Se me quitaron las ganas de seguir jugando. No tenía caso decir mis cosas. Me arrepentí de haberle contado al Grillo que yo quería matar a mi padre. Por fortuna tiene tan mala memoria que mañana ya lo habrá olvidado.
Allá en la refresquería junté muchas corcholatas, me las eché a los bolsillos y me puse a correr para oír su ruido, de esa manera ya no escuchaba las voces que traía siempre en la cabeza. Sentí cómo se hacía de noche porque el hambre me crecía oscura; ese dolorcito de siempre que revierte en mi boca un sabor agrio. Me fui para la casa. A la entrada de la vecindad la Márgara mataba ratas con un palo. La vieja como no puede dormir se pasa las noches matando ratas, por eso el cabrón le puso de apodo La Gata, y como tiene la piel grisácea y los ojos amarillos, y como sólo come pan remojado con leche, pues la verdad el apodo le queda muy bien.
Entré al cuarto y vi las mismas cosas de siempre. Para cualquiera todo eso estaba en desorden, y no, cada cosa estaba en su lugar: los trastos en la estufa y en la mesa. En el rincón, izquierda al fondo, la bacinica. Medicinas, veladoras y papelitos en la repisa. Los quintos encajados en la rendija de la ventana. Las toallas deshilachadas colgadas en los clavos de la pared derecha, ahí junto, la chamarra roja del viejo: hace mucho que ya no se la pone, desde que consiguió la de cuero. En la alacena los kilos de frijoles, la manteca, la sal, el café y el piloncillo. Ahí la estampita de San Judas Tadeo y un vaso con hierbas espanta espíritus, epazote y albahaca. En los rincones los montones de ropa, el costal de carbón, la lata de petróleo...
Ya era de noche, todos mis hermanos dormían menos la Jacinta, ella le sobaba la espalda a mi mamá. Me serví un plato de frijoles y me los comí muy despacio haciéndome a la idea de que estoy educado (mi bonito juego fantasioso) muy por encima del dolor que produce el hambre. Contuve el gesto animal y lo hice así, despacio como si comer no fuera nutrirse sino desmayarse. Comí de espaldas para no verlos. Luego me viré y los vi: ahí estaban en el suelo, amontonados como cadáveres envueltos en trapos, una mancha color mugre, los miembros confundidos, entrelazados o desparramados, una pierna encima de aquel brazo, unas espaldas, una mano como sola en aquella esquina, tres montones de cabellos, y una cabeza muy visible, la de Juanito, con la boca abierta. Así son mis hermanos todas las noches: algo sucio y sofocado, seres en fragmentos sumergidos en una pesadilla, algo hediondo, espeso y ronco.
Lupita estaba acostada en la cama, la única cama. Bien envuelta medía apenas medio metro. Tenía los cabellos mojados de sudor, embarrados sobre el rostro. Cualquiera diría que un gran miedo la había empapado.
Tenía calentura y esa enfermedad que ya le había durado varios días y a la que no sabíamos qué nombre ponerle; ni siquiera la habíamos llevado al doctor para que él nos dijera el nombre de lo que tenía y cómo curarla. Ahí estaba; balbuceaba y se enflaquecía. Yo podía oír ese ruidito; cuando las carnes se enjutan, es muy parecido al ruido de cuando las cosas inútiles, allá en el basurero, pierden su color.
A eso sonaba Lupita. Jacinta, con su masaje, apretaba la carne cansada de mamá, y cabeceaba de sueño. Mi mamá le dijo que se fuera a dormir. Se echó ahí entre los otros. La estructura de los cuerpos se hizo inmensa, tan quietos todos en la desgracia de ser pobres. Sin embargo algo se movía, yo podía saberlo y sentirlo: el hervidero de chinches y piojos, esa crueldad de puntitos miles que sustraen la sangre; vivir y dormir con la plaga como única posesión.
Mamá y yo nos pusimos a platicar de cosas que nos parecían bonitas, que si el rosal de Doña Amada se había logrado, que a Josefina la tuerta le habían traído un niño Dios para que lo vistiera y que las telas eran muy finas, que la niña de Remedios siempre no se llegó a morir y ahora hasta sonreía, que la abuelita de la Petra pintó su silla de blanco. Todo esto lo decíamos mientras ella alisaba la ropa con plancha de carbón.
De vez en vez se apretaba el vientre y disfrazaba una mueca. Ya duérmete, me decía. Yo no dejaba de hablar. No terminó de planchar el montón de ropa, le comenzaron los dolores de parto. Fijé los ojos ahí, en ese globo de angustia que se inflaba y desinflaba, adentro un nuevo hermanito entre agua y sangre, en giro e impulso, separando huesos, abriendo camino.
