Te los encuentras a plena luz del día
completamente vestidos y moviéndose entre la muchedumbre.
Puede que sus ojos estén completamente abiertos,
pero ellos no ven a nadie,
ni siquiera pueden contemplarse a sí mismos
en los escaparates polvorientos de las tiendas
mientras deambulan acompañados por nubes blancas.
Uno de ellos cruza la avenida
llevando a su espalda un enorme saco de dormir
con algo pesado en su interior
protuberante, de lado, como una cruz.
Los holgazanes, reunidos para mirar a un traga-fuegos,
mientras las palomas con el pecho hinchado
se pavonean entre sus pies,
vuelven la mirada para seguirlo con los ojos.
No tuve más remedio que continuar mi camino,
aterrorizado por sus repentinos tambaleos,
que casi le hacen caer de rodillas
ante la chica de la minifalda roja
con botas blancas de cuero
que se despertó sobresaltada y clavó su mirada
en su cara llena de mugre
como si él fuera el mismísimo Jesucristo.
Picnic nocturno, 2001.
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