Estaba sentado en un sillón
de dorado terciopelo, cercano a la chimenea, en el saloncito
melificado por luces empantalladas. Bebía a pequeños tragos su
cuarto coñac y se encontraba sombrío y pasivo, mientras fuera la
lluvia y el viento racheaban contra las persianas y se colaban por
las juntas haciendo vibrar los cristales. De vez en vez el viento,
bufando en la chimenea, aplastaba las llamas, que eran más áureas
al volverse a erguir y quemaban el hollín del trasfuego en diminutas
cascadas pirotécnicas y en constelaciones de un instante.
Había
una fiesta, no sabía dónde, y ella estaba allí. Fiesta era una
palabra cargada de frustración e ironía, pizcando, interrumpiendo
la fluidez del pensamiento. En otros tiempos, no atrevidos a
rememorar, tuvo algún sentido limítrofe a la alegría, aunque ahora
nada grato podría denominarse así.
Estiró
las piernas aproximándolas al hogar hasta que sintió bajo las
perneras la piel tirante y ardiente. Bebió más y se fue recogiendo
con lentitud, arrebujándose por fin en el sillón. Cuando ella
volviera pondría las cosas en claro de una vez y para siempre, con
lo que quería significarse que iba a hablar de sufrimientos en la
soledad y de desesperación.
-Bien-
diría al verla, suponiendo que no se fuese directamente al
dormitorio-. Es necesario que este estado de provisionalidad en el
que vivimos… Ella sonreiría, acaso conmiserativa,
interrumpiéndole:
-Otra
vez, ¿otra vez con tus celos? ¡Da gusto volver a casa! ¿Por qué
no has venido a la fiesta? Hoy no tengo ganas de discutir hasta el
amanecer. Estoy profundamente cansada, más cansada que nunca.
¡Archicansada!
O
podría dejarle continuar, mirándole con sus grandes ojos fijos de
espectadora sabia y ausente.
-…desde
hace más de un año -continuaría entonces- y esto no puede, no debe
seguir de esta manera -levantando un poco la voz y amenazando con
alzarla más-. Tú sabes que es imposible y que nos estamos haciendo
daño. Un daño inútil…
Cabía
la resignación del momento:
-Bien,
como tú quieras. Tú tienes la palabra.
O
un cierto humor hiriente:
-Hoy
toca melodrama y del peor. Vas perdiendo facultades.
O
la indiferencia absoluta.
-Me
voy a dormir. Que descanses y no te atormentes. No merece la pena.
O
la odiosa tutela ambigua:
-Niñín
mío, pero qué cosas se te ocurren. Ves cómo debieras haber venido.
Con lo que nos hemos divertido. Piensas demasiado y esto no es bueno
para ninguno de los dos.
O
el desprecio, tantas veces manejado con eficacia:
-Bebes
demasiado. El alcohol te está destrozando los nervios y la cabeza.
O
la reflexiva, ponderada y amarga respuesta:
-Tienes
razón, tu razón. Pero yo tengo, también, razón, mi razón, y lo
sabes de sobra.
Ésta
era la réplica que daría lugar a la construcción de la enorme
queja de su matrimonio, y en su simplicidad sería analizada,
minuciosa y fatigosamente, trayendo del tiempo pasado la desfortuna,
el desamor y la desgracia. Pero también la cabellera, en el caso del
silencio, podría ser una respuesta -como recién peinada, suavemente
alborotada o enmarañada y hasta desgreñada- y los ademanes que
podían estar cargados o no de nerviosismo y violencia, en distintos
grados y matices.
-Tienes
razón, tu razón. Pero yo tengo, también, razón, mi razón, y lo
sabes de sobra.
-Nunca
nos hemos entendido -concedería él-. Demasiadas veces hemos
discutido y nos hemos enfadado y cuando hemos dejado de ser jóvenes
cada uno se ha quedado con su razón sin querer entender la del otro.
