domingo, 31 de mayo de 2020

El montón. Adela Fernández.

Rodó la canica por tierra, cruzó el círculo trazado con una vara, pasó de largo sin caer en el hoyo. Al hincarme me rompí el pantalón de las rodillas. ¡Pelas! Ya me debes tres canicas. Me preguntó qué quería ser cuando fuera grande. Encarcelado, le dije. Me corrigió: carcelero. No, encarcelado, reafirmé; pienso matar al cabrón de mi padre.
Se me quitaron las ganas de seguir jugando. No tenía caso decir mis cosas. Me arrepentí de haberle contado al Grillo que yo quería matar a mi padre. Por fortuna tiene tan mala memoria que mañana ya lo habrá olvidado.
Allá en la refresquería junté muchas corcholatas, me las eché a los bolsillos y me puse a correr para oír su ruido, de esa manera ya no escuchaba las voces que traía siempre en la cabeza. Sentí cómo se hacía de noche porque el hambre me crecía oscura; ese dolorcito de siempre que revierte en mi boca un sabor agrio. Me fui para la casa. A la entrada de la vecindad la Márgara mataba ratas con un palo. La vieja como no puede dormir se pasa las noches matando ratas, por eso el cabrón le puso de apodo La Gata, y como tiene la piel grisácea y los ojos amarillos, y como sólo come pan remojado con leche, pues la verdad el apodo le queda muy bien.
Entré al cuarto y vi las mismas cosas de siempre. Para cualquiera todo eso estaba en desorden, y no, cada cosa estaba en su lugar: los trastos en la estufa y en la mesa. En el rincón, izquierda al fondo, la bacinica. Medicinas, veladoras y papelitos en la repisa. Los quintos encajados en la rendija de la ventana. Las toallas deshilachadas colgadas en los clavos de la pared derecha, ahí junto, la chamarra roja del viejo: hace mucho que ya no se la pone, desde que consiguió la de cuero. En la alacena los kilos de frijoles, la manteca, la sal, el café y el piloncillo. Ahí la estampita de San Judas Tadeo y un vaso con hierbas espanta espíritus, epazote y albahaca. En los rincones los montones de ropa, el costal de carbón, la lata de petróleo...
Ya era de noche, todos mis hermanos dormían menos la Jacinta, ella le sobaba la espalda a mi mamá. Me serví un plato de frijoles y me los comí muy despacio haciéndome a la idea de que estoy educado (mi bonito juego fantasioso) muy por encima del dolor que produce el hambre. Contuve el gesto animal y lo hice así, despacio como si comer no fuera nutrirse sino desmayarse. Comí de espaldas para no verlos. Luego me viré y los vi: ahí estaban en el suelo, amontonados como cadáveres envueltos en trapos, una mancha color mugre, los miembros confundidos, entrelazados o desparramados, una pierna encima de aquel brazo, unas espaldas, una mano como sola en aquella esquina, tres montones de cabellos, y una cabeza muy visible, la de Juanito, con la boca abierta. Así son mis hermanos todas las noches: algo sucio y sofocado, seres en fragmentos sumergidos en una pesadilla, algo hediondo, espeso y ronco.
Lupita estaba acostada en la cama, la única cama. Bien envuelta medía apenas medio metro. Tenía los cabellos mojados de sudor, embarrados sobre el rostro. Cualquiera diría que un gran miedo la había empapado.
Tenía calentura y esa enfermedad que ya le había durado varios días y a la que no sabíamos qué nombre ponerle; ni siquiera la habíamos llevado al doctor para que él nos dijera el nombre de lo que tenía y cómo curarla. Ahí estaba; balbuceaba y se enflaquecía. Yo podía oír ese ruidito; cuando las carnes se enjutan, es muy parecido al ruido de cuando las cosas inútiles, allá en el basurero, pierden su color.
A eso sonaba Lupita. Jacinta, con su masaje, apretaba la carne cansada de mamá, y cabeceaba de sueño. Mi mamá le dijo que se fuera a dormir. Se echó ahí entre los otros. La estructura de los cuerpos se hizo inmensa, tan quietos todos en la desgracia de ser pobres. Sin embargo algo se movía, yo podía saberlo y sentirlo: el hervidero de chinches y piojos, esa crueldad de puntitos miles que sustraen la sangre; vivir y dormir con la plaga como única posesión.
Mamá y yo nos pusimos a platicar de cosas que nos parecían bonitas, que si el rosal de Doña Amada se había logrado, que a Josefina la tuerta le habían traído un niño Dios para que lo vistiera y que las telas eran muy finas, que la niña de Remedios siempre no se llegó a morir y ahora hasta sonreía, que la abuelita de la Petra pintó su silla de blanco. Todo esto lo decíamos mientras ella alisaba la ropa con plancha de carbón.
De vez en vez se apretaba el vientre y disfrazaba una mueca. Ya duérmete, me decía. Yo no dejaba de hablar. No terminó de planchar el montón de ropa, le comenzaron los dolores de parto. Fijé los ojos ahí, en ese globo de angustia que se inflaba y desinflaba, adentro un nuevo hermanito entre agua y sangre, en giro e impulso, separando huesos, abriendo camino.
Así como estaba agarró un montón de ropa de niño y se dispuso a salir. Voy con usted, mamá. Deja, esto es cosa de mujeres, duérmete. El sueño se me había ido muy lejos, sentía ese mismo miedo de todas las veces, esa mano adentro que me apretaba las tripas, unos ojos en el estómago mirando circularmente, tratando de comprender el misterio del nacimiento y de la muerte, y luego ese odio inmenso, explosivo hacia el cabrón de mi padre.
Como se fue sin dejarme acompañarla, desperté a la Jacinta y la hice ir tras ella. Me quedé ahí, con la mirada vaga. Lupita lloró con unos gritos zumbantes, los ojos en blanco, la boca grotesca abierta en fundamental desesperación. Temí que se fuera a morir, sus carnes crujían, su llanto cada vez más atormentado, exacto al de las arañas, pero con volumen. Las arañas lloran en forma horripilante, tan quedito que los hombres no las oyen, sólo algunos como yo y Bernardo el pajarero. Es insoportable y lastimoso, sobre todo cuando lloran de amor y desesperadas se comen su propia tela de araña dejando boquetes para asomarse por ellos en soledad.
Lupita lloraba como araña, traté de calmarla, me acosté con ella y la abracé muy fuerte; me humedeció. Oí el ruido del barandal, los pasos y la voz aguardientosa del cabrón. Debí de haberme quitado de la cama pero no lo hice.
Algo me paralizó: era la rabia, el dolor, el susto, todo junto. De un golpe abrió la puerta. Lo primero que asomó fue su barriga desparramada. Siempre me repugnó su barriga. Me jaló de la cama y me tiró al montón. Quiso hacer lo mismo con Lupita. Le dije que no, que estaba muy enferma. Me contestó que a él eso le importaba un carajo, que la cama era suya, toda para él, para el Papi, para el Rey, y también la botó al suelo. Somnolienta y febril se arrastró como rata escuálida, se pegó a los otros cuerpos y dejó de llorar. Nunca lloraba cuando él estaba en casa, no le daba la gana soltar lo único que podía expresar: llanto.
Él comenzó con sus gritos de todas las noches. Antoniaaa... Y ese vente pa' la cama, vieja, me reventó los callos y la costra de la herida. A penas y me salió la voz para decirle que se había ido con la partera; ya está naciendo otro niño. Soltó una carcajada gruesa que fue a estrellarse contra el techo.
En intervalos reía y canturreaba. Se quedó dormido. Yo era lo único enteramente vivo entre el montón de fatigados, alerta entre toda aquella respiración múltiple, absorbiendo un aire sucio que había ya pasado por todos los pulmones. La luz movediza de las veladoras manchaba de amarillo los andrajos y los pedazos descubiertos de cuerpos oscuros. Jalé el periódico que sirve para arder el carbón de la estufa. Mi ánimo se fue alterando con los encabezados, con cada letra, sobre el crimen un estallido de sangre; muertos que cruzan el umbral ensangrentados, asesinos cuya substancia es la locura satisfecha: "Mató a su amante a hachazos", "37 puñaladas le dio el hijo diabólico a su padre porque no le quiso dar diez pesos", "La descuartizada de Tlanepantla", "Lo estranguló y lo guardó en el ropero". Se me confundieron todas las imágenes, aparecían, rebotaban, se disolvían y volvían a ser, concretándose unas, esfumándose otras; la verdad, el sueño, las imágenes de las noticias, los recuerdos: mamá lavando la ropa, el cabrón roncando. El vidrio encajado en el pie mugroso de Roberto. Jacinta bañándose a cubetadas ahí tras la cortina, el cabrón acosándola, Jacinta corriendo desnuda y chorreando agua por toda la casa, huyendo, cruzando la vecindad y refugiándose en el cuarto de la tamalera. La chamarra roja del cabrón colgada siempre. La caída del cabrón sobre la olla de los frijoles, se ardió la espalda; las manos y las bocas de todos comiendo los frijoles del suelo.
Los sacos con los pedazos del cadáver descuartizado fueron hallados en el río de aguas negras. Mamá toda golpeada, la olla con trapos hervidos, Malena junto a ella curándola por debajo de la cobija del aborto provocado por la golpiza, los trapos sanguinolentos. Un niño nuevo siempre en casa. Las bocas gritando; hoyos de hambre. Después de matarlo lo descuartizó, lo empaquetó y lo envió por ferrocarril a diferentes provincias. El cabrón revolcándose con mi madre a la fuerza. Consuelo expulsando lombrices. Mis hermanitos girando y frotándose las ropas cuando escuchaban el silbato del afilador para que entrara dinero y suerte a la casa. La barriga del cabrón en primer término. Mi madre con las piernas vendadas.
Algo se me reventó adentro, algo agitado entre las paredes de mi carne. Agarré las tijeras, me deslicé hasta el cabrón y se las encajé con furia. Gritó... Corrí hacia afuera, nunca mis pasos habían sido antes tan veloces, en las plantas de mis pies el tiempo intrépido me empujaba hacia la casa de la partera. Balbuceos y gritos, obligado a disminuir la avanzada en cada esquina. Continuaba con aquella carrera cada vez más rápido y gritando más fuerte: se acabó, mamacita, ya acabé con el cabrón de mi padre. Lo acabé porque nunca supo ni siquiera respetar sus cuarentenas. Lo acabé por lo mucho que la usó, por los muchos hijos que le hizo. ¡Se acabó! ¡SE ACABÓ!
Ahora toda la cama es para usted y para su niño más chiquito, y para los que quepan junto a su cuerpo.
Se acabó; reventadas en el aire las palabras. Al doblar una esquina ahí a mitad de la calle vi a mi mamá acostada en una cama dorada, de sábanas muy blancas, de cobijas suavecitas, de colchas con encajes. Sus trenzas limpias y bien peinadas, rostro claro y sonriente, manos descansadas, camisón blanco, tranquila y feliz. Sentí que las lágrimas me escurrían hasta el cuello.
Cuando la viera a ella, le gritaría con estruendo el SE ACABÓ para que sintiera en toda su alma la liberación lograda.
Al llegar a la puerta de la partera corté la velocidad, me puse como pardo, empujé la puerta y entré de puntitas. Ya había dado a luz. Me miró con ternura, con los mismos ojos de la perra aquella a la que el Grillo y yo ayudamos a tener sus perritos, una gratitud muy dolorosa. Me miró como si ya supiera lo que yo había hecho. No grité como lo había pensado.
Apenas y me salió la voz. Muy quedito le dije: ya se murió apá. La angustia le apareció en el rostro. Sin pedir ayuda se levantó, cargó a su chiquito, le pagó veinte pesos a la partera y nos fuimos para la casa.
Pensaba en lo que venía: el velorio, el llanto, el conseguir dinero para el entierro, el cabrón en el hoyo aplacado para siempre. La cama para mi mamá, y la tranquilidad...
Se hizo un silencio largo antes de abrir la puerta, el tiempo se quedó muy quieto, detenido en el espanto. Jacinta empujó la puerta. Ahí estaba el cabrón, desnudo, sentado, apenas con un boquete cerca de la clavícula, manchado de sangre seca, miraba con rabia de demonio, me clavó los ojos en la entraña, muy punzantes. Me estremecí. El montón era ahora ojos todos muy espantados, manos apretando las cobijas, labios pegados y secos. Yo no sé qué pájaro se había llevado todos los sentidos del mundo. Nadie hablaba. Paralizados todos como muertos congelados. A mí me salió la voz como con sangre: lo quería muerto para que ya no tocara a mi mamá.
Su mirada tuvo una luz roja de incontinencia. Luego me dijo: ¿crees que te voy a pasar esta carajada? Conque no te gusta que yo me coja a tu mamá... pues es mi vieja, tengo derecho a ella cuantas veces me dé la gana, por encima de ti y de todo este montón. Te voy a aleccionar. Antonia, desnúdate y acuéstate. No, musitó ella. Y Jacinta le dijo que estaba muy mal, que todo había sido muy difícil. Ordenó entonces con mando satánico. Me puso la silla ahí muy junto a la cama y me sentó a la fuerza: para que lo veas todo muy bien y entiendas que lo seguiré haciendo cuando me dé la gana. Pon al escuincle en el montón. Jacinta lo tomó en brazos y se fue a colocar en aquella masa de ojos.
Ella se desvistió sin quitarse la pantaleta abultada por los trapos. La obligó a quitárselo todo. Tenía sangre en las piernas. La tiró en la cama y empezó a hacer aquello. Cerré los ojos. Sentí un bofetón. Ábralos bien y vea. El Papi, el Rey hacía lo de siempre.
Rueda la canica por tierra, cruza el círculo trazado con una vara, pasa de largo sin caer en el hoyo. ¡Perdiste! Oye, y ¿por qué quieres matar a tu padre? A pesar de su mala memoria el Grillo no lo había olvidado. Se me quitaron las ganas de seguir jugando. Por eso me vine aquí, a ver pasar el ferrocarril, a pensar en los bultos, a imaginarme que el cabrón ya está empaquetado.


