martes, 28 de febrero de 2023

El hombre y la serpiente. Ambrose Bierce.

En fuentes bien informadas se asegura —y lo confirman tantas personas que no sería ni sabio ni prudente contradecirlas—, que los ojos de la serpiente tienen la propiedad magnética de atraer, aun contra su voluntad, a aquellos que caen bajo su mirada, pereciendo miserablemente a causa de su mordedura.



I



Recostado plácidamente en el sofá del cuarto, en bata y zapatillas, Harker Brayton sonrió al leer ese párrafo en el viejo libro de Morrister, Maravillas de la ciencia. «La única maravilla en todo esto —se dijo— es que los hombres de probada inteligencia y cultura de la época de Morrister hayan creído tonterías de las que se ríen en nuestros tiempos hasta los más ignorantes».

Siguió reflexionando, pues era Brayton un hombre muy reflexivo; inconscientemente bajó el libro, sin cambiar la dirección de su mirada, sin embargo, y apenas hubo apartado el volumen de la altura de sus ojos, algo captó su atención desde un rincón en la penumbra del cuarto. Lo que veía, hundidos en la sombra, bajo su cama, eran dos pequeños destellos, separados entre sí apenas por una pulgada de distancia. Acaso no fuese más que el reflejo de la lámpara de gas que daba la luz justa para que pudiera leer, colgada de un clavo en la pared. No reparó más en ello y siguió leyendo.

Un momento después, algo, un impulso que no se detuvo a analizar, no obstante tratarse de un hombre muy reflexivo, le obligó de nuevo a bajar el libro para buscar con la mirada lo que había observado antes. Allí seguían los destellos. Parecían aún más brillantes y poseían un cierto resplandor verdoso que no había percibido antes. Incluso le dio la impresión de que se habían movido, que se hallaban algo más cerca. Pero tampoco le concedió mayor atención; cosas de la penumbra, pensó; una cierta pereza, por lo demás, le hizo pensar que no merecía la pena levantarse para escrutar en la penumbra.

De pronto, algo, cualquier cosa en el texto, le hizo concebir una idea inquietante; por tercera vez bajó el libro, dejándolo reposar sobre el brazo del sofá. El libro se deslizó entonces y cayó ruidosamente sobre el suelo de madera. A medias incorporado, Brayton escrutó la oscuridad debajo de su cama, donde los destellos persistían —le pareció— e incluso eran más intensos. Ahora sí se mostraba en verdad atento; ahora sí era ansiosa e imperativa su mirada. Tanto, que al fin se percató de la presencia de una gran serpiente, enrollada sobre sí misma, bajo su cama, sobre la pequeña alfombra. Los destellos eran sus ojos. La horrible cabeza se erguía pesadamente desde la parte interior del rollo de su cuerpo y descansaba en la última vuelta de la espiral, dirigida en todo momento hacia él, como para observar sus movimientos. El contorno de la mandíbula, ancha y estremecedora, su estúpida frente, servían pata advertir la dirección de la perversa mirada. Los ojos de la serpiente ya no eran dos simples puntos luminosos, pues miraban a los suyos con aviesa intención.



II



Encontrarse una serpiente en el dormitorio de un edificio de la mejor construcción, y en una ciudad moderna, no es cosa tan común como en las casas de campo, por lo que cabe hacer algunas observaciones.

Harker Brayton, hombre soltero, de treinta y cinco años, culto, elegante y bastante ocioso, atlético, rico y famoso, de buena salud, había regresado a San Francisco después de viajar por los más recónditos y extraños lugares del mundo. Sus gustos, siempre un poco extravagantes, incluso los propios de un sibarita, se habían exacerbado a causa de ciertas privaciones padecidas durante alguno de aquellos viajes, y como ni siquiera todo lo que ofrecía el Castle Hotel bastaba para dejarlo satisfecho, aceptó con gusto la hospitalidad de su amigo, un distinguido científico, el doctor Druring. La casa del doctor Druring, grande, antigua, situada en lo que es hoy un barrio oscuro y triste de la ciudad, tan lejos del esplendor de otro tiempo, mostraba un aspecto exterior de orgullosa dignidad y buena fortuna. Era, a todas luces, la casa más llamativa de todo el vecindario, que por aquel entonces comenzaba a venirse a menos, si bien lentamente… Era, igualmente, una casa a través de cuya observación se podía suponer que la habitaba un excéntrico, como suelen serlo los científicos.

La casa tenía, en fin, alguna de esas características debidas al aislamiento común de los excéntricos… Una de esas características era un pabellón, irrelevante desde el punto de vista de su arquitectura, y hasta incongruente en cuanto a su porqué: constituía en sí mismo una mezcla de laboratorio, de zoológico y de museo. Allí era donde el doctor daba rienda suelta a su vocación, estudiando las formas de la vida animal que mayor interés despertaban en él y hasta coincidían con sus gustos; unos gustos que propendían, hay que señalarlo, hacia las especies inferiores. Los animales, para caer en gracia a sus refinados sentidos de científico excéntrico, debían conservar algunas características rudimentarias que los vincularan con los dragones de la prehistoria, como es el caso de los sapos y de las serpientes. Las simpatías del doctor, pues, estaban decididamente volcadas en el género de los reptiles. Adoraba las especies digamos pedestres; se describía, muy orgulloso él, como «el Zola de la zoología». A su esposa y a sus hijas, que para su desgracia no compartían tan iluminada curiosidad por los trabajos y mucho menos por los hábitos de tan notable científico, las excluía austera e inútilmente del serpentario —no habían pretendido jamás pisarlo, ésa es la verdad—, sentenciándolas a la compañía de sus pares, aunque para aligerar los rigores de su suerte, y merced a la gran fortuna de que era dueño, les daba autorización para que superasen en la casa el brillo que sus reptiles mostraban en el serpentario, por lo que todas ellas, es cierto, lucían con gran esplendor su belleza.

En lo que a la arquitectura y mobiliario se refiere, el serpentario gozaba de una severa sencillez, de acuerdo con la humilde condición de sus ocupantes, a muchos de los cuales, como es lógico, no se les podía dejar en libertad, por cuanto atesoraban la molesta particularidad de que estaban vivos. En su propio hábitat, sin embargo, no sufrían ningún tipo de restricción, digamos personal, salvo aquella que los protegiese del funesto hábito de morderse los unos a los otros. Y como le habían advertido prolijamente a Brayton, era común encontrarse a alguno de aquellos seres, a veces en lugares donde resultaba un tanto complicado explicar su presencia. Pero a pesar del serpentario y sus pavorosas asociaciones —a lo que no dio mucha importancia, en cualquier caso—, Brayton encontraba muy de su gusto la estancia en la mansión de los Druring.



III



Más allá de la primera sorpresa y de un cierto estremecimiento, provocado por la repugnancia, el señor Brayton no pareció muy afectado al descubrir a la serpiente. Pensó primero en hacer sonar la campanilla para llamar a un sirviente de la casa, pero aunque el cordón colgaba a su alcance, desistió de inmediato. Quizá le habrían tomado por un cobarde, aunque no podía decirse otra cosa que aceptar que, al menos allí y en ese preciso momento, lo era en cierta medida… Tenía algo de miedo… Pero prefería aguantarse el miedo a hacer el ridículo. Una situación tan desagradable como absurda. Pero no quería quedar mal ante las damas de la casa, tan exquisitas.

El reptil, por lo demás, pertenecía a una especie desconocida por Brayton. Sólo podía conjeturar su longitud; en la zona más gruesa parecía del tamaño de un brazo. ¿Y cuál y cuánto sería su peligro, si lo tenía? ¿Era una serpiente venenosa? ¿Era una constrictor? Su conocimiento de las señales que del peligro de la naturaleza tenía, no le permitía darse una respuesta fiel. Nunca antes se había visto obligado a descifrar un código semejante, a pesar de lo mucho y en muy malas condiciones que había viajado.

La criatura, en cualquier caso, le resultaba repugnante, fuese o no peligrosa. Una criatura fuera de lugar, de trop… Una impertinencia más que evidente. Ni siquiera el bárbaro gusto imperante en nuestro tiempo y en nuestro país —que ha sobrecargado las paredes con cuadros, el piso con muebles y los muebles con adornos— daba lugar a ese trozo de vida salvaje… Además —¡oh, qué insoportable idea!—, las exhalaciones de su aliento se mezclaban con el mismo aire que él respiraba. Tales pensamientos fueron cobrando forma en su mente de forma tan afilada, que Brayton no tuvo otro remedio que decirse que había que hacer algo, que era necesario abandonar aquellas hirientes meditaciones y pasar a la acción. Es, en suma, lo que solemos llamar un proceso de consideración de las circunstancias; algo que requiere de un alto grado de decisión, en definitiva. Así es, por lo demás, como se diferencian los listos de los tontos, los juiciosos de los aletargados por su propio magma mental; así es como una hoja marchita y arrastrada por los vientos del otoño muestra mayor o menor inteligencia que las demás hojas, cayendo sobre la tierra o sobre las aguas de un lago, sin dejarse arrastrar por el viento hasta los vertederos. El secreto de las acciones humanas no es tal, pues se trata de un secreto a voces; un espasmo que contrae nuestros músculos. ¿Tiene alguna importancia que a los cambios necesarios para ello, que hacen instintivamente nuestras moléculas, les demos el nombre tan simple de voluntad?

Brayton se incorporó, alerta para retroceder lentamente y sin molestar con sus movimientos a la serpiente, para poder llegar bien a la puerta. Así es como los hombres se retiran de la presencia de los más grandes, pues la grandeza supone poder y el poder es, siempre y en cualquier circunstancia, una amenaza. Brayton estaba seguro de que conseguiría retroceder sin tropezarse con nada. Si la criatura monstruosa lo seguía, aquel mal gusto que decoraba las paredes con cuadros había provisto igualmente a la habitación de una más que notable panoplia en la que había armas orientales que no podían por menos que evocar actos sanguinarios; lo más necesario, en su caso, para defenderse. Mientras, los ojos de la serpiente ardían, más perversos y malévolos que antes.

Brayton levantó su pie derecho para dar el primer paso hacia atrás. Pero no pudo evitar sentirse inundado por un inequívoco sentimiento de vergüenza al hacerlo. «En esta casa se me considera un hombre valiente —pensó—, pero no estoy muy seguro de que el valor sea otra cosa que orgullo… ¿Me puedo permitir la cobardía de retroceder poco a poco y con mil precauciones, sólo porque no hay nadie ahora mismo que me pueda ver?».

Tenía la mano derecha sobre el respaldo de una silla, suspendido en el aire el pie.

¡Esto es absurdo! —dijo entonces en voz alta—. No soy tan cobarde como para tener miedo de descubrir a los otros mis temores…

Levantó el pie un poco más, doblando ligeramente la rodilla, y lo plantó entonces con decisión en el suelo, algo más atrás, sólo un poco más atrás que el otro pie… No pudo saber cómo lo hizo. Un intento con el pie izquierdo tuvo el mismo resultado: le quedó algo más atrás que el derecho. La mano aferraba el respaldo de la silla, con el brazo más extendido ahora, levemente, apenas perceptible aquella extensión; el brazo, rígido, tiraba de la silla, como si no se atreviese a soltar aquel apoyo. La pérfida cabeza de la serpiente se erguía como para contemplar la maniobra. No se había movido, no se había desenrollado aún, pero sus ojos tenían destellos eléctricos, como si lanzasen contra él un sinfín de agujas luminosas.