Con eso que tú llamas tu razón…
-Mi
razón es que algo ha desaparecido de mí, que había antes, por lo
menos cuando nos casamos. Y tú razón es…
-No
me expliques lo que sé muy bien y nada tiene que ver con lo que
dices.
-Es
inútil que me moleste -diría ella- o mejor dicho es inútil que nos
molestemos, porque todo está acabado.
Tal
vez una pausa y el ofrecimiento de una bebida, no aceptada, y un
compás de espera, improbable, hablando de las llamas, de la noche o
de la gente de la fiesta.
-Volvamos
al principio -diría él-. ¿Por qué nos hemos querido tanto y ahora
estamos tan separados? Dime por qué ha sido así. ¿Tenía que
sucedernos a nosotros?
-No
lo sé –y habría melancolía en la respuesta-. Yo no lo he
querido. ¿Y tú? ¿Has puesto tú de tu parte lo que era necesario
para que se conservase nuestro cariño? Di, ¿lo has puesto? No, no
me puedes contestar. Eres demasiado egoísta.
-¿Yo
egoísta?
-Egoísta
en todo. Nunca has contado conmigo. Has vivido como si yo no
existiese y ahora me toca a mí, mejor dicho nos toca a los dos. Tú
vives tu vida y yo vivo la mía, que no me agrada demasiado, pero que
es como volver atrás.
-No
sabía que allá lejos, en el otro
tiempo, hubieras llevado una vida tan -precisaría cínicamente-
liviana o corrompida, como quieras.
-No
nos insultemos, por favor. Sabes que lo que dices no es verdad.
-¿Qué
no es verdad? ¿Soy yo el que te corrompe? Entras y sales cuando
quieres.
Y no me vas a decir que una mujer con cuarenta hermosos años, que
parecen muchos menos, no me des las gracias, una mujer
todavía apetecible y casada, va a las fiestas únicamente por matar
el rato. ¡Qué tonterías!
-Me
gustan las fiestas. Encuentro lo que no tengo aquí: Grata compañía,
admiración… No soy distinta
a las demás.
-Ves.
Has confesado y ni siquiera te puedo decir que me des un poco de
repugnancia. Me es del todo indiferente.
-Bueno.
Así mejor.
Bebería
su sexto coñac y atizaría el fuego. Las llamas se alzarían en una
bella espiral y dorarían las puertas del gran armario de los discos
y de las bebidas. Encendería un cigarrillo con fingida calma.
-¿Has
tenido galán? -preguntaría-. ¿Joven, guapo, viejo, interesante,
rico…?
-Lo
mejor va a ser dejarte -respondería ella cansadamente-. Con tanto
alcohol te pones intratable.
-Intratable
-ahuecaría la voz-. Soy intratable porque te hago una pregunta nada
maliciosa o soy intratable porque sospecho otras cosas que tienen más
malicia, que todo el mundo reconoce como más maliciosas.
-Te
pones intratable porque te pones ofensivo. Eso es todo. Y me voy.
-No
te vas -la tomaría de la muñeca y la obligaría a sentarse-. No te
vas porque tenemos que hablar. Borracho o como quieras tenemos que
hablar.
-Me
estás haciendo daño -diría ella contenidamente hasta que la
presión de su mano aflojara y lograra desasirse.
-Bien.
Te estoy haciendo daño. ¿Y tú no me estás haciendo daño?
-Procuro
no hacértelo.
-¿Engañándome?
Vamos, mujer, es una pretensión, hay que reconocerlo -diría con
falsa serenidad-. Una estupenda pretensión. ¿Crees que soy un
idiota?
-Eres
un bárbaro. Yo nunca te he engañado. El día que te engañe lo
sabrás por mí. Mejor dicho, lo sabrás antes de que te engañe.
-La
lealtad es una hermosa virtud -explicaría sarcásticamente-. Una
hermosa y buena
virtud que tienen las hermosas y buenas mujeres que han superado la
fidelidad.
