Eres Dios. Te paseas por la ciudad, oyes que la gente habla de ti, y Dios por aquí y Dios por allá, y qué admirable universo es éste, y qué elegancia la gravitación universal, y tú sonríes entre dientes (la barba debe ser falsa, o no, tienes que andar sin barba, porque a Dios se le reconoce en seguida por la barba) y dices para tus adentros (el solipsismo de Dios es dramático): “He aquí, este soy yo y ellos lo ignoran”. Y alguien te empuja por la calle, o incluso te insulta, y tú, humildemente, pides disculpas y te marchas; total, eres Dios y, si quisieras, con chasquear los dedos, el mundo se convertiría en cenizas. Pero tú eres tan infinitamente poderoso que puedes permitirte ser bueno.
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