Brayton estaba muy pálido; más bien, tenía su rostro un tono color ceniza. Volvió a retroceder un paso, y luego otro, siempre muy lentamente, arrastrando con suavidad la silla. No pudo, empero, evitar que la silla cayese al suelo, haciendo un gran estrépito al estrellarse contra la madera del piso. Sintió el pobre hombre que lanzaba un gemido; mas la serpiente no emitió ruido alguno, ni se movió, aunque sus ojos eran ahora dos soles deslumbrantes; toda la serpiente, en fin, parecía agazapada tras sus ojos, que emitían ondas concéntricas de ricos y vividos colores, los cuales, a medida que crecían sucesivamente, se desvanecían como las pompas de jabón al caer al suelo. Ondas que parecían acercarse hasta casi tocar su cara, pero que de inmediato se alejaban a distancias que deseaba Brayton inimaginables. En algún lugar sonaba un tambor, con súbitas interrupciones de una música lejana e inusitadamente dulce, como si saliera de las notas de un arpa. Reconoció la melodía del sol naciente en la estatua de Memmon y tuvo la grata sensación de hallarse junto al Nilo, entre los juncos de sus riberas, escuchando a través del silencio de los siglos aquel himno inmortal.

La música cesó. Poco a poco fue transformándose insensiblemente en el ruido distante de una tormenta de truenos que se desvanece. Ante sus ojos se extendía un paisaje bañado por el sol y la lluvia, surcado por un hermoso arco iris que enmarcaba en su curva excesiva hasta un centenar de bellas ciudades. A mitad de camino, una inmensa serpiente lucía una gran corona y levantaba la cabeza desde sus espectaculares circunvoluciones para mirarlo mejor… Tenía los mismos ojos de su difunta madre. De pronto, aquel paisaje encantado pareció ocultarse tras el telón en el acto final de un drama y desapareció en el vacío. Algo golpeó con mucha dureza su cara y su plexo. Cayó al suelo. Sangraba por la nariz, que supo tenía rota, y por los labios hinchados. Así estuvo un momento, aturdido, con los ojos cerrados y la barbilla hundida en el pecho, pero se recuperó pronto. Advirtió entonces que la caída, al desviarle la vista del prodigio, había roto aquel encantamiento que le había cautivado. Tuvo la certeza de que si mantenía apartados de allí los ojos podría retroceder. Pero la idea de tener a una serpiente a tan corta distancia —aunque no la viera—, una serpiente que quizá pretendiese enroscarse en su cuello, era en verdad terrible. Levantó la cabeza y miró, valiente, aquellos ojos malditos. Y quedó otra vez encantado.

La serpiente no se había movido. Parecía haber perdido sus poderes sobre la imaginación: ya no se repetían aquellas magníficas imágenes de unos momentos antes. Bajo aquella cabeza achatada y estúpida, descerebrada, las cuencas negras de los ojos simplemente resplandecían como antes, con una expresión de malignidad inefable. Era como si la criatura monstruosa, segura de su inminente triunfo, hubiese decidido no poner en práctica su astucia seductora última.

Pero sucedió una escena espantosa. El hombre postrado en el suelo, a muy corta distancia de la vil criatura, levantó la parte superior del cuerpo, apoyándose en los codos, hacia atrás la cabeza, extendidas las piernas al máximo… Tenía la cara tan blanca que parecía enharinada, y había puntitos rojos, de sangre, en su frente, en la nariz, en la barbilla y en las mejillas; sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y de sus labios goteaba lenta y espesa espuma mientras unas fuertes convulsiones sacudían su cuerpo, haciéndolo temblar como tiemblan en el aire las serpentinas. Consiguió doblarse sobre el estómago, buscando a la vez acercarse cuanto más pudiera a la serpiente, moviendo para ello las piernas hacia los lados e impulsándose sobre los codos, aunque con las manos abiertas y extendidas como si quisiera evitar aquel avance.



IV



El doctor Druring y su esposa estaban sentados en la biblioteca de la casa. El doctor Druring tenía muy buen humor aquel día.

Querida, acabo de hacerme con un magnífico ejemplar de ophiophagus —anunció a su esposa.

¿Y qué es eso? —preguntó ella sin mostrar el menor interés.

¡Cuán grande es tu ignorancia, cariño! Si después de casarse, un hombre descubre que su esposa nada sabe ni de latín ni de griego, tendrá todo el derecho del mundo a pedir el divorcio… El ophiophagus, querida, como su propio nombre lo indica, es una serpiente que se come a las otras…

Pues a ver si se come a todas las que tienes —dijo ella mientras se acercaba la lámpara con aire ausente—. ¿Y cómo se las come? Bueno, me imagino que hipnotizará primero a las otras serpientes, ¿no?

Una tontería semejante sólo se te podría ocurrir a ti, cariño —dijo el doctor con cierta petulancia—. Parece mentira que digas esas cosas, sabiendo lo mucho que me molesta cualquier alusión vulgar a las supersticiones populares que hablan del poder hipnótico de las serpientes…

Interrumpió tan grata conversación un alarido que rompió de rincón a rincón el silencio de la casa. Era como la voz de un demonio que gritase en su tumba. Se dejó sentir una y otra vez, claramente. Ambos saltaron para ponerse en pie, confuso el hombre y muy asustada la mujer. No había desaparecido el eco del último grito cuando el doctor ya estaba fuera del salón, subiendo la escalera de dos en dos peldaños. En el corredor, ante la habitación que habían ofrecido a Brayton, ya había algunos sirvientes. Se lanzaron contra la puerta, que cedió fácilmente. Brayton yacía de bruces, muerto. Tenía la cabeza y los brazos parcialmente ocultos bajo la cama. Tiraron de los pies y dieron la vuelta al cuerpo. Su cara estaba cubierta de sangre y espuma, desorbitados sus ojos.

Ha debido de morir de un síncope —dijo aquel gran hombre de ciencia, dejándose caer de rodillas junto al cadáver y poniendo la mano sobre el pecho de Brayton para comprobar si aún le latía el corazón.

Mas cuando así estaba se le ocurrió apartar la vista del cadáver, lo que llevó su mirada bajo la cama.

¡Santo cielo! —gritó el doctor Druring—. ¿Qué demonios hace esto aquí?

Raudo metió el brazo bajo la cama, sacó a la serpiente y la arrojó hacia el otro extremo de la habitación. Con un sonido áspero se deslizó sobre la madera del piso encerado hasta chocar contra la pared, donde quedó inmóvil. Era una serpiente disecada. Por eso tenía dos botones por ojos.


lunes, 27 de febrero de 2023

Los dientes y los huesos son blancos. Isabel Mellado.

Dedos

Quería ser novia de Brahms. Que tocáramos juntos muchos acordes y me hablase en mayúscula. Desconfiaba del corazón como oficina de correos, de las cacofónicas caricias. No quise que los días fuesen conejos muertos sacados del sombrero.

Conocí a Lucio mientras atravesábamos tres siglos con los dedos. Primero fue Bach, luego Beethoven, Sibelius y Ligeti. Él parecía un centauro, mitad hombre, mitad chelo.

Él y yo lo sabíamos; poner los dedos es tirar los dados. Cuando llegamos a su casa, aún olíamos a aplausos. Nos duchamos para partir de cero y acabamos como archipiélago desparramado en la alfombra. No era buen dueño del hogar, Lucio. Todo el suelo con pelusas, involuntarios peluches de tiempo.

Haciendo el amor descubrí unos ojos llenos de buenos rincones. Acaricié sus piernas, sus hermosas costillas, iguales a los libros inclinados de su biblioteca. Y su sexo era alta cultura. Yo quise ser culta.

Aquella noche nos mantuvimos despiertos hasta que los enchufes bostezaron. Hablamos de música, de personas a las que imaginábamos inteligentes y horizontales. Hablábamos bien del pasado, con la benevolencia con la que se recuerda a un canalla difunto.

¿Para qué tanto recordar? Recordar es ponerse calcetines usados y con agujeros, dijo con su voz de avena. Mejor las horas bien ceñidas a los huesos. No ir con la vista puesta en más de dos o tres compases por delante y sobre todo, cantar, cantar bien la melodía.

Salimos a caminar por la mañana. El sol era una ardilla.

A partir de entonces, pusimos durante meses los codos sobre la noche. Fue un invierno marsupial, mucho bueno cupo dentro.

Él era leve. En bicicleta o a pie, no alcanzaba el cielo a montarse sobre sus hombros.

¿Se cansó la vida de tolerar tanta alegría?




Deprisa

Ruedas y semáforos en negro. Una sirena. Los oídos todavía le funcionan. Y se esparce con sus propias manos. ¿Es que nadie puede aligerar su labor de muerto?

Segundos lo apartan de sí. Pertenece aún y odia las despedidas. Viviría incluso en la letra A o en el chirriar de un grillo.

Con paciencia contempla, encontrando un paisaje donde parece no haberlo.

Recuerda: al comenzar, todo era ella. Ella, eya, älla, hella. Dejaron caer el exterior dentro.

¿Y si el tiempo no pasa, tan solo cambia de sitio?

No cerrar los ojos ahora. Quedarse y cantar. No caer al compás vacío. O al sabor del asombro cuando se enfríen los labios.

Pensar, sentir. Quizá por eso lágrimas deprisa.




Un pentagrama

Andar en bicicleta es silbar con las piernas. Vueltas y más vueltas, y otra, y todavía una más. Compases que son párpados, que son días. Hacia delante o hacia atrás. Ritmo, velocidad y trayecto. ¿Solo tengo que buscarte en la esquina correcta de la lengua?




Corazón de origami

En el funeral el cura, con su bigote lento, con sus palabras pasadas por harina y huevo.

(Suena Bach.)

Chao, Lucio. ¿Adónde crees que vas? Suelta ahora mismo ese mirar hacinado tras los párpados. No seas literal con esto de morir, no seas rígido. Piensa que estudiaste tantos años el chelo no para dejarte las manos hechas polvo.

Has muerto, lo admito, pero no hay fin que pueda contigo. Si quieres que te olvide, tendrás que entrar a desalojar mi cuerpo.

Por las noches me repueblo y me extermino. Busco sonidos como andamios.




Guardo un papelito con su letra

El sol se puso frívolo y las estrellas pordioseaban. Todo olía a necio y de mi viola salían notas como garbanzos secos (¿o como costras, mejor?). Una viola no es una alcancía.

Vivir era una posibilidad entre muchas. ¿Vivir con la sangre alquilada a un dios-gasolinera? Mis palabras tenían las rodillas sucias de tanto hincarse frente a él.

Ese año el cielo estuvo pésimo. Necesité músculo para mantener una sonrisa, con dos ya no pude.

 Diez bicicletas para treinta sonámbulos, 2019.

domingo, 26 de febrero de 2023

The Cannary murder case II. Julio Cortázar.

Es terrible, mi tía me invita a su cumpleaños, yo le compro un canario de regalo, llego y no hay nadie, mi almanaque es defectuoso, al volver el canario canta a chorros en el tranvía, los pasajeros entran en amok, le saco boleto al animal para que lo respeten, al bajarme le doy con la jaula en la cabeza a una señora que se vuelve toda dientes, llego a casa bañado en alpiste, mi mujer se ha ido con un escribano, caigo rígido en el zaguán y aplasto al canario, los vecinos claman por la ambulancia y se lo llevan en una tablita, me quedo toda la noche tirado en el zaguán comiéndome el alpiste y oyendo el teléfono en la sala, debe ser mi tía que llama y llama para que no vaya a olvidarme de su cumpleaños, ella siempre cuenta con mi regalo, pobre tía.

