Cierto hechicero (que no se
llamaba Chuang-Tzu ni había nunca soñado que era una mariposa) era
célebre por sus sortilegios. Un día, un joven ambicioso acudió a
él y le rogó que le enseñara magia.
—Antes, deberás convencerme
de que eres digno de ser mi aprendiz —le respondió el sabio
taumaturgo, entregándole una maceta con una frondosa planta, en una
de cuyas hojas brillaba bien visible un punto blanco—. Cuida como
de tu propia vida de la oruga que nacerá de este huevo, y de la
mariposa en la que se convertirá, y ya veremos.
El joven retornó a su hogar con
la maceta y la vigiló con fervor. A la semana fue encantado testigo
de la eclosión del huevo en un brillante gusanillo rojo con rayas
verdes, que comenzó inmediatamente a comerse las hojas de la planta.
Durante los siguientes quince
días la oruga comió sin descanso y creció en correspondencia. Por
cuidarla, el joven enflaqueció y en su rostro aparecieron dos
enormes ojeras, pero logró evitar que una mantis y una araña
devoraran al animalejo, así como que varios pájaros la picotearan.
Al decimosexto día, la ya
enorme oruga verdeamarilla se colgó de una de las ramas desnudas de
la planta, envolviéndose en un capullo de seda, y quedó inmóvil.
Cuando la crisálida se rompió,
una mariposa diferente a cualquier especie conocida extendió al aire
sus alas multicolores y de cambiantes motivos. El joven la contempló
arrobado, sintiéndose más cerca que nunca de volver realidad su
ambición de ser mago.
Entonces, para su consternación,
la gran mariposa echó a volar.
Él saltó y la atrapó con sus
manos desnudas. Pero el voluminoso insecto, preso en la jaula de sus
dedos, revoleteaba frenético, así que apretó más su presa…
Y de pronto no hubo más
mariposa, sino únicamente un fino polvillo colorido de sus alas que,
filtrándosele entre los dedos, cayó al suelo, donde compuso letra a
letra esta sentencia:
“Quien crea que cuidar de la
belleza otorga el derecho a privarla de la libertad, solo merece ver
cómo sus ilusiones se vuelven polvo”.
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