-No sé por qué grabo esto-
dijo George Takeo Pickett, lentamente, hablando ante el micrófono-. No existe
la menor probabilidad de que alguien lo escuche. Dicen que el cometa nos
volverá a llevar a la Tierra dentro de dos millones de años, o sea, cuando dé
la próxima vuelta al Sol. Me pregunto si entonces aún existirá la humanidad y
si el cometa constituirá una vista tan magnífica para nuestros presuntos
descendientes como lo ha sido para nosotros. Tal vez envíen una expedición,
como hicimos nosotros, para ver qué descubren. Y nos encontrarán a nosotros…
“Pues la nave estará en
perfectas condiciones, incluso al cabo de tantos milenios. Habrá combustible en
los tanques, tal vez aire, ya que la comida se acabará primero, y moriremos de
hambre antes que asfixiados. Supongo que no aguardaremos tanto; será más rápido
abrir la escotilla y acabar de una vez.
“De niño, leí una obra
sobre una expedición polar llamada Un
invierno entre los hielos, del ingenioso Julio Verne. Bien, es lo que ahora
nos ocurre a nosotros. Hay hielo a nuestro alrededor, flotando en poderosos
icebergs. La Challenger está en medio
de ellos, orbitando tan lentamente que ha de pasar algún tiempo antes de
comprender que se mueven. Pero ninguna expedición a los polos de la Tierra se
enfrentó con nuestro invierno.
Durante la mayoría de estos millones de años, la temperatura será de doscientos
setenta grados bajo cero. Estaremos tan alejados del Sol que nos enviará el
mismo calor que las estrellas. ¿Y quién ha intentado nunca calentarse las manos
con el calor de Sirio en una noche invernal?”
Esta imagen absurda,
asaltando de pronto su cerebro, le quebrantó por completo. No podía hablar de
recuerdos de luz lunar sobre campos nevados, de campanas de Navidad sonando a
través de una Tierra que estaba ya a ochenta millones de kilómetros de
distancia. De repente, se echó a llorar como un chiquillo, destrozado por su
propio dominio ante el recuerdo de todas las bellezas familiares de la Tierra
que había perdido para siempre.
Todo había empezado bien,
en medio de un gran alarde de excitación y aventura. Recordaba (¿hacía sólo
seis meses?) la primera vez que salió a contemplar el cometa, poco después de
que Jimmy Randall, de dieciocho años, lo descubriese con su telescopio de
construcción casera y enviara su famoso telegrama al observatorio de Monte
Stromlo. En aquello días, sólo era una débil mota de niebla moviéndose
lentamente por la constelación de Eridano, al sur del Ecuador. Estaba mucho más
allá de Marte, trasladándose hacia el Sol por su órbita inmensamente elíptica.
Cuando había brillado por última vez en el cielo de la Tierra, no había aún
ningún hombre, y tal vez tampoco los habría cuando volviera. La raza humana
veía el cometa Randall por primera vez y quizá la última vez.
Al acercarse al Sol, fue
creciendo, adornándose con plumas y surtidores, el menor de los cuales era tan
grande como cien Tierras. Como un enorme penacho arrastrándose en medio de
alguna brisa cósmica, la cola del cometa tenía ya una longitud de sesenta
millones de kilómetros cuando pasó por la órbita de Marte. Fue entonces cuando
los astrónomos comprendieron que podía tratarse de la visión más espectacular
que había aparecido en el firmamento; la exhibición del cometa Halley, en 1986,
no sería nada en comparación. Y fue entonces cuando los administradores de la
Década Internacional de Astrofísica decidieron enviar la nave de investigación Challenger hacia el cometa, si podía
terminarse a tiempo, ya que se trataba de una oportunidad que no volvería a
ocurrir seguramente en mil años.
Durante interminables
semanas, en las horas que preceden al amanecer, el cometa cruzaba el cielo como
una segunda, pero más brillante, Vía Láctea. Al aproximarse al Sol, y volver a
experimentar los fuegos desconocidos desde que los mamuts recorrían la Tierra,
se tornó más activo. Chorros de gas luminoso surgieron de su núcleo, formando
grandes abanicos que giraban lentamente como faros a través de las estrellas.