Último round, 1969.

sábado, 25 de febrero de 2023

Tirteo. Rafael Alberti.

1.

Tú eras cojo, Tirteo. Así estos cantos

a los que faltan pies, pero no el alma.




2.

¿Qué tienes, dime, Musa de mis cuarenta años?

-Nostalgias de la guerra, de la mar y el colegio.




3.

Vi marcharse mi Musa en traje de soldado.

-Ahora, ten esa voz. Si la sostienes,

la verás verdecer, luego, en las nubes.

-Oh, Musa!…

Una humareda

me la quitó dejándome este acento.




4.

Musa mía, te vi, ya entre dos luces,

pisoteada, magullada, herida,

torcer, por las afueras de la muerte,

al campo solo, al mundo solitario.




5.

Triscaba Europa al borde de sus ríos

cuando fue arrebatada a los infiernos.




6.

¡Ay, raza, de qué raza, de qué madre!




7.

¿En dónde está ese vientre, triste cueva,

ese varón, aquel instante oscuro?




8.

¿Era hombre, era hembra, fue un momento?

¿Es que desvariaban, desasidas,

fuera de sí, sangrantes, las entrañas

de la tierra? ¿Es que pudo

degajársele al Tiempo un sólo grano

para ese parto oblicuo de las sombras?




9.

En el día de la ira,

las bocas de las madres bajarán a los vientres.




10.

Habrá matriz gozosa que conciba

una bala, un puñal premeditados.




11.

Yo te defenderé.

-¿De qué manera,

si tú mismo te arrancas,

cada vez que eso dices,

pálido, osado, un diente?




12.

¡Adelante! ¡Adelante!

(Y eran muertos

los que sólo en sus nieblas le seguían.)

¡Adelante!

(Y su voz

era ya de los muertos que se la repetían.)




13.

Tú eres la hija de la nieve humana.

Y hay que ser fuego puro,

alta llama continua,

para ser merecida brasa tuya.




14.

Una bala y dos metros de tierra solamente

-les dijeron.

Y el campo

dio en vez de trigo cruces.




15.

Y el soldado en la nieve pensó que era palmera

y que se le llenaban de dátiles los brazos.




16.

Y aquel alférez del desierto iba

sonámbulo entre sombras congeladas de pinos.




17.

¿Qué es un niño en la nieve? ¿Qué es un niño

llorando, solo, en busca de su aldea?




18.

Hay muertos cuya paz merecía

ser quebrantada todas las auroras.




19.

Yace el soldado. Un perro

sólo ladra por él furiosamente.




20.

Yace el soldado. Vino

a preguntar por él un arroyuelo.




21.

Yace el soldado. El bosque

baja a llorar por él cada mañana.




22.

Yace el soldado. Un niño

vino en el aire a hablarle de su aldea.




23.

Yace el soldado. Nadie

pudo saber su nombre. Y le pusieron

el de un pueblo caído en un barranco.




24.

Párate aquí, vilano. Detente, vientecillo.

¿Es alguno capaz de recordarme?




25.

Yo fui soldado, huesos

para la encarnadura de la patria.




26.

No tengo patria. Puedes

sembrar mis huesos junto a cualquier río.




27.

Morir al sol, morir,

viéndolo arriba,

cortado al resplandor

en los cristales rotos

de una ventana sola,

temeroso su marco

de encuadrar una frente

abatida, unos ojos

espantados, un grito…




Morir, morir, morir,

bello morir, cayendo

el cuerpo en tierra, como

un durazno ya dulce,

maduro, necesario…




28.

Pensé que al toque de diana iban

regresando los hombres a su alma.




29.

¡Qué tristeza cantar mordiéndose los dientes,

poniendo cabezal a las palabras,

cincha al libre latido de la lengua,

cedazo al estruendo de la sangre!




30.

Suéltate, boca, pues que ya no puedes

sufrir más los cerrojos que te han puesto.




31.

Días en que la frente es una piedra

anhelante de herir en mil pedazos.




32.

¿Y por qué si yo oculto en el pecho una espada

no he de ocultarla dentro del pecho de los otros?




33.

Tal vez llore algún día

estas bridas que aquí matan mis versos.




34.

Tú eras la Poesía.

Recién parida, fuerte, dando saltos,

plantando el sol sobre una tierra insigne.

¿Qué fue de ti, radiosa transplantada?




35.

En tus manos el mirto era tan verde

que nunca creció fuego

que hablara más lozano.




36.

Fue a ver su casa aquella tarde. El lecho

donde el amor oyera

el alba tantas veces,

desmantelado, hundido,

entre montes de arena.

Todavía la lámpara,

la grieta del espejo,

la mesa rota, el libro…

Y la puerta, un soldado

ausente, que cantaba:




-Aunque le tire al mar,

el barco que anda en la tierra,

en tierra se ha de quedar.




37.

¡Oh, tapadme los ojos! ¡Aún más!

Y seguí viendo

a través del espanto helado de las manos.




38.

Sí, Baudelaire, yo fui poeta de combate…

pero de esos del mar y el verso como puño.




39.

¿Será posible un odio en carne viva

los años y los años?




40.

¿Ha pasado ya un siglo? Y no han pasado

-¡oh, llanto! -ni siquiera 2.000 días.

Poemas del destierro y de la espera, 1976.
 

miércoles, 22 de febrero de 2023

Cinco narraciones inacabadas. Daniil Jarms.

 

Querido Yákov Semiónivich:

1.Un hombre tomó carrerilla y se golpeó la cabeza contra una fragua con tanta fuerza que el herrero dejó a un lado el mazo que tenía en las manos, se quitó el mandil de cuero y, tras alisarse el pelo, salió a la calle para ver qué había pasado.
2. Entonces el herrero vio al hombre sentado en el suelo. El hombre estaba sentado en el suelo y se sujetaba la cabeza. 3. «¿Qué ha pasado?», preguntó el herrero. «¡Ay!», dijo el hombre. 4. El herrero se acercó al hombre. 5. Interrumpimos la narración sobre el herrero y el hombre desconocido y empezamos un nuevo relato sobre los cuatro amigos del harén. 6. Había una vez cuatro partidarios del harén. Consideraban que era un placer tener ocho mujeres a la vez. Se reunían por las tardes y debatía sobre la vida en el harén. Bebían vino; se cogía unas curdas tremendas; acababan debajo de la mesa; echaban la papilla. Era muy desagradable mirarlos. Se mordían en la pierna unos a otros. Se llamaban de todo. Se arrastraban por el suelo. 7. Interrumpimos este relato y empezamos un nuevo relato sobre la cerveza. 8. Había un barril de cerveza, y a su lado meditaban un filósofo: «Este barril está lleno de cerveza. La cerveza fermenta y se fortalece. Y mi mente fermenta y se eleva por las cumbres estelares mientras mi espíritu se fortalece. La cerveza es una bebida que fluye en el espacio; yo, en cambio, soy una bebida que fluye en el tiempo. 9. Cuando la cerveza está encerrada en un barril. Ya no tiene dónde fluir. Si el tiempo se detiene, también yo me detendré. 10. Pero si el tiempo no se detiene, mi fluir será inmutable. 11. No, más valdrá que fluya también libre la cerveza, pues es contrario a las leyes de la naturaleza que permanezca inmóvil». Y con estas palabras el filósofo abrió la espita del abril y la cerveza se vertió en el suelo. 12. Ya hemos hablado bastante de la cerveza; ahora vamos a contar algo de un tambor. 13. El filósofo tocaba el tambor y gritaba: «¡Estoy haciendo ruido filosófico! Nadie necesita este ruido, de hecho resulta bastante molesto. Pero si molesta a tanta gente, eso quiere decir que no es de este mundo. Y si no es de este mundo, tendrá que ser de otro mundo. Y si es de otro mundo, yo pienso seguir haciéndolo». 14. El filósofo estuvo haciendo ruido mucho rato. Pero vamos a dejar esta historia tan ruidosa y vamos a pasar a la siguiente, una muy tranquila sobre los árboles. 15. Un filósofo paseaba entre los árboles en silencio, porque le faltaba inspiración. 

Me llaman capuchino. 2006.

martes, 21 de febrero de 2023

En busca del mago. Love of lesbian.

 

Cuando el mago enfermó era día de función.Su pájaro inmortal se preguntó qué sería de sí mismo.El caso sucedió ochenta años atrás 
al ave blanca le costó aceptar que el hombre haría ilusionismo.El mago lo animó contando un chiste sobre morir.Y el pájaro sonrió con la mirada más triste del sur.El gran truco final fue abrir las ventanas: "Un nuevo mago encontrarás si a los ojos miraras".Miraba a la ciudad y no quería escapar de su jaula.
La real insumisión es a tu propia libertad
y en facultad mental ser de alguien más 
fundirse y ser lo mismo.Tú muéstrame a alguien que lleve bien ser libre y di 
si en toda decisión no se gesta un crimen ruin.Los días que pasó junto a aquel mago tendrían gris final 
su reloj de latidos para aquí.El día que murió no encontró más sentido a su jaula 
llegó a la conclusión irracional, si no hay mago no hay magia.Tú muéstrame a alguien que lleve bien ser libre 
y en cada decisión no cometa un crimen.El ave se acordó: "¡Nadie es de nadie!"También se convenció: "Debe haber otro mago allí".Y el mago treinta y dos, en el nuevo cine 
de su alma hizo salir un ave de alas grises.El público aplaudió, temblaba el teatro y el pájaro inmortalOlvidó al otro mago.
 

 

lunes, 20 de febrero de 2023

Acrobacia. Juan Romagnoli.

El trapecista, allá en lo más alto, hace una reverencia a ese público que no ha dejado de vitorearlo y se alista para su destreza de cierre. Los tamboriles redoblan. El clima se tensa. Al momento del salto, la respiración del público se contiene. Con los brazos y los ojos abiertos, el trapecista parece volar. Es su momento sublime. Quince metros más abajo, el cuerpo impacta contra el piso de concreto de la pista: Coyunturas dislocadas, huesos rotos, sangre por doquier. El público queda azorado. Un médico corre a constatar aquello que todos sospechan. Segundos después, con gesto austero, lo confirma. La multitud estalla en aplausos.


domingo, 19 de febrero de 2023

El sótano. Mario Levrero.

Era un niño que vivía en una casa muy grande.

Esta casa tenía muchas habitaciones y, a pesar de haberlas recorrido todas (o quizás solamente creyera haberlo hecho), el niño no la conocía enteramente, su memoria no alcanzaba a guardar todos los recuerdos. Por eso, casi siempre, al entrar a una habitación, le parecía hacerlo por vez primera, y en realidad no podía saber si había estado allí anteriormente —aunque suponía que alguna vez debía haber entrado.

Esto no quiere decir que el niño, a veces, se perdiera en su propia casa (o, mejor dicho, en la casa de sus padres; los niños no tienen propiedades, la propiedad de las cosas es asunto de las personas mayores; es, en realidad, el principal asunto de las personas mayores, tan importante que la Historia y las guerras se tejen en su torno, y no es cosa de dejar algo tan importante en manos de los niños —quienes, como se sabe, muestran una tendencia general a romper sus juguetes); no se perdía en la casa, ni podía hacerlo, porque las piezas estaban distribuidas a los costados de largos y amplios corredores, y estos corredores eran pocos, apenas cuatro o cinco, y todos muy rectos, y se cruzaban en el centro, donde había una chimenea y una mesa.

