Ahora todo se mezcla en mi cabeza:
cementerios, bodas y los distintos tipos de mierda.
Samuel
Beckett
Recuerdo
que, si bien tus padres vivían en un piso, disponían de otro piso
vacío en el que tú y tu hermana jugabais. Aquella tarde mis padres
me dejaron en tu pisito vacío y se fueron a hablar de cosas de
mayores. Tuve que llamar al timbre.
Primero
me abrió una tal Laura (o así se hacía llamar), que dijo ser tu
secretaria. Pasa, pasa, mi amiga te está esperando en el salón,
me dijo.
Yo
entré con mis diez años de edad, con miedo, con un pasado de juegos
de Playmobil y Super Mario Bros. Ésa era toda mi conversación. Que
no es poca.
Y
allí estabas tú, en el salón, tendida de lado como Cleopatra,
tocándote los ojos y fumando un lápiz.
Tu
secretaria, Laura, nos presentó. ¿Pero qué iba a hacer yo si tú
tenías la eternidad en tus grandes pestañas o si te parecías a las
chicas de la televisión y llevabas lazos rosas en la cabeza? Qué
iba a hacer yo, un proletario, un jugador de los jardines y las
cabañas. Porque tú en cambio eras otra clase de mujer, sofisticada,
con sus juegos de cocinas y de médicos, con su desfiladero de
Barbies en la estantería.
Ni
siquiera me saludaste. Giraste la cara y te pusiste a mirar por la
ventana. Laura, tu secretaria, me dijo: Dile algo, venga. Así
que yo di un paso al frente y te enseñé mi tirachinas.
Ya
sé que desde el primer momento no aceptaste mis pretensiones de
Robin Hood pero reconoce que te fascinó ese salvajismo que había en
mi pelo y la colonia Nenuco con la que me perfumé. Reconócelo.
Te
enseñé mi tirachinas y lo despreciaste. Tu secretaria Laura nos
miraba desde la puerta. Márchate, le ordenaste a Laura, y
ella se fue por los pasillos.
Lo
primero que hiciste fue enseñarme la casa. Aunque no había mucha
casa. Sólo un sofá y una cama. Entramos en el dormitorio y dijiste:
Mira mi cama de matrimonio.
Ya
veo, dije.
Es
de matrimonio, repetiste. Me puse nervioso. Muy bien,
dije. Pronto me casaré, aseguraste tocándome el brazo.
Pronto, pensé yo, que aún no conocía las virtudes de tener granos
en la cara o aparatos en los dientes, que mis estudios se reducían a
sumas aritméticas y letras del alfabeto.
Volvimos
al salón. Tu secretaria había desaparecido. Me llevaste junto a la
ventana. Había un pino reseco en el jardín y un perro dormía boca
arriba. No me hablabas, no decías nada. Tenías el control de la
situación. Y así fue como te giraste y me miraste y vi que tus ojos
eran verdes y suplicantes. Cogiste mi brazo y me dijiste: Cásate
conmigo.
¿Qué?
Cásate
conmigo, repetiste, quiero que te cases conmigo. Lo harás,
¿verdad? Lo harás porque yo estoy muy sola, muy sola.
Y
yo dije: No sé. Porque entonces (ni ahora, creo), te quería.
Tú me cogiste y dijiste sí, cásate conmigo, cásate. Vale,
dije. Total, no había testigos de mi desgracia. ¡Promételo!,
me gritaste y tu risa fue un temblor acuático.
Lo
prometo, balbuceé. Entonces apareció de detrás del sofá tu
secretaria, Laura, y dijo: ¡Lo he oído todo! Lo has prometido y
ahora estás obligado a casarte con ella.
Temblé.
Cómo era posible. Tan pronto se acababa mi infancia. Y así bajamos
al patio y allí tu secretaria Laura hizo de cura, de representante
de la sacra y romana y apostólica iglesia y ofició la boda con
piñones secos y hojas de los arbustos. Yo os declaro marido y
mujer, sentenció Laura.
Ahora
todo se mezcla en mi cabeza: cementerios, bodas y los distintos tipos
de mierda. Mis cosas eran poco numerosas, así que empecé a vivir
con mi esposa esa misma tarde. No nos conocíamos, pero esa, supongo,
era la gracia. No. Estaba hundido. Mis padres habían desaparecido y
a los diez años no se tienen erecciones con facilidad.
Lo
primero que supe de ti fue tu nombre. Me llamo Lulú, dijiste.
Por lo menos así dijiste, y no veo qué interés podías tener en
mentirme sobre aquello. Como no eras francesa, decías Loulou.
También me dijiste tu apellido. Pero lo he olvidado.
Laura
se convirtió en nuestra mayordoma y el sol se ponía tras el pino
reseco y se acercaba la noche de bodas. Terrible presagio del sexo
aún por conocer que llega salvajemente y nos enciende y rodea.
Porque teníamos que hacer el amor esa noche, aunque no tuviéramos
pelos en ninguna parte. Ésa es la costumbre.
Entramos
en la habitación con cama de matrimonio. Laura, nuestra mayordoma,
ya consagrada y culpable de mi desgracia, dijo que iba a cocinar la
cena. Tú, Loulou, me mirabas con curiosidad. Seguramente no me
amabas. O a lo mejor sí. No lo sé.
Tampoco
me dio tiempo a saberlo porque enseguida regresó Laura con la cena,
que consistía en unos espaguetis sin cocinar, duros, quiero decir,
recién sacados de la bolsa, y nos dio unos cuantos y tú, tú me
obligaste a comer esas espigas de trigo que, a fin de cuentas no
sabían tan mal, ni tan bien. Come, me decías, tienes que
hacer músculos. Oh, incluso tu sintaxis tenía un no sé qué de
erótico.
Y
cuando acabé de cenar las espigas de trigo la mayordoma se retiró,
tú apagaste la luz y me lanzaste sobre la cama y me gritaste: Hazme
un hijo, ¡hazme un hijo! Oh, Loulou, gemía yo, por
qué me haces esto, y me quitaste la camiseta con tu amor puro y
desinteresado. Y me besabas en todos los sitios menos en la boca,
porque no sabíamos que las bocas servían para besar. Por Dios
Loulou, todo fue tan rápido y repentino.
Pero
mira tú por dónde, justo entonces llegaron mis padres y anunciaron
la partida y me despojaron de ti, me arrebataron el insigne
conocimiento de tu gracia, Loulou. Y me dijiste adiós, como
se dice en las telenovelas y rompimos nuestro matrimonio con una
mirada.
Mira,
¿sabes qué? Yo sí que te amé. Tuve miedo, es cierto, pero te amé.
Durante años creí que ya no tendría más amores. Volví a los
juguetes y a los toboganes, volví a las merendolas con Nocilla en
casa de mis padres, a los hoteles con habitaciones de tres camas.
Durante
años creí que ya no tendría más amores. Ahora ya no lo creo. En
ese tiempo, quizá, me hubieran hecho falta más besos para
olvidarte, supongo. Pero claro, el amor, esa palabra, no se puede
hacer por encargo, mi pequeña Loulou, la única mujer que tuvo la
eternidad en las pestañas.
Yo mataré monstruos por ti, 2010.
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