La cola, de ciento cincuenta millones de kilómetros de longitud, se dividió en
franjas intrincadas y en chorros que cambiaban completamente de forma en una
sola noche. Siempre señalaban al sur, como enviados allí por un gran vendaval
que soplase hacia el exterior el calor del sistema solar.
Cuando le asignaron la Challenger, Georges Pickett apenas creyó
en su suerte. A ningún periodista le había ocurrido algo parecido desde William
Laurence y la bomba atómica. El hecho de poseer un diploma en ciencia, no estar
casado, gozar de buena salud, pesar menos de setenta kilos y no tener el
apéndice, ayudó indudablemente. Pero debía de haber otros en su mismo caso;
bien, su envidia no tardaría en convertirse en alivio.
Como la reducida dotación
de la Challenger no permitía incluir
a un simple periodista, Pickett tuvo que doblar sus horas de trabajo como
oficial administrativo. Esto significó, en la práctica, tener que redactar el
diario de a bordo, actuar como secretario del comandante, llevar el control de
lo almacenado y nivelar las cuentas. Era una suerte, pensaba, que en el mundo
ingrávido del espacio sólo se necesitasen tres horas de sueño cada
veinticuatro.
Mantener separadas sus
obligaciones requería mucho tacto. Cuando no estaba escribiendo en su
despachito, o comprobando los miles de artículos apilados en los almacenes,
tenía que atender a su grabadora. Había tenido buen cuidado, alguna que otra
vez, de entrevistar a cada uno de los veinte científicos e ingenieros que
formaban la tripulación de la nave. No habían sido enviadas todas las
grabaciones a la Tierra, ya que algunas eran demasiado técnicas y otras al
contrario. Pero, al menos, no había mostrado favoritismos y, por lo que sabía,
no había herido los sentimientos de nadie. Claro que esto ya no importaba.
Ignoraba qué pensaba el
doctor Martens; el astrónomo había sido uno de los sujetos más difíciles,
aunque uno de los que le habían dado más información. Con un impulso súbito,
Pickett localizó las primeras cintas de Martens, insertándolas en el
magnetófono. Sabía que trataba de escapar a la situación presente volviendo al
pasado, pero el único efecto de aquel conocimiento personal era la esperanza de
que el experimento tuviese éxito.
Todavía recordaba
claramente aquella primera entrevista, ya que el micrófono ingrávido,
balanceándose suavemente bajo la corriente de aire de los ventiladores, casi le
había hipnotizado, tornándole incoherente. Pero nadie lo había observado, pues
su voz continuó normal, con suavidad profesional.
Estaban a la sazón a
treinta millones de kilómetros detrás del cometa, aunque acercándosele
rápidamente, cuando atrapó a Martens en el observatorio y le disparó la primera
pregunta:
-Doctor Martens, ¿de qué
está compuesto el cometa Randall?
-De una mezcla -fue la
respuesta del astrónomo-, y cambia constantemente a medida que nos apartamos del
Sol. Pero la cola se compone principalmente de amoníaco, metano, anhídrido
carbónico, vapor de agua, cianógeno…
-¿Cianógeno? ¿No es un gas
venenoso? ¿Qué ocurriría si la Tierra quedase envuelta en esa cola?
-Nada. Aunque parezca tan
espectacular, de acuerdo con nuestras normas, la cola de un cometa es casi un
vacío absoluto. Para volumen tan grande como la Tierra, contiene tanto gas como
una caja de cerillas llena de aire.
-¡Y sin embargo, esta
insignificante cantidad de materia ofrece esa visión majestuosa!
-Lo mismo hace el gas en
un letrero eléctrico, por el mismo motivo. La cola de un cometa brilla porque
el sol la bombardea con partículas cargadas eléctricamente. Es un anuncio
luminoso cósmico; algún día, me temo, los agentes de publicidad se darán cuenta
de esto, y hallarán el modo de redactar anuncios a través del sistema solar.
-Una idea deprimente,
aunque supongo que alguien afirmará que es un triunfo de la ciencia aplicada.