jueves, 28 de mayo de 2020

A la deriva. Horacio Quiroga.

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.

Cuentos de amor, de locura y de muerte. 1917.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Like a Rolling Stone. Rubén Gonzalo Ledesma.

Cuando me cogí aquel resfriado mi voz se volvió ronca durante días. Sonaba tan bien que varias discográficas me ofrecieron grabar un disco. El éxito fue inmediato. En unas semanas copé los primeros puestos de las listas de ventas. No obstante, cuando se me curó el catarro mi voz volvió a ser la de siempre.
Para remediarlo, hice todo lo posible para enfermar. Utilicé pañuelos de personas acatarradas, me mezclé en las salas de los hospitales con pacientes resfriados y acudí a países donde la Organización Mundial de la Salud declaró pandemias de gripe.
Fijé mi residencia en Siberia. En invierno caminaba en bañador por las calles, dejaba que los niños me enterrasen en fosas de nieve o me metía en cámaras frigoríficas durante horas hasta que empezaban a brotarme estalactitas en las narices.
Poco a poco, los continuos resfriados fueron minando mis defensas hasta convertirme en un ser vulnerable.
Ayer morí de una pulmonía.
Hoy soy un mito.


martes, 26 de mayo de 2020

Un bloque espacioso. Richard Matheson.