En ese cruce su madre se sentaba a tejer y su padre a leer el diario; allí hacía él los deberes y, puede decirse, toda la vida de la casa giraba en torno de ese lugar, que ellos llamaban la sala, y a cualquier lado que se quisiera ir debíase fatalmente pasar por allí.

Este lugar, la sala, el niño lo conocía muy bien, lo mismo que su dormitorio, el comedor, la cocina y el baño; pero no lograba conocer el resto de la casa de la misma manera.

Sin embargo, todos los días la recorría, y abría todas las puertas que veía, y entraba en todos los sitios que quería, y hallaba muchas cosas que, a él, le resultaban nuevas; a veces se daba cuenta de que ya había entrado en alguna de las habitaciones, porque encontraba algo suyo, algo que había perdido, seguramente, en alguna recorrida anterior, como un botón de camisa, la oreja de un perro de lana o una bolita de vidrio.

Una vez encontró una puerta cerrada.

Le pareció muy raro, porque en esa casa pocas veces las puertas estaban cerradas, y jamás con llave; pero ésta tenía un enorme candado y, a pesar de todos los esfuerzos que hizo, le resultó imposible abrirlo pues no tenía la llave.

Entonces pensó que esa puerta daría a una habitación en la que nunca había entrado, porque estaba seguro de que nunca había visto antes una puerta cerrada con candado; sólo que hubieran puesto el candado recientemente.

Todo esto le llamó la atención, y se propuso preguntar a sus padres el significado de esa puerta cerrada. Pero luego se entretuvo visitando otras piezas y, cuando llegó la noche y se sentó junto a ellos a la mesa del comedor, para cenar, se había olvidado por completo del asunto.

Hablaron de muchas cosas; había frases y palabras que él no comprendía porque, si bien no era tan pequeño como para no entender una conversación común, sus padres hablaban de cosas difíciles que, muchas veces, estaban fuera del alcance de su comprensión. Por ejemplo: ¿alguno de ustedes podría explicar algo acerca de la tetravalencia del carbono? ¿O sobre los casos de irracionalidad del logaritmo? Yo nunca pude entender nada de estas cosas, y es por eso que ahora estoy escribiendo cuentos, en lugar de hacer algo útil.

Pero también hablaban de cosas que comprendía perfectamente, y él también hablaba, relatando sus experiencias de la escuela e, incluso, de la casa; contaba, por ejemplo, que ese día la maestra se había olvidado de ponerse los dientes postizos; o que había estado en una pieza ricamente alhajada, con hermosos tapices colgados de las paredes, o en otra completamente vacía, y los padres lo escuchaban con atención, y a veces le explicaban cosas que para él no estaban claras.

Esa noche, Carlitos —que así se llama el niño de este cuento, casi me olvidaba de decirlo— contó que había estado en una habitación más bien pequeña, que tenía un raro sillón giratorio (como los que suelen encontrarse en los consultorios de los dentistas); había, además, vitrinas con pinzas y, junto al sillón, un aparato con luces y poleas —también similares a los que se ven en los consultorios de los dentistas.

Preguntó a su padre qué significaba todo aquello, y él le respondió que, efectivamente, se trataba del consultorio de un dentista.

Aquella noche no preguntó nada a sus padres sobre el candado, y en los días y las noches siguientes tuvo otras cosas para preguntar que, si bien no eran tan insólitas como el hecho de que hubiera una puerta cerrada, ni le extrañaban tanto, tenían un atractivo más inmediato, ya fuera porque había visto algún objeto inexplicable de colores bonitos, o porque había preguntas para ser formuladas que necesitaban una respuesta más urgente (como ese problema que le planteó la maestra, de la araña y la mosca).

Sus padres siempre parecían contentos de hablar con él, y nunca se mostraban fastidiados por sus preguntas; pero en algún momento de la conversación se iban del tema por canales insospechados, y seguían conversando entre ellos de sus propios asuntos, y ya nunca más durante ese lapso (el almuerzo, la cena o la sobremesa), tenía él oportunidad de hacerse escuchar, pues los temas que se tocaban eran tan distantes de los suyos, o los silencios que se producían estaban tan cargados de meditación o actividad manual que él temía romperlos con su palabra.

Pero a poco volvió a toparse con la puerta cerrada; le pareció que ahora estaba ubicada en un lugar distinto de la casa; y esa noche no olvidó el tema.

Sus padres, sin responder directamente, le dijeron que les extrañaba que nunca antes hubiera hablado del asunto, ya que esa puerta siempre había estado allí, igualmente cerrada con el candado; él contestó que ésta era la segunda vez que la veía, y que la vez anterior había olvidado preguntar.

Entonces —dijo el padre— si una vez lo olvidaste, quiere decir que el tema no te resulta especialmente interesante.

No —respondió el niño, y explicó todo su asombro y dio algunas razones por las cuales pudiese haber olvidado el tema, y luego insistió en su pregunta sobre el significado de esa puerta.

Esa puerta —dijo el padre— conduce al sótano.

¿Y por qué está cerrada? —preguntó Carlitos.

Para que nadie la abra —dijo la madre.

¿Y por qué nadie debe abrirla? —volvió a preguntar el niño.

Para que nadie baje la escalera que hay detrás —respondió el padre.

¿Y por qué nadie debe bajar la escalera?

Para que nadie llegue al sótano.

¿Y por qué nadie debe llegar al sótano?

Porque allí —respondió el padre— hay algo que nadie debe conocer.

E inmediatamente padre y madre entraron en un diálogo difícil que nada tenía que ver con todo aquello (algo sobre el Tributo Unificado) y Carlitos quedó pensativo, calculando qué cosa podría haber en el sótano.




*




Al día siguiente Carlitos se cruzó con su madre por el caminito de pedregullo que atraviesa el jardín desde la puerta de la casa hasta la calle, y allí le pidió que lo dejara bajar al sótano.

No —respondió ella—. Jamás podrás bajar al sótano; nunca encontrarás la llave y nunca, nunca, nunca podrás bajar.

Pero, ¿qué es lo que hay allí? —insistió el niño, con lágrimas en los ojos.

Eso, nunca, nunca, nunca lo sabrás —dijo la madre, y entró en la casa, mientras el niño seguía su camino hacia la escuela.

En la escuela, Carlitos seguía pensando en el sótano, y la lección fue desagradable porque la maestra se pasó hablando de los sapos, durante todas las horas de clase e incluso durante el recreo.

De regreso, el niño hizo los deberes apresuradamente, y comenzó a recorrer los pasillos en busca de la puerta del sótano; ese día no la encontró.




*




A la mañana siguiente Carlitos se levantó más temprano que de costumbre, y tuvo la fortuna de encontrarse con la sirvienta —una negra muy alta y muy flaca (y que en un tiempo supo ser muy dulce), llamada Comadreja—, a quien hacía mucho que no lograba hallar en ningún cuarto.

Durante la conversación aprovechó a preguntar acerca del sótano; ella respondió, sin interrumpir el fino trabajo que estaba realizando con unos hilos negros, algo corno una gran tela de araña:

No sé nada acerca de ese asunto; no quiero tampoco saber nada acerca de él; nunca supe nada. Si supiera, no te diría nada, o te diría que no sé nada, o que nunca supe nada, o que no quiero saber nada. Tampoco sé de nadie que sepa nada, ni quiero saber de nadie que sepa nada, ni quiero saber de nadie que haya sabido o que quiera saber nada; sólo sé que tus abuelos quizás sepan algo de alguien que quiera saber algo, o que sepa algo, o que haya sabido algo.

La mujer siguió hablando —aunque sin agregar nada de mayor sustancia— y con cada frase añadía un largo hilo negro y húmedo a la tela, que giraba incesante entre sus finos dedos; Carlitos le dio las gracias por la información y salió de la pieza, con intención de buscar a sus abuelos.

Pero hacía mucho tiempo que no los veía, y la casualidad no ayudó a encontrarlos. Tuvo que esperar a la noche.




*




Durante la cena preguntó por ellos a su padre.

Algunos han muerto —contestó—. Sólo viven la madre de tu padre y el padre de tu madre. A la madre de tu padre no la podrás encontrar si no le preguntas a tu madre; al padre de tu madre, en cambio, lo encontrarás recorriendo la casa, pues está en una de las habitaciones. Pero recuerda que no debes fatigarlo; puede contestar nada más que una pregunta por día, y sólo a cambio de un caramelo de menta.

Carlitos quiso saber con mayor exactitud la ubicación del abuelo; explicó que quizás le llevara mucho, mucho tiempo hallarlo por casualidad; y que, incluso, era posible que no lo hallara nunca.

Paciencia —respondió el padre—. Paciencia y perseverancia.

Entonces, Carlitos preguntó a su madre por la abuela; ella le contestó que podría encontrarla allí donde viera una nube de tierra, porque la abuela estaba siempre limpiando, con una escoba, siempre en movimiento, siempre rodeada de tierra; pero que tuviera cuidado, porque no siempre dentro de una nube de tierra está necesariamente la abuela; hay nubes de tierra que son nubes de tierra, y nada más; y otras son mucho más que nubes de tierra, y ahí está el peligro.




*




Transcurrieron algunas semanas antes de que Carlitos, buscando a su abuelo, hallara por casualidad una nube de tierra que resultó ser su abuela. Era una imagen que le trajo a la memoria las luces de bengala de la Navidad; el polvo parecía ser despedido hacia afuera desde el centro de la nube, y las partículas brillaban al ser tocadas por los rayos del sol, y se apagaban al entrar en la sombra. Hacia el centro de la nube, el polvo se hacía más denso, y Carlitos no podía ver más nada.

Sin embargo, resolvió valientemente entrar allí.

Pronto se le llenaron los ojos de tierra, y empezó a picarle la garganta.

¡Abuela! —llamó— ¿Eres tú? ¿Dónde estás?

Pues claro que soy yo —respondió la mujer, con un graznido—. Y estoy aquí. ¿Es que acaso no me ves?

No, abuela, no puedo verte porque me ha entrado polvo en los ojos.

Eso te pasa por meterte en las nubes de tierra, niño. ¿Qué quieres de mí?

Que me digas si sabes qué cosa hay en el sótano.

Pues claro que lo sé —dijo la abuela, y el niño sentía la escoba que se movía furiosamente cerca de sus pies.

¿Qué es? —preguntó Carlitos, con ansiedad. Ya sentía que la tierra lo ahogaba; le costaba mucho respirar, y tenía ganas de estornudar, y le dolían los ojos, y tenía la boca seca.

En el sótano hay, sencillamente… —comenzó a decir la abuela.

¡Atchís! —el niño estornudó, y no pudo sentir el final de la frase.

Abrió la boca para decirle a su abuela que hiciera el favor de repetir lo que había dicho, porque no había podido escucharlo, pero fue acometido por un terrible ataque de tos.

¡Fuera de aquí! —graznó la vieja— ¿No ves que la tierra te hace mal? Vete, vete rápido y que no te vea entrar nunca más en mi nube de tierra, porque te daré de escobazos en el lomo.

Carlitos trató de insistir, pero comprendió que la abuela tenía razón; la tierra le hacía mal. Siguió tosiendo y estornudando sin parar, los ojos llenos de lágrimas, y salió corriendo.




*




Al abuelo lo encontró en una gran sala, por la época en que terminaban las clases, y amenazaba llegar el verano, con ese zumbido de moscas.

