I
Serían
las cinco de la mañana cuando llegué al matadero, y ya la «cola»
rebasaba la fuente que hay cerca de la Puerta de Toledo, ocupando
parte del patio de entrada, muy próxima la cabecera a la gran nave
donde se descuartizan las reses bravas y se apartan los mondongos.
Diseminados
por todas partes veíase a los casqueros, hombrones del norte casi
todos, con las manos metidas en el peto de los mandiles mugrientos y
teniendo a los pies una enorme cesta de cinc para transportar las
asaduras, los despojos, las pezuñas, las criadillas, todos esos
menudillos que huelen tan mal, expuestos por los tablajeros y que son
la base de la comida de mucha gente y la fortuna de los gatos.
Algunos
carreros se entretenían en limpiar un enorme cajón con ruedas
formidables, lleno de sangre y piltrafas, vehículo de los que, al
anochecer, transportan las carroñas hechas cuartos tan
descaradamente como con peligro de los transeúntes. Y tan cierto es
ello, que no hay en el mundo nada semejante a esta repugnante manera
de transportar la carne, indigna de una capital europea, al aire
libre la parte posterior del carro, hacinados los sangrientos
despojos y balanceándose en los movimientos difíciles del
monstruoso y pesado armatoste, arrastrado a través de las calles
angostas por reatas de mulas a las que su desaprensión y bestialidad
han hecho merecidamente célebres.
Saludé
al matarife, a quien iba recomendado nada menos que por el concejal
visitador del establecimiento, y por el caso que me hizo pude
sospechar el que me hubiera hecho de no haberme recomendado tan
grande personaje. Sin embargo, días más tarde se me hizo notar por
el concejal de marras, asiduo lector de Nietzsche por cierto, que
tales matarifes, por razón de su oficio, son poco comunicativos y de
alma endurecida, a cuyas cualidades hay que forzosamente hacer honor,
pues sin ellos la alimentación de las urbes sería un problema
peliagudo.
Y
tan era así y tan poseído estaba de su importancia el verdugo de
los animales, que cuantos pasaban por nuestro lado le saludaban con
deferencia, le daban palmaditas en los hombros y le hacían toda
clase de sociales monerías.
Visité
las dependencias, dignas de eterna recordación por lo nada
higiénicas y lo insuficientes, y me hacía cruces al considerar que
España tenga por capital un pueblo a quien no le arredra poseer en
una de las calles más concurridas y populares un edificio semejante.
Pero
lo que a mí aquella mañana me interesaba no era el edificio, ni su
emplazamiento, ni la parte que en la mortalidad diaria pudiera
caberle. Estos absurdos tienen raíces más hondas que la falta de
dinero o crédito de los ayuntamientos, y allí me llevaba
precisamente la busca y captura de una de ellas. Las raíces del mal
suelen estar casi siempre allí donde los especialistas dedicados a
extirparlo ni presumen siquiera su existencia. Los hombres suelen
despreciar los detalles aparentemente rutiles y rehusan la inspección
minuciosa de lo insignificante, enamorados como suelen estar de altas
teorías y endiabladas jeringonzas.
El
objeto de mi visita era aquella «cola», tan larga ya a las cinco de
la mañana. El olor nauseabundo que venía en ráfagas y a rachas
parecía salir de la «cola» aquella y no de las naves del matadero.
El balido de los rebaños prestos al sacrificio, el mugir doliente de
los bueyes, los gruñidos de las víctimas, de aquella «cola» y no
del edificio parecía surgir.
He
estado en el hospital, en la guerra y en la cárcel y no vi jamás
cosa que igualara la tragedia horrible de aquella escena silenciosa.
Apoyados en las paredes, reclinados en los salientes de las piedras,
agarrados a los hierros de la verja, rígidos como estatuas, en
cuclillas, sentados a lo turco, echados en el suelo, en esa forma que
el lenguaje gráfico del pueblo define así, «echadazos», hombres,
niños, mujeres, aguardaban tranquilos, inmovilizados en la postura
primera que tomaron. Unos llevaban cazuelas; otros, pucheros; copas
grandes de vidrio; jarras, algunos. Muchas mujeres vigilaban con
cuidado panzudos cántaros de tierra de Vallecas. Un niño jugaba en
las baldosas de la acera con un viejo perol abollado. Otros, en torno
de la fuente, limpiaban, despaciosos, y como indiferentes, vasijas de
formas vulgares, compradas casi de balde, pintarrajeadas y tripudas
como loza de salvajes.