—El conserje me da escalofríos —dijo Ruth cuando entró en casa aquella tarde.
Levanté la vista de la máquina de escribir mientras ella dejaba las bolsas en la mesa. Me miró. Yo estaba rematando el segundo borrador de un cuento.
—Te da escalofríos —dije.
—Sí. Esa forma tan sigilosa que tiene de moverse… Es como Peter Lorre o alguien así.
—Peter Lorre —repetí, aún inmerso en el argumento.
—Cariño —me urgió—, hablo en serio. Ese hombre es muy raro.
Salí de la niebla creativa con un parpadeo.
—Cielo, el pobre no tiene la culpa de tener esa cara —dije—. Le viene de familia. Déjalo en paz.
Ruth se dejó caer en una silla junto a la mesa, empezó a sacar la comida de las bolsas y a amontonar latas.
—Escúchame —me dijo.
Lo veía venir, por ese tono tan serio que adopta. Aunque ya ni se dé cuenta, lo emplea siempre que va a hacerme una de sus «revelaciones».
—Escúchame —repitió. Énfasis dramático.
—Sí, cariño. —Apoyé un codo en la tapa de la máquina de escribir y la miré con paciencia.
—Ya pones esa cara. Siempre me miras como si fuera una niña idiota o algo parecido. —Sonreí. Débilmente—. La noche que ese hombre entre sin hacer ruido con un hacha y nos descuartice, te arrepentirás.
—No es más que un pobre hombre que se gana la vida fregando suelos y alimentando las calderas.
—La calefacción es de gasoil —objetó Ruth.
—Bueno, pero si tuviéramos caldera, la alimentaría. Seamos comprensivos. Trabaja, como nosotros. Yo escribo cuentos; él friega suelos. ¿Quién juzga qué es más importante?
—Vale —dijo con un gesto de rendición. Parecía decepcionada—. Vale. Si no quieres afrontar los hechos…
—Que son… —la pinché. Pensé que sería mejor que lo soltara antes de que le corroyera el cerebro.
—Escúchame —dijo, entornando los párpados—. Ese hombre está aquí por algo. No es conserje. No me sorprendería que…
—¿Que este bloque de pisos fuera la tapadera de una casa de apuestas? ¿Un escondite para los quince mayores enemigos públicos? ¿Una clínica de abortos? ¿La guarida de un falsificador? ¿Un centro de reunión de asesinos?
Ruth estaba ya en la cocina. Trasteaba con latas y cajas, y las metía en la despensa.
—Vale. Vale. —Estaba usando aquel tono de «no vengas a llorarme cuando te asesinen»—. Que no se diga que no lo he intentado. Si estoy casada con una pared, no es culpa mía.
Entré en la cocina, la abracé por la cintura y le besé el cuello.
—Para ya —me dijo—. No vas a distraerme. El conserje es… —Se volvió y me miró.
—Estás hablando en serio —le dije, y se le oscureció el rostro.
—Cielo, pues claro que sí. Ese hombre me mira raro.
—¿Cómo?
—Oh. —Meditó un momento—. Como si… Como si estuviera esperando algo.
Me reí entre dientes.
—No puedes culparlo.
—A ver, en serio.
—¿Recuerdas aquella vez que creíste que el lechero era un asesino de la mafia? —le pregunté.
—¿Qué más da eso?
—Lees demasiadas noveluchas de misterio —le dije.
—Te arrepentirás.
Volví a besarle el cuello.
—Vamos a comer —le dije. Ella gruñó.
—No sé por qué te cuento nada…
—Porque me quieres —le dije.
—Me rindo —musitó, cerrando los ojos, con la paciencia de un santo condenado a la hoguera. La besé.
—Vamos, cielo, ya tenemos bastantes problemas.
—De acuerdo —cedió, resignada.
—Bien. ¿A qué hora vendrán Phil y Marge?
—A las seis —respondió ella—. He preparado cerdo.
—¿Asado?
—Ajá.
—Me apunto.
—Ya te habías apuntado.
—En tal caso, me vuelvo a la máquina de escribir.
Mientras me exprimía el cerebro para redactar otra página, la oí murmurar para sí en la cocina. No entendí todo lo que decía; solo capté una profecía nefasta.
—Nos matará mientras dormimos o algo parecido.




—No, es una ganga —comentó Ruth aquella noche mientras cenábamos.
Sonreí a Phil, y él me devolvió la sonrisa.
—Yo también lo creo —coincidió Marge—. ¿Dónde se ha visto un piso de cinco habitaciones totalmente amueblado por sesenta y cinco dólares al mes? Con cocina, frigorífico, lavadora… Es increíble.
—Chicas —dije—, no le busquemos tres pies al gato y disfrutemos de la ocasión.
—¡Oh! —Ruth sacudió su preciosa cabeza rubia—. Si te dijeran que van a regalarte un millón de dólares, seguro que lo aceptarías.
—Pues claro que sí —respondí—. Y después correría como alma que lleva el diablo.
—Eres un inocente. Crees que la gente es… Es…
—Normal —dije yo.
—¡Crees que todo el mundo es Papá Noel!
—Es un poco raro —intervino Phil—. Piénsalo, Rick.
Lo pensé. Un piso de cinco habitaciones, nuevo, con muebles buenos, vajilla… Fruncí los labios. Uno puede perder la perspectiva si pasa el día pegado a la máquina de escribir. Quizá fuera cierto. Sin embargo, meneé la cabeza. Entendía qué querían decir. Pero, evidentemente, no iba a reconocerlo. ¿Y estropear la batallita con Ruth? Jamás.
—Creo que es demasiado caro —dije.
—¡Ay, Dios! —Ruth se lo estaba tomando en serio, como siempre—. ¡Demasiado! ¡Cinco habitaciones! Muebles, vajilla, sábanas, manteles, ¡un televisor! ¿Qué más quieres? ¿Piscina?
—¿Una pequeña? —apunté con docilidad.
Ruth miró a Marge y a Phil.
—Vamos a hablar de esto con tranquilidad —les dijo—. Vamos a hacer como que la cuarta voz que oímos no es más que el viento soplando en los aleros.
—Soy el viento en los aleros —repetí.
—Escuchad. —Ruth se puso otra vez a dar vueltas a sus presentimientos—. ¿Y si el lugar es una farsa? Quiero decir, ¿y si nos quieren aquí únicamente como tapadera? Eso explicaría el precio del alquiler. ¿Recordáis la avalancha de gente que vino cuando empezaron a alquilar?
Me acordaba tan bien como Phil y Marge. Si conseguimos el piso fue porque dio la casualidad de que pasábamos por allí cuando el conserje colocó el cartel, y entramos a preguntar. Recuerdo nuestra sorpresa al enterarnos del precio. Estábamos encantados. Parecía que estuviéramos en Navidad.
Fuimos los primeros inquilinos. Al día siguiente, aquello parecía el asedio de El Álamo. Es un poco difícil conseguir piso hoy en día.
—Yo creo que aquí hay gato encerrado —concluyó Ruth.
—¿No os habéis fijado en el conserje?
—Es un bicho raro —contribuí, suavemente.
—Desde luego —convino Marge, riendo—. Dios mío, parece sacado de una película de serie B. Esos ojos… Se parece a Peter Lorre.
—¿Ves? —proclamó Ruth, victoriosa.
—Chicos —dije, alzando una mano conciliadora—, si se llevan algo entre manos, dejemos que continúe. No se nos pide que participemos ni que lo soportemos. Estamos viviendo en un buen sitio a buen precio. ¿Qué vamos a hacer? ¿Investigarlo y echarlo todo a perder?
—¿Y si nosotros formamos parte de ese plan? —preguntó Ruth.
—¿Qué plan, cielo?
—No lo sé —respondió ella—. Pero noto algo.
—¿Recuerdas aquella vez que sentías que el baño estaba encantado y resultó ser un ratón?
—¿Tú también estás casada con un ciego? —le preguntó a Marge, empezando a recoger los platos.
—Todos los hombres están ciegos —respondió Marge mientras acompañaba a mi pobre vidente a la cocina—. Tenemos que aceptarlo.
Phil y yo nos encendimos un cigarrillo.
—Bromas aparte —dije de modo que las chicas no pudieran oírme—, ¿crees que de verdad hay algo raro?
—No lo sé, Rick. —Phil se encogió de hombros—. Pero te diré una cosa: no es normal conseguir un piso amueblado por tan poco dinero.
—Ya —asentí.
«Ya —pensé, abriendo los ojos por fin—. No es normal».