Hacía años que Carlitos no veía al abuelo, pero lo recordaba muy bien, el pelo canoso y los grandes bigotes, sentado a una mesa de trabajo con muchos relojes desarmados por delante, su pequeño destornillador en la mano; también recordaba ese objeto negro, con un vidrio de aumento, que el viejo llevaba ajustado sobre el ojo derecho, para mirar los relojes.

Le sorprendió encontrarlo ahora acostado en el interior de una especie de vitrina o pecera, con la cabeza apoyada sobre un gran almohadón verde. Aún conservaba el lente sobre el ojo derecho; el izquierdo se movió vivamente en su dirección cuando lo sintió entrar.

La habitación era muy grande, y estaba llena de repisas colmadas de relojes, de todas formas y tamaños; algunos ni siquiera parecían relojes, parecían más bien naranjas o caballos blancos.

Carlitos pensó que habría mucho ruido cuando todos dieran la hora al mismo tiempo, pero después notó que todos estaban parados y señalaban las tres y veinticinco.

El abuelo pudo sonreír ampliamente al verlo, a pesar de que de la boca le salía un cañito de goma, que tenía un embudo en la punta. El niño trepó a un banquito que allí había, y deslizó un caramelo de menta en la boca del viejo, a un costado del cañito de goma. (Desde aquella vez en que había hablado con su padre, Carlitos llevaba siempre encima una bolsita con caramelos de menta; había gastado todo su dinero en ellos, los ahorros de toda su vida, más de diez pesos). Al abuelo, de la alegría, le brilló el ojo izquierdo; el derecho continuaba oculto.

Carlitos, sabiendo que solamente podía hacerle una pregunta, no vaciló en posponer el asunto que le interesaba:

¿Cómo estás, abuelo?

Muy, pero muy bien, Carlitos —respondió, mostrando en su sonrisa que aún le quedaban dos o tres dientes.

Hasta mañana —dijo Carlitos, y se retiró.




*




No le fue difícil volver a encontrar la habitación del abuelo, al día siguiente, porque era la última de uno de los corredores —el que partía del costado izquierdo de la estufa.

Deslizó un nuevo caramelo de menta en la boca del abuelo, y sin querer, preguntó:

¿Para qué es ese cañito que te sale de la boca?

Por allí me dan la sopa —respondió el viejo—. A mi edad ya no se puede tomar la sopa con cuchara —a pesar del cañito de goma y el caramelo de menta, las palabras le llegaban al niño con mucha claridad; la voz, sin embargo, sonaba distante—. Las manos tiemblan y el contenido se vuelca; y también me es difícil recordar dónde tengo la boca.

Carlitos se despidió hasta el día siguiente.




*




La curiosidad es peligrosa, porque a menudo nos desvía de nuestro camino. Es cierto lo que ustedes están pensando: muchas veces los nuevos caminos que nos descubre, justamente, la curiosidad, son mil veces más interesantes que aquél que por curiosidad abandonamos. Pero observad cómo, en este caso, la curiosidad desvía a Carlitos de un camino también abierto por la curiosidad; y, sobre todo, observad cómo malgasta Carlitos, por curiosidad, su bolsa de caramelos de menta.

Abuelo, ¿para qué quieres tener eso sobre el ojo derecho?

Lo tuve tanto tiempo que, cuando quise, no me lo pude quitar; ahora no recuerdo si me lo puse alguna vez, o si nací con él, en vez de ojo.




*




Y al otro día:

¿Por qué están parados los relojes? —Para que no pase el tiempo.

Y otro día (y otro caramelo, y ya quedan pocos):

¿Y por qué están parados a las tres y veinticinco?

Porque a las tres y media mueren los viejos.




*




Por fin, Carlitos reacciona; no pregunta por qué ese reloj parece una naranja, o ese otro una puesta de sol; ese día va directamente al asunto que le interesa.

Abuelo, ¿tú sabes qué cosa hay en el sótano?

No.




*




Y al otro día:

¿Y sabes de alguien que sepa algo?

Sí.




*




Y otro:

¿Quién es que sabe lo que hay en él sótano?

Tu abuela.




*




Y otro, aún:

¿Y aparte de mi abuela?

Tu padre.




*




Y otro:

Abuelo, tú no quieres darme ningún dato útil, para que te siga dando caramelos, pero éste que te doy ahora es el último, por favor debes contestarme, porque ya no podré conseguir más: dime quién sabe qué cosa hay en el sótano, y que no sea mi abuela, ni mi padre, ni mi madre, y que pueda y quiera contestarme cuando yo le pregunte.

El abuelo meditó unos instantes.

El jefe de los jardineros tal vez pueda darte alguna información interesante —dijo luego, y pasaría mucho tiempo antes de que Carlitos volviera a ver al abuelo.




*




El jardín era muy grande, y rodeaba a la casa por los costados y el fondo; desde la casa no podía verse dónde terminaba el jardín, y si uno se internaba entre la gran variedad de plantas y flores, notaba que se iba transformando en un bosque, en el que podía apreciarse todo tipo de árboles y plantas gigantes. Pero, al igual que la casa, a pesar de ser tan grande que nadie, nunca, podría llegar a conocerlo del todo, era muy difícil perderse en él, porque los caminos eran nítidos, estaban muy bien trazados, y había carteles con flechas que indicaban por dónde debía ir uno, tanto si quería seguir, como si pensaba volver.

Los jardineros eran muchos y, en su mayoría, hombres de pequeña estatura. Estaban siempre ocupados, trabajando en las mil tareas de la jardinería. Todos vestían traje verde, y llevaban en la cabeza un sombrero verde (parecido a una arrugada hoja de parra), por lo que, a veces, si se estaban quietos —o si movían sus brazos lentamente—, se hacía difícil distinguirlos de las plantas y de los árboles.

Carlitos halló, a pocos metros de la casa, a un jardinero que estaba agachado, con la cabeza casi tocando el suelo, muy ocupado en tirar suavemente de cada hojita de pasto, para hacerlo crecer; es una tarea muy delicada, en la que debe tenerse mucha práctica, para no tirar demasiado fuerte (se ve claramente que si uno tira demasiado fuerte, la hojita puede crecer a mayor altura que las otras, o romperse) (las hojitas de pasto se rompen tal vez con demasiada facilidad).

Buenas tardes —dijo Carlitos, y el jardinero pegó un salto de rana hacia arriba y luego de dar una voltereta en el aire cayó de espaldas.




¡Cablegrama! —gritó, furioso, con los ojos cerrados, la boca muy abierta y los puños apretados—. ¿Se puede saber por qué tuviste que asustarme de esa manera? Me has hecho romper la primera hojita de pasto de mi vida; es posible que por esta causa pierda mi empleo, y cuando se enteren de que he roto una hojita de pasto ya nadie, nadie en el mundo, querrá emplearme como jardinero; y como lo único que sé hacer es este trabajo de jardinería, ¡lo más probable es que muera de hambre en muy poco tiempo, perseguido por la miseria y las enfermedades!

»Y aunque lograra aprender otro oficio, haciendo un gran esfuerzo intelectual —porque reconozco que soy un poco duro de entendederas—, ¿quién me va a emplear, cualquiera sea el nuevo oficio a que me dedique, sabiendo que me he desempeñado tan mal en la jardinería, que es el oficio más sencillo?

Carlitos dijo que no había sido su intención asustarlo; simplemente había dicho «buenas tardes» para iniciar una conversación, pues tenía algo que preguntarle, y sus padres le habían enseñado (y creía recordar que también la maestra, en la escuela, se lo había enseñado) que no es correcto iniciar una conversación con otra persona sin haberla saludado previamente.

Agregó que si alguien intentaba despedirlo por el asunto del pasto roto, él explicaría lo sucedido y ya no podrían echarlo.

El hombrecito se puso muy contento, e inició una hermosa y compleja danza en torno del niño, moviendo mucho las manos y girando repetidas veces sobre la punta del pie; debo decir que durante su danza no se cuidaba de que sus pies quebraran cientos de hojitas de pasto.

Al fin, el jardinero, ya sereno, le preguntó a Carlitos qué era lo que deseaba saber.

Usted, ¿es el jefe de los jardineros? —preguntó el niño.

El hombrecillo se echó a reír de una manera exagerada, mostrando todos los dientes y la lengua, y las lágrimas le salían a raudales por los ojos; tuvo que tirarse al suelo, todo a lo largo, y tomándose la barriga con las manos rió y rió con verdadera desesperación. Decía que no podía más, que ya no podía reírse más; sin embargo estuvo así durante unos minutos, aún; y la risa era un hilo continuo y cada vez más débil, que escapaba de sus labios con mayor dificultad a cada instante.

Bueno, bueno —dijo al fin, cuando recuperó el habla, levantándose y recostando su espalda contra un alto cacto (aunque, al parecer, sin pincharse: habilidades de jardinero)—. No —agregó seriamente—. No soy el jardinero jefe; soy el jardinero de penúltima categoría.

¿Y usted sabe dónde se encuentra el jardinero jefe? —preguntó Carlitos, temiendo que el hombre se pusiera a reír otra vez.

Debe estar, exactamente, en algún lugar de este jardín. El que mejor puede saberlo es el jardinero segundo; yo no sé más.

Y el jardinero segundo, ¿dónde se encuentra? —insistió el niño.

Eso debe saberlo el jardinero tercero, y no me preguntes más. Para hallar al tercero deberás preguntarle al cuarto, y para hallar al cuarto deberás preguntarle al quinto, y así sucesivamente hasta llegar al último; el último es aquél que se ve allí, pintando el hongo violeta con lunares amarillos; él te dirá dónde estoy yo, que soy el jardinero penúltimo.

Eso no necesito preguntarlo —dijo Carlitos, que ya estaba enojado—. Sé perfectamente que usted está aquí, delante de mis ojos.

Entonces, pregúntame por el antepenúltimo —dijo el hombre, mientras se inclinaba nuevamente sobre la tierra para volver a su labor.

Creo que es un trámite muy largo —comentó Carlitos, mientras se alejaba por un camino, y se internaba en el jardín—. Mejor trataré de encontrar directamente al jardinero jefe.




*




Cuando uno busca algo, no debe ni soñar en encontrarlo por azar, por lo menos dentro de un plazo determinado. Porque uno de los tantos chistes del azar es, justamente, escondernos lo que buscamos, y hacemos encontrar lo que no buscamos, o que ya no buscamos. Por lo menos, es mi experiencia personal; si a ustedes les sucede lo contrario, pueden adoptar la filosofía que se les antoje, que a mí no me afecta en lo más mínimo.

Pero a Carlitos le sucedía como a mí. El día en que encontró al abuelo, por ejemplo, si bien llevaba la bolsita de caramelos consigo (ya se había convertido en costumbre, ni la sentía en el bolsillo), recorría la casa con afán tratando de encontrar un ratón blanco vestido de esquimal; para qué lo quería, es asunto aparte, y me llevaría todo otro libro explicarlo; simplemente citaba el caso para apoyar mi teoría anterior.

Bien; esa tarde, Carlitos vagó por el jardín, desalentado; había mirado por todas partes, sin llegar a ver a nadie que impresionara como jefe de los jardineros. Sólo plantas y flores, y árboles; y, a veces, algún tonto jardinerito de ínfima categoría.

De pronto llegó a sus oídos un débil grito.

¡Socorro!

Miró a su alrededor, pero no pudo localizar a quien había gritado. Luego se repitió el pedido de auxilio y, ahora, le pareció que la voz no venía del sur ni del norte ni del este ni del oeste, sino más bien desde el mismo lugar en que estaba parado, cerca de sus pies.