No
eran todos desastrados ni mucho menos. Junto a un hombre, todavía
joven, de recia barba, descuidada indudablemente por la necesidad, de
traje muy gastado, esperaba una muchacha apañadita, muy limpias las
ropas de tela barata pero escogida con gusto. Los había famosos, de
esos desgraciados sumidos en la abyección de la miseria cuyo traje
excéntrico os hace deteneros para mirarlos, y no sabéis si reíros
o socorrerlos. Allí estaban, en la pared, encorvados, las manos en
los bolsillos, el puchero en un sobaco, caído el sombrero hasta los
ojos como si les diera el sol y aprovecharan el tiempo durmiendo. Uno
de éstos tenía a sus pies un niño lindísimo, desgreñado, casi
desnudo, que gozaba arreando trastazos contra las piedras con un bote
de conservas. Los pobres a quienes en España se distingue con el
pomposo título «de solemnidad» expedido en las parroquias por diez
céntimos, tenían allí su representación; se distinguían
admirablemente; perdidos para toda iniciativa moral eran una carga
para los demás, lo sabían y, sin explotarla, ¡qué más hubieran
deseado!, vivían de ser gravosos a la caridad militarizada.
Obreros
sin trabajo o que faltaban a él aquel día por recomendación de un
vecino o curandero; «chavales» sin padres o con ellos que habían
sido mandados; habitantes de esas casas cuyas galerías dan a la
calle y que parecen restos o cortes transversales de edificios que se
arruinaron; mendigos que aman su vida a pesar de lo difícil que les
debe ser el soportarla; y, entre tanto resto de naufragio, jovencitas
de oficio o vendedoras de plazuela cuidadosas de sus pies y de su
pelo como buenas madrileñas, o viejas, prestamistas de dinero,
incapaces de gastarse un céntimo en medicinas o en consultas de
médico, pero que no querían morirse así como así.
-Cada
día vienen más -me decía el portero-, y a veces llega la «cola»
hasta la puerta que da a la Ronda.
Pedí
permiso a su madre, y tomé en brazos a un chiquillo. Era guapo de
veras, pero tenía en las bellas líneas de su cara un no sé qué,
el mismo «no sé qué» de todos los que con tanta resignación
esperaban: falta de sangre. Sentían todos escapárseles la vida e
ignoraban qué tenían. Todos pronunciaban la palabra anemia, y no
sabían más. En las policlínicas baratas o en las consultas
gratuitas del Hospital de San Carlos les habían dicho a unos que
tenían anemia, la sangre muy clara, poca sangre; otros habían
consultado al célebre curandero Cabezón, el del río, famosísimo
entonces en los Barrios Bajos. Los más no habían tenido necesidad
de que les dijeran nada; se sentían sin fuerzas, sin gana de
trabajar, ni de comer, ni de buscarlo. Grima daba verlos. Muertos en
vida, su cara y sus manos tenían un color blancuzco que en los niños
llegaba a la transparencia y en los viejos a la palidez fría de los
difuntos. En las jóvenes arrugaba la frente, sacaba a la fuerza el
cigoma, extendía por las mejillas y cerca de la boca un odioso
envejecer prematuro, una como huella ficticia de crápula y
existencia vergonzosa.
Las
«colas» que forman los pordioseros o la gallofa a las puertas de
los cuarteles a la hora del rancho, no pueden daros una idea de la
«cola» del matadero, ni siquiera esa lúgubre «cola» diaria del
Santo Refugio. Los anémicos eran algo más que pobres y miserables.
