El
niño quiere volver la cabeza, pero los soldados le obligan a mirar.
Fernando ve cómo el verdugo arranca la lengua de su hermano Hipólito
y lo empuja desde la escalera de la horca. El verdugo cuelga también
a dos de los tíos de Fernando y después al esclavo Antonio Oblitas,
que había pintado el retrato de Túpac Amaru, y a golpes de hacha lo
corta en pedazos; y Fernando ve. Con cadenas en las manos y grillos
en los pies, entre dos soldados que le obligan a mirar, Fernando ve
al verdugo aplicando garrote vil a Tomasa Condemaita, cacica de Acos,
cuyo batallón de mujeres ha propinado tremenda paliza al ejército
español. Entonces sube al tablado Micaela Bastidas y Fernando ve
menos. Se le nublan los ojos mientras el verdugo busca la lengua de
Micaela, y una cortina de lágrimas tapa los ojos del niño cuando
sientan a su madre para culminar el suplicio: el torno no consigue
ahogar el fino cuello y es preciso que echándole lazos al pescuezo,
tirando de una y otra parte y dándole patadas en el estómago y
pechos, la acaben de matar.
Ya
no ve nada, ya no oye nada Fernando, el que hace nueve años nació
de Micaela. No ve que ahora traen a su padre, a Túpac Amaru, y lo
atan a las cinchas de cuatro caballos, de pies y de manos, cara al
cielo. Los jinetes clavan las espuelas hacia los cuatro puntos
cardinales, pero Túpac Amaru no se parte. Lo tienen en el aire,
parece una araña; las espuelas desgarran los vientres de los
caballos, que se alzan en dos patas y embisten con todas sus fuerzas,
pero Túpac Amaru no se parte.
Es
tiempo de larga sequía en el valle del Cuzco. Al mediodía en punto,
mientras pujan los caballos y Túpac Amaru no se parte, una violenta
catarata se descarga de golpe desde el cielo: cae la lluvia a
garrotazos, como si Dios o el Sol o alguien hubiera decidido que este
momento bien vale una lluvia de ésas que dejan ciego al mundo.
Memoria del fuego II. Las caras y las máscaras. Eduardo Galeano, 1984.
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