miércoles, 29 de junio de 2022

Ajedrez. David Lagmanovich.

Ella movió una pieza y de inmediato se mordió el labio inferior, como lamentando el haber hecho esa jugada. Él lo notó y, además de apreciar lo bonita que estaba su compañera de juego, hizo una movida que no aprovechaba el error de ella y, por el contrario, le daba una oportunidad de repararlo. Ella desconfió de la facilidad que se le ofrecía y movió otra pieza en forma que parecía muy poco meditada. Una vez más, él hizo una jugada inconsecuente, y entonces ella, con una sonrisa malévola, encerró la dama de él y en la siguiente movida la tomó. Él abandonó la partida con un suspiro que quería decir muchas cosas. Ahora estaba seguro de que en el otro juego, aquel que verdaderamente le interesaba, tampoco habría de ganar. 

 

martes, 28 de junio de 2022

Extraña travesía. Araceli Esteves.

Se lo toma con calma. Es terca y nada la detiene. Carga un voluminoso fardo de comida y regresa a su hogar con pasitos cortos y rápidos. Pero ahora el camino le parece mucho más largo que a la ida. No recuerda haber subido la suave colina que culmina en un sorprendente pico escarpado, ni el pequeño foso abierto en la extensa llanura cálida. Le asombran el bosque claro y las laderas húmedas a las que nunca se acercan los rayos del sol. Orilla con tiento y paciencia el profundo precipicio que se abre entre dos montañas. ¡Qué extraña travesía! piensa. No sabe que regresando a su hormiguero, justo a medio camino, se le ha atravesado el cuerpo inmóvil de una mujer desnuda.

Fisuras en el aire, 2013.

lunes, 27 de junio de 2022

Colonia. Philip K. Dick.