Pero dejemos la cola. ¿Cuánto tardaremos en llegar al núcleo del cometa?
-Puesto que una caza
siempre toma tiempo, pasarán otras dos semanas antes de penetrar en el núcleo.
Iremos adentrándonos más y más en la cola, cruzando a través del cometa cuando
lleguemos a él. Pero aunque el núcleo se halla a treinta millones de kilómetros
al frente, ya hemos aprendido muchas cosas. Por ejemplo, que es extremadamente
pequeño, menos de ochenta kilómetros de diámetro. Y ni siquiera es sólido, ya
que probablemente está formado por millares de cuerpos más pequeños, todos
dando vueltas en una nube.
-¿Podremos penetrar en el
núcleo?
-Lo sabremos cuando
lleguemos. Tal vez nos limitaremos a estudiarlo con nuestros telescopios desde
unos miles de kilómetros. Aunque, personalmente, me sentiré defraudado si no
entramos en su interior.
Pickett cerró el
magnetófono. Sí, Martens había estado en lo cierto. Se habría sentido
defraudado, especialmente al no existir, al parecer, el menor peligro. El
peligro no residía en el cometa, ya que había venido de dentro.
Habían navegado a través
de las diversas y sucesivas cortinas de gas, enormes, pero increíblemente
tenues, que el cometa Randall seguía expulsando al alejarse del Sol. Incluso
ahora, cuando se acercaban a las regiones más densas del núcleo, se hallaban
prácticamente en medio del vacío. La niebla luminosa que se extendía en torno a
la Challenger durante tantos millones
de kilómetros, apenas disminuía la luz de las estrellas; pero directamente al
frente, donde se hallaba el núcleo del cometa, había un brillante trecho de luz
resplandeciente, que les atraía como un fuego fatuo.
Las perturbaciones
eléctricas tenían lugar a su alrededor con violencia creciente, habiendo
cortado casi por entero sus comunicaciones con la Tierra. El principal
transmisor de radio de la nave podía enviar una leve señal, y en los últimos
días se habían visto obligados a enviar unos mensajes de “estamos bien” en
morse. Cuando se apartasen del cometa, de vuelta a la Tierra, quedarían
restablecidas las comunicaciones; pero ahora estaban casi tan aislados como los
exploradores en la época anterior a la radio. Era un inconveniente, pero nada
más. Pickett casi agradecía este corte de comunicaciones, ya que le concedía
más tiempo para dedicarse a sus tareas administrativas. Aunque la nave viajaba
ya por el corazón del cometa, en un rumbo que ningún comandante hubiera soñado
antes del siglo XX, alguien tenía que comprobar las provisiones y demás
artículos.
Lenta y cautelosamente,
con la sonda radar captando toda la esfera de espacio que la rodeaba, la Challenger penetró en el núcleo del
cometa. Y se había posado… en medio del hielo.
En los años 40, Whipple,
de Harvard, ya adivinó la verdad, aunque era difícil de aceptar incluso
teniéndola ante los ojos. El núcleo relativamente pequeño del cometa era un
conjunto de icebergs a la deriva, que giraban entre sí, al moverse a lo largo
de su órbita. Pero al revés de los icebergs que flotan en los mares polares,
éstos no eran de blancura deslumbrante, ni compuestos de agua. Eran de color
gris sucio y muy porosos, como nieve pisoteada. Y estaban socavados por bolsas
de metano y amoníaco helado, que de cuando en cuando se desprendían de
gigantescos surtidores de gas, al absorber el calor del Sol.
Era una visión
maravillosa, pero a principio Pickett tuvo poco tiempo para admirarla.
Trabajaba en exceso.
Estaba dando la vuelta de
rutina por los depósitos de la nave, cuando se enfrentó con la catástrofe…
aunque tardó algún tiempo en darse cuenta, puesto que la situación de las
provisiones había sido ampliamente satisfactoria, y poseían grandes reservas hasta
volver a la Tierra. Las había comprobado personalmente y sólo tenía que
confirmar los balances grabados en la sección de la memoria electrónica de la
nave, donde se almacenaba toda la contabilidad.