A la mañana siguiente me detuve a charlar con el policía que patrulla por nuestro barrio, Johnson. Me comentó que había bandas y bastante tráfico de droga, y que había que vigilar a los chavales sobre todo a partir de las tres de la tarde.
Es buen tipo, muy divertido. Charlo con él siempre que salgo a la calle.
—Mi mujer sospecha que en nuestro bloque se traen algo entre manos —le dije.
—Yo también sospecho algo —respondió Johnson, muy serio—, ha costado aceptarlo, pero he llegado a la conclusión de que tienen encerrados a niños de seis años a los que obligan a tejer cestas a la luz de las velas.
—Bajo el látigo de una bruja cadavérica —añadí yo.
Él asintió con tristeza y miró hacia ambos lados como un conspirador.
—No se lo dirá a nadie, ¿verdad? —me rogó—. Quiero destapar el caso yo solo.
—Johnson —dije, dándole unas palmaditas en el hombro—, su secreto está a salvo tras estos labios de acero.
—Se lo agradezco.
Nos reímos.
—¿Cómo está la parienta? —me preguntó.
—Mosqueada —respondí—. Curiosea e investiga.
—Lo de siempre —dijo él—. Todo en orden.
—Sí. Creo que no voy a dejar que lea más revistas de ciencia ficción.
—¿Qué sospecha? —me preguntó.
—Oh. —Sonreí—. No hace más que suposiciones. Cree que el alquiler es demasiado bajo. Dice que todo el mundo paga de veinte a cincuenta dólares más en esta zona.
—¿Es cierto?
—Sí —respondí, propinándole un puñetazo amistoso en el brazo—. No se lo diga a nadie. No quiero quedarme sin el chollo.
Me fui a comprar.




—Lo sabía —dijo Ruth—. Lo sabía.
Me miró fijamente por encima de un barreño lleno de ropa mojada.
—¿Qué sabías, cielo? —le pregunté, dejando en la mesa el paquete de folios que había salido a comprar.
—Este lugar es una tapadera. —Ruth levantó una mano—. No digas ni una palabra. Limítate a escucharme.
Me senté y esperé.
—Sí, querida.
—He encontrado motores en el sótano —me dijo.
—¿Qué tipo de motores, cariño? ¿Reactores?
Ella apretó los labios.
—Mira… —Empezó a molestarse—. Los he visto. —Y lo decía en serio.
—Yo también he estado ahí abajo, cielo —le dije—. ¿Cómo es que yo no he visto ningún motor?
No me gustó la forma en que Ruth miró a su alrededor, como si pensara que de verdad había alguien agazapado al otro lado de la ventana, escuchando.
—Están debajo del sótano —explicó, y yo la miré dubitativo—. ¡Maldita sea! —Se levantó—. Ven conmigo y te lo enseño.
Me llevó de la mano por el pasillo hasta el ascensor. Mientras descendíamos, estuvo muy seria y me apretaba la mano con fuerza.
—¿Cuándo los has visto? —le pregunté, intentando ser amable.
—Al hacer la colada ahí abajo. Bueno, en el pasillo, cuando volvía con la ropa. De camino al ascensor he visto una puerta entreabierta.
—¿Has entrado? —le pregunté. Ella me miró—. Has entrado —concluí.
—He bajado los escalones, había luz y…
—Y has visto motores.
—He visto motores.
—¿Grandes?
El ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y salimos.
—Ahora mismo verás lo grandes que son. —Llegamos frente a una pared lisa—. Estaba aquí.
La miré y golpeé la pared.
—Cielo…
—¡No te atrevas a decirlo! —me soltó—. ¿Nunca has oído hablar de puertas ocultas?
—Y la puerta, ¿estaba oculta en la pared?
—Puede que la pared sea deslizante y la tape —dijo Ruth. Se puso a darle golpecitos. A mí me pareció sólida—. ¡Maldita sea! —exclamó—. Ya sé lo que vas a decirme.
No lo dije. Me limité a mirarla.
—¿Han perdido algo?
La voz del conserje, grave e insinuante, en efecto se parecía un poco a la de Peter Lorre. Ruth se sobresaltó; la había pillado por sorpresa. Yo también di un respingo.
—Mi esposa cree que hay una… —empecé a decir, nervioso.
—Estaba enseñándole cómo se cuelga un cuadro me interrumpió Ruth a toda prisa.
—Así es como se hace, cariño. —Se volvió hacia mí—. Pones el clavo en ángulo, no recto. ¿Lo entiendes ahora? Me cogió de la mano.
El conserje sonrió.
—Hasta luego —me despedí, incómodo. Sentía sus ojos posados sobre nosotros mientras íbamos hacia el ascensor.
Cuando se cerraron las puertas, Ruth se volvió con rapidez.
—¡Y buenas noches! —estalló—. ¿Qué pretendes? ¿Que nos pille?
—Cielo, ¿qué…? —Yo estaba pasmado.
—No importa —me dijo—. Ahí abajo hay motores. Motores enormes. Los he visto, y él sabe que están ahí.
—Cariño, ¿por qué no…?
—Mírame —me dijo con rapidez. La miré. Con intensidad—. ¿Crees que estoy loca? Venga, no lo pienses tanto.
Suspiré.
—Creo que tienes mucha imaginación. Lees esas…
—¡Ah! —murmuró. Parecía enojada—. Eres tan intratable como…
—Tú y Galileo.
—Te los enseñaré —prometió—. Bajaremos otra vez esta noche, cuando el conserje esté durmiendo. Si es que duerme.
Fue entonces cuando empecé a preocuparme.
—Cielo, para ya —le dije—. Vas a terminar por asustarme.
—Bien. Bien. Pensaba que tendría que haber un terremoto para que reaccionaras.
Me pasé toda la tarde sentado delante de la máquina de escribir, pero no me salió nada.
Estaba preocupado.
No lo entendía. ¿De verdad lo decía en serio?
«Vale —pensé—, me lo tomaré en serio». Había visto una puerta que se habían dejado abierta por descuido. Eso era obvio. Si de verdad había unos motores enormes bajo el bloque de pisos, como decía, seguro que quien los hubiera instalado no quería que nadie supiera de su existencia.
La Calle Siete Este. Un bloque de pisos. Y unos motores enormes debajo.
¿Podía ser cierto?