El mayor Lawrence Hall se inclinó sobre el microscopio binocular y reguló el enfoque.
—Interesante —murmuró.
—Desde luego. Tres semanas en este planeta y todavía no hemos encontrado una forma de vida nociva. —El teniente Friendly se sentó en el borde de la mesa del laboratorio y apartó los recipientes de cultivos—. ¿Qué clase de lugar es este? No hay gérmenes infecciosos, ni piojos, ni moscas, ni ratas, ni…
—Ni whisky ni barrios de putas —concluyó Hall—. Un lugar extraordinario. Yo creía que encontraríamos algo similar al eberthella typhi de la Tierra o a los bacilos infecciosos de las arenas de Marte.
—Todo el planeta es inofensivo. Me pregunto si este es el Jardín del Edén por el que suspiraban nuestros antepasados.
—Y del que fueron expulsados.
Hall se acercó a la ventana del laboratorio y contempló el exterior. Se vio forzado a admitir que se trataba de un panorama espléndido: bosques y colinas que se extendían hasta perderse de vista, laderas verdes cubiertas de flores y viñedos, cataratas, musgo, árboles frutales, flores por doquier, lagos… Todos los esfuerzos se habían encaminado a preservar intacta la superficie del Planeta Azul… según los planes de la nave exploradora que había aterrizado seis meses antes.
—Un lugar maravilloso —suspiró Hall—. No me importaría regresar de vez en cuando.
—La Tierra sale perdiendo en comparación. —Friendly sacó su paquete de cigarrillos y lo volvió a guardar—. Este lugar me produce un efecto extraño. Ya no fumo, supongo que a causa de su apariencia. Es tan… condenadamente puro. Inmaculado. Soy incapaz de fumar o de tirar papeles al suelo. No me resigno a ser un dominguero.
—Pronto lo invadirán los domingueros —dijo Hall. Volvió hacia el microscopio—. Investigaré otros cultivos, tal vez encuentre gérmenes nocivos.
—Adelante —le invitó el teniente Friendly, bajando de la mesa—. Nos veremos más tarde. Ya me contarás si has tenido suerte. Se prepara una gran reunión en la Sala Uno. Están a punto de conceder permiso a las A. E. para enviar el primer contingente de colonos.
—¡Domingueros!
—Me temo que sí —sonrió Friendly.
La puerta se cerró tras él. Sus botas despertaron ecos en el pasillo. Hall se quedó solo en el laboratorio.
Estuvo sentado un rato, pensando. Luego se inclinó, sacó la anterior muestra y colocó otra nueva en el microscopio para examinarla. El laboratorio estaba tranquilo y era confortable. El sol se derramaba sobre el suelo a través de las ventanas. El viento movía un poco los árboles del exterior. Le entró sueño.
—Sí, los domingueros —gruñó. Ajustó la nueva muestra—. Todos dispuestos a cortar los árboles, arrancar las flores, escupir en los lagos y quemar la hierba sin un simple virus de la gripe para…
Se interrumpió y su voz se quebró…
Se quebró porque los dos oculares del microscopio se habían cerrado de pronto en torno a su tráquea e intentaban estrangularle. Hall se debatió, pero se aferraron con insistencia a su garganta como los cierres de una trampa.
Arrojó el microscopio contra el suelo y se soltó. El microscopio reptó hacia él y le sujetó la pierna. Lo pateó con el pie libre y desenfundó la pistola desintegradora.
El microscopio trató de huir. Hall disparó, y el instrumento desapareció en medio de una nube de partículas metálicas.
—¡Santo Dios! —Se sentó, sin fuerzas, y se secó el sudor de la cara—. Pero ¿qué…? —Se frotó la garganta—. Pero ¿qué demonios…?
En la sala de reuniones no cabía ni un alfiler. Todos los oficiales pertenecientes al sector del Planeta Azul estaban presentes. La comandante Stella Morrison golpeó el gran mapa de control con el extremo de su delgado puntero de plástico.
—Esta zona larga y llana es ideal para edificar la ciudad. Está cercana al agua, y las condiciones climatológicas varían lo suficiente como para que los colonos se quejen. Hay enormes depósitos de varios minerales. Los colonos pueden levantar sus propias fábricas; no les será necesario importar nada. Aquí está el bosque más extenso del planeta. Si tienen sentido común, lo dejarán en paz, pero si desean devastarlo para confeccionar periódicos, no es nuestro problema.
Miró a los silenciosos hombres que llenaban la sala.
—Seamos realistas: algunos de ustedes opinan que no deberíamos dar la conformidad a las Autoridades de Emigración, sino reservar el planeta para nosotros solos. Comparto su parecer, pero eso implica muchos problemas. No es nuestro planeta. Estamos aquí para realizar un trabajo, y cuando el trabajo se acabe nos iremos. Ya está casi terminado, así que lo mejor es olvidarnos. Lo único que queda es dar la señal de autorización y empezar a hacer las maletas.
—¿Hemos recibido los informes del laboratorio respecto a las bacterias? —preguntó el vicealmirante Wood.
—Les dedicamos un especial interés, por supuesto, pero lo último que ha llegado a mis oídos es que no se ha encontrado nada. Creo que podemos continuar adelante y contactar con las A. E., para que envíen una nave que nos devuelva a casa y deposite a los primeros colonizadores. No hay razón para… —Se interrumpió.
Un murmullo recorrió la sala. Todas las cabezas se giraron hacia la puerta.
La comandante Morrison frunció el ceño.
—¡Mayor Hall, permítame recordarle que mientras el consejo se halla reunido no se permiten las interrupciones!
Hall se tambaleaba, aferrado al tirador de la puerta. Escudriñó con ojos inexpresivos la sala de reuniones. Por fin localizó al teniente Friendly, sentado en medio de la sala.
—Ven aquí —pronunció con voz ronca.
—¿Yo? —Friendly pareció encogerse en su silla.
—Mayor, ¿qué significa esto? —inquirió el vicealmirante Wood, irritado—. ¿Está borracho o…? —Observó la pistola desintegradora que Hall blandía—. ¿Algo va mal, mayor?
El teniente Friendly, alarmado, se levantó y tomó a Hall por el brazo.
—¿Qué pasa? ¿Sucede algo?
—Ven al laboratorio.
—¿Has averiguado algo? —El teniente examinó el rostro tenso de su amigo—. ¿Qué es?
—Ven. —Hall se dirigió al pasillo, y Friendly le siguió.
Hall empujó la puerta del laboratorio con cautela.
—¿Qué pasa? —repitió Friendly.
—Mi microscopio.
—¿Tu microscopio? ¿Qué le pasa? —Friendly examinó el laboratorio—. No lo veo.
—Ha desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Cómo?
—Lo desintegré.
—¿Lo desintegraste? —Friendly le miró fijamente—. No lo entiendo. ¿Por qué?
Hall movió la boca, incapaz de emitir sonido alguno.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Friendly, preocupado. Luego se agachó y sacó una caja negra de plástico de una repisa que había debajo de la mesa—. Oye, ¿es una broma?
Sacó el microscopio de Hall de la caja.
—¿Así que lo desintegraste? Pues está aquí, en su sitio habitual. Dime, ¿qué sucede? ¿Viste algo en una de las muestras? ¿Algún tipo de bacteria letal o tóxica?
Hall se acercó al microscopio lentamente. Era el suyo, sin duda alguna. Reconoció la muesca justo encima del regulador del enfoque. Y uno de los sujetadores de las placas estaba doblado. Lo tocó con el dedo.
Cinco minutos antes, ese microscopio había intentado matarle. Y recordaba haberlo destruido, reducido a partículas.
—¿Seguro que no necesitas un test psicológico? —preguntó Friendly—. Parece que has sufrido una especie de trauma, si me permites la opinión.