Miró y en efecto, próximo a su pie derecho, vio un charco de agua, en el que nadaba un pequeño insecto; agitaba las patas, muy finas y largas, con desesperación; era evidente que estaba a punto de ahogarse, ya muy cansado de nadar.

Carlitos se agachó y metió un dedo en el agua; el insecto, muy trabajosamente, logró treparse después de algunos intentos. Carlitos se incorporó y llevó el dedo cerca de sus ojos.

El insecto, que era de una especie para él desconocida, tenía un menudísimo cuerpo verdoso, grandes ojos redondos, y las patas —que como he dicho, eran largas y finas— ahora estaban colgando flojamente a ambos lados del dedo índice del niño.

¡Uf! —dijo el insecto, luego de tomar aliento—. Muchas gracias, niño; creí que de ésta no me salvaba.

No tienes por qué —respondió Carlitos; observó que el insecto jadeaba y que, con mucha lentitud, iba tratando de incorporarse sobre sus patas; pero aún no podía hacerlo, y las patas volvían a colgar, fláccidas, a sus costados.

¿Qué clase de insecto eres? —preguntó el niño, con curiosidad— Nunca he visto a nadie parecido a ti.

Soy el único de mi especie —respondió con orgullo—. Me llamo Tito, y como soy único, imagino que debo pertenecer a la especie de los Titos (o Titus, para hacerlo más científico).

Yo me llamo Carlitos —dijo el niño, a su vez.

Ahora, Tito había logrado afirmarse bastante bien sobre sus patas, y sacudía el cuerpo, como hacen los perros cuando se mojan, para secarse más rápidamente.

Dime, Carlitos —dijo luego el insecto—. Quisiera retribuirte el favor que me has hecho. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

No es necesario que me retribuyas nada —respondió el niño—. No me ha costado ningún trabajo y, de todos modos, es lo que hubiera hecho cualquiera en mi lugar.

Eso crees —respondió agriamente Tito—. Eso crees, niño; yo, con estos ojos, he visto ahogarse a más de una hormiga, a más de una mariposa, sin que nadie moviera una pestaña para salvarlos. Es más; si yo te contara…

El insecto dejó la frase sin terminar, y su boca se torció en un gesto amargo. Carlitos no se animó a alentarlo a que continuara y, un poco para salir del tema, le preguntó si no sabía cómo encontrar al jefe de los jardineros.

Tito meditó unos instantes.

Mira —dijo, luego—, yo no sé dónde se encuentra; pero, si no tienes miedo, hay un modo muy rápido de hallarlo; claro, se corren ciertos riesgos.

Dime ya —lo apresuró Carlitos.

Antes —dijo el insecto— debo hacerte una advertencia; el jefe de los jardineros es muy mentiroso; jamás contesta seriamente una pregunta. No sé para qué quieres hallarlo, pero debes tener en cuenta que, fatalmente, te mentirá.

Entonces —dijo Carlitos, cabizbajo— ya no tengo interés.

Tito advirtió el profundo desencanto del niño, y dijo:

Hay, sin embargo, un sistema para hacerle decir la verdad: el jefe de los jardineros es muy mentiroso, es cierto, pero de imaginación limitada. Fíjate que no puede decir más de dos mentiras seguidas; si le preguntas una tercera vez la misma cosa, tendrá que decirte la verdad.

El rostro de Carlitos se animó.

Y para encontrarlo, nada más sencillo —prosiguió el insecto—. ¿Ves ese cartel, cerca de la fuente? —Carlitos dirigió la mirada hacia donde le indicaba el insecto con una de sus patas, y vio, efectivamente, un cartel que decía: «PROHIBIDO PISAR EL CÉSPED»—. Bien; si te acercas a la fuente, y pisas el césped, de inmediato aparecerá un inspector, que intentará cobrarte una multa; si tú no la pagas, te llevará ante el jefe de los jardineros para que te castigue. Por eso te decía que había cierto peligro; si no logras engañarlo, o escaparte luego, no sé qué terrible castigo recibirás.

Correré el riesgo, de todos modos —dijo Carlitos, que estaba muy entusiasmado. El insecto probó sus alas y al parecer satisfecho con la prueba, se despidió.

Hasta pronto, Carlitos —dijo—. Te estaré agradecido durante todo el resto de mi vida.

Hasta pronto, Tito —Carlitos hizo adiós con la mano, mientras el insecto se alejaba, y tuvo que contenerse para no agregar: «Saludos a los tuyos», recordando que era el único de su especie, y que quizás pensara que se burlaba de él; en cualquier caso, significaría recordarle su soledad, y eso no habría estado bien.




*




Se aproximó a la fuente. Era muy blanca, de mármol, redonda, llena de agua. En el centro había una estatua, que representaba a un feo pez vertical que echaba agua hacia arriba por la boca.

La fuente estaba rodeada de un césped muy fino y hermoso, de un color tan verde como jamás había visto Carlitos anteriormente; un verde brillante y agudo.

Había un cordón de ladrillos pintados de negro y de rojo bordeando el césped. El niño vaciló un instante, y luego levantó la pierna derecha y dejó caer el pie lentamente del otro

lado de los ladrillos.

Apenas la suela del zapato hubo rozado una hojita del césped se oyó un fuerte pitido, y pesados pasos corriendo sobre la grava del sendero.




Carlitos quitó el pie del césped y giró la cabeza hacia la izquierda; por el sendero venía, jadeando y resoplando entre uno y otro pitido, un hombre bajito y muy gordo, vestido con un uniforme gris, y que llevaba una gorra gris en la cabeza.

¡Criminal! —vociferó, al llegar junto al niño. Hizo sonar el pito nuevamente, en forma innecesaria; el sonido taladró los oídos de Carlitos— ¡Te vi! ¡Te vi cuando pisabas el césped!

Es verdad —dijo Carlitos.

Es verdad, señor Inspector —corrigió el hombre.

Es verdad, señor Inspector —repitió el niño.

Bien. Tienes que pagar la multa. Son quinientos mil ochocientos mil cuatrocientos cincuenta mil trillones de millones de mil pesos.

¿Cuánto? —preguntó Carlitos, con los ojos muy abiertos, porque no había logrado hacerse una idea del número.

Quinientos mil ochocientos mil cuatrocientos cincuenta mil trillones de millones de mil pesos —repitió el inspector.

No tengo tanto dinero —dijo Carlitos, revisando sus bolsillos. Extrajo una moneda—. Cincuenta centésimos es todo lo que tengo. No más.

El inspector echó la gorra hacia adelante y se rascó la nuca.

Creo que no alcanza —dijo, mientras calculaba, tratando de que Carlitos no advirtiera que utilizaba los dedos de la mano izquierda para contar—. Deberé llevarte ante el jefe de los jardineros para que te castigue.

Bueno —dijo Carlitos.

Bueno, señor Inspector —corrigió el inspector.

Bueno, señor Inspector.




*




Internándose por el jardín, el inspector lo condujo a través de tortuosos senderos; al cabo de cierto tiempo llegaron a un lugar desprovisto de árboles y de plantas, de forma circular; en el centro había, sin embargo, algo parecido a un árbol: era el jefe de los jardineros.

El inspector aproximó al niño, tomándolo firmemente de un brazo para demostrar autoridad (un poco de teatro para su jefe); dio las explicaciones de rigor y, tras una profunda reverencia, se alejó.

El jefe de los jardineros era, realmente, un señor muy parecido a un árbol. Su cara era arrugada, como la corteza de un árbol; el pelo era verde, como la copa de un árbol; sus piernas y pies, que cubría con un pelele marrón, muy arrugado, estaban muy juntos y parecían el tronco de un árbol, y no se movían de su sitio; los dedos de las manos eran extremadamente largos y retorcidos, como las ramas de un árbol, y tenía siempre los brazos un poco levantados y, al hablar, los movía lentamente, hacia uno y otro lado, recordando a un árbol agitado por la brisa.

Estuvieron un rato en silencio; el jefe de los jardineros estudiaba a Carlitos, y Carlitos estudiaba al jefe de los jardineros. Al niño le sorprendió ver que, como en un árbol, una columnita de hormigas le subía y otra le bajaba por el cuerpo.

¿Por qué has pisado el césped 19 veces? —preguntó, por fin, el jefe de los jardineros, con voz de árbol.

Lo he pisado solamente una vez —respondió Carlitos y, recordando las reglas de urbanidad, añadió, un poco tardíamente—, señor Jefe de los Jardineros.

No mientas: me informaron perfectamente que lo has pisado 23 veces —dijo.

No, señor Jefe de los Jardineros; lo he pisado una vez, y nada más.

Muy bien: ¿por qué has pisado el césped?

Porque —respondió Carlitos— yo quería hablar con usted, y todos los jardineros de menor categoría me confundían con su extraño comportamiento, y, guiándome por ellos, hubiera tardado mucho tiempo en encontrarlo, o quizás no lo hubiese encontrado nunca; en cambio, de este modo, el inspector me ha traído inmediatamente ante su presencia.

¿Y para qué querías verme? —preguntó, extrañado, el jefe de los jardineros, diciéndose tal vez para sus adentros que era cosa bastante inusual que alguien quisiera verlo; la experiencia le decía que más bien sucedía, con la gente, todo lo contrario.

Oh, bueno —y aquí Carlitos empezó a mentir, siguiendo los consejos de Tito—, pues, me han hablado muy bien de usted, me han dicho que usted es una persona de grandes cualidades, y que es muy sabio, y que si yo quería saber cualquier cosa, por más difícil o extraordinaria que fuese, me bastaría con preguntárselo a usted.

Todo eso es muy cierto. Muy cierto —comentó el jefe de los jardineros, con evidente satisfacción—, Entonces, estás perdonado, porque se justifica plenamente que hayas pisado el césped. Ahora, dime qué quieres saber.

Carlitos estaba muy contento por haber sido perdonado (sin recordar que esta afirmación la había hecho el jefe una sola vez) y, anhelante, le hizo la pregunta que, desde hacía tiempo, lo estaba obsesionando:

¿Qué hay en el sótano de la casa de mis padres?

El jefe de los jardineros respondió de inmediato, y con gran naturalidad.

Un tubo de pastillas para la tos —dijo.

¿Qué hay en el sótano de la casa de mis padres? —insistió Carlitos.

Hay mucha humedad, oscuridad y telas de araña, botellas y viejas damajuanas vacías amontonadas, ratones y bichos de la humedad y ciempiés, y la reja de hierro de la cabecera de una cama deshecha, y un maniquí que está roto, y algunos montones de diarios antiguos.

Eso le pareció a Carlitos muy lógico y estuvo a punto de creerlo; pero luego recordó la advertencia del insecto y volvió a preguntar, por tercera vez:

¿Qué hay en el sótano de la casa de mis padres?

El jefe de los jardineros suspiró, y dijo, lentamente y con gran tristeza:

La verdad es que no sé lo que hay… Yo también quisiera saberlo, y a menudo me lo pregunto. Pero tampoco me importa demasiado.

Carlitos meditó un instante; estaba seguro que, a pesar de todo, ese hombre parecido a un árbol podría serle útil; su abuelo le había dicho que alguna relación, aunque no explicara exactamente cuál, había entre el sótano y él.

¿Y usted sabe de alguien que sepa lo que hay? —preguntó, entonces.

Un hermano del cuñado de la hermana menor de un tío de mi señora sabe —respondió el hombre.

Carlitos repitió la pregunta.

Sí —respondió, simplemente, el jefe de los jardineros, y Carlitos no necesitó preguntar por tercera vez para imaginar la respuesta.