—¡El conserje tiene tres ojos!
Temblaba, blanca como una sábana. Me miraba como un niño que acabara de leer su primer cuento de terror.
—Cielo… —La abracé. Estaba asustada.
Yo también tenía un poco de miedo, y no precisamente por la posibilidad de que el conserje tuviera tres ojos. No dije nada. ¿Qué puede decir uno cuando su mujer le viene con una historia semejante?
Tardó un buen rato en reaccionar.
—Ya sé que no me crees —musitó, insegura. Tragué saliva.
—Cariño… —dije en vano.
—Vamos a bajar esta noche. Ahora sí que no podemos seguir esquivándolo. Esto es muy serio.
—No creo que debamos…
—Yo voy a bajar —me cortó, nerviosa, rayana en la histeria—. Te aseguro que ahí abajo hay motores. ¡Por Dios que hay motores!
Se echó a llorar. Temblaba sin control. Le acaricié la cabeza y la recosté en mi hombro.
—Tranquila, cariño. Tranquila.
Intentó decirme algo entre sollozos, pero no pudo. Más tarde, cuando se calmó, la escuché. No quería trastornarla, y pensé que la forma más segura de evitarlo era escucharla.
—Estaba en el vestíbulo —me contó—. Iba a ver si el cartero había dejado algo. Ya sabes que, de vez en cuando, por las tardes, el cartero… —Se interrumpió—. No importa. Lo que importa es lo que ha pasado con el conserje.
—¿Qué? —le pregunté, pese a que me asustaba la respuesta.
—Me ha sonreído —prosiguió—. Ya sabes cómo: con esa sonrisa empalagosa y asesina.
Lo dejé pasar sin discutírselo. Seguía creyendo que no era más que un tipo inofensivo con la mala fortuna de haber nacido con una cara digna de la familia Addams.
—¿Y? —pregunté—. ¿Qué más?
—Al pasar a su lado he sentido un escalofrío, porque me miraba como si supiera algo de mí que yo no sé. Me da igual lo que digas; me he sentido así. Y después…
Se estremeció. Le cogí la mano.
—¿Después?
—He notado que me miraba.
Yo también lo había notado cuando nos lo habíamos encontrado en el sótano. Sabía a qué se refería: simplemente, uno sabía que aquel tipo estaba mirándolo.
—Vale —concedí—. Eso me lo creo.
—Pero no vas a creerte lo que viene ahora —me dijo en tono lúgubre. Se sentó muy recta y siguió hablando—. Cuando me volví para mirar, estaba alejándose de mí.
Presentí lo que se avecinaba.
—No creo… —empecé a decir sin convicción.
—Tenía la cabeza hacia delante, pero me miraba.
Tragué saliva. Estaba aturdido y le acariciaba una mano de forma mecánica.
—¿Cómo, cielo? —me oí preguntar.
—Tiene un ojo en la nuca.
—Cielo… —La miré con, reconozcámoslo, miedo. Una mente desatada puede extraviarse mucho.
Cerró los ojos, entrelazó las manos tras apartar la que yo le sostenía y apretó los labios. Vi que se le escapaba una lágrima del ojo izquierdo y le rodaba por la mejilla. Estaba pálida.
—Lo he visto —dijo en voz baja—. Que Dios se apiade de mí, le he visto el ojo.
No sé por qué seguí con el asunto. Para torturarme, supongo. Estaba deseando olvidarlo todo, fingir que no había sucedido.
—¿Por qué no lo hemos visto hasta ahora, Ruth? —le pregunté—. Le hemos visto la nuca muchas veces.
—¿De verdad? ¿De verdad?
—Mi amor, alguien tiene que habérsela visto. ¿Es que crees que nunca ha tenido a nadie detrás?
—El pelo se le había apartado, Rick. Y antes de salir corriendo vi que el pelo volvía a su sitio y se lo tapaba.
Me quedé sentado en silencio.
«¿Qué más puedo decir? ¿Qué se le puede decir a una esposa que habla así? ¿Que está chiflada? ¿Que está loca? ¿Recurrir al viejo y manido “Has estado trabajando mucho”? Tampoco ha trabajado tanto. O tal vez sí que ha trabajado mucho. Con la imaginación».
—¿Vas a bajar conmigo esta noche? —me preguntó.
—De acuerdo —le respondí en voz baja—. De acuerdo, mi amor. Y ahora, ¿por qué no te acuestas un rato?
—Estoy bien.
—Mi amor, acuéstate un rato —insistí con firmeza—. Iré contigo esta noche, pero ahora quiero que te acuestes.
Se levantó y se fue al dormitorio. Oí el chirrido de los muelles del colchón cuando se sentó en la cama; después subió las piernas y apoyó la cabeza en la almohada.
Fui un poco después para taparla con una colcha. Estaba mirando el techo. No le dije nada. No creo que quisiera hablar conmigo.




—¿Qué hago? —le pregunté a Phil.
Ruth estaba dormida. Yo había salido al pasillo a hurtadillas.
—Puede que viera esos motores —me dijo él—. ¿Es posible?
—Sí, claro —repuse—. Pero también sabes que es posible que lo que pase sea otra cosa.
—Mira, deberías bajar a ver al conserje. Deberías…
—No —respondí—. No podemos hacer nada.
—¿Vas a bajar al sótano con ella?
—Si insiste, sí. Si no, no.
—Mira, cuando vayáis, venid a buscarnos.
—No me digas que estás contagiándote —dije, observándolo con curiosidad.
Me miró de un modo raro y se le movió la nuez.
—No… No se lo digas a nadie. —Miró a su alrededor antes de continuar—. Marge me ha dicho lo mismo: que el conserje tiene tres ojos.




Bajé a comprar helado después de cenar. Johnson paseaba por allí.
—Le hacen trabajar demasiado —le comenté cuando se puso a andar a mi lado.
—Se esperan follones con las bandas —me dijo.
—Nunca he visto ninguna banda por aquí —repliqué, distraído.
—Pues las hay.
—Ah.
—¿Cómo está su mujer?
—Bien —mentí.
—¿Sigue creyendo que el bloque de pisos es una tapadera? —Soltó una carcajada. Yo tragué saliva.
—No. Creo se lo he quitado de la cabeza. Me parece que me ha estado tomando el pelo desde el principio.
Johnson asintió y se separó de mí en la esquina. Inexplicablemente, las manos me temblaron todo el camino de vuelta a casa. Y no dejé de echar miradas de reojo hacia atrás.




