Le llamaban Bigornia, y era un ogro jovial y arrabalero que
balanceaba su corpachón envuelto en tela azul desteñida junto a las
vallas de los solares y los desmontes del suburbio donde tenía su
vivienda. Un ogro que en vez de comerse a los niños los daba de sí,
los producía con una fertilidad indecorosa. Un ogro municipal y
suburbano escandalosamente prolífico, acampado con toda su prole en
una casucha de los arrabales de la gran ciudad como en la orilla de
un bosque, por cuya espesura de cúpulas, torres y chimeneas se
adentraba todas las mañanas llevando en la mano un martillo de
herrero que recordaba el hacha que en otros tiempos debieron de
llevar los ogros como él.
Era un ogro
convertido en proletario metalúrgico del mismo modo que, andando el
tiempo, la selva se había transformado en urbe sin que ni el uno ni
la otra hubiesen perdido del todo su ancestral naturaleza. Bigornia
era un obrero mecánico. Herrero, hijo de herrero y nieto de herrero,
había conocido en su infancia una fragua que no difería gran cosa
de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo
hubiese sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y
al aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de
forjador primitivo, de hombre del bosque, fuerte y de gran resuello,
que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla,
golpea, templa e inventa el acero. Bigornia era un buen obrero
mecánico porque había conocido el primer automóvil que llegó a
España, la primera ametralladora, la primera linotipia, el primer
aeroplano, y desde su humilde menester de acólito de la metalurgia
había conseguido familiarizarse con los dogmas y misterios de la
técnica moderna. Pertenecía a esa última generación de obreros
mecánicos que tienen todavía un cierto sentido humanístico del
vivir y el trabajar. Los más jóvenes que él, los que han empezado
el oficio cuando ya las máquinas tienen rodamientos a bolas, no
saben nada ni conservan ese instinto primitivo, ese buen sentido de
hombre en estado de naturaleza que a Bigornia le permitía a veces
alumbrar con sus luces naturales la confusión de los ingenieros.
La gran ciudad no le
había dominado del todo ni había conseguido aniquilar su fuerte
personalidad, que, no pudiendo subsistir en las celdas estrechas de
las grandes colmenas humanas que son las barriadas obreras, se evadía
buscando mayor espacio en los arrabales, y, todas las tardes, cuando
salía del taller donde trabajaba, se iba, atravesando desmontes y
basureros, allá, a los confines de la Dehesa de la Villa, a la
casucha donde vivía rodeado de su tercera mujer, Antonia —las dos
primeras se le acabaron pronto—, y de sus hijuelos innumerables,
uno cada año desde hacía veintitantos, que, gracias a que se le
morían casi con la misma facilidad con que le nacían, no pasaban de
la cifra constante de doce o catorce, mantenida merced a la
incorporación a la prole de unos hijos naturales que le nacían por
ahí. En aquella cabaña robinsoniana, levantada por él mismo en
medio del desierto de botes de hojalata que abandonaban los traperos,
Bigornia se sentía fuerte como un rey y libre como un bosquimano.
Asistido por la tropilla de sus hijos, entre los que repartía
manotazos y pedazos de pan a diestro y siniestro, se entretenía
durante las veladas de los días laborables y a lo largo de toda la
jornada del domingo en trabajar por su cuenta ensayando con mucha
ilusión raras invenciones mecánicas que en realidad jamás le
habían producido otra cosa que el placer de ensayarlas. Para
fabricar sus extrañas maquinarias recorría pacientemente los
montones de chatarra del Rastro, en los que compraba por unos
céntimos piezas sueltas de viejos artefactos que luego transformaba
y acoplaba según su ingenio hasta construir aquellos aparatos
inverosímiles que o estaban ya inventados o era absolutamente
innecesario inventar. Era un autodidacto de la mecánica que en ella
encontraba un placer puro y desinteresado. Menos pura, aunque también
desinteresada, era otra función de su tallercito doméstico: la de
elaborar y suministrar armas para la lucha a todos los rebeldes que
iban a pedírselas. En aquella casucha de arrabal había siempre una
fragua y un yunque generosamente dispuestos a facilitar el
instrumento de su venganza a todos los resentidos de la gran ciudad,
a cuantos sentían el anhelo de luchar contra un orden social que
Bigornia había declarado injusto y criminal desde el fondo
anarquista de su alma. De aquel tallercito pintoresco habían salido
los artefactos infernales de los terroristas de hacía veinte años y
las pistolas de los estudiantes de la FUE que lucharon contra la
dictadura. Últimamente, las luchas sociales sostenidas con más
modernos y potentes instrumentos no requerían la colaboración de
Bigornia, y las milicias socialistas y comunistas, provistas de
buenas armas automáticas, desdeñaban el tallercito rudimentario del
herrero de arrabal. Apartado de la actividad revolucionaria de los
jóvenes que desfilaban marcando el paso militarmente, cosa que le
ponía furioso, el veterano Bigornia, fiel a su viejo sentimiento
anarquista e individualista, se había encerrado en su casucha, cada
vez más encariñado con su prole cuantiosa y con sus arduas
invenciones.
No obstante este
alejamiento, cuando un domingo por la tarde fueron a decirle que los
militares sublevados se habían hecho fuertes en los cuarteles, se
sacudió de las manos la limalla, se metió en la pretina del
pantalón el inseparable macho, su viejo martillo de fragua, y allá
se fue con los camaradas riéndose y balanceando el recio corpachón
con su aire de ogro jovial y arrabalero. Toda la noche estuvo
rondando con los camaradas por los alrededores del cuartel de la
Montaña, cuya mole negra se levantaba ante ellos inaccesible. En su
interior los militares rebeldes y los jóvenes fascistas que se
habían sumado al levantamiento parecían dispuestos a resistir
desesperadamente. Unos centenares de socialistas y comunistas armados
con pistolas y dirigidos por un teniente de guardias de asalto
cercaban el enorme edificio. Bigornia y sus camaradas buscaron
inútilmente el punto vulnerable de aquella fortaleza para ellos
inexpugnable. Habría que asaltarla a costa de sangre, dando el pecho
en las rampas de acceso, que seguramente estarían batidas por las
ametralladoras de los rebeldes, o trepando desesperadamente por los
bastiones desenfilados, como en los asaltos legendarios a las
fortalezas medievales. El gobierno no tenía elementos de guerra
bastantes para batir el cuartel. Trajeron un cañón, pero no había
artilleros. Se encontró al fin un comandante republicano que se
ofreció a disparar contra los rebeldes. Pero él solo no podía
hacer fuego. Vino luego un hijo suyo, y ambos, ayudados por Bigornia,
que también entendía algo de cañones, hicieron el primer disparo
contra el cuartel. La bala se aplastó contra los recios muros como
una inofensiva pelota. Hubo que ir en busca de otro cañón más
grande. Para ganar tiempo, un avión republicano, el único de que se
disponía, echó a los rebeldes unas hojillas intimándoles a la
rendición en un breve plazo.
Pero si los medios
materiales faltaban, sobraban hombres en cambio. Desde que fue de
día, miles y miles de ciudadanos fueron acudiendo a las
inmediaciones del cuartel y formaron un cerco infranqueable.
Parapetada tras las bocacalles, una gigantesca muchedumbre sin armas,
pero con un entusiasmo delirante y suicida, había puesto sitio a los
rebeldes, que, impresionados por aquella masa humana, no tuvieron
coraje para hacer una salida. A media mañana comenzó a disparar al
fin el cañón republicano. El avión dejó caer también unas bombas
sobre los tejados del cuartel, y la muchedumbre avanzó formando una
masa compacta. Los que estaban delante iban empujados por los que
venían detrás, que les hacían avanzar mal de su grado. Las
ametralladoras de los rebeldes hicieron fuego sobre la multitud, que
se replegó sobre sí misma dando la sensación de que era un solo
cuerpo monstruoso, como el de un gigantesco animal antediluviano. Un
cañonazo certero hizo saltar una de las puertas del cuartel y por
aquel boquete intentaron el asalto los más decididos. Un grupo de
guardias, milicianos socialistas y comunistas y obreros sin armas
intentó escalar la rampa batida por los rebeldes, a cuyo extremo se
hallaba el único acceso posible. Las ráfagas de ametralladoras los
segaron. Cayeron unos y retrocedieron otros. Bigornia, que iba con
ellos, se encontró en lo alto de la rampa pegado al pretil del
paredón, que utilizó como parapeto. En aquel rinconcito desenfilado
se habían refugiado los cinco o seis asaltantes que ni cayeron ni
volvieron grupas, un sargento del ejército con una escarapela
tricolor en el pecho, un muchachillo atónito con aire de estudiante,
un guardia de asalto, un miliciano comunista con pinta de señorito,
que llevaba colgada del cuello una pistola ametralladora, una mujer
con un delantal blanco y Bigornia. Enfrente, a diez o doce pasos,
estaba la puerta del cuartel abierta por el cañonazo.