-¿Qué
quieres decir?
-Quiero
decir que es una muestra de civilización, no otra cosa. ¿Tú no
sabes que lo más airado para una mujer que tiene dos dedos de frente
es un marido engañado? Una mujer con un adarme de inteligencia es
leal y se lo dice. Quiero decir que es leal consigo misma y así no
hace el ridículo. El marido aguanta. Por ejemplo, yo. Más en
nuestro caso no tenemos hijos y no vamos a complicar, fuera de
nosotros, la vida a nadie.
-Yo
te digo que si algún día sucede lo sabrás por mí, mientras,
puedes dormir tranquilo o emborracharte tranquilo o hacerme escenas
absolutamente tranquilo. Ahora dame una copa para que yo también me
tranquilice -pediría airadamente.
-Bien,
en tu fiesta no ha habido generosidad. Hay que tenerlo en cuenta: Al
menos generosidad en las bebidas, más capacidad de virtud.
-Me
das pena con tus groserías, pena y asco.
Los
dos nos damos asco. Aunque de forma diferente. A mí me das un asco
más reconcentrado, más espeso, como si fueras un volcán y la lava
que arroja es…
Aquel
era el punto crucial de la discusión. Probablemente ella se echaría
a llorar con mansedumbre, como otras veces, o acaso no, y lloraría
crispada de indignación. De
todas maneras seguiría un silencio extraño, como una tregua en la
lógica de la guerra, que aprovecharían ambos para centrar sus
posiciones. Después vendría el choque final. Nunca llegaron tan
lejos, aunque a lo largo de su matrimonio habían menudeado las
peleas y los insultos. Si ella se quedaba, lo que era bastante
improbable, podría asestarle
el último golpe tras de unas ligeras escaramuzas, pero estaba en
dudas al elegir su condición belicosa entre las cautelas del
engañado y los arrebatos del celoso. Y repensándolo se percató de
que era una banalidad el dilema y que podía muy bien conjuntar en
una sola interpretación teatral su pantomima de celoso-engañado, y
añadirle matices trágicos, amenazas de suicidio y de crimen. Bebió
su coñac y se sirvió otro. No se sentía afectado por el alcohol y
sus “últimos argumentos” eran lúcidos, aunque todavía pudo
pensar que sus llamados “últimos argumentos” no eran más que
una necesaria consecuencia del alcohol ingerido a lo largo de la
relación.
-Yo
tengo el sentimiento del amor -diría-. Algo que ni mi fracaso total,
ni tú podéis quitarme.
-Y
¿a qué llamas el sentimiento del amor? ¿Se puede saber?
-No.
No, porque es absolutamente inútil que te lo explique.
-No
lo entendería, ¿verdad?
-Eres
incapaz.
-¿Yo
no he tenido alguna vez ese sentimiento del amor por ti?
-Tú
alguna vez me has querido, pero el sentimiento del amor no es eso, es
otra cosa, que se tiene o no se tiene.
-Pamplinas.
-Ves
cómo es inútil, ves como eres muy simple. Si yo estuviera enamorado
tendría el sentimiento del amor por ti. Ahora que no estoy enamorado
sigo teniendo el sentimiento del amor hacia ti, aunque me has
destruido y fatigado y estoy acabado de una vez.
-No
te he destruido. Te está destruyendo todo lo que bebes y tu propia
cabeza.
-Mi
cabeza con dos grandes cuernos que crecen hacia dentro y me están
destrozando el cerebro.
Aquí
era el momento de reír. Una risa enfáticamente alegre. Bebió y
ensayó a reír. No parecía convincente risa tan fanfarrona y
estruendosa. Lo intentó de nuevo y le sobrevinieron turbación y
angustia. Evidentemente había bebido demasiado, pero quiso llevar el
asunto hasta el fin y se sirvió coñac y luego se rió como con pena
de sí mismo.