—Ya es la hora —dijo Ruth.
Protesté y me di media vuelta. Ella me dio un codazo. Me desperté atontado y miré la hora. Los números luminosos me indicaron que eran casi las cuatro de la mañana.
—¿De verdad quieres ir ahora? —le pregunté, demasiado adormilado para tener tacto.
Hubo un momento de silencio. Eso me despertó.
—Yo voy a bajar —musitó Ruth.
Me senté en la cama. La miré en la penumbra y el corazón empezó a latirme un poquito más deprisa de la cuenta. Tenía la boca y la garganta secas.
—Vale —dije—. Espera a que me vista.
Ella ya estaba vestida. La oí hacer café en la cocina mientras me ponía la ropa. No hacía ruido. Es decir, no parecía que le temblaran las manos. Además, hablaba con lucidez. Pero cuando me miré en el espejo del baño, vi a un marido preocupado. Me lavé la cara con agua fría y me peiné.
—Gracias —le dije cuando me pasó una taza de café. Me quedé allí de pie, nervioso ante mi propia esposa. Ella no tomó café.
—¿Estás despierto ya? —me preguntó, y yo asentí.
Vi la linterna y el destornillador sobre la mesa de la cocina. Me terminé el café.
—De acuerdo —dije—. Vamos a zanjar este asunto.
Sentí su mano en el brazo.
—Espero que… —empezó a decir, pero de inmediato apartó la cara.
—¿Qué?
—Nada —respondió ella—. Será mejor que vayamos ya.
Un silencio sepulcral reinaba en el edificio cuando salimos de casa. Estábamos a medio camino del ascensor cuando recordé a Phil y Marge. Se lo dije a Ruth.
—No podemos entretenernos más —objetó—. Pronto se hará de día.
—Espera un momento. Iré a ver si están despiertos.
No dijo nada. Se quedó junto a la puerta del ascensor mientras yo regresaba por el pasillo y llamaba con suavidad a la puerta de su piso. No hubo respuesta. Miré por el pasillo.
Ruth no estaba.
El corazón me dio un vuelco. Aunque estaba seguro de que no había ningún peligro en el sótano, me asusté.
—Ruth —murmuré, yendo hacia las escaleras.
—¡Espera un momento! —oí que gritaba Phil desde la puerta.
—¡No puedo! —repuse, bajando a toda prisa.
Cuando llegué al sótano, vi la puerta del ascensor abierta y la luz que salía del interior. Estaba vacío.
Miré a mi alrededor en busca del interruptor, pero no lo encontré. Avancé por el pasillo, a oscuras, tan deprisa como pude.
—¡Cielo! —susurré en tono apremiante—. Ruth, ¿dónde estás?
La encontré junto a un hueco de la pared. Era una puerta y estaba abierta.
—Y ahora deja de tratarme como si estuviera loca —me dijo con frialdad.
Abrí la boca y me noté una mano en la mejilla. Era la mía. Ruth tenía razón. Había unas escaleras y abajo se veía luz. Oí ruido, unos tintineos metálicos y unos extraños zumbidos.
—Lo siento —me disculpé, cogiéndola de la mano—. Lo siento.
—Vale. —Me apretó la mía—. Ya está, no te preocupes. Aquí está pasando algo extraño.
Asentí, primero con la cabeza y luego en voz alta, tras darme cuenta de que Ruth no podía ver mi gesto en la oscuridad.
—Vamos a bajar.
—No me parece buena idea.
—Tenemos que averiguar qué pasa —me dijo, como si el problema fuera responsabilidad nuestra.
—Pero habrá alguien ahí abajo.
—Vamos a echar un vistazo, nada más —respondió ella.
Me empujó, y supongo que me sentía demasiado avergonzado para echarme atrás. Comenzamos a bajar. Entonces caí en la cuenta. Si Ruth tenía razón en lo de la puerta de la pared y los motores, entonces también la tendría en lo referente al conserje. Por tanto, realmente tendría…
Me parecía estar en un sueño.
«La Calle Siete Este —me dije de nuevo—. Un bloque de pisos de la calle Siete Este. Todo es cierto». Pero no logré convencerme del todo.
Nos detuvimos al pie de la escalera y observé. Motores, en efecto. Unos motores fantásticos. Y entonces supe de qué tipo de motores se trataba. También había leído algo sobre ciencia de verdad, no solo ciencia ficción.
Me dio vueltas la cabeza. No es fácil asimilar algo así. Bajar de un edificio de ladrillo para entrar en semejante… almacén de energía. Me sobrepasaba.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero de repente me di cuenta de que teníamos que salir, de que teníamos que contarlo.
—Vamos —la urgí.
Mientras subíamos por la escalera, la cabeza se me revolucionaba como un motor de aquellos, hilando ideas con rapidez y furia. Todas demenciales… Todas aceptables. Incluso las más demenciales.
Cuando avanzábamos por el pasillo del sótano vimos que se acercaba el conserje.
Ya asomaban las primeras luces del alba, pero seguía reinando la oscuridad. Cogí a Ruth y nos agachamos detrás de un pilar de piedra.
Contuvimos la respiración y escuchamos el ruido de los pasos que se aproximaban.
Pasó de largo. Llevaba una linterna, pero no barrió el pasillo con el haz. Iba derecho hacia la puerta.
Y entonces lo vi.
Cuando entró en el cerco de luz de la puerta abierta, se detuvo. Estaba de cara a la puerta. Estaba de cara a las escaleras.
Pero nos miraba a nosotros.
Me dejó sin el poco aliento que me quedaba. Inmóvil, clavé la vista en el ojo de la nuca. Y, aunque no formara parte de una cara, aquel maldito ojo iba acompañado de una sonrisa. Una sonrisa despectiva, segura de si misma, aterradora. Nos había visto, lo encontraba gracioso, y no iba a hacer nada.
Atravesó el umbral. La puerta se cerró y la pared se deslizó y la ocultó.
Ruth y yo estábamos temblando.
—Lo has visto —dijo ella al cabo de un rato.
—Sí.
—Sabe que hemos visto esos motores. Pero no ha hecho nada.
Seguimos hablando mientras subíamos en el ascensor.
—Quizá no tenga importancia —aventuré—. Quizá… —Me interrumpí al recordar los motores. Sabía qué eran.
—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó. La miré. Estaba asustada. La abracé, pero yo también estaba asustado.
—Será mejor que nos larguemos de aquí —dije—. Y deprisa.
—Pero no hemos hecho el equipaje —objetó.
—Pues vamos a hacerlo. Nos iremos antes de que termine de hacerse de día. No creo que puedan…
—¿Puedan?
«¿Por qué he dicho eso? —me pregunté—. Puedan».
Tenía que tratarse de un grupo. El conserje no podía haber fabricado aquellos motores él solo.
Creo que lo que redondeaba mi teoría era el tercer ojo. Y cuando pasamos por casa de Phil y Marge, cuando nos preguntaron qué había ocurrido, les dije lo que pensaba. No creo que Ruth se sorprendiese mucho; estaba claro que a ella ya se le había ocurrido antes.
—Creo que este edificio es una nave —dije.
Me miraron. Phil sonrió, pero se puso serio cuando se dio cuenta de que no bromeaba.
—¿Qué? —dijo Marge.
—Sé que parece una locura —continué con un tono que parecía más el de mi mujer que el mío—. Pero son motores de cohete. No sé cómo demonios los han metido ahí abajo, pero… —Me encogí de hombros sin saber qué decir para explicarlo—. Tan solo sé que son motores de cohete.
—Eso no quiere decir que sea una… ¿nave? —Phil terminó con un hilo de voz. Había cambiado de afirmación a pregunta a mitad de frase.
