Esta
mañana, en clase, un alumno se transformó en perro. Siempre me
pierdo la acción en mi afán de copiarles la teoría en la pizarra.
Después
de la confusión, les pregunté a sus compañeros, disimulando mi
curiosidad. Ninguno supo precisar el momento exacto en que ocurrió
la transformación. No fue paulatina, sino sorpresiva.
Los
adolescentes, en general, no dejan de sorprenderme. Sin embargo, en
todos estos años de docencia, jamás había estado tan cerca del
alumno-perro. Se transformó descaradamente en mi clase y me lo
perdí.
No
un cancerbero, ni siquiera un perro negro. Un perro lanudo, común,
despeinado, que no llamaría la atención si no supiera que es López,
el del tercer banco a la izquierda. No recuerdo su nombre de pila.
Sólo su pelo desteñido y despeinado, como si nunca se lo hubiera
lavado o peinado. Un chico común, con mirada perdida, como drogado.
Un perro común, con mirada de perro, como hambriento.
Hablé
con la psicóloga del colegio y me dijo:
-No
puedo creer hasta qué extremos está dispuesta a llegar la gente
para llamar la atención. Ese chico tiene problemas en su casa.
Vaya
si los tiene, pensé.
-Su
padre los abandonó cuando él nació, porque era diferente a lo que
esperaba. No sé qué quería este tipo, si lo vieras. Creo que se
parece al chico, cuando se transforma. Una cara de perro
impresionante.
Después
de la transformación, el perro escapó del aula y sus compañeros
tuvieron que buscarlo. Hasta que volvieron mi hora había terminado.
Definitivamente,
siempre me pierdo la acción.
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