viernes, 29 de noviembre de 2019

La droga. Dino Buzzati.

Es realmente extraño oír todavía gritos de alarma, lamentaciones, apesadumbrados reproches contra el uso de las drogas. Hay gente muy obstinada. ¿Cómo se pueden cerrar los ojos ante el irrefrenable progreso de las cosas? Las viejas leyes suscitan actualmente incredulidad y conmiseración: prohibido severamente la venta; ¡e incluso el uso! de cocaína, heroína, haschis, LSD, marihuana, peyote, etc... Para la mentalidad de entonces tal vez pareciese lógico y justo.
Pero la humanidad incubaba mientras tanto sus oscuras instancias, destinadas a irrumpir victoriosamente. La propia naturaleza iba a su encuentro.
Un primer indicio fue la constatación de que de la simple piel de plátano, debidamente tratada, podían extraerse sensaciones deliciosas. Con los años, los experimentadores fueron abriendo nuevos horizontes, sin violar el código. Una sucesión de gloriosos descubrimientos: las patatas hervidas, ingeridas en la más completa oscuridad, procuraban dionisíacas visiones; efectos de no menor intensidad se obtenían con la infusión de viejos diccionarios mezclada con aceite de genciana, o escuchando hacia atrás la música de Wagner, o amasando merengue con la baba de perros boxer. Vino luego la moda de la gimnasia psicodélica, más bien extenuante a decir verdad, pero no por ello menos eficaz.
Hasta llegar a las conquistas más recientes. La misma atmósfera que envuelve al globo terráqueo es un estupefaciente, basta inspirarla y expirarla por los pulmones con un ritmo determinado, muy fácil de aprender.
Pero aún hay más. La vida misma —es el último grito— el hecho mismo de existir es una droga potentísima, todo consiste en no obstaculizarla en absoluto, en dejarse llevar. Hasta sumergirse en un paradisíaco delirio.

Las noches difíciles, 1971.
 

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