—¡Ánimo! —agregó
el sargento—. ¡Otro empujón y estamos dentro!
Pero las balas de
los rebeldes llovían en torno a ellos azotando el suelo, cuya tierra
salpicaba dando saltitos como si empezase a hervir. Había que cruzar
aquella explanada defendida por una terrible cortina de plomo.
—¡Adelante!
—gritó el comunista de la pistola ametralladora, y volviéndose a
aquellas cuatro o cinco personas acurrucadas en el pretil de la
rampa—: ¿Tenéis armas? —les preguntó.
El estudiante hizo
un amplio gesto de desolación y se metió las manos en los bolsillos
con un ademán desconsolador. El guardia de asalto cargó su carabina
máuser. El sargento esgrimió una pistola de reglamento. Bigornia
volteó su martillo de fragua por encima de su cabeza. La mujer cogió
un pico de su delantal blanco y lo mordisqueó nerviosamente. El
comunista la miró estupefacto y la interrogó furioso:
—¿Y usted qué
hace aquí, señora?
La pobre mujer,
angustiada, respondió:
—Yo tengo un hijo
soldado que está ahí en el cuartel, prisionero de los oficiales, y
vengo a salvarlo. ¡Es mi hijo, sabe usted!
El comunista no supo
qué contestar y se encogió de hombros.
En aquel momento
empezaron a disparar desde otra ventana del cuartel que enfilaba
aquel rincón donde estaban refugiados.
—¡Si nos quedamos
aquí nos asan vivos! —rugió el guardia de asalto—. ¡Adelante!
¡Al cuartel!
—¡Al cuartel! ¡Al
cuartel! —decían los seis dándose ánimos. Pero ninguno se
lanzaba.
Bigornia entonces
enderezó su corpachón y, encarándose con la fachada del cuartel,
gritó con voz ronca: «¡Hijos de perra!». Y avanzó rápido, con
paso trepidante de oso, bajo el diluvio de plomo. Los demás echaron
tras él subyugados. Apenas salió del parapeto rodó el guardia de
asalto con un balazo en el pecho. Ni siquiera volvieron hacia él la
cabeza. Bigornia ganó indemne el portal seguido del sargento y el
miliciano comunista, que disparaban a ciegas sus armas, del
estudiante, que gritaba no sabía qué, y de la mujer, que caminaba a
tientas tapándose la cara con un brazo, con el mismo ademán
grotesco y patético del avestruz asustado. En el portal del cuartel
los maderos y el cascote amontonados les impedían el paso. Bigornia
blandió el macho bravamente y, volteándolo, cogido con ambas manos,
se abrió camino haciendo saltar en astillas cuantos obstáculos
encontraba. Un júbilo salvaje resplandecía en su cara apoplética
de ogro enfurecido. Así llegó hasta el vasto patio del cuartel.
Cuando apareció súbitamente ante los ojos asombrados de los
militares rebeldes, su figura debió de tomar proporciones
mitológicas. Aquel hombrón fornido con traje azul de mecánico que
llegaba milagrosamente ileso hasta allí blandiendo un pesado
martillo de fragua debió de parecerles un ser sobrenatural.
Bigornia, al verse en el patio del cuartel, irguió el busto, alzó
los brazos y los puños crispados y gritó con voz de trueno:
—¡Viva la
revolución social!
Su grito rodó por
el ámbito enorme del cuartel y retumbó en las galerías, donde los
soldados desarmados, apelotonados como borregos y de cara a la pared
bajo la amenaza de las pistolas fascistas, comenzaron a moverse
inquietos. El estudiante avanzó por el patio detrás de Bigornia. El
sargento, receloso, vigilaba los movimientos de los oficiales y los
fascistas en las galerías altas.
—¡Cuidado!
—gritó—. ¡Van a disparar un mortero sobre nosotros!
Cogió de la mano a
la mujer y, conocedor del edificio, la arrastró hacia una
puertecilla que había junto a la escalera. Tras ellos se fue el
miliciano comunista. Bigornia avanzó hacia el centro del patio a
pecho descubierto. Tras él iba el estudiante. No habían llegado aún
al otro extremo, cuando una lluvia de metralla cayó sobre ellos.
Bigornia, de un salto, se parapetó tras una pilastra. El estudiante
que le seguía se desplomó con el cuerpo acribillado.
—¡Ay, mi madre!
—gritaba revolcándose sobre las losas del patio, mientras desde
las galerías los oficiales disparaban sobre él sus pistolas.
Bigornia salió de
su escondite, agarró de una pierna al muchacho y lo arrastró hasta
lugar seguro. Encontró una estrecha bóveda que servía para los
ejercicios de tiro de los soldados, y allí lo dejó diciéndole:
—Luego volveré
por ti. No seas idiota. No vayas a morirte antes, galán.
Cuando salió de
nuevo al patio, la escalera estaba llena de soldados desarmados que,
tímidamente aún, avanzaban hacia la salida, al verse libres al fin
de las pistolas de los fascistas y los oficiales. Otro golpe de
asaltantes consiguió atravesar heroicamente la explanada batida por
las ametralladoras y pronto el pueblo y los soldados invadieron el
patio fraternizando alegremente. La mujer que había entrado con
Bigornia apareció en lo alto de la escalera abrazando y besando a su
hijo, un cornetilla vivaracho que vitoreaba a la República
frenéticamente.
—¡Lo he salvado!
¡Lo he salvado! —gritaba la madre, loca de alegría.
El cuartel de la
Montaña, fortaleza casi inexpugnable, se había rendido. Sus recios
muros tuvieron la misma inutilidad que las murallas de Jericó.
Los soldados
condujeron a los asaltantes a una de las galerías, en la que
encontraron un enorme montón de fusiles, con la bayoneta calada.
Parece ser que hubo un instante en el que los militares rebeldes
intentaron hacer una salida atacando a la bayoneta, pero desistieron
por falta de fe en sí mismos y por la poca confianza que les
inspiraba la tropa, a la que después de muchas vacilaciones hicieron
soltar las armas en aquel montón. Allí se proveyeron de fusiles los
asaltantes que habían llegado con las manos vacías. Casi todos
ellos tocaban un fusil por primera vez en su vida, y por doquiera
partían disparos involuntarios que originaban una gran confusión y
algunas bajas. Los asaltantes más decididos, guiados por los
oficiales de asalto, se esparcieron por las cuadras del vasto
cuartel. Aquella riada humana, aquella gigantesca inundación de
multitudes, había paralizado la acción de los rebeldes. Los más
bravos oficiales se suicidaban disparándose sus pistolas en la sien
o en el cielo de la boca. Los cobardes intentaban huir quitándose
las guerreras y disfrazándose de obreros. Las botas altas los
traicionaban. Los fascistas llevaban todos el mono azul de los
trabajadores. Cuando los grupos de asaltantes cazaban a alguno y lo
identificaban lo ponían junto a la pared, le descerrajaban un tiro
en la nuca y seguían adelante. Vestido con un mono azul y escondido
en un camaranchón encontraron al general Fanjul. Cuando lo sacaban a
través del patio, la madre del cornetilla, a la que se lo señalaron
como el jefe de la rebelión, se tiró sobre él como una fiera y le
arañó el rostro gritándole:
—¡Asesino! ¡Tú
eres el que quería que matasen a mi hijo!