—Sí —dijo Ruth.
Y yo me estremecí. Aquello parecía zanjarlo todo. Había tenido razón demasiadas veces los últimos días.
—Pero… —Marge se encogió de hombros—. ¿Para qué?
—Si son de otro planeta, puede que estén varios siglos por delante de nosotros en cuanto a viajes espaciales.
Phil iba a responder, pero se mordió la lengua.
—Pero no tiene pinta de nave —dijo al fin.
—Es probable que el edificio sea un armazón que recubre la nave —repuse—. Sí, seguramente. Quizá la verdadera nave incluya solo los dormitorios. Es lo único que necesitan; es donde estará todo el mundo de madrugada si…
—No —me cortó Ruth—. No pueden deshacerse del armazón sin que se entere todo el mundo.
Nos quedamos pensando en silencio, sumidos en una espesa nube de confusión y miedos informes. Informes porque no se puede concretar el miedo a lo desconocido.
—Escuchad —dijo Ruth. Me hizo estremecer. Me dieron ganas de pedirle que no siguiera con sus horribles presentimientos. Tenían demasiado sentido—. Supongamos que sí es un edificio. Supongamos que la nave está en el exterior.
—Pero… —Marge estaba bastante perdida. Por eso se enfadaba—. ¡No hay nada en el exterior de la casa! ¡Eso es evidente!
—Esa gente nos lleva mucha ventaja en conocimientos científicos —insistió Ruth—. Quizá dominen la invisibilidad de la materia.
Creo que todos a la vez nos revolvimos en las sillas, incómodos.
—Cielo… —dije.
—¿Es posible? —preguntó Ruth con decisión.
—Es posible —admití con un suspiro—. Solo posible.
Nos quedamos en silencio.
—Escuchad —repitió Ruth.
—No —la corté— escucha tú. Puede que nos estemos pasando. Pero es cierto que hay motores en el sótano y que el conserje tiene tres ojos. Teniendo eso en cuenta, creo que nos sobran motivos para largarnos. Enseguida.
Al menos, todos estuvimos de acuerdo en eso.
—Será mejor que se lo digamos a la gente del edificio —dijo Ruth—. No podemos dejarlos aquí.
—Tardaríamos demasiado —repuso Marge.
—Es necesario —dije—. Haz tú la maleta, cielo. Yo se lo diré.
Fui a la puerta del piso y puse la mano en el pomo.
No giró.
Sentí un escalofrío de pánico. Agarré el pomo y tiré con fuerza. Por un momento, mientras luchaba contra el miedo, pensé que la puerta estaba cerrada por dentro. Lo comprobé.
Estaba cerrada por fuera.
—¿Qué pasa? —preguntó Marge con voz temblorosa. En su interior, un grito amenazaba con estallar.
—Está cerrada —dije.
Marge dio un respingo. Los cuatro nos miramos.
—Es cierto —dijo Ruth, horrorizada—. Oh, Dios mío, entonces todo es cierto.
Corrí a la ventana. De repente, todo empezó a vibrar como si hubiera un terremoto. Los platos tintinearon y cayeron de los estantes. Oímos que se volcaba una silla en la cocina.
—¿Qué pasa? —gritó Marge.
Phil la sujetó cuando empezó a gemir. Ruth corrió hacia mí y nos quedamos donde estábamos, helados, mientras el suelo se movía bajo nuestros pies.
—¡Los motores! —gritó Ruth de repente—. ¡Los han encendido!
—Tienen que calentarse —aventuré, desesperado—. ¡Todavía podemos salir!
Solté a Ruth y agarré una silla. Suponía que también habrían cerrado las ventanas. Lancé la silla contra el cristal. La vibración aumentaba.
—¡Deprisa! —grité para hacerme oír sobre el ruido—. ¡Por la escalera de incendios! ¡Puede que logremos salir!
Empujados por el pánico, Marge y Phil cruzaron corriendo la habitación temblorosa. Más que ayudarlos a salir, casi los empujé por el agujero abierto en la ventana. Marge se rasgó la falda y Ruth se cortó los dedos. Yo salí el último y me clavé un cristal en la pierna. Estaba tan alterado que ni lo noté.
Seguí empujándolos mientras bajábamos a toda velocidad por la escalera de incendios. A Marge se le clavó un tacón en la rejilla de un peldaño y se le partió. El zapato salió disparado. Ella, con la cara blanca y crispada de miedo, trastabilló y estuvo a punto de caerse por los escalones metálicos pintados de naranja. Ruth, que llevaba mocasines, bajaba detrás de Phil. Yo iba el último y los guiaba a la desesperada.
Vimos a otras personas en las ventanas. Por encima y por debajo de nosotros oímos cristales que se rompían. Vimos a una pareja mayor escabullirse a toda prisa por el hueco de su ventana y comenzar a bajar. Nos frenaban.
—¡Vamos, por favor! —les gritó Marge, furiosa, y ellos volvieron la cabeza, asustados.
Pálida, Ruth se giró para buscarme con la mirada.
—¿Estás aquí? —preguntó con rapidez. Le temblaba la voz.
—Estoy aquí —respondí sin aliento. Me daba la sensación de que iba a desmayarme en cualquier momento, encima de los escalones, que parecían no tener fin.
Una escalerilla remataba la escalera de incendios. La anciana saltó de ella, cayó como un fardo y gritó de dolor al torcerse el tobillo. Su marido se tiró a continuación y la ayudó a levantarse. El edificio vibraba con fuerza. Vimos desprenderse el polvo de entre los ladrillos.
Uní mi voz a la de todos, que gritábamos lo mismo:
—¡Deprisa!
Vi caer a Phil. Atrapó con torpeza a Marge, que lloraba de miedo.
—¡Oh, gracias a Dios! —la oí articular apenas tuvo los pies en el suelo.
Los dos se alejaron por el callejón. Phil se giró para mirarnos, pero Marge tiró de él.
—¡Déjame bajar a mí primero! —le dije precipitadamente a Ruth.
Se apartó, y yo me colgué de la escalera y me soltó; sentí un pinchazo en los empeines y un ligero dolor en los tobillos. Miré hacia arriba y extendí los brazos para cogerla.
Un hombre, detrás de Ruth, intentaba apartarla para saltar.
—¡Cuidado! —le grité como un animal enfurecido, reducido a aquel estado por el miedo y la preocupación. Si hubiera tenido una pistola, le habría disparado.
Ruth dejó bajar al hombre, que se levantó del suelo como pudo, con la respiración febril, y corrió por el callejón. El edificio vibraba y se tambaleaba. El rugido de los motores llenaba el aire.
—¡Ruth! —grité.
Ella se tiró y la cogí. Recuperamos el equilibrio y corrimos por el callejón. Yo casi no podía respirar. Notaba una punzada en el costado.
Mientras corríamos por la calle, vimos a Johnson entre la gente desperdigada, intentando reunirla.
—¡Por aquí! —decía—. ¡Tranquilos!
Corrimos hacia él.
—¡Johnson! —lo llamé—. La nave está…
—¿La nave? —preguntó, con incredulidad.
—¡La casa! ¡Es un cohete! Es… —El suelo tembló con fuerza.
Johnson se volvió para coger a alguien que salía corriendo. Se me cortó la respiración. Ruth ahogó un grito y se llevó las manos a las mejillas.
Johnson nos miraba con su tercer ojo, el que iba acompañado de una sonrisa.
—No —susurró Ruth con voz estremecida—. No.
Y entonces, el cielo, que empezaba a iluminarse, se oscureció. Miré a mi alrededor, desesperado. Las mujeres gritaban de terror.
Unas paredes sólidas ocultaban el cielo.
—Oh, Dios mío —dijo Ruth—. No podemos salir. ¡Es toda la manzana!
Entonces arrancaron los motores.