—Quizá tengas razón —murmuró Hall.
El psiquiatrón zumbó, integró y formalizó. El código lumínico viró de rojo a verde.
—¿Y bien? —inquirió Hall.
—Severa alteración nerviosa. El porcentaje de inestabilidad es superior a diez.
—¿Peligroso?
—Sí. Ocho ya es peligroso, diez es inusitado, especialmente para una persona de sus características, que no sobrepasa el cuatro.
—Lo sé. —Hall asintió con semblante preocupado.
—Si pudiera proporcionarme más datos…
—No puedo decirle nada más. —Hall apretó la mandíbula.
—Es ilegal ocultar información durante un test psicológico —advirtió la máquina—. Si lo hace, falsea de forma deliberada mis resultados.
—No puedo decirle nada más. —Hall se levantó—. ¿Detectó un alto grado de desequilibrio?
—Detecté un alto grado de desorganización psíquica, pero no puedo explicarle lo que significa, o por qué existe.
—Gracias.
Hall desconectó el psiquiatrón. Volvió a sus aposentos. La cabeza le daba vueltas. ¿Estaría chiflado? Sin embargo, había disparado la pistola desintegradora contra algo. A continuación había comprobado la atmósfera del laboratorio, y encontró partículas metálicas en suspensión, especialmente cerca del lugar donde había disparado contra su microscopio.
¿Cómo podía ocurrir algo semejante? ¡Un microscopio que cobraba vida e intentaba matarle!
Por otra parte, Friendly le había mostrado la caja con su contenido intacto. ¿Cómo se había reintegrado a la caja?
Se despojó del uniforme y entró en la ducha. Mientras el agua caliente resbalaba sobre su cuerpo, meditó. El psiquiatrón había demostrado que su mente había sufrido una fuerte impresión, aunque él, íntimamente, la consideraba fruto de la experiencia, no su causa. Casi se lo había contado a Friendly, pero se contuvo. Nadie podría creer una historia semejante.
Cerró el agua y buscó a tientas una toalla.
La toalla se enrolló en torno a su muñeca y le empujó contra la pared. La tela áspera apretó su boca y su nariz. Se debatió con todas sus fuerzas, luchando por liberarse de la presa. La toalla, de súbito, se aflojó. Hall cayó al suelo y su cabeza chocó contra la pared. Parpadearon estrellas ante sus ojos y el pánico le invadió.
Sentado en un charco de agua caliente, Hall miró la percha de las toallas. La toalla que le había atacado estaba inmóvil, como las demás. Tres toallas, exactamente iguales, las tres inmóviles. ¿Lo había soñado?
Se puso en pie, tembloroso, y se frotó la cabeza. Salió de la ducha, procurando no rozar siquiera las toallas, y entró en el dormitorio. Sacó una toalla nueva del armario. Parecía normal. Se secó y empezó a vestirse.
Su cinturón le aferró por la cintura y trató de cortarle la respiración. Era fuerte… reforzado con eslabones metálicos para sostener su pistola y las polainas. Su cinturón parecía una feroz serpiente metálica, que silbaba y le azotaba. Por fin logró aferrar el desintegrador con la mano.
Al instante, el cinturón aflojó su presa. Hall lo desintegró y se dejó caer en una silla, jadeante.
Los brazos de la silla le sujetaron, pero esta vez el desintegrador estaba preparado. Tuvo que disparar seis veces antes de que la silla le soltara y pudiera levantarse de nuevo.
Se quedó de pie, a medio vestir, en el centro de la habitación, respirando con avidez.
—No es posible —susurró—, debo de estar loco.
Al cabo de un rato se puso las polainas y las botas. Salió al vacío pasillo. Entró en el ascensor, y subió al último piso.
La comandante Morrison levantó la vista del escritorio cuando la pantalla protectora registró la entrada de Hall con un pitido.
—Vas armado —le acusó la comandante.
Hall miró el desintegrador que llevaba en la mano y lo dejó sobre el escritorio.
—Lo siento.
—¿Qué quieres? ¿Qué te pasa? He recibido un informe del psiquiatrón. Dice que desde hace veinticuatro horas presentas un porcentaje de diez. —Le examinó atentamente—. Hace mucho tiempo que nos conocemos, Lawrence. ¿Qué te pasa?
—Stella, esta mañana mi microscopio intentó asesinarme.
—¿Qué? —Sus ojos azules se abrieron de par en par.
—Luego, cuando salía de la ducha, una toalla trató de ahogarme. Me libré de ella, pero mientras me vestía, mi cinturón… —Se interrumpió.
La comandante se había puesto en pie.
—¡Guardias!
—Espera, Stella —Hall le cortó el paso—, escúchame, esto va en serio. No estoy loco. He estado a punto de morir asesinado por objetos cuatro veces, objetos normales convertidos en armas mortíferas. Tal vez sea esto…
—¿Tu microscopio intentó asesinarte?
—Cobró vida. Me apretó la garganta.
Siguió un largo silencio.
—¿Hubo algún testigo?
—No.
—¿Qué hiciste?
—Lo desintegré.
—¿Quedaron restos?
—No —admitió Hall a regañadientes—. De hecho, el microscopio parece estar intacto, como antes, en su caja.
—Entiendo. —La comandante hizo una señal a los dos guardias que habían acudido a su llamada—. Lleven al mayor Hall ante el capitán Taylor y arréstenlo hasta que sea enviado a la Tierra para que lo examinen.
Contempló tranquilamente cómo los guardias sujetaban los brazos de Hall con esposas magnéticas.
—Lo siento, mayor —dijo—, hasta que no aporte pruebas de su relato hemos de suponer que se trata de una proyección psicótica, y no contamos con bastante policía para permitir que anden sueltos psicópatas. Podría causarnos muchos problemas.
Los guardias le llevaron hacia la puerta sin que Hall elevara la menor protesta. La cabeza le daba vueltas. Quizás ella tuviera razón, quizás estaba loco.
Se detuvieron ante las dependencias del capitán Taylor. Uno de los soldados tocó el timbre.
—¿Quién es? —preguntó la puerta robot con un chirrido.
—La comandante Morrison ordena que este hombre sea puesto bajo la custodia del capitán Taylor.
Después de una pausa se oyó:
—El capitán está ocupado.
—Es una emergencia.
Los relés del robot cliquetearon mientras ponía en orden sus ideas.
—¿Lo ordenó la comandante?
—Sí. Abra.
—Pueden entrar —se resignó el robot.
La puerta se abrió.
El guardia pisó el umbral y se quedó paralizado.
El capitán Taylor yacía en el suelo con la cara azulada y los ojos a punto de saltarle de las órbitas. Lo único visible eran los pies y la cabeza. Una alfombra roja y blanca enrollada a su alrededor le estaba estrangulando.
Hall se lanzó al suelo y tiró de la alfombra.
—¡Rápido! —aulló—. ¡Cójanla!
Los tres estiraron, pero la alfombra resistió.
—¡Socorro! —gritó débilmente Taylor.
—¡Ya vamos! Después de muchos esfuerzos lograron que la alfombra soltara a su víctima. Se arrastró enseguida hacia la puerta. Uno de los soldados la desintegró.
Hall corrió hacia el videófono y tecleó el número de emergencia de la comandante.
Su rostro apareció en la pantalla.
—¡Mira esto! —le espetó Hall.
Ella contempló a Taylor estirado en el suelo y a los dos guardias arrodillados junto a él, con los desintegradores preparados.
—¿Qué… qué ha ocurrido?
—Una alfombra le atacó. —Hall rio sin ganas—. Dime, ¿quién es el loco?
—Enviaremos más guardias ahora mismo. Pero ¿cómo…?
—Diles que tengan sus desintegradores preparados, y ordena una alarma general.
Hall esparció cuatro objetos sobre el escritorio de la comandante Morrison: un microscopio, una toalla, un cinturón de metal y una alfombra rojiblanca.
Ella se apartó, nerviosa.
—Mayor, ¿está seguro de…?
