Dispuesto
a ahorcarme, até unas tiras de sábana a los barrotes y anudé el
otro extremo en torno a mi cuello de convicto reincidente. «No
servirá de nada», dijo una voz. Había decidido acabar con todo,
soledad, goteo del tiempo, celdas de castigo, vueltas ciegas al
patio, relectura de cada libro de la biblioteca de la cárcel. «Le
digo que no servirá de nada —resopló el ángel—, aún no ha
llegado la hora de recoger el conjunto de tus ruinas». Su aspecto
reglamentario, como bañado en talco, y la autoridad de aquel fanal
luminoso en mitad de la noche sugerían que podía no ser parte de mi
instante de locura. Lo dejé hablar. En un tono de superioridad
amistosa, me instruyó en el bien y el mal, aclaró que no esperaba
recompensa alguna por todos sus desvelos conmigo y me reveló,
incluso, la jerarquía de la Organización (nueve órdenes de tres
tríadas cada una: serafines, querubines, tronos, dominaciones,
virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles). Lo que me
persuadió finalmente de no consumar el suicidio no fue, sin embargo,
su familiaridad con mis intimidades, con mi vida de crimen y
desórdenes, sino la visión de sus alas un poco maltrechas,
desflecadas, y en su cuerpo las cicatrices de antiguas luchas.
La máquina de languidecer. Ángel Olgoso. 2009.
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