Costó un ímprobo
trabajo librarlo de sus uñas. Bigornia, fracturando las puertas
cerradas con su mazo potente y destrozando cuantos símbolos e
instrumentos militares encontraba al paso, atravesaba las estancias
del cuartel seguido de un grupo de obreros que se iban apoderando de
cuantas armas encontraban. Uno de ellos había tropezado con una
panoplia de esgrima y avanzaba con la cara cubierta con una careta de
alambre trazando fintas a diestro y siniestro con un florete. Otro
había descabezado de un golpe un maniquí cubierto con una armadura
de guerra del siglo XVI y se había encasquetado el casco, provisto
de su pomposa cimera y su celada, que luego no acertaba a abrir.
Sobre el torso desnudo y los brazos tatuados, aquel casco anacrónico
le daba una apariencia absurda de máscara terrorífica. Aquella
tropa estrafalaria encontró acorralados en una pieza a unos cuantos
militares que levantaron los brazos aterrorizados. Los empujaron con
los cañones de los fusiles y los llevaron por delante hasta que
salieron a una cuadra amplísima, el gimnasio, por donde los hicieron
avanzar y ellos se quedaron rezagados. Cuando los tuvieron a seis u
ocho metros de distancia les hicieron una descarga cerrada y luego
los remataron tirando a discreción sobre ellos. Bigornia, que no se
lo esperaba, se volvió irritado.
—¿Por qué los
habéis matado? ¿Quién ha dado la orden de tirar? —preguntó con
mal ceño.
—Yo —le replicó
el miliciano comunista que entró en el cuartel al mismo tiempo que
él y que andaba capitaneando los grupos, siempre con su gran pistola
ametralladora colgada del cuello. Bigornia le miró de arriba abajo.
Era un hombre joven, afeitado, fino, las manos cuidadas, bien
vestido.
—Yo he dado la
orden de tirar. ¿Qué pasa?
Bigornia alzó los
hombros e hizo un gesto vago.
—¡Bah! ¡No era
necesario!
Fue su única
respuesta. Dio media vuelta y se fue. El joven comunista y su
tropilla siguieron recorriendo las dependencias del cuartel en busca
de rebeldes a los que fusilar.
Una muchedumbre
inmensa llenaba ya el amplio recinto y se apoderaba ansiosamente de
las armas gritando: «¡A Cuatro Vientos! ¡A Guadalajara! ¡A
Toledo!».
Muchos camiones
cargados de obreros con fusiles partieron para los cuarteles de los
cantones, que se rindieron sin lucha. En lo alto de un camión vio
Bigornia al cornetilla y su madre. La brava mujer se había colocado
sobre el peto del delantal el correaje y las cartucheras de un
soldado y, echando un brazo protector sobre el hombro de su hijo,
alzaba en el otro el fusil y gritaba furiosa:
—¡Mueran los
fascistas!
Al anochecer el
pueblo era dueño absoluto de Madrid y de los cuarteles de los
cantones. La muchedumbre victoriosa desfilaba por la Puerta del Sol
esgrimiendo triunfalmente los fusiles cogidos al ejército. Los
vencedores habían arrastrado consigo a la banda de músicos de un
regimiento de infantería, que, bajo los movimientos rígidos y
verticales de la batuta del músico mayor, intentaba hacer sonar La
Internacional en las trompas y pífanos castrenses, tercamente
rebeldes a los acordes del himno proletario.
El pueblo había
triunfado.
Bigornia se metió
en la pretina del pantalón azul su martillo de fragua y, balanceando
su corpachón de ogro, se fue paso a paso a su casucha de las
afueras, donde le esperaban la mujer y los doce o catorce hijuelos.
Para que los chicos jugasen les llevaba un puñado de balas
nuevecitas y los rutilantes cordones de oro de un capitán ayudante.
* * *
Días más tarde los
camaradas fueron a buscarle de nuevo a su casucha. Lo necesitaban. El
triunfo del pueblo en las calles de Madrid no había sido más que el
comienzo de la guerra civil en toda España. El avance constante de
las tropas coloniales desembarcadas en Andalucía exigía que el
proletariado se organizase militarmente. Hombres había de sobra,
pero faltaban especialistas, mecánicos, gente capaz de utilizar el
material de guerra que se había cogido en los cuarteles. Bigornia se
alistó solícito en las milicias populares. Aunque era un hombre de
cerca de cincuenta años, se conservaba fuerte como un roble y
animoso como si tuviese veinte. En su juventud había sido un
verdadero hércules. Un episodio de aquella época le pintaba. Llegó
a Madrid un famoso luchador de jiu-jitsu, Raku, quien, como
habitualmente hacía en sus exhibiciones, retó a cuantos madrileños
se creyesen con fuerzas bastantes para luchar con él. Bigornia saltó
al tapiz enardecido y luchó bravamente con el japonés, que, pronto,
merced a una de las traicioneras presas del jiu-jitsu, le saltó al
cuello como un gato y le inmovilizó amenazando estrangularle. Estaba
vencido. Bigornia, atenazado, intentaba en vano resistir, negándose
tercamente a hacer la señal de la derrota. Cogido por aquella tijera
de los brazos nervudos del japonés, se asfixiaba por instantes. Los
espectadores, angustiados, veían cómo el rostro de Bigornia
enrojecía primero, luego se tornaba cárdeno y al final negro.
«¡Ríndete, ríndete!», le gritaban asustados. Bigornia, con los
ojos fuera de las órbitas, pugnaba inútilmente por arrancarse
aquella corbata de hierro dando terribles sacudidas que cada vez eran
más convulsas pero menos potentes. «¡Ríndete, ríndete!»,
repetía la muchedumbre exasperada. No se rendía. Hubo un momento en
el que pasó por la sala la sensación de la tragedia. Bigornia
estaba a punto de perecer estrangulado. Pero el japonés, que sabía
medir bien la humana resistencia, mantenía implacablemente la
presión sobre la garganta del adversario, seguro de que en el
instante definitivo el hombre que se siente morir cede y se rinde.
Bigornia no se rindió. El japonés, desconcertado, tuvo que
resignarse a soltar su presa y, temiendo que aquel ser humano que
apenas si daba ya señales de vida se le hubiese muerto efectivamente
bajo la presión de su garra, abrió la tenaza y le soltó al fin con
un ademán de rabia. Bigornia se desplomó. El japonés, asustado,
acudió en su auxilio. Bigornia fue volviendo en sí lentamente. Su
pecho se inflaba y desinflaba ostensiblemente. Consiguió
incorporarse y se quedó de rodillas respirando ansiosamente. Apenas
tuvo ánimo se irguió, hizo una profunda aspiración y volviéndose
como un rayo hacia el japonés lanzó un alarido salvaje, le cogió
por una pierna y, volteándole por encima de su cabeza como si fuese
un pelele, lo arrojó al patio de butacas. Lo había lanzado a diez o
doce metros de distancia y le había fracturado varias costillas.
Éste era el hombre.
De entonces acá
habían pasado veinte años. Bigornia, gordo, ventrudo, reposado, en
vez del hércules de entonces era aquel otro jovial, un poco terrible
y un poco grotesco, que cuando se ajetreaba y corría tenía la misma
desconcertante agilidad de los paquidermos. Las mujeres, que antes le
buscaban con ahínco atraídas por su planta gallarda y viril, se
burlaban ya del fuego que todavía brillaba en sus ojos cuando las
miraba codiciosamente, pero, burla burlando, aún se rendían a la
sugestión de aquella desbordante y profusa vitalidad y, si bien no
conseguía enamorarlas perdidamente, como se descuidasen en el juego
y no anduviesen listas las dejaba encintas. Con estas aportaciones
extraconyugales mantenía la cifra constante de su prole, y a
despecho de difterias y viruelas crecían en torno suyo los doce o
catorce hijos entre naturales y legítimos.
Ya en el lindero de
la vejez se dio a la guerra civil con todo el ímpetu y la tenacidad
de sus cincuenta años.