Cuando aparecieron en la
pantalla las primeras cifras absurdas, Pickett supuso que había presionado una
palanca errónea. Borró los totales y volvió a alimentar la computadora con la
información obtenida.
60 cajas de carne
presionada para empezar: 17 consumidas; quedaban: 999.999.943.
Probó innumerables veces
sin resultado. Luego, sintiéndose enojado aunque no alarmado, fue en busca del
doctor Martens.
Halló al astrónomo en la
“cama de tortura”, el diminuto gimnasio apretado entre los almacenes técnicos y
la caja del principal tanque de combustible. Todos los miembros de la
tripulación tenían que ejercitarse allí una hora diaria, de lo contrario sus
músculos se distenderían a causa del ambiente falto de gravedad. Martens estaba
luchando con una serie de muelles poderosos, con una expresión determinada en
su rostro. Pero la expresión se tornó más determinada cuando Pickett le explicó
lo ocurrido.
Unas cuantas pruebas con
la principal computadora les comunicó lo peor.
-La computadora se ha
vuelto loca -confesó Martens-. Ni siquiera suma o resta.
-¡Pero seguramente podremos
repararla!
Martens meneó la cabeza.
Había perdido su confianza habitual: parecía, según pensó Pickett, un muñeco de
goma hinchado al empezar a perder gas.
-Ni los fabricantes
podrían hacerlo. Es una masa sólida de microcircuitos, tan apretados como los
del cerebro humano. Todavía funcionan las unidades de memoria, pero la sección
calculadora se ha inutilizado. Sólo enreda las cifras vertidas en ella.
-Y esto ¿dónde nos deja?
-preguntó el periodista.
-Significa que todos
estamos muertos -respondió llanamente Martens-. Sin la computadora, estamos
listos. Es imposible calcular una órbita de regreso a la Tierra. Se necesitaría
todo un ejército de matemáticos trabajando varias semanas para resolverlo en un
papel.
-¡Esto es ridículo! La
nave está en perfectas condiciones, tenemos abundancia de comida y combustible…
y usted dice que vamos a morir sólo por no poder realizar unas sumas.
-¡Unas sumas! -repitió el
astrónomo con sarcasmo-. Un cambio navigacional tan grande como es preciso para
alejarnos del cometa y entrar en una órbita terrestre, necesita unos cien mil
cálculos por separado. Incluso la computadora necesita varios minutos para
llevarlos a cabo.
Pickett no era matemático,
pero sabía lo suficiente de astronáutica para comprender la situación. Una nave
viajando a través del espacio se halla bajo la influencia de muchos cuerpos
celestes. La principal fuerza controladora es la de la gravedad del Sol, que
mantiene a todos los planetas firmemente sujetos a sus respectivas órbitas.
Pero los planetas también
se atraen, aunque en forma mucho menor, entre sí. Calcular estas atracciones
mutuas (por encima de todo, aprovechase de ella para alcanzar en el instante
preciso una meta situada a millones de kilómetros de distancia) era un problema
fantásticamente complejo. Comprendía la desesperación de Martens; ningún hombre
puede trabajar sin los instrumentos de su profesión, y ninguna profesión
necesitaba unos instrumentos más complicados que la suya.
Incluso después de anunciarlo
al comandante y de la primera conferencia de emergencia cuando toda la
tripulación se reunió para discutir la situación, tardaron varias horas en
asimilar los hechos. El final aún estaba a unos meses de distancia, y la mente
humana no podía captarlo; pero estaban sentenciados a muerte, si bien no corría
prisa la ejecución. Y el panorama seguía siendo soberbio…
Más allá de las brumas
resplandecientes que les envolvían, y que sería su monumento celestial al final
de los tiempos, podía divisar el gran faro de Júpiter, el más brillante de
todos los cuerpos celestes. Algunos aún vivirían, si los otros estaban
dispuestos a sacrificarse, cuando la nave pasara junto al más poderoso de los
hijos del Sol. ¿Valía la pena vivir unas semanas más, se preguntó Pickett, para
ver con tus propios ojos la visión que Galileo tuvo por primera vez con su
tosco telescopio, varios siglos antes: los satélites de Júpiter, yendo y
viniendo como cuentas de una sarta invisible?