Buscaban sangre, querían sangre, como otros quieren y buscan pan. Y
lo trágico era esto. Mendigar un mendrugo, llevar unos harapos
raídos, enseñar la carne amarillenta por los agujeros de las ropas,
tener un solo vestido para el día y la noche, el verano y el
invierno, es tan triste, tan injusto, que la sociedad procura
aliviarlo valerosamente. Pero... ¿y pedir sangre?, ¿y... sentirse
morir en vida aunque haya pan, y verle sobre la mesa y no podérselo
llevar a la boca porque no hay ganas y sabe mal?... ¿Y oír que eso
se arreglaría con sangre, y ser tan ignorante, tan desgraciado, tan
pobre, que se oyen los más estúpidos remedios con ansia?...
Decid,
si os atrevéis, a los anémicos que yo vi el primer año del siglo a
la puerta del matadero, que la sangre se hace dentro del cuerpo...
Eso cuesta diabólicamente caro además y va muy despacio. Un
reconstituyente, un específico, un tratamiento puede salvar al rico;
al pobre, no. Y si este pobre es español, inculto y gaznápiro, no
podrá esperar, no confiará. Querrá sangre de quien sea, pero
sangre roja, corriente, ya hecha. Una transfusión es cosa muy
científica, rara, muy cara. Hay, pues, que beber sangre líquida. ¿Y
de quién? He ahí la dificultad vencida, soberbia, esplendorosa,
castizamente.
¿De
quién se ha de beber sangre en España sino del toro?... ¡Sangre de
toro!...
Cabezón,
el del río, miraba a una chicuela traída a casa del célebre
curandero adorado en los Barrios Bajos. Observaba su tez desmayada,
abría sus párpados, examinaba el color de las encías, su mirada
fría, su aire raquítico, tardo; y bondadoso le decía a la madre
con gestos de judío:
-Llévela
al matadero a beber sangre de toro.
La
madre no titubeaba. ¿Y por qué había de dudar?... ¿No es el toro
el animal más bravo de la creación? España se pasa la vida
hablando de ellos; el torero es el hombre más popular que pueda
haber en el mundo, precisamente porque es lidiador de ellos.
¡La
sangre del toro!...
La
panacea, el remedio universal, es la sangre de ese bicho indomable.
La imaginación del pueblo le ha deificado, y harta de verle
irritado, furioso, en actitudes de luchador sublime, cree en él como
no cree en Dios. Se rociaría el cuerpo con su baba rabiosa, con la
espuma de sus morros, cuando en un lance difícil se cubre de ella el
belfo tembloroso. Ese hombre es un toro, dice el pueblo para
significar la bravura de un varón. En las bestiales peleas de los
tigres o los leones con el toro, vistas en el circo, el pueblo ha
aprendido a despreciar la legendaria realeza del melenudo felino. El
rey de los animales es el toro para el pueblo español. Esa
arrogancia ciega, esa audacia irreflexiva, ese «crecerse» con el
castigo, su violencia brusca de cerrar los ojos para no ver sus actos
de valor, su prontitud trágica, ¡ah!, todo eso es nuestro. Su
sangre es la nuestra, la soñada sangre de nuestro heroísmo. El
pueblo la siente caer a chorros en su delirio de grandezas, y con la
copa llena de esa sangre espumosa como un vino bueno comete locuras a
la manera gloriosa y estúpida del toro.
Las
vecinas lo saben bien. Su consejo es idéntico al del curandero. La
enferma oye enérgicamente dicho:
-Coja
usted un puchero y beba sangre de toro. Se cierran los ojos, y ojos
que no ven, corazón que no siente.
Si
en vez de la sangre del toro fuera otra sangre, el consejo no se
aceptaría. Pero el alma está llena de la visión de la fiera, y
sólo pensar que esa fiereza puede precipitarse en nuestra venas...
II
Las
mujeres de los grandes cántaros entran las primeras, aunque no
ocupan en la «cola» esos sitios. Cuando van saliendo hay que
taparse las narices. De aquellos cántaros se expande un olor fétido,
imposible de resistir; no hay cadáver descompuesto que hieda de
aquella horrible manera. La boñiga fermentando en el asfalto no
huele tan mal. Es algo podrido y disuelto en un medio que a su
contacto se ha corrompido también, formando una sustancia inmunda
que exhala la muerte. En los vertederos olvidados, los pozos negros
rebosantes y las grandes bocas de los colectores y cloacas no se
podría sentir cosa que lo igualara.