Le destinaron al
servicio de los carros de asalto cogidos al ejército. Eran cuatro o
cinco armatostes desvencijados que rara vez conseguían recorrer sin
percance quince o veinte kilómetros en una jornada. Bigornia,
ayudado por media docena de mecánicos jóvenes, estuvo repasándolos
cuidadosamente. Se revisaron los viejos motores, se les reforzaron
los blindajes y se les reajustó el herrumbroso mecanismo de
tracción. No quiso Bigornia someter sus máquinas de guerra a una
prueba demasiado dura por las mismas razones que tuvo Don Quijote
para no probar por segunda vez la resistencia de su improvisada
celada de papelón y alambre, y, fiando más en el efecto terrorífico
de su presencia que en la eficacia de su acción destructora, las dio
por buenas y dictaminó que estaban en condiciones de entrar en
campaña. Tripulados por unos bravos e insensatos proletarios,
salieron al fin de Madrid los famosos tanques dispuestos a cortar el
avance de las tropas rebeldes que venían en son de conquista por
Extremadura. Al mismo paso lento de Rocinante cruzaron aquellos feos
artefactos la llanura manchega buscando con más ansia que diligencia
al enemigo para retarlo a singular combate. El sol implacable de la
estepa castellana calentaba las planchas de acero de los viejos
tanques, en cuyo interior se asaban vivos aquellos esforzados
paladines. Con el torso desnudo, la piel lustrosa y los ojos
febriles, Bigornia y sus camaradas avanzaban a paso de tortuga dentro
de aquellos caparazones ardientes. Los campesinos, al ver pasar tales
monstruos, levantaban el puño, y las mujerucas aldeanas, asustadas,
se quedaban con las ganas de hacerles la cruz como al diablo. Los
fugitivos de las comarcas invadidas por los moros y el Tercio, cuando
se cruzaban con ellos los contemplaban admirativamente y,
reconfortados, seguían su éxodo pensando ilusionados que pronto
podrían volver a sus hogares.
Frecuentemente la
lenta caravana tenía que detenerse. Bigornia saltaba a tierra y, con
su gran martillo de fragua en una mano y la caja de llaves y
herramientas en la otra, corría al tanque averiado y se ponía
afanosamente al trabajo hasta que conseguía repararlo. Así llegaron
hasta Extremadura, donde las tropas de milicianos salidos de Madrid
cedían constantemente ante el avance de los moros y el Tercio,
apoyados por los aviones italianos. Aquellas masas de obreros y
campesinos armados con fusiles y sin oficiales ni disciplina eran
barridas por la metralla de la aviación, sin que jamás llegasen a
la lucha cuerpo a cuerpo con los invasores. De pueblo en pueblo iban
retirándose desordenadamente. Cada vez que el mando republicano
establecía una línea de resistencia, los aviones italianos y
alemanes comenzaban un terrible y sistemático bombardeo de la
población que a retaguardia de la primera línea servía de base al
desorganizado ejército del pueblo; la población civil,
aterrorizada, huía dejando sin posibilidad de aprovisionamiento a
los milicianos, que, como carecían de parques de intendencia y se
quedaban sin comer, sin agua y sin refugio posible, aguantaban dos o
tres días pegados a los surcos de aquella tierra calcinada de
Extremadura bajo el bombardeo constante de la aviación y luego
echaban a correr desesperados. Así avanzaba victorioso el Ejército
Nacional.
Se pensó entonces
que el material del único regimiento de tanques que había en Madrid
podría ser útil para contener la retirada, y allá fueron Bigornia
y los quince o veinte obreros mecánicos que se ofrecieron para
tripularlos. Ya en la línea de fuego, una madrugada, partieron los
pesados armatostes de la plaza del último pueblecito republicano,
atravesaron las líneas leales y se metieron valientemente por el
terreno enemigo. Iban petardeando el campo con los escapes de sus
motores y haciendo retemblar la tierra que pisaban con el estrépito
de su herrumbroso mecanismo. Las avanzadas de los rebeldes se
replegaron y los tanques llegaron victoriosos hasta una aldea
evacuada el día antes por los milicianos. Al frente de la caravana,
con el torso desnudo fuera del caparazón de acero de la oruga, iba
Bigornia. Los rebeldes en su repliegue seguían haciéndoles fuego
desde lejos, pero, desafiando el peligro, Bigornia, con su caja de
herramientas a la espalda y su martillo en la mano, saltaba de un
tanque a otro vigilando la marcha de los motores y el funcionamiento
difícil del mecanismo de tracción. Resguardados tras las casas de
la aldea esperaron los tanques el avance de los milicianos, pero
cuando el rosario de éstos salió de sus parapetos y se desparramó
por la tierra desnuda aparecieron en el horizonte quince o veinte
aviones de caza que, descendiendo a treinta o cuarenta metros,
comenzaron a disparar sobre ellos con sus ametralladoras. Las ráfagas
de plomo barrían las filas de los milicianos, que, aplastados contra
el suelo, con la nariz metida en los surcos, sentían pasar y repasar
sobre sus cabezas los aviones que los diezmaban. El tiempo
transcurría, y los aviones iban y venían, relevándose
constantemente. Cada vez que un grupo de milicianos se enderezaba e
intentaba proseguir el avance, uno de los negros buitres se abatía
sobre ellos y los regaba de metralla hasta obligarles a tirarse al
suelo otra vez. Era inútil. Cuando un miliciano desesperado echaba a
correr hacia atrás o hacia delante, el avión le perseguía y,
apenas se había adelantado, le enfilaba con su ametralladora de popa
y hasta que se perdía de vista estaba escupiendo plomo sobre él.
Diezmados y
aterrorizados volvieron los milicianos a sus líneas. Bigornia y sus
hombres vieron entonces cómo los aviones se cernían sobre ellos y
comenzaban a bombardearlos. Una bomba explotó junto a uno de los
tanques y le inutilizó la cadena de la oruga. Sus tripulantes
tuvieron que abandonarlo. Los demás tanques comenzaron a evolucionar
para batirse en retirada. Lentos, torpes, renqueantes, intentaban
ganar las líneas republicanas bajo las bombas de los aviones que
iban bordándoles la ruta. A lo lejos, en lo alto de una loma,
aparecieron los puntitos movedizos de la caballería mora. Los
tanques abrieron fuego contra aquellos blancos distantes. Bigornia,
furioso, hizo un rápido viraje y avanzó con el tanque que conducía
en dirección a la fila de jinetes marroquíes. A medida que se
acercaba arreciaba el tamborilear de las balas sobre las chapas de
acero del blindaje. El tanque, lanzado a toda la velocidad que le
permitía su pesado mecanismo, reptaba por los surcos de la labranza,
se metía audaz en las hondonadas y trepaba jadeando por los repechos
en persecución de aquel enemigo inaprehensible de desconcertante
movilidad. Hervía el agua del motor, se ponían al rojo los cañones
de las ametralladoras que disparaban sin descanso, y los tripulantes,
con las fauces secas y las sienes batiéndoles febrilmente, sentían
llegar la asfixia dentro de aquella caja de acero recalentado.
Bigornia, en el
volante, crispaba la pierna derecha sobre el acelerador haciendo
trepidar horrísonamente el mecanismo. Tenía debajo del asiento una
caja de botellas de cerveza, y de vez en cuando rompía de un golpe
seco el gollete de una y se tiraba sobre la bocaza abierta
ansiosamente el líquido caliente y pegajoso que simultáneamente iba
eliminando por los poros abiertos de su piel desnuda, lustrosa como
la de un hipopótamo, que cada vez que se rozaba con las planchas del
blindaje calentadas por el sol sentía el mordisco de la quemadura.
A la mitad de un
repecho el motor dejó escapar dos o tres detonaciones. No podía
más. Bigornia lanzó una maldición y sin vacilar un instante abrió
temerariamente la portezuela y saltó al campo con su caja de
herramientas. Las balas silbaban en torno suyo.
—¡Huyamos!
