Es
realmente extraño oír todavía gritos de alarma, lamentaciones,
apesadumbrados reproches contra el uso de las drogas. Hay gente muy
obstinada. ¿Cómo se pueden cerrar los ojos ante el irrefrenable
progreso de las cosas? Las viejas leyes suscitan actualmente
incredulidad y conmiseración: prohibido severamente la venta; ¡e
incluso el uso! de cocaína, heroína, haschis, LSD, marihuana,
peyote, etc... Para la mentalidad de entonces tal vez pareciese
lógico y justo.
Pero
la humanidad incubaba mientras tanto sus oscuras instancias,
destinadas a irrumpir victoriosamente. La propia naturaleza iba a su
encuentro.
Un
primer indicio fue la constatación de que de la simple piel de
plátano, debidamente tratada, podían extraerse sensaciones
deliciosas. Con los años, los experimentadores fueron abriendo
nuevos horizontes, sin violar el código. Una sucesión de gloriosos
descubrimientos: las patatas hervidas, ingeridas en la más completa
oscuridad, procuraban dionisíacas visiones; efectos de no menor
intensidad se obtenían con la infusión de viejos diccionarios
mezclada con aceite de genciana, o escuchando hacia atrás la música
de Wagner, o amasando merengue con la baba de perros boxer. Vino
luego la moda de la gimnasia psicodélica, más bien extenuante a
decir verdad, pero no por ello menos eficaz.
Hasta
llegar a las conquistas más recientes. La misma atmósfera que
envuelve al globo terráqueo es un estupefaciente, basta inspirarla y
expirarla por los pulmones con un ritmo determinado, muy fácil de
aprender.
Pero
aún hay más. La vida misma —es el último grito— el hecho mismo
de existir es una droga potentísima, todo consiste en no
obstaculizarla en absoluto, en dejarse llevar. Hasta sumergirse en un
paradisíaco delirio.
Las noches difíciles, 1971.
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