La otra noche matamos a un vampiro. Cerca del amanecer lo acechamos junto a su tumba y le tendimos una emboscada. El monstruo no era muy fuerte y pegó un chillido espeluznante cuando lo empalamos. Al verlo tendido en el suelo advertimos horrorizados que era un balberito, un niño vampiro que nos miraba con los ojos perplejos y arrasados de lágrimas, mientras se desollaba despavorido las manitas contra la estaca. El balberito agonizaba entre pucheros y la sangre de su última víctima resbalaba por sus colmillos de leche hasta empozarse en los hoyuelos de sus cachetes.«¡Muere, demonio!», gritó el reverendo al degollarlo con su hoz.
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