¡Huyamos! —decían sus compañeros viendo aparecer en lo alto de
la colina las siluetas de los jinetes moros que correteaban haciendo
fuego contra el tanque.
—¡Quietos! —rugió
Bigornia—. ¡No es nada! En dos minutos, si no me dan un tiro
antes, está reparada la avería. Disparad mientras tanto contra
ellos para tenerlos a raya.
Y sin levantar la
cabeza estuvo manipulando en el motor con sus llaves y sus alicates
mientras las balas le contorneaban. Los moros, cuando advirtieron que
el tanque se había detenido, fueron avanzando y cada vez disparaban
sobre él con más precisión. Los compañeros de Bigornia les
contenían haciendo fuego desde las troneras mientras oían
anhelantes el resoplar del ogro que forcejeaba desesperadamente.
—¡Qué nos cogen!
¡Vámonos! —gritaron viendo el cerco de jinetes que se les echaba
encima.
—¡Quietos! ¡Ya
está! —gritó triunfalmente Bigornia.
Saltó otra vez al
volante y, poniendo en marcha el motor, hizo un viraje y enfiló las
líneas republicanas mientras sus camaradas abrían un círculo de
fuego que dispersaba otra vez a los caballistas.
El tanque conducido
por Bigornia consiguió reunirse con los otros y juntos continuaron
la retirada. Pero la caballería mora venía tras ellos y, a favor de
los accidentes del terreno, seguía acosándoles, ayudada por la
aviación. Cuando llegaron a las líneas leales se encontraron con
que la desbandada era general. Los milicianos, abandonando sus
posiciones, corrían en dirección al pueblo y, no considerándose
seguros en él, lo atravesaban sin detenerse y seguían trotando
empavorecidos por la carretera de Madrid. Mezclados con ellos huían
los vecinos que aún no habían evacuado el lugar. La fila de los
tanques cerraba la retirada. Pero, pasado el pueblo, la evacuación
se convirtió en fuga. Unos destacamentos de caballería rebelde,
merced a un rápido movimiento envolvente, bordearon el pueblo,
hicieron su aparición en el lado derecho de la carretera y sembraron
el pánico. Los milicianos huían ya a carrera abierta. Los mismos
tripulantes de los tanques, no considerando bastante rápida y segura
la marcha de aquellos pesados armatostes, los abandonaban al borde de
la carretera y echaban a correr fiando su salvación a la ligereza de
sus piernas.
Bigornia, que iba al
volante del último tanque de la fila, vio desesperado cómo todos
sus camaradas desertaban hasta que le dejaron solo. Cuando encontró
abandonado en la carretera uno de los tanques que precedían al suyo
le entró una rabia loca. Pateaba, blasfemaba, rugía, se daba con la
cabezota contra las planchas del inmovilizado artefacto. Llorando de
rabia, cogió su caja de herramientas y su martillo, se metió en el
tanque abandonado y estuvo desmontando las ametralladoras y las
piezas esenciales. Luego de inutilizarlo y desarmarlo, se puso a
transportar al tanque que él conducía las municiones que quedaban
en el abandonado. Tuvo el tiempo justo. Cuando volvió a poner en
marcha el motor de su máquina ya le zumbaban otra vez en los oídos
las balas de sus perseguidores.
Un kilómetro más
allá alcanzó otro tanque también abandonado. Ésta vez no tuvo
tiempo más que para preparar su voladura con unos cartuchos de
dinamita. La formidable explosión sobrevino cuando aún no había
podido alejarse lo suficiente, y sobre el caparazón de su tanque
apenas puesto en marcha cayó una masa enorme de hierro, plomo y
tierra. Los facciosos que venían acosándole debieron de detenerse
allí, porque ya no volvió a sentir el silbido de las balas. Caminó
durante una hora al paso lento del armatoste. El campo parecía
desierto. La vida había huido de aquellos parajes. Los campesinos
aterrorizados abandonaban sus viviendas ante el avance de los
conquistadores. Una sensación angustiosa de vacío, de muerte, de
desolación, precedía al Ejército Nacional.
Bigornia, rendido al
fin, agotado por el esfuerzo de la terrible jornada, se adormecía
con el runrunear monótono del motor a lo largo de aquella paramera
interminable. Ni un ser humano, ni un indicio de vida en todo lo que
alcanzaba la vista.
En un recodo de la
carretera vio a través de la visera del tanque una figurilla
minúscula que le salía al paso. Era una chiquilla de ocho a diez
años con el bracito en alto y la mano extendida. Detuvo el tanque, y
la chiquilla, al verle saltar a tierra desnudo de cintura para arriba
y con aquella caraza feroz de ogro que tenía, se tiró al suelo
aterrorizada gritando:
—¡No me mate! ¡No
me mate! ¡Yo soy buena!
Bigornia alzó en
sus brazos a la criatura, que se debatía horrorizada escondiendo la
carilla.
—¡Yo soy buena!
¡Mamá es buena! —repetía.
Y cuando poco a poco
iba convenciéndose de que aquel ogro no la devoraba todavía, con la
cara vuelta y sin atreverse a mirarle alzaba la manecita abierta
creyendo que con aquel ademán podría conjurar el peligro que la
aterrorizaba. Bigornia tapó los deditos tiernos de la criatura con
su manaza velluda y sonriendo tristemente le dijo:
—¡Así, guapa,
así!
Y le mostraba el
puño cerrado. La chiquilla, recelosa, le miraba de través con sus
ojazos cuajados de lágrimas.
—¿Qué haces
aquí? —le preguntó Bigornia con el tono de voz más amable que
pudo arrancar a su garganta—. ¿Y tus padres? ¿Dónde están?
La chiquilla
vacilaba antes de contestar.
—¿Tú eres
fascista? —preguntó al fin.
—No, guapa, no.
¿Dónde están tus padres? ¿Estás sola?
—Papá se fue a la
guerra.
—¿Cómo hacía
papá? ¿Así? ¿O así? —le preguntó Bigornia abriendo y cerrando
el puño.
—¡Así!
—respondió la chica apretando sus cinco deditos. Luego tuvo miedo
y agregó—: ¡Mamá es buena! ¡Estábamos en casa! ¡Mamá es
buena!
—Y papá, guapa.
¡Y papá! —agregó Bigornia refregándole los cañones de la
barbaza por la carilla suave.
Con la chiquilla en
brazos echó a andar hacia donde ella le indicaba. En una hoyanca que
había a unos cien metros de la carretera estaba tendida y exánime
una mujer joven, con la frente sujeta por un pañuelo y los pies
envueltos en una manta. A su lado, hundiéndole las manecitas en el
regazo, lloriqueaba un renacuajo que aún no tendría dos años.
Bigornia reanimó a la mujer, la hizo incorporarse y con unos tragos
de cerveza consiguió hacerla hablar. La fatiga y la sed la habían
hecho caer extenuada en aquella hoyanca después de una terrible
jornada de camino cargada con las dos criaturitas. En todo el día no
había podido pararse a descansar ni había probado bocado ni había
encontrado quien le diese una sed de agua. Ante el avance de los
militares la gente huía a la desbandada y la habían dejado atrás.
Cuando no pudo más se tiró en aquel agujero. Tenía los pies
ensangrentados y los brazos rendidos del peso de las criaturas. Antes
de que la abandonasen del todo las fuerzas había recomendado a sus
hijos:
—Si vienen unos
hombres malos no levantéis el puño, porque nos matarán; abrid la
mano así. ¡Así! ¡Así!
Y se quedó sin
sentido enseñando a sus hijuelos el conjuro.
La chiquilla, al ver
a su madre inmóvil, había salido a la carretera, aterrorizada por
la soledad y el silencio, y, temiendo siempre que aquellos hombres
malos la matasen, había salido al paso del tanque extendiendo su
manecita como le había recomendado su madre.
Bigornia cargó con
los chiquillos y volvió al tanque con la madre apoyada en su brazo.
Hizo una camita a la chiquilla entre los soportes de una
ametralladora, colocó a la madre a su lado junto al volante y le
puso en el regazo al pequeñuelo.
—Echa la cabeza en
mi hombro y duérmete —le recomendó.
