Para su sorpresa, la cama donde está
acostado se transforma en balsa. Y el piso, en mar. El techo, en
cielo abierto. Sólo el frío y la oscuridad permanecen sin cambio.
Con
cuidado para no voltearla, se arrodilla sobre esos troncos —tan
precariamente unidos— donde ahora habita. De algún modo le
recuerdan a Los Duraznos, la quinta de sus abuelos, los veranos de la
niñez y aquel sol hecho jugo de fruta escurriéndose por los dedos.
En
esta noche de hoy se inclina y cava en el agua. Busca
angustiosamente. Desconoce qué: sólo intuye que lo perdido era
imprescindible. Fuera de ese gran hoyo que su frenesí va formando,
no aparece nada. Una aguda sensación de extrañeza lo embarga,
según parece, ese hoyo es su lugar de arribo.
Tampoco
comprende dónde se acumula el mar que quita. De pronto sus manos se
iluminan, están azules, por momentos también grises, o tan negras
que sólo algún reflejo plateado permite verlas, están doradas, o
violentamente verdes. Si no fuera por este mal presentimiento,
lloraría de emoción ante tanta belleza.
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