Mas
aquellas mujeres son madres, y si huelen se aguantan. El curandero
les ha dicho que la parálisis y el raquitismo de los brazos se cura
con aquello, y van al matadero por el líquido asqueroso como lo
sacarían de una letrina de presidio. Es un caldo infernal. El agua
en la que se ha lavado la mondonguería. En ella se abrieron los
abomasos, las bolsas de los vientres, las tripas; en ella se
limpiaron las asaduras, las cabezas ya despellejadas, las pezuñas,
los sacos de los orines y se vació y mezcló todo eso, emponzoñando
el agua hasta convertirlo en cieno y fango de una singular traza. El
curandero lo ha mandado.
-Vaya
al matadero a por el caldo de los mondongos y que meta su chico el
brazo en él durante media hora. Antes cuece usted el agua y cuanto
más caliente pueda resistir, mejor.
Y
la madre cuece la mixtura inmunda y el niño mete su brazo allí y
llora y se asfixia. Y si no se salva es porque Dios no quiere; su
madre hizo lo que pudo.
La
ignorancia es menos heroica, pero más curiosa en los bebedores de
sangre taurina.
Se
les permite pasar a la cámara original, en que bien a mansalva puede
el matarife herir a su víctima, y cuando la ha degollado, aquellos
anémicos acercan su puchero o su copa y beben sin descansar,
cerrando los ojos. El matarife y sus ayudantes ríen y bromean.
Se
pierde mucha sangre. El chorro es semejante al de un pellejo divino
que se derrama por el matadero. Sube un olor fuerte, penetrante, casi
agrio.
—¿A
qué sabe? -pregunto a uno de ellos.
Tarda
en contestarme. La sangre ha hecho rápidamente su efecto, y el pobre
ignorante se siente mal, con bascas, con unos deseos inmensos de
vomitarla.
-¿A
qué sabe? -repito.
-A
acíbar -me dice.
-Esta
gente está más loca que un cencerro -filosofa un casquero que
presencia la operación.
Pero
loca o no loca, aquella gente es para mí un síntoma de otro mal muy
grande, y observo paciente, sin zaherir su miseria mental, pensando a
qué extremos tan lejanos y oscuros puede llegar la idolatría
nacional a una fiesta, no sospechados, ciertamente, por los mismos
que la cultivan.
No
quiere beber la pobre joven.
-Espérate
al otro; ya cae poca -dice el matarife.
Y
al otro, cuando la sangre, más que caer parece desplomarse de una
cañería, la joven alarga su brazo tembloroso y recoge en una jarra
el líquido.
-Hay
que beberlo enseguida; cuanto más caliente más aprovecha -la dice
su madre o lo que sea.
Y
la joven se decide al fin con el gesto de un niño que toma agua
purgante.
-¡Arriba,
arriba!... -le gritan compadecidos de su juventud.
No
puede acabar de bebería, arroja la ya bebida.
Los
hay valerosos, convencidos, que no es la primera vez que vienen. Se
lo dicen a todos.
-Hay
que tener constancia. Con una vez no basta.
-¿A
qué sabe? -vuelvo a preguntar.
-A
nada -responde un poco agrio.
Bebo
un trago. Sabe a rejalgar, a hombres escabechados; es pastosa, se
queda en la boca y es salada, acidulada, áspera...
Un
niño no quiere tragar aquello, y el berrinche es homérico; patalea,
llora y se defiende con valor. Su buena madre le sacude una tunda,
una zurra de repertorio con soplamocos y «manguzás», y sólo a mis
ruegos deja de maltratarlo.
-Se
ha empeñado en morirse, señor -dice la madre.
En
realidad, el niño cabría holgado en un alfiler como el niño del
cuento, y cuando se morirá, sin que pueda remediarlo el mismo Dios,
es si toma la sangre que le quieren hacer tragar.
-Pues
la has de tragar, ¡ladrón! -ruge la madre.
Pero
el chico la esputa, la rechaza y la sangre cae por el babero y
delantalillo, que parece que se ha muerto de veras y de una vez. No
habría fuerza humana que le hiciera trasegar aquello.
