Llevaba dos semanas sin
que me doliera nada (pese a no estar muerto), por lo que acudí al médico, que
me auscultó, me tomó la tensión y me miró la garganta sin observar, en efecto,
nada raro.
-¿No me puedes dar un
jarabe o algo para que me duela un poco el estómago? -pregunté.
-Es mejor que tomes
productos naturales -dijo-. Por las mañanas, en el café, por un par de
guindillas y echa un poco de vinagre.
Lejos de empeorar, mis
digestiones mejoraron una barbaridad con aquella receta. Mis días se
convirtieron en un extraño desierto de bienestar. Salía de la cama con un
entusiasmo absurdo, trabajaba todo el día sin agotarme y por la noche, antes de
dormir, hacía un cuadro de gimnasia aeróbica que había leído en una revista de
deportes. Mis hijos, que tienen alergia al polvo y sufren de unas neuralgias
enloquecedoras, empezaron a mirarme mal, como si me estuviera alejando de la
familia, como si hubiera dejado de quererles. Mi mujer, cuya úlcera se abre en
primavera como una sandía, me preguntó si había otra.
-¿Otra qué? -inquirí a mi
vez desconcertado.
-Otra mujer, idiota. ¿De
qué crees que hablamos?
-Sabes que no.
-Entonces por qué estás
tan bien.
-No tengo ni idea, te
juro que no tengo ni idea, yo soy el primero que no logra explicárselo.
Total que volví a fumar y
a tomar alcoholes de cuarenta grados. Pero ni por esas. Estaba pletórico y
subía las escaleras, pese al tabaco, como un crío. Por si fuera poco, tampoco
tenía ataques de angustia. Había perdido misteriosamente el miedo al ascensor,
a los aviones y a los lugares cerrados en general. Se lo dije a mi
psicoanalista:
-Ya no me angustio por
nada ni discuto con nadie ni pienso que me persiguen.
-¿Está usted seguro de
que no le persiguen? -insistió ella.
-Completamente. Además es
que no le veo sentido a que venga nadie detrás de mí, no soy un tipo
interesante.
-¿Y no le angustia el
hecho de no ser interesante?
-En absoluto, ahora me
parece tranquilizador, me da más libertad, me relaja.
-Pues no sé qué vamos a
hacer -dijo ella.
Entonces me acordé de que
Phil K. Dick, el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?,
la novela que sirvió de base para el guion de Blade Runner, aseguraba
que alguien le metía en el café unas pastillas que le volvían paranoico. Phil
K. Dick era medio psicótico, por eso se le ocurrían estas ideas geniales.
-¿No podría usted
recetarme unas pastillas que me vuelvan paranoico? -pregunté.
-No existen esas
pastillas -dijo ella.
-¿Y un placebo inverso?
-¿A qué llama usted
placebo inverso?
-A una pastilla inocua de
la que yo crea que me hace daño.
-Está usted loco -dijo mi
psicoanalista.
-Al contrario -repliqué-,
nunca he estado tan cuerdo.
-¿Y no le hace daño estar
cuerdo?
-Daño, daño, lo que se
dice daño, no, pero tengo dificultades para comunicarme con la gente, que esta
toda fatal. En un mundo de enfermos, encontrarse bien tiene sus desventajas.
-Ha llegado la hora -dijo
ella-, seguiremos el viernes.
Me levanté del diván y me
fui. Hacía una tarde maravillosa, llena de pólenes que ya no me producían alergia
y de una luz como de cuadro de Velázquez que no me hacía ningún daño a los
ojos. De hecho, no me puse las gafas de sol, cuando antes las llevaba hasta en
el cine, por la fotofobia. Paseé un rato, disfrutando del sol y de la brisa,
que penetraba por todos los poros de mi piel, y luego me senté en una terraza.
-Tráigame un gin-tonic en
vaso bajo y con cuatro piedras muy frías, por favor.
El camarero, que era cojo
y estaba cabreado, regresó al poco con la bebida. Al primer sorbo, volé,
directamente, de felicidad. Entonces encendí un cigarrillo cuya primera calada
me supo a gloria. Jamás había sentido aquel grado de dicha que no veía el modo
de quitarme de encima. Al llegar a casa, no obstante, puse cara de dolor y por
la noche me metí una ración de ibuprofeno.
-¿Qué te pasa? -preguntó
mi mujer.
-No sé, no me encuentro
muy bien -mentí.
Como ella tampoco se
encontraba muy bien, se tomó otra ración de lo mismo y esa noche follamos como
locos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario