uno contra el otro como mazos
mientras que el mío apenas si registraba latidos. De pronto me
acordé de Albert. Saqué un litro de Rose de la nevera y cogí el
pasillo para ir a echarle un vistazo. Aunque iba en contra de las
reglas de Mary, supuse que no le vendría mal echar un trago. Una
lamparilla de noche enchufada en una toma de corriente por encima de
él brillaba sobre su cara como una estrella pálida. Sentado a su
lado, destapé la botella.
—Eh,
viejo —le dije en voz baja—. Tomémonos una copa.
Llegué
a meter la pajita dentro de la botella antes de darme cuenta de que
estaba muerto. Debía de ser la primera vez en su vida que rechazaba
un trago. Me quedé sentado a su lado un rato, dando sorbos de la
botella y pensando en Sandy. En algún momento del día siguiente
volvería a casa y yo ya había tomado la decisión de que no quería
estar presente. A fin de cuentas, mi trabajo allí ya había
terminado. Encendí la lámpara y rebusqué en el cajón de las
pastillas hasta encontrar el frasco de Demerol. Luego me incliné
sobre Albert y, tan suavemente como pude, le cerré los párpados
secos y rosados con los pulgares.
Regresé
a la sala de estar, me puse el abrigo y me metí la botella de vino
en el bolsillo. Mientras me dirigía a la puerta principal, bajé la
vista y vi uno de los dibujos de Sandy tirado en la mesilla de café.
Había escrito se busca en mayúsculas encima de la cabeza diminuta
del tipo. Me lo guardé en el otro bolsillo y a continuación fui de
puntillas hasta el sillón de Mary y, con cuidado, le quité el
paquete de cigarrillos de la mano, dejándole tres en el cenicero.
Me
quedé un momento delante de la vieja casa y por fin eché a andar.
Mientras el aire frío se me filtraba rápidamente debajo del abrigo,
me di cuenta de que aquella noche ya no iba a salir de la hondonada.
Todo Knockemstiff estaba dormido, hasta los perros, y yo no tenía
adonde ir. Para cuando llegué al edificio de hormigón del bar de
Hap, ya casi me había congelado. Me quedé temblando en medio del
camino, intentando decidir qué hacer, y por fin salté por encima de
la zanja de desagüe y trepé por la ladera. Los brezos y los
matorrales me rasgaron la piel y me hicieron jirones la ropa, pero al
final llegué al coche del Búho.
Abrí
la puerta oxidada y me metí en el Newport. Encendí el mechero y
miré a mi alrededor. Había plumas grises y sucias por todas partes;
el suelo de tela descolorido estaba cubierto de cagadas blancas y
secas. Por debajo de mis botas oí un crujido como de ramas secas.
Sosteniendo el Zippo cerca de mis pies, vi que el suelo estaba lleno
de huesecillos finos y blancos de animales. Se me ocurrió que tal
vez pertenecieran a las víctimas del Búho. Cerré tanto como pude
las ventanillas rebeldes y me acurruqué en el asiento, dejando
solamente los ojos por encima del salpicadero roto.
Después
de terminarme la botella de Albert y tragarme dos de sus pastillas de
Demerol, me tumbé como pude en el asiento delantero. Cerré los ojos
y me hundí más y más en ese mundo solitario que sólo conoce la
gente que duerme en vehículos abandonados. Mientras pasaba un coche
traqueteando por el camino de más abajo, me acordé de la historia
de cómo el tío de Sandy, Wimpy Miller, se había muerto de
congelación dentro de un contenedor detrás del Sack N’ Save, con
el cuerpo sepultado bajo lechugas caducadas. Luego pensé en Hawái y
traté de invocar la arena caliente de una playa tropical y las
cálidas noches de seda del paraíso.
El
viento volvió a levantarse, meciendo el viejo coche de un lado para
otro. Los copos de nieve entraban por las ventanillas mal cerradas y
se arremolinaban encima de mí. Estiré el brazo y cogí del suelo el
minúsculo cráneo de un pobre pajarillo. Lo sostuve un buen rato en
la mano. Daba la impresión de que todo lo que había hecho en mi
vida, lo bueno y lo malo, estaba allí. A continuación me lo metí,
fino y frágil como un huevo, en la boca.
Knockemstiff, 2008.
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