La pobre mujer le
obedeció, y Bigornia sintió en su piel desnuda y febril la caricia
de aquella cara fina y fría como si fuese de cera.
Caía la tarde, y el
campo calcinado se oreaba con la brisa que penetraba también por la
visera del tanque refrescando el estrecho recinto. Bigornia rebuscó
en su morral de campaña y encontró unos pedazos de pan que repartió
entre la madre y los chiquillos, que poco a poco revivían y le
sonreían agradecidos. Cuando, después de diez o doce kilómetros de
soledad, llegaron al primer pueblo encontraron al fin los restos
dispersos de las milicias que los oficiales y los comisarios
políticos intentaban reagrupar después de la derrota, para
establecer una nueva línea de resistencia. Bigornia detuvo el tanque
en la plaza misma del pueblo en la que hervía una multitud
abigarrada y nerviosa. Los milicianos que venían huyendo se
mezclaban con los campesinos refugiados y con los nuevos contingentes
de milicias que, ante las alarmantes noticias del fracaso, habían
sido enviados a toda prisa desde Madrid para contener la desbandada.
Delante de toda
aquella gente, Bigornia salió del tanque y, encarándose con los
grupos de milicianos que le cercaban curiosos, les gritó:
—¡Cobardes!
¡Cobardes!
Cogió al que tenía
más cerca echándole la garra al pecho, lo atrajo hacia sí, le
escupió en la cara. «¡Cobarde!», y lo tiró de un manotazo como
si fuese un guiñapo. Le abrieron calle y, sin volver la cabeza, echó
a andar con su paso de ogro. La mujer le seguía subyugada llevando a
rastras a sus hijuelos.
Un hombre joven le
salió al paso.
—¿Qué es esto,
Bigornia? ¿Qué te pasa? ¿Adonde vas?
Era Luis, el
comunista del cuartel de la Montaña. En el pecho y en el gorrillo de
cuartel lucía las tres estrellas de comandante. Bigornia le miró de
arriba abajo.
—¿Qué adónde
voy? ¡A mi casa! ¡A esperar allí a los fascistas! ¡Aquí no hay
más que cobardes! ¡Cobardes! ¡Cobardes!
* * *
Se metió en su
casucha del arrabal y no quiso saber más de la guerra ni de la
revolución. Rodeado de su mujer y de sus doce o catorce hijos,
rumiaba entristecido la derrota encerrándose en un desesperado
mutismo. Se había llevado consigo a Isabel, la mujer aquella que se
encontró en la retirada, y a los dos pequeñuelos que tenía.
Antonia, la mujer de Bigornia, recibió bien a los niños y mal a la
madre. Su instinto le hacía adivinar que aquella intrusa era
peligrosa a pesar de su aire compungido y de su ánimo angustiado.
Isabel, cuando
estalló la rebelión militar, vivía en un pueblecito de Extremadura
con su marido, joven artesano que en los primeros días de la guerra
dejó a su mujer y a sus hijos y salió alegremente con una tropilla
de milicianos mal armados a cortar el paso de los rebeldes. No volvió
a saber de él. Algunos paisanos suyos sabían que había estado en
Badajoz, y a espaldas de ella hasta aseguraban que fue uno de los que
cayeron en la horrenda matanza que hicieron los fascistas en la plaza
de toros de aquella ciudad. Pero a ella nunca hubo quien le dijese
nada, y así vivía desde hacía ya cuatro meses con la angustia y la
ilusión de saber algo de aquel hombre querido que el primer viento
de la guerra le había arrebatado. Tuvo que abandonar su casa cuando
avanzaron los fascistas, y así, de pueblo en pueblo, aspada,
perseguida siempre por el horror de la guerra, había llegado huyendo
hasta aquella hondonada al borde del camino de donde la recogió
Bigornia.
Antonia, con esa
solidaridad que los humildes sienten siempre ante el infortunio, se
resignó a tener a la intrusa en su casa y a compartir con ella el
pan y el techo, aunque sin desechar del todo el recelo que le
producía la presencia de aquella mujer joven a la que la misma
tristeza daba un fuerte atractivo. Su hombre, además, a despecho del
encono y la rabia con que devoraba silenciosamente la derrota, sentía
por aquella mujer una inclinación que por leve que fuese y por muy
enmascarada con palabrotas y malos modales que estuviera, no podía
pasar inadvertida a la sagacidad de Antonia. Le daba cierta
confianza, sin embargo, la soberana indiferencia de la intrusa para
con su marido. Aquella mujer joven, separada violentamente de un
hombre joven como ella, desaparecido hacía pocas semanas con la
aureola del héroe, miraba, en efecto, al viejo Bigornia con
gratitud, con miedo, con afecto, es posible, pero sin sentir por él
la menor inclinación. Antonia, con ese desmesurado concepto que de
sus hombres tienen las mujeres enamoradas, no se explicaba cómo era
posible que una mujer débil y afectuosa sintiese un desdén tan
absoluto por su marido. Estaba resignadamente habituada a verle hacer
presa fácilmente con la garra de su vitalidad exuberante. Pero
Bigornia, después de la derrota, había perdido aquella gran fuerza
de su indomable voluntad, aquel instinto jamás aherrojado, aquella
vitalidad caudalosa que toda una existencia de lucha no había
conseguido amenguar. Había llegado al lindero de la vejez en toda la
pujanza de su ser indomeñable. Por eso había sido hasta entonces
aquel ogro jovial que, a despecho de su madurez, ejercía fuerte
atracción sobre las mujeres. Pero por primera vez se sentía
vencido, viejo al fin.
Una morbosa ternura
por aquella extraña, un sentimiento blando y suave que nunca había
experimentado antes le hacían andar desconfiado, temeroso de que se
trasluciese aquella su íntima debilidad que como una tara procuraba
ocultar con sus brusquedades. Aquella interior flaqueza, aquella
súbita ruina de su vitalidad, hasta entonces invicta, era la razón
biológica de que Isabel permaneciese a su lado insensible al efecto
con que él procuraba envolverla, fría, distante, herméticamente
encerrada en el culto a aquel otro hombre joven que el ogro viejo y
enternecido no conseguiría desterrar jamás.
Antonia, la esposa,
advertía todo aquello confusamente, y su orgullo de mujer enamorada
le hacía reaccionar desesperadamente contra aquel desdén insufrible
de la intrusa en la que ella misma, de una manera subconsciente,
procuraba despertar una inclinación cuya inexistencia consideraba en
el fondo como más insufrible agravio que el de la misma infidelidad.
Mientras el viejo
Bigornia, encerrado en su tallercito, rumiaba silenciosamente su
íntima derrota, que él vinculaba al fracaso de la causa del pueblo,
las dos mujeres junto al hogar hablaban de él horas y horas, y poco
a poco la esposa celosa iba transmitiendo a la intrusa su devoción
por aquel hombre extraordinario.
Bigornia, huraño y
triste en su rincón, sentía por primera vez el torcedor del
vencimiento. Alguna vez los camaradas fueron a buscarle. La guerra
seguía. El ejército rebelde estaba a las puertas de Madrid, pero
aún había esperanzas.
—Aquí me
encontrarán cuando les dejéis entrar —replicaba Bigornia—. Yo
no defenderé más que esto, mi casa, mi mujer, mis hijos. Entonces
veremos si vosotros sabéis defender lo vuestro como yo lo mío. ¡No
voy a ninguna parte con cobardes!
Y les despedía
malhumorado con el anhelo de quedarse a solas con aquella mórbida
sensación de su ternura nueva.
—¡Bigornia se ha
hecho reaccionario y burgués! —decían los camaradas cuando
salían.
—Es que está
viejo —apuntaba alguno—. ¡Los viejos no valen para nada!
Un día fue a verle
el comandante Luis, aquel joven comunista que entró con él en el
cuartel de la Montaña y estuvo también en la derrota de
Extremadura. Habló con Bigornia y se lo dijo en su cara.
—Es que estás
viejo, Bigornia.
—Allá veremos si
tú defiendes lo tuyo con tanto coraje como yo lo mío cuando llegue
la hora.