-Tú
estás disculpada -dijo en alta voz-. Estás al margen de todo lo que
a mí me sucede y lo que hagas por tu cuenta, aunque sea en contra
mía, es lo que se me debe. No otra cosa.
Se
levantó del sillón, se acercó a la chimenea y contempló las
llamas, que le desencajaban el rostro, partiéndoselo con cuchilladas
de sombras, resaltándoselo en protuberancias de máscara.
-Pero
aún te quiero -dijo.
Y
luego arregazado en el sillón pensó que podría confesárselo y que
ella se quedaría algunos momentos meditando la respuesta que podría
ser una queja de lo que ya era imposible o por el contrario una
reanudación.
-Pero
aún te quiero -diría.
-Es
tarde. Ya es tarde.
-El
otro…
-No
hay otro. Es
tarde y lo siento. Necesitaba que me lo hubieras dicho antes, porque
yo no te quiero. Muchas noches he estado esperando que me lo dijeras…
Evidentemente
ella tenía un dramático tono de alta comedia o todas las mujeres
tienen en las mismas circunstancias el retintín de los cómicos o,
acaso, los seres humanos toman del teatro, por incapacidad de
expresividad natural, los dejos, gestos y ademanes de los escenarios.
en todo caso podría la escena tener su envés.
-Es
tarde -diría-, pero aún te quiero.
Ella
bisbisearía su parte:
-No
es tarde, todavía…
-Me
tienes que perdonar todo lo que te he hecho sufrir y no creo que
puedas.
-No
te tengo que perdonar…
-Era
mucho peor y además ella no diría jamás aquellas palabras. En
cambio podría decir estas otras:
-Estás
obra vez borracho.
-Te
estaba esperando.
-No
necesito que me esperes. Estás otra vez borracho y parece que esto
no va a tener nunca solución.
-¿Quieres
que me muera?
-Quiero
que no te emborraches, quiero que vuelvas a ser tú. Apestas.
-¿Para
qué quieres que vuelva a ser yo?
-Porque
antes eras algo mejor de lo que eres. Valías
un poco más.
Estaba
sirviéndose otro coñac cuando creyó oír el ruido del llavín en
la puerta de la entrada. Dejó de hacerlo y recompuso su figura.
Apenas le había dado tiempo cuando entró la mujer. Debió haber
tenido un lindo rostro ahora marchitado. Se derrumbó en un sillón y
se sacó con un rápido movimiento de los pies los zapatos.
-¡Uff!,
me estaban matando -dijo y continuó hablando muy de prisa: ¿Hay
cocas en el refrigerador?
-Creo
que sí. ¿Qué tal lo has pasado?
-Como
siempre. Allí estaba todo el mundo. Estoy estragada de fumar.
Estaban los Bernal, los Liencres, todos y ese tipo amigo tuyo, que
tanto habla de ti…
-¿Qué
tipo?
-No
sé. Un tipo cualquiera. Uno que siempre está en las fiestas.
-Será
Almorox. Uno alto y fuerte.
-Será
-dijo indiferente-. Se empeñó en traerme a casa.
-¿Te
trajo?
-No.
Me trajeron los Liencres. Mina estaba monísima. Dame una coca,
chatito, que me muero de sed.
Por
el pasillo tanteaba las paredes buscando apoyo. En la cocina respiró
profundamente aire fresco. “Ahora me mareará con los vestidos de
las amigas. Me mareará con las gracias y los chismes de todos los
cretinos. Me mareará con su éxito. Podía haberse quedado en su
fiesta.
-Date
prisa -gritó en agudo la mujer-. ¿Qué te pasa?
-Ya
voy -dijo con cansancio el hombre-. Ya voy.
-Ha sido algo fantástico
-explicó la mujer a media voz, como recapitulando, antes de que
llegara el hombre-. Toda la sociedad. Algo verdaderamente fantástico.
Cuentos completos, 1973.
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