—Ahora son normales, cierto, y esto es lo más extraño. Esta toalla intentó matarme hace unas horas. Tuve que desintegrarla. Sin embargo, aquí está otra vez, igual que antes. Intacta.
El capitán Taylor señaló con el dedo la alfombra roja y blanca.
—Esa es mi alfombra. La traje de la Tierra. Me la regaló mi mujer. Yo… no albergaba la menor sospecha.
Los tres se miraron entre sí.
—También desintegramos la alfombra —indicó Hall.
Se hizo el silencio.
—Si no fue esta alfombra —preguntó el capitán Taylor—, ¿qué me atacó?
—Parecía esta alfombra —respondió lentamente Hall—; y lo que me atacó a mí se parecía a esta toalla.
La comandante Morrison alzó la toalla a la luz.
—¡Es una toalla vulgar! No pudo atacarle.
—Claro que no —concedió Hall—. Hemos examinado estos objetos de todas las maneras posibles. Son lo que ya pensábamos, objetos inalterables, objetos inorgánicos perfectamente estables. Es imposible que alguno cobrara vida y nos atacara.
—Pero algo lo hizo —dijo Taylor—, algo me atacó. Si no fue esta alfombra, ¿qué fue?
El teniente Dodds registró el armario en busca de sus guantes. Tenía mucha prisa. Toda su unidad había sido llamada a una reunión de emergencia.
—¿Dónde los…? —murmuró—. ¡Demonios!
Sobre la cama había dos pares de guantes idénticos, uno al lado del otro.
Dodds frunció el ceño y se rascó la cabeza. ¿Cómo era posible? Solo tenía un par. El otro debía de pertenecer a algún compañero. Bob Wesley había estado anoche jugando a las cartas con él. Quizá se los había olvidado.
La pantalla del videófono centelleó de nuevo.
—Todo el personal ha de presentarse cuanto antes. Todo el personal ha de presentarse cuanto antes. Reunión de emergencia de todo el personal.
—¡Vale! —masculló Dodds—. Cogió el par de guantes y empezó a ponérselos.
En cuanto estuvieron colocados, los guantes arrastraron sus manos hacia la cintura. Cerraron sus dedos en torno a la culata de la pistola y la sacaron de la funda.
—Dios mío —dijo Dodds.
Los guantes alzaron la pistola y apuntaron a su pecho.
Un dedo apretó el gatillo. Se produjo un estruendo. La mitad del pecho de Dodds quedó desintegrado. Sus restos se desplomaron sobre el suelo, con la boca todavía entreabierta de asombro.
El cabo Tenner corrió hacia el edificio principal nada más oír la sirena de alarma.
A la entrada del edificio se detuvo para sacarse sus botas de suela metálica. Luego arqueó una ceja: frente a la puerta había dos felpudos de seguridad en lugar de uno.
Bien, carecía de importancia. Ambos eran iguales. Se paró sobre uno de los felpudos y aguardó. La superficie del felpudo envió un flujo de corriente de alta frecuencia hacia sus pies y piernas que eliminó todo tipo de esporas y bacterias que hubiera podido recoger durante su estancia en el exterior.
Entró en el edificio.
Un momento después, el teniente Fulton llegó corriendo a la puerta. Se desprendió rápidamente de sus botas de escalar y se paró sobre el primer felpudo que vio.
El felpudo se enrolló en torno a sus pies.
—¡Caray! —gritó Fulton—. ¡Déjame en paz!
Trató de liberar los pies, pero el felpudo se negó a soltar su presa. Fulton empezó a alarmarse. Desenfundó la pistola, pero no se atrevió a disparar sobre sus propios pies.
—¡Socorro! —aulló.
Dos soldados acudieron a ayudarle.
—¿Qué ocurre, teniente?
—Sacadme esta maldita cosa.
Los soldados se pusieron a reír.
—No es una broma —dijo Fulton con el rostro blanco como la nieve—. ¡Me está rompiendo el pie! ¡Me…!
Empezó a chillar. Los soldados agarraron el felpudo con desesperación. Fulton, sin dejar de chillar, rodó por el suelo, debatiéndose. Los soldados consiguieron soltar una esquina del felpudo.
Los pies de Fulton habían desaparecido. Solo quedaban los huesos, medio desintegrados.
—Ya lo sabemos —dijo Hall con semblante grave—. Es una forma de vida orgánica.
La comandante Morrison se volvió hacia el cabo Tenner.
—¿Vio dos felpudos cuando llegó al edificio?
—Sí, comandante, dos. Me paré sobre… uno de ellos, y entré.
—Tuvo mucha suerte. Pisó el auténtico.
—Hemos de ser precavidos —advirtió Hall—. Hemos de detectar los duplicados. Eso, sea lo que fuere, duplica los objetos que encuentra, como un camaleón: camuflaje.
—Dos —murmuró Stella Morrison mientras contemplaba los dos jarrones de flores que adornaban su escritorio—. Será muy difícil averiguarlo. Dos toallas, dos jarrones, dos sillas… Muchas cosas serán auténticas, pero siempre habrá una falsa.
—Ese es el problema. No advertí nada extraño en el laboratorio. Un microscopio no tiene nada de raro.
La comandante se apartó de los dos jarrones de flores idénticos.
—¿Y esos? Quizás uno sea… lo que sea.
—Hay muchas cosas duplicadas, pares naturales. Botas, vestidos, muebles… No me di cuenta de que había una silla de más en mi habitación. Todo tipo de objetos… Será imposible sentirse seguro. Y, a veces…
La pantalla del videófono se iluminó. Se materializaron las facciones del vicealmirante Wood.
—Stella, otro caso.
—¿Quién ha sido ahora?
—Un oficial desintegrado. Solo quedan unos botones y su pistola… El teniente Dodds.
—Y van tres —dijo la comandante Morrison.
—Si es orgánico, debe haber una forma de destruirlo —murmuró Hall—. Ya hemos destruido unos cuantos, en apariencia, al menos. ¡Podemos matarlos! Sin embargo, no sabemos cuántos andan sueltos. Hemos destruido cinco o seis. Quizá se trate de una sustancia que se reproduce infinitamente, algún tipo de protoplasma…
—¿Y entretanto…?
—Entretanto estamos a su merced. Ya hemos encontrado la forma de vida letal que buscábamos. Eso explica por qué no hallamos otras. Nada puede competir con esta. En la Tierra contamos con formas de vida que adoptan otras apariencias: plantas, insectos… Sin contar las babosas enroscadas de Marte, por supuesto, pero nunca habíamos encontrado nada parecido.
—Si, como afirmas, podemos matarlo, aún nos queda alguna oportunidad.
—Si lo encontramos.
Hall examinó la sala. Dos capas colgaban de la puerta. ¿Eran dos un momento antes? Se frotó la frente con aire de preocupación.
—Intentaremos encontrar algún tipo de veneno o de agente corrosivo, algo que los destruya por completo. No podemos sentarnos a esperar que nos ataque. Necesitamos algo similar a un pulverizador; así liquidamos a las babosas enroscadas.
La comandante miró más allá de Hall, rígida.
—¿Qué sucede?
—Nunca vi dos portafolios en aquel rincón. Solo había uno antes…, me parece. —Agitó la cabeza, confusa—. ¿Cómo los distinguiremos? Este asunto me saca de quicio.
—Necesitas un trago.
—Buena idea —sonrió ella—. Pero…
—Pero ¿qué?
—No quiero tocar nada. No hay manera de saber la verdad. —Señaló con el dedo la pistola desintegradora que colgaba de su cinturón—. Tengo ganas de dispararla contra todo.
—Reacción de pánico. Nos van cazando uno a uno.
El capitán Unger oyó la llamada de emergencia por los auriculares. Dejó de trabajar al instante, cargó con las muestras que había recogido y se precipitó hacia su vehículo.
Estaba aparcado más cerca de lo que recordaba. Se detuvo, estupefacto. Ahí le aguardaba el pequeño coche en forma de cono, con las ruedas firmemente plantadas en el suave terreno y la puerta abierta.
Unger se montó, cuidando de no tirar las muestras. Abrió el compartimento de carga y depositó sus tesoros. Luego se deslizó hasta la parte frontal y se situó frente a los controles.