Cuentas de una sarta. Con esta idea, un recuerdo largamente olvidado de su niñez surgió de
su subconsciente. Debía de estar allí desde varios días atrás, esforzándose por
salir a la luz. Y ahora al fin había llegado a su cerebro.
-¡No! -gritó-. ¡Es
ridículo! ¡Se reiría de mí!
¿Y qué?, le dijo la otra
mitad de su mente. No tienes nada que perder; si no para otra cosa, servirá
para que todos trabajen mientras se consumen las provisiones y el combustible.
Incluso la más mínima esperanza era mejor que nada en absoluto…
Dejó de jugar con el
magnetófono; había superado el sentimiento de autoconmiseración. Soltando la
cinta elástica que le ataba a la silla, se marchó a los almacenes técnicos en
busca del material que necesitaba.
-Esta no es mi idea de una
broma -gruñó el doctor Martens, contemplando con desprecio la tenue estructura
de alambre y madera que Pickett sostenía en la mano.
-Supuse que diría eso
-replicó Pickett, conservando la calma-. Pero, por favor, escuche un instante.
Mi abuela era japonesa y siendo yo niño me contó una historia que olvidé por
completo hasta esta semana pasada. Creo que puede salvarnos.
“Poco después de la
segunda guerra mundial, hubo un concurso entre un americano con una computadora
eléctrica y un japonés que usaba un ábaco como éste. Y ganó el ábaco.
-Entonces, debía tratarse
de una computadora deficiente o de un ingeniero muy malo.
-Emplearon la mejor
computadora del ejército de Estados Unidos. Pero no discutamos. Permítame una
prueba: diga un par de cantidades de tres cifras para multiplicarlas.
-Pues… 856 por 437.
Los dedos de Pickett
bailotearon sobre las cuentas, deslizándose arriba y debajo de los alambres con
increíble velocidad. Había doce alambres en conjunto, de modo que el ábaco
podía funcionar con cantidades de 999.999.999.999, o ser dividido en sectores
separados donde podían llevarse a cabo simultáneamente cálculos independientes.
-374.072 -dijo Pickett,
después de un intervalo increíblemente corto de tiempo-. Veamos ahora cuánto
tiempo tarda usted en hacer la misma operación con un lápiz.
Transcurrió mucho más
tiempo antes de que Martens, que como la mayoría de matemáticos estaba muy
flojo en aritmética elemental, proclamase “375.072”. Una prueba no tardó en
confirmar que Martens había tardado al menos tres veces más que Pickett para
obtener un resultado equivocado.
El rostro del astrónomo
era un estudio de pesar, asombro y curiosidad.
-¿Dónde aprendió ese
truco? -quiso saber-. Creí que estos aparatos sólo sumaban y restaban.
-Bueno, la multiplicación
no es más que una suma repetida, ¿verdad? Sólo sumé siete veces 856 en la columna
de las unidades, tres veces en la de las decenas, y cuatro en las centenas.
Usted hace lo mismo al usar el papel y el lápiz. Claro está, existen varios
atajos, pero si cree que yo soy rápido, hubiera debido ver a mi tío-abuelo.
Trabajaba en un Banco de Yokohama, y cuando sumaba a gran velocidad no se le
veían los dedos. Él me enseñó algunos trucos, pero casi los he olvidado todos
en los últimos veinte años. Sólo practiqué un par de años, de modo que soy
bastante lento. Es igual, espero convencerle de que esto puede servirnos.
-Sí, me ha dejado
impresionado. ¿Sabe dividir con igual rapidez?
-Casi, sobre todo si
adquiero más pericia.
Martens cogió el ábaco y
empezó a pasar las cuentas arriba y abajo. Luego suspiró.
-Ingenioso, aunque no creo
que pueda ayudarnos. Aunque fuese diez veces más rápido que el hombre con papel
y lápiz, cosa que no es así, la computadora era un millón de veces más veloz.
-Ya pensé en eso -replicó
Pickett con impaciencia.