—Lo mío; lo que
yo tengo que defender, no es mi casa, sino la revolución —contestó
petulante el comunista.
Bigornia se exaltó.
—¿Cómo vais a
defenderla? ¿Con qué? ¿Con esos cañones que no tiran, esos
aviones que no vuelan y esos tanques que no andan? ¿Con quién? ¿Con
esos obreros y esos campesinos que tienen miedo y huyen ante el
enemigo? ¿Con esos revolucionarios que corren como gamos apenas
aparecen cuatro moros?
—No busques
pretextos ni excusas a tu falta de coraje, Bigornia —le replicó el
comunista—; hay hombres y hay material. Los que habían de correr
ya han corrido cuanto querían. Armas, cañones, tanques, aviones,
tenemos al fin. Rusia, la patria del proletariado, nos manda cuanto
necesitamos.
Siguieron hablando.
El comandante Luis había ido a buscarle porque habían desembarcado
en Valencia centenares de tanques modernísimos enviados por Rusia y,
aunque venían pilotados por mecánicos rusos, era necesario que los
españoles les sustituyeran. Hacían falta hombres como él, expertos
y valientes, que se encargasen del nuevo material. Bigornia se dejó
subyugar. Iría a conducir un tanque ruso.
Aceptó sólo por la
íntima satisfacción de acercarse bromeando al rincón del hogar
donde cuchicheaban las dos mujeres y conmoverlas diciéndoles con
aire jovial: «Me voy». ¿Era aquella mirada de admiración que
brilló en los ojos de Isabel lo único que buscaba? ¿Era aquel
complejo de inferioridad que ante la intrusa sentía lo que le había
arrastrado a tomar la heroica e insensata resolución?, íntimamente
se sentía de antemano vencido. Sabía que no triunfaría en el
empeño, sentía que le faltaba el brío, la fe que obra los milagros
y protege a los héroes, el fuego interior «que todo lo abrasa».
Iba conscientemente al sacrificio. ¿Por qué?
Su vieja fe en el
pueblo la había perdido para siempre en Extremadura, viendo a los
obreros y a los campesinos armados huir como borregos delante del
ejército. Sus utopías anarquistas se esfumaron en el momento mismo
en que sintió por primera vez en su vida el deseo de ser un déspota
con fuerza bastante para fusilar en masa a los millares de milicianos
que se negaban a batirse. Si alguna ilusión libertaria le quedaba,
el contacto con los militares rusos acabó de desvanecerla. Durante
los días que estuvo en el campamento donde los oficiales y los
mecánicos del Ejército Rojo adiestraban a los proletarios españoles
en el manejo de los tanques, sintió cien veces el anhelo de
rebelarse contra aquella disciplina de hierro que los comandantes
rusos imponían con tan inhumana frialdad. Viejo, vencido,
desconcertado, se sometió por primera vez en su vida a la presión
autoritaria que ejercían los militares rusos sobre los proletarios
españoles. Aprendió rápidamente el manejo de los modernos tanques,
obedeciendo como un autómata a las imperiosas voces de mando de los
oficiales. Cuando estuvo dispuesta para incorporarse al frente la
primera expedición, se ofreció voluntariamente a ir en ella como
conductor. El suboficial ruso que debía ir en el tanque a que le
destinaron no se mostraba muy conforme. Bigornia se dio cuenta de que
el ruso en su lengua le rechazaba.
—¿Qué dice de
mí? —preguntó al intérprete.
—Dice que prefiere
ir a batirse en compañía de un hombre joven.
—Dile —replicó
Bigornia— que suba al tanque y que se calle. Todavía no sé yo si
los jóvenes de Rusia saben batirse como los viejos de España. Y
quiero verlo.
Se encaró con el
suboficial ruso y dejándole caer la manaza sobre el hombro le
desafió:
—Vamos a ir
juntos, galán. Yo conduzco y tú mandas. Si hemos de avanzar por el
campo enemigo no pases cuidado. Yo pienso seguir adelante hasta que
tú tengas miedo. Cuando lo tengas, cuando no te atrevas a seguir
adelante, me lo pides y entonces volvemos. ¡Antes no! ¡Cuándo tú
tengas miedo! ¿Te enteras?
Se volvió hacia el
intérprete y le pidió:
—Anda, tradúcele
bien esto.
Y se alejó
desdeñoso.
La primera sección
de tanques rusos que entraba en campaña se puso en marcha aquella
misma tarde. Al anochecer desfilaban los tanques por las calles de
Madrid rodeados por una multitud que los aclamaba con un entusiasmo
delirante. Bigornia iba al volante de uno de ellos, y el suboficial
ruso que le acompañaba sacaba el cuerpo fuera de la torreta de
combate y levantando los puños cerrados por encima de su cabeza
saludaba triunfalmente a la multitud. Bigornia había recobrado su
buen humor, su gran aire de ogro jovial. El suboficial ruso le había
dicho que se llamaba Iván, y Bigornia se divertía llamándole
paternalmente Juanito. Mientras hacía evolucionar el tanque por las
calles de Madrid en medio de la muchedumbre que les aclamaba, se
volvía de vez en cuando al ruso, que seguía con el cuerpo fuera de
la torreta, y le decía:
—Anda, Juanito, no
te exhibas más, que presumes como un torero.
Y se reía con toda
su alma de la pueril vanidad de aquel muchacho que había venido
desde tan lejos dispuesto a hacerse matar por aquellas gentes
extrañas con las que no tenía más signo de inteligencia que aquel
ademán de levantar amenazadoramente el puño.
Los tanques rusos no
eran como aquellos viejos artefactos que tenía el ejército español.
Caminando a cuarenta kilómetros por hora salieron de Madrid antes de
que amaneciese, y apenas era de día cuando ya estaban alineados en
el frente establecido en aquel sector a unos treinta kilómetros de
los arrabales de la capital. Se dio la orden de ataque, y los tanques
partieron con una marcha regular y avanzaron guardando las distancias
entre ellos con matemática exactitud. Tras ellos debían ir las
columnas de milicianos. En la primera etapa del avance, el enemigo,
desconcertado por la aparición inesperada de la fila de tanques,
abandonó sus posiciones, que fueron ocupadas por la infantería
leal. El frente rebelde había sido perforado. Se dio la orden de
continuar el avance para envolver a los grupos rebeldes que se habían
hecho fuertes en las posiciones rebasadas por los tanques, en las que
se quedaban aislados, pero ya entonces los núcleos enemigos,
batiéndose a la desesperada, hacían un fuego mortífero contra los
asaltantes. Los tanques seguían su avance sin encontrar enemigo que
les hiciese frente, pero las guerrillas de milicianos, barridas por
el fuego de las ametralladoras rebeldes, sufrían tantas bajas que
los hombres comenzaron a flaquear y a quedarse aplastados en los
accidentes del terreno. Tras el tanque que conducía Bigornia iba una
compañía mandada por el comandante Luis: a medida que avanzaba,
aquella tropa iba quedándose en cuadro. Ya era sólo una patrulla de
treinta o cuarenta milicianos cuando unas ráfagas de ametralladoras
que venían del flanco derecho decidieron a los pocos valientes que
hasta allí habían llegado a tirarse a tierra. El comandante Luis,
furioso, acosaba inútilmente a sus hombres para que continuasen el
avance. Desesperado al ver que no podía moverlos, echó a andar,
solo detrás del tanque, con la esperanza de que el ejemplo levantase
el espíritu de sus hombres y les arrancase. No lo logró. Solo le
dejaron ir a pecho descubierto, y era tal su rabia que solo siguió
avanzando. Bigornia y el suboficial ruso desde el tanque le veían
marchar tras ellos y se maravillaban del heroísmo y la insensatez de
aquel hombre.
—¡Aprende,
Juanito, aprende! —gritaba Bigornia al ruso.
Los tanques habían
recibido la orden de avanzar hasta alcanzar determinados objetivos y,
no obstante la defección de los milicianos, el ruso y Bigornia
decidieron seguir adelante hasta llegar al lugar que se les había
designado como límite máximo de la operación. Tras ellos, a unos
trescientos metros, seguía la figurilla del comandante Luis.
