El
niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba
amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del
gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y
sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una
solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las
estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos,
en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada
de la cabeza, el niño no vio a nadie.
-¡Papá,
papá! -llamó a punto de llorar.
Un
viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la
nieve, quería caminar y no podía.
-¡Papá,
papá!
El
niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
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