Volvió a meditar unos instantes, apretándose la barbilla con el pulgar y el nudillo del índice.

¿Quién tiene la llave del candado de la puerta del sótano? —preguntó, por fin.

La tengo yo, y muy bien guardada, y a nadie la he de entregar —respondió el hombre, con voz fiera, y Carlitos estuvo a punto de creerle (había que ver la seriedad con que ese hombre mentía; ¿no les hace acordar a…? Pero no, también ésta es otra historia).

¿Quién tiene la llave del candado?

No sé, juro que no lo sé —respondió el jefe de los jardineros, con lágrimas en los ojos; a Carlitos le dio mucha pena—. Si lo supiera, se la pediría, para bajar al sótano. Siempre quise bajar al sótano.

¿Quién tiene la llave? —preguntó por tercera vez el niño.

El Tragafierros —respondió el jefe con enojo, porque el niño lo había obligado a decir la verdad—. El Tragafierros que habita el aljibe próximo a la casilla del guardabosques.

Muchas gracias, señor Jefe de los Jardineros —dijo Carlitos, muy satisfecho; aunque ignoraba qué cosa podía ser el Tragafierros, y no tuviera la menor idea de que existiese ninguna casilla, ni guardabosques, al menos ya había obtenido una respuesta concreta sobre el sótano y, sobre todo, una respuesta cierta.

Saludó cortésmente al hombre parecido a un árbol y se dispuso a retirarse; pero no había dado más de dos o tres pasos cuando oyó su vozarrón que gritaba:

¡Esbirros! ¡Que no se escape! ¡Pisó el césped 29 veces, hay que castigarlo! ¡Esbirros, pronto!

Hombrecillos con armaduras y lanzas comenzaron a bajar de los árboles y a asomar de agujeros en la tierra; inmediatamente formaron una escuadra, capitaneada por el más alto de todos ellos —aunque su estatura no era mayor que la del niño—; en la segunda fila había tres esbirros, en la tercera había cinco, en la cuarta siete, en la quinta había nueve y en la sexta once. Carlitos se sorprendió mucho, porque el jefe de los jardineros lo había perdonado; pero recordó que ésa era una afirmación que había hecho una sola vez, y por lo tanto era mentira. Echó a correr desesperadamente, y las lanzas de los hombrecillos —que corrían en su persecución— comenzaron a caer cerca de su cuerpo.

¡No lo dejen escapar! —gritaba el jefe de los jardineros, y su amenazante voz de árbol le daba al niño más fuerzas para correr.




*




Corría, corría, corría.




*




Corría, corría, corría.

Corría, y le parecía estar siempre en el mismo sitio. Con el miedo que le embargaba, y el apremio de la persecución, Carlitos no podía estar fijándose en detalles; pero, después de mucho correr, llegó a la conclusión de que lo hacía en círculo, siempre alrededor del lugar en que se encontraba el jefe de los jardineros (que, a todo esto, seguía gritando desaforadamente).

Sin embargo, el niño se había guiado por los carteles indicadores, aquéllos prolijamente pintados sobre flechas de madera, que decían «A LA CASA», «AL ESTANQUE», «AL PARQUE», etc.; él observaba la dirección de la flecha en todos los que decían «A LA CASA», y corría sin preocuparse de otra cosa, pero al fin se dio cuenta.

Son esos carteles —murmuró para sí, y estaba muy, muy, muy cansado—. Dicen que los ponen para que la gente no se pierda, pero en realidad están puestos solamente para confundir —y se desentendió de los carteles, y siguió corriendo en cualquier otra dirección.




*




¡Eh! —gritó alguien— ¡Eh, niño, por aquí!

Carlitos miró y vio un claro entre los árboles; otro lugar circular, totalmente cubierto de florecillas de dos colores: unas amarillas, otras violetas, dispuestas de manera tal que formaban dibujos maravillosos e incomprensibles.

En el centro mismo del círculo había un hombrecito, sentado en el aire, que lo llamaba haciendo señas.

Carlitos se aproximó; el hombre, de estatura no mayor que la de los esbirros, tenía una larga barba blanca. Se puso de pie, hizo como que abría una puerta invisible, tomó a Carlitos de una mano y le hizo pasar, y luego cerró la puerta.

Así que te persiguen —dijo, con gran tranquilidad, como si hablara de un hecho corriente y sin mayor trascendencia; Carlitos, muy, muy, muy cansado, jadeaba y miraba nerviosamente por encima de su hombro; y, en efecto, en ese instante pasaron por el sendero todos los esbirros, corriendo, gritando y tirando sus lanzas.

Miraron hacia ellos pero, aparentemente, no los vieron, pues siguieron de largo.

El niño extendió las manos, pero no pudo tocar nada; evidentemente, allí no había puerta, ni paredes.

Este es el manicomio del jardín —le dijo el hombrecillo, y volvió a sentarse en el aire, cruzando la pierna derecha por encima de la izquierda.

No entiendo —dijo Carlitos—. No entiendo nada.

¿Qué quieres saber? —preguntó el hombrecillo, mirándolo con afecto.

Todo, todo eso —murmuró Carlitos—. Usted abrió una puerta que no existe, luego la cerró; los esbirros pasaron y no me vieron, aunque yo podía verlos perfectamente. Luego, usted se sienta en el aire y me dice que esto es un manicomio.

Así es —respondió el hombrecillo, y extrajo de entre sus ropas una pipa encendida y empezó a fumar—. Pero, por favor, ponte cómodo —y con la mano dio unos golpecitos en el aire, que sonaron a madera, indicándole un lugar próximo a donde él estaba sentado—. Estás cansadísimo, siéntate un rato.

Carlitos miró con desconfianza; extendió una mano, dio unos golpecitos, pero no sonaron, ni sintió que tocara nada.

No, no —dijo el hombrecillo—. Si no tienes confianza, no te podrás sentar.

Carlitos no quiso ofenderlo, y aparentó creerle; pero no estaba convencido, y al intentar sentarse a la misma altura del hombrecillo, cayó, y quedó sentado en el suelo.

El hombre dio una pitada a su pipa, movió la cabeza negativamente, con una sonrisa comprensiva, y no insistió.

Te explicaré —dijo—. Yo, antes, era, como ellos, un esbirro. Tenía que pasarme la vida encima de un árbol, esperando que el jefe de los jardineros llamara para perseguir a alguien.

»Era muy aburrido, y muy ingrato. Generalmente había que perseguir a gente buena, que no había hecho otra cosa que pisar el césped, o interrogar a las mariposas. Al final me cansé y dije que no quería ser esbirro; pedí que me trasladaran a la jardinería.

»Entonces dijeron que estaba loco, porque los esbirros tienen un sueldo mucho mayor y son muy respetados, y en la jardinería hay que trabajar mucho más, durante todo el día (y a veces, también durante la noche), y me encerraron en esta celda.

»Pasó mucho tiempo. Las paredes fueron cayendo, y nadie se tomó el trabajo de reconstruirlas. Yo me siento muy bien acá, sin tener que perseguir a nadie, y los esbirros me traen de comer y nunca me falta nada. Ellos fueron advirtiendo que las paredes desaparecían, pero no quisieron decir nada porque, si no, el jefe de los jardineros los obligaría a construir otra celda, y se sabe que los esbirros son muy haraganes.

»Por lo tanto, aunque hace ya muchos, muchísimos años que no existe la celda, sigue existiendo para ellos y para mí; y tanto nos interesa que exista, que la vemos, y la tocamos. Yo mismo, ya lo ves, puedo sentarme cómodamente en un banco de madera que hace tiempo se echó a perder.

¿Y por qué no me vieron? —preguntó Carlitos, que todavía no comprendía del todo.

Te vieron, en realidad; pero no creyeron en ti. Si hubieran creído, habrían tenido que confesarse que la celda no existe, y construir otra; por lo tanto quisieron ver la celda y, como no pueden ver a través de las paredes, no te vieron.

»No; ahora seguirán corriendo un rato, al final se cansarán y volverán ante el jefe de los jardineros con algún cuento: que te perdieron de vista porque de pronto te transformaste en pájaro y saliste volando, o que montaste en una langosta gigantesca que te llevó saltando hasta la luna.

¿Y el jefe les creerá?

No; pero si no les cree, deberá castigarlos, después de investigar a fondo el asunto, cosa que le resulta fatigante. Hará de cuenta que les cree.

En ese momento los esbirros, cansados, pasaban de vuelta por el sendero. Volvieron a mirar hacia ellos, pero siguieron de largo.

¿Ves lo que te digo? —dijo el hombrecillo, señalándolos.

¿Y usted? —preguntó Carlitos, que aún tenía una duda—. ¿Y usted cómo puede verlos, y al mismo tiempo creer en la celda, hasta el punto de estar sentado en un banco que no existe?

Bueno —el hombrecillo sonrió, y dio unas pitadas—. Ahí está el truco. Ahí está el truco —se rascó la cabeza—. Nunca supe bien cómo lo hago, pero ahí está el truco.

»Debe ser porque estoy loco; por algo estoy encerrado en el manicomio.

¿Y nunca sale de aquí dentro? —le preguntó el niño, porque le daba tristeza que un hombre tan bueno estuviera encerrado, todo el tiempo, tantos años.

Oh, sí —respondió el hombrecillo, con entusiasmo—, Salgo muy, muy, muy a menudo. Basta que me encuentre aquí a las doce, que es la hora en que me traen la comida.

»Ayer, sin ir más lejos, estuve de visita en la casa de mi amigo el guardabosques.

¡El guardabosques! —exclamó Carlitos, y de inmediato quiso saber acerca de él.




BREVÍSIMA HISTORIA DEL

GUARDABOSQUES

CONTADA A CARLITOS

POR EL HOMBRECILLO DE LA BARBA BLANCA

EN UN CLARO DEL BOSQUE




Hace muchos años, muchos, muchos, muchos años, el bosque que está incluido en el jardín de tu casa era muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy grande. Se sabe que los bosques muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy grandes necesitan guardabosques; entonces, construyeron una casilla y pusieron allí un guardabosques.

Pasó el tiempo, y el bosque fue haciéndose más pequeño, porque los hombres necesitaban madera para construir roperos; la gente había adquirido la costumbre de comprar mucha ropa, y los roperos que había no alcanzaban para guardarla.

Al fin, el bosque se redujo a lo que es hoy, y todo el resto no es más que campo pelado. La casilla del guardabosques quedó, entonces, en medio de un inmenso campo pelado, y el guardabosques tuvo que jubilarse, porque ya nadie quería pagarle un sueldo para que guardara un bosque muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy pequeño.

Ahora vive en ese hongo colorado que crece próximo al estanque, con su mujer y sus hijos, y sus nietos, y sus bisnietos y los tataranietos de sus tataranietos, y se dedica a leer los periódicos y tomar mate.




*




Y junto a la casilla, ¿hay un aljibe? —preguntó Carlitos.

Sí; pero está seco. Ahora lo usa el Tragafierros como morada.

¿Y qué es el Tragafierros?

Nunca lo adivinarías —respondió el hombrecillo—. Es un ser que traga fierros.

Él, entonces, se tragó la llave del sótano —murmuró Carlitos.

Sin duda —respondió el hombrecillo—. Sin duda; las llaves le encantan. Pero si quieres conseguirla, no tienes más que ofrecerle alguna cosa de hierro que le guste más; entonces vomitará la llave y te la entregará.

¿Y qué le puede gustar más que una llave de sótano? —preguntó Carlitos.