Giró el conmutador, pero el motor no respondió, algo inusual. Mientras lo pensaba, reparó en algo que le produjo un escalofrío.
A pocos metros, entre los árboles, había un vehículo exactamente igual. Y era en ese lugar donde recordaba haber aparcado el coche. Se había equivocado de vehículo. Este debía de pertenecer a otro compañero que había venido a recoger muestras.
La puerta se cerró sobre él y el asiento rodeó su cabeza. El tablero de instrumentos se convirtió en plástico y se derritió. Jadeó, en busca de aire…, se ahogaba. Luchó por salir afuera, agitó las manos y se retorció. Una burbujeante y fluida humedad, caliente como la carne, se cerró en torno suyo.
El vehículo se convertía en líquido que cubría su cabeza y su cuerpo. Intentó liberar sus manos sin conseguirlo.
Y entonces le invadió el miedo. Se disolvía. Averiguó inmediatamente de qué líquido se trataba.
Ácido. Ácido digestivo. Estaba en un estómago.
—¡No mires! —gritó Gail Thomas.
—¿Por qué? —El cabo Hendricks nadó hacia ella con una sonrisa maliciosa—. ¿Por qué no puedo mirar?
—Porque voy a salir.
Los rayos del sol se derramaban sobre el lago, bailaban y centelleaban en el agua. Enormes árboles cubiertos de musgo circundaban la orilla, grandes y silenciosas columnas que descollaban entre los arbustos y las enredaderas.
Gail trepó a la orilla, se sacudió el agua y se apartó el pelo de los ojos. El bosque estaba silencioso. El único sonido provenía del movimiento de las olas. Se hallaban muy lejos del campamento.
—¿Puedo mirar? —preguntó Hendricks, que nadaba en círculos con los ojos cerrados.
—Todavía no.
Gail se internó entre los árboles hasta llegar al lugar donde había dejado el uniforme. El calor del sol acariciaba su cuerpo desnudo. Se sentó en la hierba y acercó la túnica y las polainas.
Limpió de hojas y cortezas la túnica y la pasó sobre su cabeza.
El cabo Hendricks esperaba pacientemente en el agua, nadando en círculos. Pasaba el tiempo y no se oía el menor sonido. Abrió los ojos y no vio a Gail por ninguna parte.
—¡Gail! —llamó.
Todo continuó en silencio.
—¡Gail!
No hubo respuesta.
El cabo Hendricks nadó con energía hacia la orilla y salió del agua. Tomó de un salto su uniforme, amontonado al borde del agua. Desenfundó el desintegrador.
—¡Gail!
El bosque estaba silencioso. No se oía ningún sonido. Se puso en pie y paseó la mirada a su alrededor, inquieto. A pesar del cálido sol, un estremecimiento de frío le recorrió de pies a cabeza.
—¡Gail! ¡GAIL!
Y la única respuesta que obtuvo fue el silencio.
La comandante Morrison estaba preocupada.
—Hemos de pasar a la acción, no podemos esperar más. De los treinta que éramos al principio, ya hemos perdido diez miembros de la expedición. Un tercio es un porcentaje demasiado elevado.
Hall levantó la vista de la mesa.
—Pese a todo, ya sabemos a qué nos enfrentamos. Es una forma de protoplasma, infinitamente versátil. —Alzó el pulverizador—. Creo que esto nos proporcionará una idea de cuántos existen.
—¿Qué es eso?
—Una mezcla de arsénico e hidrógeno gasificado: arsina.
—¿Y qué vas a hacer con ella?
Hall se colocó el casco. La comandante oyó su voz mediante los auriculares.
—La esparciré por el laboratorio. Creo que es el lugar donde más abundan.
—¿Por qué en el laboratorio?
—Porque ahí almacenamos todas las muestras y encontramos el primero. Creo que llegaron con las muestras, o adoptando la forma de las muestras, y luego se desparramaron por el resto del edificio.
La comandante se puso también el casco. Sus cuatro guardias la imitaron.
—La arsina es mortal para los seres humanos, ¿verdad?
Hall asintió con un gesto.
—Tendremos que ser precavidos. Solo la utilizaremos para una prueba limitada.
Ajustó la corriente de oxígeno que circulaba por el casco.
—¿Qué intentas demostrar? —quiso saber la comandante.
—En caso de que resulte, nos dará una idea del alcance de su extensión. Conoceremos mejor a nuestro enemigo. Es posible que la situación sea mucho más grave de lo que pensamos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella mientras ajustaba su corriente de oxígeno.
—Hay unas cien personas destacadas sobre el Planeta Azul. Si todo sigue como hasta ahora, lo peor que puede suceder es que nos vaya liquidando a todos, uno por uno; pero eso no es nada. Cada día se pierden unidades de cien personas. Es un riesgo que se debe afrontar cuando aterrizas por primera vez en un planeta. De hecho, si lo analizas fríamente, carece de excesiva importancia.
—¿Comparado con qué?
—Si son capaces de dividirse infinitamente, tendremos que pensarlo dos veces antes de marcharnos de aquí. Sería preferible quedarnos e ir cayendo uno por uno a correr el riesgo de introducirlos en nuestro sistema.
—¿Es eso lo que estás tratando de averiguar…, si pueden dividirse infinitamente? —preguntó ella.
—Trato de averiguar contra qué luchamos. Quizá solo haya unos pocos. O tal vez estén por todas partes. —Movió una mano en dirección al laboratorio—. Quizá la mitad de las cosas que hay en esta sala no sean lo que pensamos… Es malo que nos ataquen, pero sería peor que no lo hicieran.
—¿Peor? —se asombró la comandante.
—Su mimetismo, al menos de objetos inorgánicos, es perfecto. Miré por uno de ellos, Stella, cuando imitaba a mi microscopio. Amplió, ajustó y reflejó como cualquier microscopio. Es una forma de mimetismo que sobrepasa todo cuanto hemos imaginado. Se infiltra bajo la superficie, en los mismos elementos del objeto imitado.
—¿Quieres decir que podrían acompañarnos en nuestro viaje a la Tierra, camuflados como vestimentas o instrumentos de laboratorio? —Stella se estremeció.
—Hemos de asumir que son una especie de protoplasma. Esta maleabilidad sugiere una forma original simple… y esta sugiere una fisión binaria. Si es así, no existen límites a su capacidad reproductora. Las propiedades disolventes me hacen pensar en los protozoos unicelulares.
—¿Crees que son inteligentes?
—No lo sé; espero que no. —Hall levantó el pulverizador—. En cualquier caso, esto nos dará cuenta de su alcance y, hasta cierto punto, corroborará mi teoría de que son lo bastante básicos como para reproducirse por simple división… la peor posibilidad, desde nuestro punto de vista… Allá vamos.
Aferró el pulverizador, apretó el gatillo y roció lentamente el laboratorio. La comandante y los cuatro guardias permanecían en silencio detrás de él. Nada se movió. El sol penetraba a través de las ventanas y se reflejaba en las mesas y en los instrumentos.
Al cabo de un momento soltó el gatillo.
—No veo nada —comentó la comandante Morrison—. ¿Estás seguro de que ha servido de algo?
—La arsina es incolora, pero no te quites el casco. Es mortal. Y no te muevas.
Siguieron a la espera.
No ocurrió nada durante un rato, hasta que…
—¡Santo cielo! —exclamó la comandante Morrison.
Una vitrina osciló de súbito al otro lado del laboratorio. Empezó a derretirse. Perdió su forma por completo, hasta convertirse en una masa de jalea homogénea que se desparramó sobre el suelo.
—¡Allí!
Un mechero Bunsen se fundió junto a la vitrina fluctuante. Toda clase de objetos en el laboratorio se pusieron en movimiento. Una gran retorta de vidrio se licuó y se convirtió en una temblorosa burbuja. Una fila de tubos, una estantería llena de envases…