—¡Está loco!
¡Está loco! —decía Bigornia sintiendo cómo las balas del
enemigo se aplastaban contra la coraza de acero del tanque.
Se detuvieron y le
hicieron señas para que se acercase con el designio de recogerlo,
único modo de salvarle la vida. El comandante Luis con el cuerpo
doblado hacia tierra se acercaba bajo un diluvio de balas. Estaba ya
a pocos metros del tanque cuando se le vio alzarse súbitamente,
levantar los brazos y desplomarse. Bigornia saltó a tierra, corrió
hacia él, se lo echó al hombro y lo metió en el tanque. Tenía un
balazo en el pecho.
Reanudaron la
marcha. Bigornia, sin volverse para consultar al ruso, seguía
poniendo proa al enemigo. A derecha e izquierda iban dejando
posiciones guarnecidas por tropas enemigas que les ametrallaban.
Mientras el ruso consultaba fríamente sus instrucciones y el
itinerario de la operación, Bigornia seguía atento al volante y al
camino. Cuando los ojos de uno y otro se encontraban, Bigornia se
sonreía con su bocaza de ogro jovial y preguntaba al ruso:
—¿Qué? ¿Estás
contento, Juanito?
—Da; da. Jaracho!
—repetía el ruso impasible. Llegaron a un caserío que el ruso
tenía marcado en su itinerario con una crucecita.
—Stoit! —ordenó.
—¿Qué? ¿Tienes
miedo, Juanito? —le preguntó sarcásticamente Bigornia—.
Podíamos seguir adelante…
—Stoit! —repitió
el ruso secamente.
—Como tú quieras,
Juanito —replicó Bigornia alzándose de hombros despectivamente.
Abrió la portezuela
del tanque y salió. El caserío estaba abandonado.
—Esos cochinos
fascistas —gruñó Bigornia— han llegado corriendo hasta Sevilla.
Se acercó al
comandante Luis, que yacía desangrándose en un rincón del tanque.
Aún estaba vivo. Le descubrió la herida, se la taponó con algodón
y le vendó.
—¡Sería una
lástima que se muriese! ¡De éstos hay pocos! —fue su único
comentario.
El ruso dio la orden
de retirada después de hacer varias comprobaciones. Los milicianos
no les habían secundado, pero ellos habían alcanzado su objetivo.
Al regreso, los
núcleos rebeldes que habían seguido resistiendo en las posiciones
de los flancos les hostilizaron con mayor intensidad. Pero el tanque
ruso era una maravilla: ligero, seguro, invulnerable, pasaba indemne
a cuarenta kilómetros por las zonas más furiosamente batidas. Cerca
ya de las líneas republicanas decreció el tiroteo. Entraron en una
cañada dominada por un pueblecito que se alzaba sobre un cerro y
comprobaron que el enemigo había abandonado aquel paraje en el que
no había manera de defenderse contra el fuego que desde el pueblo
podían hacer los leales.
Al pueblo se
encaminaron para juntarse con ellos. Subió el tanque el repecho, y
cuando llegaba a la entrada del pueblo le salió al paso un oficial
envuelto en el sultán encarnado de las tropas marroquíes. Bigornia
había levantado la visera del tanque y el ruso iba con el cuerpo
fuera de la torreta, creyéndose que estaba ya en territorio leal.
Cuando vio al oficial juntar los talones y llevarse la mano a la
visera de la gorra, Bigornia no tuvo tiempo más que para echar la
plancha de protección.
El oficial, al ver
aquel tanque que venía confiadamente del lado del ejército
fascista, creyó que era un refuerzo que le enviaba el mando y saludó
al suboficial ruso levantando la mano a la romana.
—Vienen ustedes
oportunamente —les dijo—. La batería que hemos emplazado aquí
está castigando duramente al enemigo, pero sólo los tanques pueden
desalojar rápidamente a esos bandidos rojos.
El ruso desde la
torreta del tanque le miraba sin entenderle.
El oficial,
extrañado, le preguntó:
—¿No me
entiendes? ¿Eres italiano?
—Da, da —replicó
el ruso.
Receloso, el oficial
le ordenó:
—Salid del tanque.
El ruso entró en la
torreta y Bigornia evolucionó como si fuese a colocar el tanque al
borde del camino. Lo que hizo fue ponerse en posición de abrir
fuego. El ruso, que había comprendido lo que ocurría, cerró
rápidamente la torre de combate, se precipitó a la ametralladora y
comenzó a disparar. Cayeron en pocos segundos el oficial y los
soldados que le rodeaban. Manejado con sorprendente movilidad por
Bigornia, dio el tanque dos o tres vueltas por el pueblo segando a
los grupos de fascistas que se arremolinaban desconcertados. En una
plazoleta escondida descubrieron tres cañones que hacían fuego
contra las posiciones republicanas. El tanque avanzó vomitando
metralla, abatió a los servidores de las piezas y embistió a los
cañones desmontándolos y triturando cuanto encontraba a su paso.
Una y otra vez, Bigornia, con una furia salvaje, pasaba sobre los
restos de la batería, los armones, las cajas de municiones y los
cuerpos de los fascistas, mientras el ruso mantenía en torno suyo el
círculo de fuego de sus ametralladoras. Luego, avanzaron por una de
las calles del pueblo. Una de las cadenas de tracción de la oruga se
enganchó en un guardacantón y el tanque quedó inmovilizado.
Bigornia forzaba el motor inútilmente dando marcha atrás y adelante
sin resultado. Los grupos de facciosos fugitivos, al darse cuenta de
lo que ocurría, intentaron acercarse, pero el suboficial ruso los
tenía a raya disparando constantemente sobre ellos. Entonces, los
fascistas se corrieron por los tejados de las casas y desde uno de
ellos, cuyo alero caía exactamente sobre el tanque encallejonado,
volcaron un bidón de gasolina y le prendieron fuego. En aquel
instante, Bigornia, con las ansias de la desesperación, conseguía
al fin desatrancar el tanque y reanudar la marcha.
Cuando logró salir
al campo abierto las llamas envolvían el artefacto. Pisó el
acelerador, y el viento avivó las llamas convirtiendo el tanque en
una gran antorcha. El ruso seguía disparando la ametralladora;
Bigornia se envolvió en una manta que llevaba debajo del asiento y,
encogido, con los ojos cerrados y la cabeza tapada, echó por la
cuesta abajo en dirección a las líneas leales. De vez en cuando se
destapaba un instante para ver el camino y a través de la cortina
roja que le pasaba por delante de los ojos veía a lo lejos
fugazmente las lomas pardas donde debían de estar atrincherados los
republicanos. ¿Llegaría hasta allí con vida? Sentía en todo el
cuerpo las mordeduras terribles del fuego, el aire le faltaba por
instantes y temía de un momento a otro perder el conocimiento.
Corrió, corrió enloquecido. El viento, cuando aumentaba la
velocidad, echaba hacia atrás la llama viva que les envolvía. La
manta de lana en que se había envuelto ardía poco a poco
requemándole la piel, que sentía írsele desprendiendo en jirones
cada vez que se movía. No pudo más. Pisó por última vez el
acelerador con la crispadura de la muerte, y el tanque, después de
dar unos terribles bandazos, fue a quedarse empotrado en una zanja.
Cuando acudieron los
milicianos el fuego se había extinguido. Sacaron del interior del
tanque dos cadáveres casi carbonizados, el del suboficial ruso y el
del comandante Luis.
Del volante
arrancaron también, dejándole adherida la piel de las manos, una
forma humana tumefacta y monstruosa que aún daba señales de vida:
Bigornia.
Lo transportaron a
un hospital de Madrid, donde intentaron vanamente asistirle. Era
imposible que subsistiera. Aquel monstruo que era una llaga viva
envuelta piadosamente en copiosos vendajes vivió todavía unas
horas.
Sucumbió sintiendo
llorar a ambos lados de su cama a dos pobres mujeres.
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Manuel Chaves Nogales. 1937.
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