¡Ah! —dijo el hombrecillo, dejando caer los brazos al costado del cuerpo—. Eso nadie lo sabe; tendrás que averiguarlo por ti mismo.

Carlitos se incorporó, dándole las gracias efusivamente por haberlo salvado de los esbirros, y por toda la charla, tan instructiva. El hombrecillo le dio la mano, y le dijo que fuera a visitarlo cuando quisiera.

Carlitos prometió volver, e hizo un gesto de despedida con la mano; pero cuando intentó alejarse, se dio de narices contra una pared.

¡Oh! —el hombrecillo, asustado, se acercó—, ¿Te has hecho daño?

No, no —murmuró Carlitos, tapándose la nariz con una mano, porque le dolía; ahora podía ver, muy tenuemente, una viejísima pared descascarada, transparente, pero sin duda muy sólida.

El hombrecillo abrió la puerta imaginaria, Carlitos salió y, haciéndole adiós nuevamente, se fue alejando.

Para llegar al campo pelado no tuvo más que caminar en cualquier dirección, EXCEPTO EN AQUELLA QUE INDICABAN LOS CARTELES.




*




Le llevó algunos días llegar hasta la casilla del guardabosques; estaba situada, tal como le había dicho el hombrecillo, en medio de un gran campo desolado; si uno miraba hacia todos lados no veía, desde allí, otra cosa que campo; el pasto era amarillento, mustio, muy distinto del que cuidaban los jardineros, y tampoco se veían árboles, ni plantas, ni animales.

La casilla estaba casi en ruinas, sólo unas tablas se mantenían paradas. El aljibe estaba pintado a la cal, de blanco, y tenía un balde atado a una soga, colgando de la roldana. Carlitos se asomó al borde del brocal y gritó hacía abajo:

¡Señor Tragafierros!

Una voz cavernosa le contestó casi en seguida, diciendo algo que Carlitos no pudo entender, ya fuera porque había dicho una palabra desconocida para él, o porque los ecos del aljibe deformaban los sonidos.

Me llamo Carlitos —dijo el niño— y quiero la llave del sótano de la casa de mis padres; traigo mercadería para intercambio.

(Por el camino, Carlitos había recolectado algunas cosas que le parecieron atractivas).

La voz volvió a oírse; esta vez pensó que decía «¡Baja!», pero no estaba seguro. Como no quería incomodar al Tragafierros, decidió bajar, en lugar de repetir la pregunta —cuya respuesta, seguramente, tampoco entendería.

Entonces, soltó la cuerda, que estaba anudada a uno de los palos que sostenía la roldana, y dejó que el balde bajara lentamente; luego ató la cuerda, de nuevo, al palo, y se tomó de ella con las manos y se deslizó con cuidado hacia el fondo del aljibe.

Estaba muy oscuro; pero después de un ratito, sus ojos se acostumbraron a esa semipenumbra, y divisó al Tragafierros.

Era un ser transparente y sin forma, como una amiba; tenía un solo ojo, muy grande, que trasladaba constantemente de un sitio a otro de su cuerpo, y en el centro de esa masa gelatinosa había un montón de hierro viejo en desorden; sin duda, la comida del Tragafierros.

Ese animal, o lo que fuere, no tenía brazos, ni piernas, ni cabeza, ni nada; solamente su cuerpo sin forma, y el ojo.

Buenas tardes —dijo Carlitos, tratando de que el ser no notara el miedo espantoso que sentía, y repitió su oferta de intercambio.

El Tragafierros lo miró fijamente, para lo cual debió colocar su ojo en el centro del cuerpo y dejarlo quieto allí; esa mirada sin párpados ni ternura, fija, que no traslucía ninguna clase de emociones, hizo que Carlitos sintiera mucho más miedo aún.

¿Qué es lo que traes para ofrecerme? —dijo finalmente el Tragafierros. (La voz era exactamente como un disco pasado en velocidad muy lenta).

Carlitos metió la mano en el bolsillo, extrañado de que ese bicho pudiera hablar sin boca, y extrajo un hermoso cortaplumas; lo puso en la palma de la mano y lo exhibió ante el ojo del Tragafierros.

¡Bah! —dijo éste—. No me interesa. Es acero inoxidable.

Entonces Carlitos siguió metiendo las manos en los bolsillos y sacando cosas: rulemanes, tenedores, sacacorchos, destapadores, tijeras, una llave, otra llave, agujas para destapar primus, tapitas de botellas de refrescos, otra llave, una cadena de perro, y muchas cosas más.

Nada de eso me interesa —decía el Traga fierros—. Nada. Lata, acrílico, manganeso, yeso, lata, lata, lata.

Finalmente, el niño se dio por vencido.

No tengo otra cosa para ofrecerle —dijo, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

Bueno, bueno —dijo el Tragafierros, con cierta maldad—. Ahora el mariquita se va a poner a llorar.

Esto le dio mucha rabia al niño, y no pudo contener el llanto; entonces el Tragafierros se asustó y le dijo:

¡Basta, basta! Las lágrimas me hacen mucho daño; en realidad, es a lo único que le temo, a las lágrimas y al agua de mar. Son saladas, y tarde o temprano terminan por oxidar los hierros que tengo en el estómago, lo que me produce espantosos dolores.

Como Carlitos no cejaba en su llanto, el ser produjo una especie de hipo, y la llave del sótano saltó, como por arte de magia, a la mano derecha del niño.

Ahora, vete —dijo el Tragafierros, y Carlitos le agradeció y comenzó a trepar por la cuerda.




*




Este cuento parece interminable, me doy cuenta, y quizás lo sea; pero yo no busco complicarlo artificialmente, sino que me ciño en forma estricta a la más pura realidad de los hechos. Yo no soy quien tiene la culpa si los hechos y su encadenamiento son complicados; trato de narrarlos de una manera simple y escueta, pero no puedo deformar la verdad, como hacen muchos, ni siquiera en favor de mis encantadores lectores.

Lectores que, al leer estas líneas, se preguntarán indignados: «¿Y por qué no escribe otra cosa? Algo más corto, o más simple. Nadie lo obligó a narrar esta historia».

Es una crítica que puede parecer acertada; pero el hecho es que intenté narrar otras historias —y, en un principio, pensé que ésta era más corta, más bonita y más simple—, pero siempre, siempre siempre mis historias son largas y complicadas. Y yo no tengo la culpa. No tengo la culpa de que a los personajes les sucedan estas cosas. No tengo la culpa de que la cuerda del aljibe se haya roto… (Era una cuerda muy vieja).




*




Carlitos fue a caer, afortunadamente desde poca altura, muy cerca del Tragafierros.

¡Casi me aplastas! —protestó éste, furioso, y Carlitos ya estaba llorando nuevamente, porque pensaba que no podría salir nunca más del aljibe.

Mira —le dijo el Tf (Tf = Tragafierros; de ahora en adelante se utilizará esta abreviatura, porque quizás Carlitos no salga, realmente, nunca del aljibe, y me cansa tener que escribir un nombre tan largo tantas veces durante tanto tiempo), hablándole lentamente y con mucha amabilidad y paciencia—. Tú ya no podrás salir de aquí, porque la cuerda se rompió; es mejor que dejes de llorar, para no hacerme daño, y te hagas a la idea. Yo sé muchos cuentos muy entretenidos, y muchos acertijos, problemas matemáticos y adivinanzas; verás que no te aburres.

»¿Conoces la historia del Canillita Histérico? Es muy divertida. Resulta que, un día…

Pero Carlitos no quería quedarse; le pareció que ahí afuera habría cosas mucho más interesantes que los cuentos que le pudiera hacer el Tf; entonces comenzó a subir de nuevo, esta vez apoyando los pies en pequeñas salientes, y en lugares en donde el revoque se había caído.

Pero en seguida resbaló.

El Tf se enojó muchísimo.

¡Todo el mundo encuentra muy divertido eso de dejarse caer encima de mi cuerpo! —gritó—. ¡Claro, soy blandito y amortiguo los golpes! Pero a mí no me gusta, pueden destruirme con ese juego estúpido. Por lo tanto, no voy a tener más remedio que comerte, aunque la carne no me gusta; mi comida favorita es el hierro.

Y diciendo estas palabras comenzó a extenderse por el fondo del aljibe, como si fuera un agua espesa y gomosa; se fue convirtiendo en un ser tan delgado que ahora podía verse muy claramente todo el material que tenía dentro; pero Carlitos estaba muy asustado, y no pudo reparar en esa cantidad de objetos extraordinarios que el Tf guardaba en su interior; apenas observó la perilla de una puerta y algo parecido a la rueda de un tranvía. De inmediato comenzó a trepar nuevamente por la pared del aljibe.

¡Maldición! —gritó el Tf, que cuando se enojaba usaba un espantoso vocabulario—. ¡Te me vas a caer encima y me vas a reventar el ojo, el único que tengo!

Entonces se contrajo nuevamente y se apretó bien contra el lado opuesto al que Carlitos trepaba.

Varias veces el niño cayó al fondo, y otras tantas el Tf empezó a extenderse y luego debió contraerse, al volver el niño a trepar.

Este juego me está cansando —dijo, al fin, el Tf—. Está bien; no trataré de comerte. Deja de trepar y ven a mi lado. Te propondré un acertijo: suponiendo que un Desatanudos y un Quiebraelefantes, cada uno munido de sus respectivas herramientas de trabajo, se topan en un claro del bosque y se trenzan en lucha: ¿cuántas horas demorará el Desatanudos en vencer al Quiebraelefantes, si este último está cansado porque estuvo bailando toda la noche en la fiesta de la Escondetijeras?

Pero Carlitos casi no escuchó la última parte del problema, porque había logrado llegar al borde del aljibe, y pronto estuvo fuera. Le gustaban los acertijos, pero éste trataba de personas raras, que sin duda serían del exclusivo conocimiento del Tragafierros y de la gente de su mundo; por su parte, él tenía cosas más importantes que hacer.




*




Muchos, muchos años le llevó a Carlitos regresar a su hogar.

Sucede que, al salir del aljibe… pero no; es la historia llevaría muchas páginas, tanto tiempo me llevaría escribirla con todos sus detalles que me distraería completamente del asunto del sótano, y envejecería antes de poder retomar el hilo, y quizás muriera antes de poder hacerlo; bástenos entonces con saber que pasaron muchos, muchos años.




*




Las cosas habían cambiado en forma notoria. Carlitos no era ya Carlitos, sino Carlos; tenía bigotes y tres canas en el cabello. Encontró que la casa de sus padres ya no estaba rodeada de un hermoso jardín, sino de extrañas construcciones, en las que gente extraña hacía cosas realmente muy extrañas; y dentro de la casa no había nadie.




*




Recorrió todas las habitaciones y las halló vacías, completamente vacías; sólo una de ellas, la trigésima cuarta del tercer corredor, guardaba, oculta en un hueco del piso, una bolita azul y roja que había perdido cuando niño.




*




Me vi frente a la puerta con el candado; metí la mano en el bolsillo y extraje la llave que me había dado el Tragafierros. Hice girar la llave en la cerradura del candado, y éste se abrió; quité el candado, hice girar el pomo de la puerta, tiré de él, y la puerta se abrió: ante mi vista, había cuatro o cinco peldaños de una escalera de madera; el resto quedaba en la oscuridad más oscura.




*




Enciendo una vela que traje expresamente, y después de dudar tan sólo unos instantes, comienzo a bajar la escalera.




Agosto 1966, Agosto 1937

 


 La máquina de pensar en Gladys. 1970