—¡Cuidado! —gritó Hall, al tiempo que saltaba hacia atrás.
Una campana de cristal se estrelló frente a él con un sonido pastoso. Era una enorme célula. Distinguió claramente el núcleo, la pared interna y las vacuolas suspendidas en el citoplasma.
Ahora todo manaba: pipetas, tenazas, un mortero… La mitad de los instrumentos de la sala estaban en movimiento. Habían imitado casi todo lo que se podía imitar. Cada microscopio tenía su réplica, así como cada tubo, campana, botella, frasco…
Uno de los guardias desenfundó su desintegrador. Hall se lo hizo bajar.
—¡No dispare! La arsina es inflamable. Salgamos de aquí. Ya sabemos lo que queríamos saber.
Abrieron la puerta del laboratorio y corrieron pasillo adelante. Hall cerró la puerta con todo cuidado.
—¿Es grave? —preguntó la comandante Morrison.
—No nos queda la menor posibilidad. La arsina los distrajo, incluso es posible que una cantidad suficiente los matara, pero no tenemos bastante. Aunque inundáramos el planeta no podríamos utilizar nuestros desintegradores.
—¿Y si nos vamos del planeta?
—No podemos arriesgarnos a esparcirlos por el sistema.
—Y si nos quedamos seremos absorbidos, disueltos, uno por uno —protestó la comandante.
—Podríamos pedir más arsina, u otra sustancia que los destruyera, pero destruiríamos de paso toda la vida del planeta. No quedaría gran cosa.
—¡Habrá que destruir toda la vida! Si no hay otra solución, reduciremos el planeta a cenizas. Es mejor aniquilarlos, aunque aniquilemos todo un planeta.
Ambos se miraron entre sí.
—Voy a dar la alarma por el sistema de comunicaciones para evacuar a la unidad… lo que queda de ella, al menos. Esa pobre chica del lago… —Se encogió de hombros—. Cuando todos se hayan marchado, decidiremos el mejor método de purificar el planeta.
—¿Correrás el riesgo de transportar alguno a la Tierra?
—¿Pueden imitarnos? ¿Pueden imitar seres vivos? ¿Formas de vida superiores?
Hall reflexionó unos momentos.
—Parece que no. Solo objetos inorgánicos.
La comandante sonrió tristemente.
—Entonces regresaremos sin objetos inorgánicos.
—¿Y nuestros vestidos? Pueden imitar guantes, cinturones, botas…
—Dejaremos nuestros vestidos. Volveremos sin nada. Y cuando digo sin nada, quiero decir sin nada.
—Entiendo. —Hall se mordió los labios y consideró la idea—. Quizá funcione. ¿Podrás convencer al personal de que… de que abandone sus cosas? ¿Todas sus pertenencias?
—Si eso significa salvar sus vidas, se lo ordenaré.
—Entonces, quizá consigamos salvarnos.
El crucero más cercano con capacidad suficiente para albergar a los miembros supervivientes de la unidad se encontraba a dos horas de distancia, y navegaba en dirección a la Tierra.
La comandante Morrison levantó los ojos del videófono.
—Quieren saber lo que ha fallado.
—Déjame hablar. —Hall se sentó ante la pantalla y contempló las marcadas facciones y los galones de oro del capitán del crucero—. Soy el mayor Lawrence Hall, de la División de Investigaciones de esta unidad.
—Capitán Daniel Davis. ¿Tienen algún problema, mayor? —preguntó con expresión inescrutable.
Hall se humedeció los labios.
—Prefiero guardarme los detalles hasta que nos encontremos a bordo, si no le importa.
—¿Por qué?
—Capitán, pensará que estamos locos, pero lo discutiremos en profundidad cuando estemos a bordo —vaciló—. Vamos a subir desnudos.
—¿Desnudos? —El capitán arqueó una ceja.
—Exacto.
—Entiendo —dijo, aunque, obviamente, no era así.
—¿Cuándo llegarán?
—Dentro de dos horas, más o menos.
—Es la una, según nuestro horario. ¿Llegarán a las tres?
—Aproximadamente —asintió el capitán.
—Les esperaremos. No permita que salga ninguno de sus hombres y abra una escotilla. Subiremos sin ningún tipo de pertrechos. En cuanto nos haya rescatado, ordene que la nave zarpe.
Stella Morrison se acercó a la pantalla.
—Capitán, ¿sería posible que… sus hombres se…?
—Aterrizaremos por control automático —le aseguró Davis—. Ningún hombre estará en el puente. Nadie les verá.
—Gracias —murmuró ella.
—De nada. Nos veremos dentro de dos horas, comandante.
—Que todo el mundo salga a la pista —dijo la comandante Morrison—. Será mejor que se desnuden aquí para que ningún objeto entre en contacto con la nave.
Hall la miró a los ojos.
—¿No vale la pena, si con ello salvamos nuestras vidas?
El teniente Friendly se mordió los labios.
—Yo no lo haré; me quedaré aquí.
—Has de venir.
—Pero, mayor…
Hall consultó su reloj.
—Son las tres menos diez. La nave llegará en cualquier momento. Sácate la ropa y ve a la pista.
—¿No puedo llevarme nada?
—Nada, ni tu pistola… Nos darán ropas en la nave. ¡Vamos! Tu vida depende de esto. Todo el mundo está haciendo lo mismo.
Friendly se desabrochó la camisa de mala gana.
—Bueno, creo que me estoy portando como un idiota.
El videófono zumbó y la voz aguda de un robot anunció:
—¡Que todo el mundo abandone los edificios! ¡Salgan a la pista cuanto antes y abandonen los edificios! ¡Que todo el mundo abandone los edificios! ¡Salgan…!
—¿Tan pronto? —Hall corrió a la ventana y levantó la persiana metálica—. No lo he oído aterrizar.
Un largo crucero gris, con el casco mellado y erosionado por el impacto de los meteoritos, estaba aparcado en el centro de la pista de aterrizaje, inmóvil, sin que se distinguieran signos de vida.
Un grupo de gente desnuda atravesaba la pista hacia la nave, parpadeando a causa del brillante sol.
—¡Ya está aquí! —Hall empezó a sacarse la camisa—. ¡Vámonos!
—¡Espérame!
—Pues date prisa.
Hall terminó de desnudarse, y los dos hombres salieron corriendo al pasillo. Guardias sin ropas les rebasaron. Se precipitaron hacia la puerta del edificio, bajaron la escalera a toda velocidad y desembocaron en la pista. Sintieron la punzada del cálido sol sobre la piel. Hombres y mujeres desnudos surgían en silencio de todos los edificios y se dirigían a la nave.
—¡Vaya espectáculo! —comentó un oficial—. Nunca podremos olvidarlo.
—Al menos, vivirás para contarlo —replicó otro.
—¡Lawrence!
Hall dio media vuelta.
—No te vuelvas, por favor, sigue andando. Iré detrás de ti.
—¿Cómo te sientes, Stella?
—Rara.
—¿No crees que vale la pena?
—Supongo que sí.
—¿Piensas que alguien nos creerá?
—Lo dudo; hasta yo empiezo a tener mis dudas.
—De todos modos, regresaremos sanos y salvos.
—Eso espero.
Hall contempló la rampa que habían bajado desde la nave. Los primeros en subirla ya penetraban en la nave a través de la puerta circular.
—Lawrence…
Un temblor peculiar aleteaba en la voz de la comandante.
—Lawrence, yo…
—¿Qué?
—Estoy asustada.
—¿Asustada? —Se detuvo—. ¿Por qué?
—No lo sé —se estremeció ella.
La gente se empujaba continuamente.
—Olvídalo, son reminiscencias de tu infancia. —Puso el pie en el extremo de la rampa—. Allá vamos.
—¡Quiero volver! —Había pánico en su voz—. Voy a…
—Ya es demasiado tarde, Stella —rio Hall. Subió por la rampa, ayudándose con el pasamanos. Los hombres y mujeres que venían detrás les empujaban hacia arriba. Llegaron ante la puerta—. Ya estamos aquí.
Los hombres que había frente a él desaparecieron.
Hall les siguió al oscuro interior de la nave, a la silenciosa negrura que les esperaba, la comandante le siguió.