Así como estaba agarró un montón de ropa de niño y se dispuso a salir. Voy con usted, mamá. Deja, esto es cosa de mujeres, duérmete. El sueño se me había ido muy lejos, sentía ese mismo miedo de todas las veces, esa mano adentro que me apretaba las tripas, unos ojos en el estómago mirando circularmente, tratando de comprender el misterio del nacimiento y de la muerte, y luego ese odio inmenso, explosivo hacia el cabrón de mi padre.
Como se fue sin dejarme acompañarla, desperté a la Jacinta y la hice ir tras ella. Me quedé ahí, con la mirada vaga. Lupita lloró con unos gritos zumbantes, los ojos en blanco, la boca grotesca abierta en fundamental desesperación. Temí que se fuera a morir, sus carnes crujían, su llanto cada vez más atormentado, exacto al de las arañas, pero con volumen. Las arañas lloran en forma horripilante, tan quedito que los hombres no las oyen, sólo algunos como yo y Bernardo el pajarero. Es insoportable y lastimoso, sobre todo cuando lloran de amor y desesperadas se comen su propia tela de araña dejando boquetes para asomarse por ellos en soledad.
Lupita lloraba como araña, traté de calmarla, me acosté con ella y la abracé muy fuerte; me humedeció. Oí el ruido del barandal, los pasos y la voz aguardientosa del cabrón. Debí de haberme quitado de la cama pero no lo hice.
Algo me paralizó: era la rabia, el dolor, el susto, todo junto. De un golpe abrió la puerta. Lo primero que asomó fue su barriga desparramada. Siempre me repugnó su barriga. Me jaló de la cama y me tiró al montón. Quiso hacer lo mismo con Lupita. Le dije que no, que estaba muy enferma. Me contestó que a él eso le importaba un carajo, que la cama era suya, toda para él, para el Papi, para el Rey, y también la botó al suelo. Somnolienta y febril se arrastró como rata escuálida, se pegó a los otros cuerpos y dejó de llorar. Nunca lloraba cuando él estaba en casa, no le daba la gana soltar lo único que podía expresar: llanto.
Él comenzó con sus gritos de todas las noches. Antoniaaa... Y ese vente pa' la cama, vieja, me reventó los callos y la costra de la herida. A penas y me salió la voz para decirle que se había ido con la partera; ya está naciendo otro niño. Soltó una carcajada gruesa que fue a estrellarse contra el techo.
En intervalos reía y canturreaba. Se quedó dormido. Yo era lo único enteramente vivo entre el montón de fatigados, alerta entre toda aquella respiración múltiple, absorbiendo un aire sucio que había ya pasado por todos los pulmones. La luz movediza de las veladoras manchaba de amarillo los andrajos y los pedazos descubiertos de cuerpos oscuros. Jalé el periódico que sirve para arder el carbón de la estufa. Mi ánimo se fue alterando con los encabezados, con cada letra, sobre el crimen un estallido de sangre; muertos que cruzan el umbral ensangrentados, asesinos cuya substancia es la locura satisfecha: "Mató a su amante a hachazos", "37 puñaladas le dio el hijo diabólico a su padre porque no le quiso dar diez pesos", "La descuartizada de Tlanepantla", "Lo estranguló y lo guardó en el ropero". Se me confundieron todas las imágenes, aparecían, rebotaban, se disolvían y volvían a ser, concretándose unas, esfumándose otras; la verdad, el sueño, las imágenes de las noticias, los recuerdos: mamá lavando la ropa, el cabrón roncando. El vidrio encajado en el pie mugroso de Roberto. Jacinta bañándose a cubetadas ahí tras la cortina, el cabrón acosándola, Jacinta corriendo desnuda y chorreando agua por toda la casa, huyendo, cruzando la vecindad y refugiándose en el cuarto de la tamalera. La chamarra roja del cabrón colgada siempre. La caída del cabrón sobre la olla de los frijoles, se ardió la espalda; las manos y las bocas de todos comiendo los frijoles del suelo.
Los sacos con los pedazos del cadáver descuartizado fueron hallados en el río de aguas negras. Mamá toda golpeada, la olla con trapos hervidos, Malena junto a ella curándola por debajo de la cobija del aborto provocado por la golpiza, los trapos sanguinolentos. Un niño nuevo siempre en casa. Las bocas gritando; hoyos de hambre. Después de matarlo lo descuartizó, lo empaquetó y lo envió por ferrocarril a diferentes provincias. El cabrón revolcándose con mi madre a la fuerza. Consuelo expulsando lombrices. Mis hermanitos girando y frotándose las ropas cuando escuchaban el silbato del afilador para que entrara dinero y suerte a la casa. La barriga del cabrón en primer término. Mi madre con las piernas vendadas.