El
matarife aviva porque hay prisa. Vienen otros a llenar sus vasijas y
se oyen fuera los golpes con que la cariñosa madre obsequia a su
hijo porque quiere morirse.
Algunos
se quieren llevar la sangre y no los dejan si el bote es grande. Sin
duda la dejarían secar y con cebolla y pan no es mal almuerzo.
Un
hombre. El que ha extendido ahora su vaso, es todo un hombre. Se ve
su miseria, pero no su anemia. Está flaco, pero no enfermo. El
matarife no le deja acabar de llenar el recipiente, y con aspereza le
increpa como a un perro.
-¡Largo
de aquí!...
Me
fijo mucho en él. Alto, bien formado, barbudo, guapo, ese hombre ha
caído verticalmente en los abismos de la vagancia, de la pereza, que
es mortal en hombres como él. Viene sin duda a buscar en esa sangre
de toro la energía que le falta. Y viene con fe; sus ojos lo dicen.
Protesto
de que se le trate así, y me dice un ayudante:
-Es
un pelmazo; viene todos los días.
Se
va lentamente, bebiendo la que le permitieron coger, saboreándola
con delicia y mirando desconfiado como si fueran a quitársela.
Me
emociona ver esta escena. Ese hombre dice más claramente que todos
los otros en cuánto no estiman ese líquido precioso, venero de la
raza.
¡Sangre
de toro!
Beber
sangre de toro, sentir por las venas el escalofrío de esa
transfusión violenta, rugir y ser como él, audaz, fiero,
inconsciente e irresistible. Pedir, siempre pedir. De nosotros, de
los fondos del corazón, ni una idea salvadora. Vivir de prestado, de
otra energía; y zamparla de sopetón. Nada de labor paciente...
¡sangre de toro!... Rejuvenecerse por la conducta o regenerarse por
la cultura... eso es ir muy despacio. ¡Sangre, sangre de toro!
Arder, consumirse, bufar, encorajinarse, arrojar las dificultades a
la espalda como se arrojan a los lomos la arena los toros soberbios.
Estos
anémicos; estos enfermos, ¡cómo iluminan uno de los problemas
tremendos que nos siguen como cuervos! Sedientos de sangre de toro,
tienen valor para cogerla sin temblar del mismo toro degollado, y se
nota que su valor y su deseo llegarían a cogerla en la plaza misma
cuando en la rabiosa agonía del animal le chorrea la sangre del
hocico. Su ilusión es capaz de salvarlos, de darles la curación.
Este
culto del toro no es una pantomima más en el mundo, es la
manifestación de un alma nacional. Después de muertos entre los más
horrendos martirios, los carniceros, en la plaza misma y no lejos de
los caballos, los descuartizan; los expendedores vienen con carros o
con asnos por los pedazos, y los venden y se los disputan. Es carne
de toro, y carne barata. ¿Creéis que reparan los compradores en
aquellos grumos de sangre coagulada que mecha la carne enrabiada, tan
enrojecida que parece y aun lo es negra?... ¡Bah! ya lo saben, están
en el secreto. Saben que el toro murió rabiando y eso es un mérito
más. Cuando la mastiquen... ¿Creéis que la encontrarán dura, que
no se comerán aquellas fibras secas como tendones? ¡No faltaba más!
Es carne de toro que ha de «cornificar» el cuerpo y el alma y les
va a dar en la vida la virilidad que les falta.
-¿Acaba
usted o no acaba, señora?
-Nada
más que éste.
-¡Pero,
mujer, que la va a «diñar»!...
-Ca,
no la «diño» —dice riendo.
Es
una vieja. Se ha bebido dos vasos. No quiere morir. Sus ojos, su
expresión, dicen que aquella sangre la sentará bien. Tiene fe. No
le turba la cabeza ni el estómago y, según ella cuenta, le ha
quitado el reuma de las piernas.
-¿No
sabe usted -me pregunta- el refrán?
Ante
mi negativa, salmodia sonriente:
Agua
de San Isidro quita la calentura. Sangre de toro fresca buenas nalgas
procura.
Y
se aleja contenta, limpiándose la boca como un gato.
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