A las tres en punto el capitán Daniel Davis posó la nave en el centro de la pista. La puerta se abrió con un chasquido. Davis y los demás oficiales esperaron en el puente de mando, sentados alrededor de la mesa de control.
—Bien —dijo el capitán al cabo de un rato—. ¿Dónde están?
Los oficiales se mostraron inquietos.
—Quizás algo va mal.
—¿Y si todo era una broma?
Esperaron y esperaron.
Pero nadie llegó.

domingo, 26 de junio de 2022

Voy a quedarme ciego. Carlos Casares.

Le pregunté a mamá: «¿Voy a quedarme ciego?». Me respondió: «No». Pero no le creo. Hoy por la mañana, cuando me llevaron para el corredor del patio, al sentir el sol sobre la piel, pensé: «A ver». Metí este dedo por la esquina de un ojo, levantando la venda por ver si veía algo, pero no vi nada. Ni siquiera una poca de claridad. Nada. Yo ya tenía la cosa medio tragada, pues por Santa Lucía mi mamá me llevó a Paredes de ofrecido. Aunque me quisieron engañar, bien se veía que la peregrinación era por mí, porque no me dejaban jugar ni cantar. En cambio, mi hermana iba jugando por el camino, cogiendo digitales y hablando con la gente. Y yo callado y mi mamá diciéndome: «Rézale una salve a la santa». Y yo rezando sin ganas porque el sol calentaba y el camino era largo y malo. Yo me acuerdo de cuando llevaron a la niña a la ermita de San Benito, que tampoco la dejaban en paz y la obligaban a rezar como me obligaban a mí ahora. Ella quería jugar conmigo, pero no la dejaban. En cambio, yo hacía lo que quería y nadie me reñía. Y también se ve que hoy en la casa hago lo que quiero y mi mamá no me dice nada y siempre me pregunta: «¿Quieres un poco de miel, querido? ¿Quieres un poco de vino con azúcar? He de comprarte pan blanco en la ciudad». Ya se ve que me voy a quedar ciego. Ayer me riñeron porque dije que a Camilo ya no le quiero por haberme tirado las piedras, pero solo me riñeron ayer. Y mi mamá, siempre que habla de Camilo, dice que es bueno y que no lo hizo adrede, que eso le pasa a cualquiera. Mi mamá habla así porque sabe que me quedo ciego y para que no le guarde rencor a Camilo para toda la vida. Ahora voy a ser como Nicolás, que anda con un bastón de la casa para la era o de la casa para la iglesia. Y de ahí no sale. Y mi papá se ve que anda triste porque habla poco y anteayer, cuando me quedé dormido a la hora de comer, me despertó y me dijo: «¿Dormiste de noche?». Le respondí que sí, pero no era cierto. Llevo más de una semana sin pegar ojo. Cuando me meto en la cama me entra una pena negra en el corazón y se me pone toda la sangre llena de hormigas y me acurruco muy abajo y me tapo la cabeza y rezo. Pero al rezar no se me pasa. Y sigo rezando para dormir, pero debo ser muy malo, que ya tengo tragado para mí que lo de la ceguera debe ser un castigo por mis pecados. Ahora no, pero antes mi mamá ya me decía: «Eres un pecador y has de ir al infierno». Y bien se ve que voy a ir, porque rezo y Dios no me hace caso y no duermo... El verano que viene tengo que volver a Santa Lucía de ofrecido y sin ganas de jugar ni de estallar los digitales. Y si hace sol, aguanto, que así también hago penitencia por mis pecados. En este momento hace sol. Meto el dedo por aquí, por una esquinita, y no veo nada. Me llama mi mamá: «¿Ramón!». Yo le respondo: «¡Mande usted!». Entonces ella me pregunta: «¿Estás bien?». Y yo le respondo de nuevo: «Sí, estoy muy bien». Y ella vuelve a preguntar: «¿Necesitas algo?». El sol debió meterse detrás del monte del Picouto. Ya no calienta. Dentro de poco vendrá la noche. Después cenaremos y luego iremos todos a dormir. Solo de pensarlo se me llena la sangre de agujas y una pena grande y negrísima se me mete dentro del corazón. 

Narrativa breve completa. Carlos Casares, 2012.
 

sábado, 25 de junio de 2022

El fantasma. Jordi Masó Rahola.

No es fácil verlo. Puede ocurrir que, durante una siesta imprevista, te despierte el peso de una mirada que te observa, pero en el momento de restregarte los párpados, la aparición ya se ha desvanecido. O mientras te cepillas los dientes, sorprendes en el espejo una sombra que se escabulle por el pasillo, silenciosamente. O la cristalera que se abre al jardín refleja una imagen, que desaparece cuando das media vuelta. "¿Lo viste?", preguntas a Silvia. Ella te interroga con la mirada, alzando los ojos de la revista que ojea. "Nada" te apresuras a decir, porque no quieres asustarla y tienes que fingir que no crees en espectros, aunque desde que os instalasteis en la casa te visita a menudo aquella presencia huidiza.
En la inmobiliaria ya os advirtieron de que el edificio, restaurado a conciencia, era centenario. ¡Pero no mencionaron que rondaba una alma en pena! De las breves apariciones, has ido componiendo una imagen fragmentada -como las teselas de un mosaico- pero cada día más completa: dirías que es alto y bronceado, y esto en principio te desconcierta, porque la tradición los tiende a presentar decrépitos y pálidos; siempre se viste con elegancia que creías reservada a los mortales, e incluso se permite la excentridad de llevar sombrero; se mueve con discreción pero con aplomo, y cuando se sabe descubierto prefiere marcharse con unas largas y dignas zancadas antes que escapar a la carrera.
No es que te asuste, pero te molesta intuir que deambula como si estuviera en su casa, insolente. Y te lo imaginas fisgando en tus cosas, interfiriendo en los momentos de intimidad con Silvia, vigilándote. "Esto no puede seguir así", piensas.
Una tarde, sales del trabajo temprano, y cuando llegas a casa encuentras en el perchero del recibidor un sombrero familiar. Lo palpas esperando que los dedos lo traspasen, pero el sombrero es de una solidez incuestionable, como también lo es el cuerpo sudoroso que en el dormitorio se agita sobre Silvia.

jueves, 23 de junio de 2022

Transparencia. María Rosa Lojo.

Todos los atardeceres la mujer se sienta en el patio de la casa. Si alguien la acompañara vería cómo su cuerpo se vuelve transparente al compás de la sombra. Primero surge un mapa encendido de venas y de vísceras, luego, más abajo, una población de huesos huecos por donde el viento corre como un golpe de música.
La mujer sonríe y levanta un brazo en la noche incipiente. Unos minutos más y se apagará el resplandor del hueso iluminado por canciones remotas y ocultará la piel el color de la sangre.
Cuando todo concluye, ella guarda la silla bajo el alero y vuelve a la cocina, llevándose el secreto de la transparencia del mundo.


 

domingo, 19 de junio de 2022

Berenice. Edgar Allan Poe.