(Martens carecía de
coraje, cedía al momento. ¿Cómo se las arreglaban los astrónomos cien años
atrás, cuando no había computadoras?)
-Le propongo un plan, y
dígame si ve algún fallo…
Cuidadosa y lentamente
detalló el plan. Y al escucharle, Martens se fue relajando y profirió la
primera carcajada que Pickett había oído a bordo de la nave en muchos días.
-Quiero ver la cara del
comandante -rió el astrónomo-, cuando usted le diga que todos volveremos a la
guardería, jugando con cuentas de cristal.
Al principio reinó un gran
escepticismo, que se desvaneció muy pronto cuando Pickett realizó unas
demostraciones. Para los hombres que se habían educado en un mundo electrónico,
el hecho de que una simple estructura de alambres y madera pudiera ejecutar un
milagro era una revelación. Y también un reto y como del mismo dependían sus
vidas, se apresuraron a aceptarlo.
Tan pronto como los
ingenieros construyeron suficientes copias del tosco modelo de Pickett,
empezaron las clases. Pickett sólo tardó unos minutos en explicar los
principios básicos; lo que requería más tiempo era la práctica, hora tras hora,
hasta que los dedos movían automáticamente las cuentas, colocándolas en la
debida posición sin necesidad de la conciencia. Hubo algunos miembros de la
tripulación que ni al cabo de varias semanas llegaron a adquirir rapidez o seguridad;
pero otros pronto vencieron al mismo Pickett.
En sus sueños, soñaban con
cuentas y columnas, con cuentas y alambres. Tan pronto como pasaron más allá
del estado elemental, quedaron divididos por equipos que compitieron ferozmente
entre sí, hasta alcanzar unos índices muy elevados de eficiencia. Al fin, hubo
hombres a bordo que podían multiplicar cantidades de cuatro cifras en quince
segundos, durante interminables horas.
Aquella labor era
puramente mecánica; requería destreza, pero no inteligencia. La tarea realmente
difícil era la de Martens, en la que casi nadie podía ayudarle. Tuvo que
olvidar todas las técnicas basadas en maquinarias y estudiar de nuevo cálculo,
a fin de que los que debían efectuarse pudieran ser realizados automáticamente
por individuos que no tenían la menor noción de las cantidades que manejaban.
Les suministrarían los datos básicos, y seguirían el programa trazado. Tras
unas horas de trabajo paciente y rutinario, la respuesta surgiría del final de
la línea de producción matemática… siempre que no se cometieran errores. Y la
forma de precaverse contra tal cosa era hacer trabajar a dos equipos
independientes, comprobando con regularidad los resultados.
-Lo que hemos logrado
-murmuró Pickett, hablando para el magnetófono, cuando al fin tuvo tiempo de
pensar en un público para el que no había esperado hablar nunca más-, es
construir una computadora formada por seres humanos en lugar de circuitos
electrónicos. Es miles de veces más lento, no es posible manejar a la vez
muchos dígitos, y resulta muy pesado…, pero da buenos resultados. No es que
toda la tarea de regresar a la Tierra, cosa sumamente complicada, vayamos a
realizarla ahora, sino sólo la más sencilla de obtener una órbita que nos ponga
dentro del radio de alcance terrestre. Una vez hayamos escapado a las
interferencias eléctricas que nos rodean, podremos radiar nuestra posición y
las grandes computadoras de la Tierra nos dirán qué hemos de hacer.
“Nos estamos alejando ya
del cometa y nos salimos del sistema solar. Nuestra nueva órbita encaja con
nuestros cálculos hasta el límite esperado. Todavía nos hallamos dentro de la
cola del cometa, pero el núcleo se halla a un millón y medio de kilómetros de
distancia y no vemos ningún iceberg de amoníaco. Estos corren alocadamente
hacia las estrellas entre la noche helada, mientras regresamos a casa…
-Tierra… Tierra… Llamando
la Challenger, llamando la Challenger. Contesten tan pronto como
nos oigan… Nos gustaría comprobar nuestros cálculos… ¡antes de que se nos despellejen
más los dedos!
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