Algo se me reventó adentro, algo agitado entre las paredes de mi carne. Agarré las tijeras, me deslicé hasta el cabrón y se las encajé con furia. Gritó... Corrí hacia afuera, nunca mis pasos habían sido antes tan veloces, en las plantas de mis pies el tiempo intrépido me empujaba hacia la casa de la partera. Balbuceos y gritos, obligado a disminuir la avanzada en cada esquina. Continuaba con aquella carrera cada vez más rápido y gritando más fuerte: se acabó, mamacita, ya acabé con el cabrón de mi padre. Lo acabé porque nunca supo ni siquiera respetar sus cuarentenas. Lo acabé por lo mucho que la usó, por los muchos hijos que le hizo. ¡Se acabó! ¡SE ACABÓ!
Ahora toda la cama es para usted y para su niño más chiquito, y para los que quepan junto a su cuerpo.
Se acabó; reventadas en el aire las palabras. Al doblar una esquina ahí a mitad de la calle vi a mi mamá acostada en una cama dorada, de sábanas muy blancas, de cobijas suavecitas, de colchas con encajes. Sus trenzas limpias y bien peinadas, rostro claro y sonriente, manos descansadas, camisón blanco, tranquila y feliz. Sentí que las lágrimas me escurrían hasta el cuello.
Cuando la viera a ella, le gritaría con estruendo el SE ACABÓ para que sintiera en toda su alma la liberación lograda.
Al llegar a la puerta de la partera corté la velocidad, me puse como pardo, empujé la puerta y entré de puntitas. Ya había dado a luz. Me miró con ternura, con los mismos ojos de la perra aquella a la que el Grillo y yo ayudamos a tener sus perritos, una gratitud muy dolorosa. Me miró como si ya supiera lo que yo había hecho. No grité como lo había pensado.
Apenas y me salió la voz. Muy quedito le dije: ya se murió apá. La angustia le apareció en el rostro. Sin pedir ayuda se levantó, cargó a su chiquito, le pagó veinte pesos a la partera y nos fuimos para la casa.
Pensaba en lo que venía: el velorio, el llanto, el conseguir dinero para el entierro, el cabrón en el hoyo aplacado para siempre. La cama para mi mamá, y la tranquilidad...
Se hizo un silencio largo antes de abrir la puerta, el tiempo se quedó muy quieto, detenido en el espanto. Jacinta empujó la puerta. Ahí estaba el cabrón, desnudo, sentado, apenas con un boquete cerca de la clavícula, manchado de sangre seca, miraba con rabia de demonio, me clavó los ojos en la entraña, muy punzantes. Me estremecí. El montón era ahora ojos todos muy espantados, manos apretando las cobijas, labios pegados y secos. Yo no sé qué pájaro se había llevado todos los sentidos del mundo. Nadie hablaba. Paralizados todos como muertos congelados. A mí me salió la voz como con sangre: lo quería muerto para que ya no tocara a mi mamá.
Su mirada tuvo una luz roja de incontinencia. Luego me dijo: ¿crees que te voy a pasar esta carajada? Conque no te gusta que yo me coja a tu mamá... pues es mi vieja, tengo derecho a ella cuantas veces me dé la gana, por encima de ti y de todo este montón. Te voy a aleccionar. Antonia, desnúdate y acuéstate. No, musitó ella. Y Jacinta le dijo que estaba muy mal, que todo había sido muy difícil. Ordenó entonces con mando satánico. Me puso la silla ahí muy junto a la cama y me sentó a la fuerza: para que lo veas todo muy bien y entiendas que lo seguiré haciendo cuando me dé la gana. Pon al escuincle en el montón. Jacinta lo tomó en brazos y se fue a colocar en aquella masa de ojos.
Ella se desvistió sin quitarse la pantaleta abultada por los trapos. La obligó a quitárselo todo. Tenía sangre en las piernas. La tiró en la cama y empezó a hacer aquello. Cerré los ojos. Sentí un bofetón. Ábralos bien y vea. El Papi, el Rey hacía lo de siempre.
Rueda la canica por
tierra, cruza el círculo trazado con una vara, pasa de largo sin
caer en el hoyo. ¡Perdiste! Oye, y ¿por qué quieres matar a tu
padre? A pesar de su mala memoria el Grillo no lo había
olvidado. Se me quitaron las ganas de seguir jugando. Por eso me vine
aquí, a ver pasar el ferrocarril, a pensar en los bultos, a
imaginarme que el cabrón ya está empaquetado.