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas. «Decíanme los amigos que encontraría algún alivio a mi dolor visitando la tumba de la amada».
-Ebn Zaiat

 

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, (El Hijo de Dios murió; es increíble que sea una tontería: resucitó y fue sepultado; es seguro que es imposible), ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.
La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

sábado, 18 de junio de 2022

Excesos. Mauricio Wacquez.

Para Bernadette y Claude Faragg.


Antes, ayer, yo amaba a Irene. Hasta ayer en que ella se fue, yo la amé locamente.
Ahora, que trato que la línea del párpado no se corra, dibujarla como siempre vi que ella la dibujaba, un ojo ya terminado, el otro sin embargo que sospecho quedará un poco distinto, más oscuro, con la sombra menos violeta, tirando al malva (¡lo que es la inexperiencia!), la raya menos dócil y ondulada y sobre todo de otro color -me estiro el ojo con el índice de la mano izquierda mientras la otra mano tiembla repasando el borde donde están plantadas las pestañas- sin saber por qué, ya que he utilizado el mismo lápiz para uno y otro ojo; que parece que este arreglito va a resultar un desastre, parado como estoy sobre el piso mojado del baño y que sus pantuflas de raso me oprimen salvaje los pies, equilibrándome entre resbalones pues me tengo que inclinar hacia el espejo donde la luz es más fuerte y todo para que este ojo quede en lo posible igual al otro, lo que dudo; que siento que el calor de la ampolleta funde la crema base haciéndola gotear por la frente y las mejillas como excesivo sudor que amenaza también con inundar y echar por tierra el paciente trabajo de los ojos; que me doy cuenta que antes debí ponerme pancake y los polvos ya que de este modo la piel estaría ahora seca y no chorreando esta especie de esperma: la siento correr silenciosa por el cuello y es por esto que me quedo quieto, para no arruinarme el vestido: las manchas de grasa se impregnan para siempre en la muselina blanca; que advierto, de una ojeada, que las uñas me quedaron ásperas e irregulares y -lo más terrible- que no tienen el mismo tono que ella usaba; que no sé cuándo voy a terminar de darle al ojo ese aspecto ensoñado que ella conseguía cada vez que en el pasillo me decía estoy lista; que, eso sí, recuerdo que en la misma comisura del párpado la línea subía hacia la órbita, debilitándose, terminando en punta con una colita; que, también debo apurarme porque debe faltar poco para que él llegue, tengo que ir a sentarme a la sala, encender la tele, repetir los movimientos que acompañaron nuestras últimas veladas lentas y silenciosas; que aún me falta ponerme zapatos y todo por este ojo, que, mierda, no va a quedar nunca igual al otro y parece que será mejor dejarlo así; ahora, soy Irene.


Quiberville, La Cigogne, octubre 1968.

Excesos, 1971.  

viernes, 17 de junio de 2022

Eva y Lilith. Gilda Manso.

-No, yo no vengo de ningún hombre -contestó Lilith, un poco sorprendida. 
Eva la miró de pies a cabeza y le creyó. Eva sonrió sólo con la boca. Ya hablaría con Adán. Qué hijo de puta.

Imagen: Adán y Eva en el Paraíso terrenal, de Tiziano.

jueves, 16 de junio de 2022

El unicornio. Ítalo Morales.

El caballo, al mirarse en el espejo, decidió averiguar en qué momento la yegua le fue (parcialmente) infiel.

El aullar de las hormigas, 2007.
 

miércoles, 15 de junio de 2022

El indulto. Emilia Pardo Bazán.

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.
Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.
Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo, tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.
¡Veinte años de cadena! En veinte años –pensaba ella para sus adentros–, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía.
La hipótesis de la muerte natural no la asustaba, pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, «se volviese de mejor idea». Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:
–¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro…
Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.
En fin: veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces, figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no le devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.
¡Singular enlace el de los acontecimientos!
No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuenta a una pobre asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:
–Mi madre… ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!
El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor modo que sabían. ¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que llegar y matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia y serenos; se podía acudir a los celadores, al alcalde…
–¡Qué alcalde! –decía ella con hosca mirada y apagado acento.
–O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley…
Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le «metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.
Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!
–¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran! –clamaba indignado el coro–. ¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?
–Dice que nos podemos separar… después de una cosa que le llaman divorcio.
–¿Y qué es divorcio, mujer?
–Un pleito muy largo.
Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.
–Y para eso –añadió la asistenta– tenía yo que probar antes que mi marido me daba mal trato.
–¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?
–Pero como nadie lo oyó… Dice el abogado que se quieren pruebas claras…
Se armó una especie de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.
Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole como la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.
Fregaba la asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y descogiendo las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿por qué le había de coger el indulto a su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo; ¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía a presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pie del catre.
Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah! Si habían de matarla, mejor era dejarse morir!
Solo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.
–Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?
Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.
¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.
–Pero ¿de veras murió? –preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.
–Sí, mujer…
–Yo lo oí en el mercado…
–Yo, en la tienda…,
–¿A ti quién te lo dijo?
–A mí, mi marido.
–¿Y a tu marido?
–El asistente del capitán.
–¿Y al asistente?
–Su amo…
Aquí ya la autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza y por primera vez se tiñeron sus mejillas de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban a sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había «quedado cortada», es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido que a la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.
Aquella noche, Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de párvulos, y le compró rosquillas de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.
Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.
Era él. Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que, aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló.
–¡Mal contabas conmigo ahora! –murmuró con acento ronco, pero tranquilo.
Y al sonido de aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta.
El hombre se interpuso.
–¡Eh…, chst! ¿Adónde vamos, patrona? –silabeó con su ironía de presidiario–. ¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!
Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente: ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía; pero, al fin, era su padre! Levantóle en alto y le acercó a la luz.
–¿Ese es el chiquillo? –murmuró el presidiario, y descolgando el candil llególo al rostro del chico.
Éste guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y ésta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.
–¡Qué chiquillo tan feo! –gruñó el padre, colgando de nuevo el candil–. Parece que lo chuparon las brujas.
Antonia sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.
–A ver: ¿No hay nada de comer aquí? -pronunció el marido.
Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pie, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con este barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y la convidó.
–No tengo voluntad… –balbució Antonia: y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.
Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Solo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.
–¡Chst!… ¿Adónde vamos? –gritó viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta–. Tengamos la fiesta en paz.
–A acostar al pequeño –contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en la habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario.
Antonia le vio echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La asistenta creía soñar. Si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible sosiego. Él se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia.
–¿Y tú? –exclamó dirigiéndose a Antonia–. ¿Qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?
–Yo… no tengo sueño –tartamudeó ella, dando diente con diente.
–¿Qué falta hace tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!
–Ahí… ahí…, no… cabemos… Duerme tú… Yo aquí, de cualquier modo…
Él soltó dos o tres palabras gordas.
–¿Me tienes miedo o asco, o qué rayo es esto? A ver cómo te acuestas, o si no…
Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño…
Y el niño fue quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.