lunes, 25 de mayo de 2020

Pero quiero que venga mi mamá. Svetlana Alexiévich.

Zina Kosiak, ocho años
Actualmente es peluquera.

El primer curso…
Acabé primero en mayo de 1941 y mis padres me apuntaron a un campamento de jóvenes pioneros en Gorodische, a las afueras de Minsk. Llegué, me bañé una vez y al cabo de dos días…, la guerra. Nos subieron al tren y nos pusimos en marcha. Veíamos los aviones alemanes sobrevolarnos y gritábamos: «¡Hurra!». No comprendíamos que podían ser aviones enemigos. Hasta que empezaron a lanzar bombas… Entonces los colores desaparecieron. Todos los colores desaparecieron. Surgió por primera vez esa palabra incomprensible: «muerte». Todos empezaron a decir esa palabra incomprensible. No estaban ni mamá ni papá.
Al marcharnos del campamento, a cada uno nos metieron cosas de comer en la funda de la almohada: a unos, cereales; a otros, azúcar. Hasta a los más pequeños. A todos nos daban algo. Querían que nos lleváramos toda la comida que pudiéramos para el viaje, velaban mucho por esos alimentos. Pero al llegar al tren nos encontramos con los soldados soviéticos heridos. Gemían, les dolía tanto… que lo único que nos apetecía era dárselo todo a esos soldados. Lo llamábamos «alimentar a los papás». Para nosotros, todos nuestros militares eran papás.
Nos explicaron que Minsk había ardido, que todo se había quemado, que allí estaban los alemanes y que iríamos a la retaguardia. Iríamos allí donde no había guerra.
Viajamos durante más de un mes. Nos llevaron a una ciudad, pero cuando llegamos no nos podían dejar allí porque los alemanes estaban cerca. Así fuimos hasta Mordovia.
El lugar era muy bonito, había iglesias por todas partes. Las casas eran bajas; las iglesias, altas. No teníamos camas, dormíamos encima de la paja. Llegó el invierno, solo teníamos un par de zapatos por cada cuatro niños. Y después comenzó la hambruna. No solo en el orfanato pasábamos hambre, también toda la gente de los alrededores, porque lo entregaban todo al frente. En el orfanato vivíamos unos doscientos cincuenta niños. Un día nos llamaron a comer y no había nada que comer. Las maestras y el director estaban sentados en el comedor, nos miraban con los ojos llenos de lágrimas. Teníamos una yegua, Maika… Era vieja y muy cariñosa, con ella íbamos a buscar agua. Al día siguiente sacrificaron a Maika. Nos daban un poco de agua y un pedacito de Maika… Nos lo ocultaron durante mucho tiempo. No hubiéramos sido capaces de comérnosla… ¡Por nada del mundo! Era el único animal que teníamos en el orfanato. Bueno, también había dos gatos hambrientos. ¡Eran dos esqueletos! «Qué bien —pensamos después—, qué suerte que los gatos sean tan flaquitos, así no tendremos que comérnoslos.» No había nada que comer.
Todos teníamos unas barrigas enormes; yo, por ejemplo, era capaz de comerme un cubo entero de sopa, porque en esa sopa no había nada. Mientras me volvieran a llenar el plato, yo siempre seguía comiendo. Nos salvó la naturaleza, nos convertimos en unos rumiantes. En primavera, en un radio de varios kilómetros alrededor del orfanato, ni un solo árbol conseguía echar brotes… Nos los comíamos todos, arrancábamos incluso la parte más tierna de la corteza. Nos comíamos la hierba, cualquier cosa que encontrábamos. Nos habían suministrado unos capotes, y nos las arreglamos para ponerles unos bolsillos grandes. Los llevábamos siempre llenos de hierba, la masticábamos a todas horas. Los veranos nos salvaban; en invierno, la cosa se ponía difícil. A los más pequeños (éramos unos cuarenta) nos alojaron por separado. Por la noche llorábamos a moco tendido. Llamábamos a papá y a mamá. Los cuidadores y maestros evitaban como podían pronunciar ante nosotros la palabra «madre». Cuando nos contaban cuentos, escogían los libros en que no salía esa palabra. Pero si alguien de pronto decía «madre», enseguida estallaba el llanto. Un llanto desconsolado.
Repetí primero. Había acabado el curso con diploma de honor, pero esto fue lo que pasó: cuando llegamos al orfanato nos preguntaron quién había sacado un suspenso, y yo creí que «suspenso» significaba lo mismo que «diploma de honor», así que dije que yo. En tercero me fugué del orfanato. Me fui para buscar a mamá. El abuelo Bolshakov me encontró en el bosque, hambrienta y agotada. Se enteró de que había estado en un orfanato y me llevó a vivir con su familia. Vivían los dos solos, él y la abuela. Me recuperé y empecé a ayudarlos con la casa: recogía hierba, escardaba la patata, hacía de todo. Comíamos pan, pero era un pan que de pan no tenía nada. Era muy amargo. Mezclábamos harina con cualquier cosa que se pudiera moler: bledo, flores de nuez, patata. Todavía hoy sigo sin poder mirar con tranquilidad la hierba espesa, y como mucho pan. Aún no he logrado saciarme… Han pasado décadas…
¡Cuántas cosas recuerdo! Me acuerdo de muchas cosas…
Recuerdo a una niñita locuela que se metía en los jardines, encontraba una madriguera de ratones y se quedaba allí esperando al ratón. La niñita tenía hambre. Recuerdo su cara, hasta me acuerdo del vestidito que llevaba. Una vez me acerqué a ella y me contó lo del ratón… Nos quedamos las dos allí, aguardando al ratón…
Me pasé toda la guerra esperando a que terminara para poder ir a buscar a mamá. El abuelo y yo aparejaríamos el caballo e iríamos a buscarla. Por delante de casa iban pasando los evacuados, a todos les preguntaba si habían visto a mi madre. Los evacuados eran tantos, tantos… En todas las casas había un puchero con caldo de ortiga tibio. Por si entraba la gente, así podían ofrecerles algo de comida caliente. No había nada más. Pero en ninguna casa faltaba ese puchero de ortigas hervidas… Lo recuerdo muy bien. Yo misma recogía las ortigas.
Acabó la guerra… Esperé un día, otro día, pero nadie venía a buscarme. Mi madre no venía, y de papá creía que estaría en el ejército. Esperé así dos semanas, no pude esperar más. Me metí en un tren, me escondí debajo de un asiento y viajé… ¿Adónde? No lo sabía. En mi inocente visión infantil del mundo, creía que todos los trenes iban a Minsk. ¡Y que en Minsk me esperaba mamá! Que mi padre regresaría luego a casa… ¡Como un héroe! Condecorado con órdenes y medallas.
Los dos habían desaparecido en un bombardeo. Los vecinos me lo contaron. Al estallar la guerra los dos salieron a buscarme. Fueron corriendo a la estación de tren.
Yo ya he cumplido cincuenta y un años, tengo mis propios hijos. Y, sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá.

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.

domingo, 24 de mayo de 2020

El dragón. Ana María Shua.

El problema es que el dragón no sabe hacer nada. Está demasiado viejo para volar y logra apenas un patético revoloteo de gallina. Aunque un par de columnas de humo se elevan débilmente de sus narinces escamosas, ya no es capaz de expeler su fuego vengador. Es interesante, le dice el director, muy interesante, pero más apropiado para un zoológico que para un circo. Embalsamado, en su momento, podrá venderse por una buena suma a cualquier museo.
Y el dueño, o tal vez el representante del dragón, se va del circo desalentado, arrastrando su troupe de especies aladas, un grifo de mirada cansina, una familia de vampiros vegetarianos, un ex ángel que exhibe torpemente los muñones de sus alas mutiladas.

 

sábado, 23 de mayo de 2020

La breve vida feliz de Francis Macomber. Ernerst Hemingway.

Ahora era feliz de comer y estaban sentados bajo la doble lona verde de la tienda comedor, fingiendo que no había pasado nada.
—¿Queréis zumo de lima o limonada? —preguntó Macomber.
—Yo tomaré un gimlet—le dijo Robert Wilson.
—Yo también tomaré un gimlet. Necesito tomar algo —dijo la mujer de Macomber.
—Supongo que es lo mejor —coincidió Macomber—. Dígale que prepare tres gimlets.
El criado ya había comenzado a prepararlos, sacando las botellas de las bolsas de lona isotérmicas, empapadas de humedad en el viento que soplaba a través de los árboles que sombreaban las tiendas.
—¿Qué debería darles? —preguntó Macomber.
—Una libra sería más que suficiente —le dijo Wilson—. No querrá malcriarlos.
—¿El capataz lo repartirá?
—Desde luego.

Media hora antes Francis Macomber había sido triunfalmente transportado hasta su tienda, desde los límites del campamento, a hombros y brazos del cocinero, los criados, el despellejador y los porteadores. Los porteadores de armas no habían tomado parte en el desfile. Cuando los muchachos nativos lo depositaron en el suelo a la puerta de su tienda, Macomber les estrechó a todos la mano, recibió sus felicitaciones y luego entró y se sentó en la cama hasta que llegó su mujer. Cuando ella entró no le dijo nada, él salió de la tienda enseguida para lavarse la cara y las manos en la jofaina portátil que había fuera y dirigirse luego a la tienda comedor, donde se sentó en una cómoda silla de lona a la brisa y a la sombra.
—Ya ha conseguido su león —le dijo Robert Wilson—, y un león condenadamente bueno.
La señora Macomber se volvió rauda hacia Wilson. Era una mujer extremadamente guapa y bien conservada, poseía la belleza y posición social que cinco años atrás le habían permitido exigir cinco mil dólares para promocionar, con fotografías, un producto de belleza que nunca había utilizado. Llevaba once años casada con Francis Macomber.
—Era un buen león, ¿verdad? —dijo Francis Macomber. Ahora su esposa le miraba. Miraba a los dos hombres como si nunca los hubiera visto.
A uno, Wilson, el cazador profesional, sabía que no lo había visto antes de emprender el safari. Era de estatura mediana y pelo pajizo, bigotillo de pelos cortos y tiesos, la cara muy roja y unos ojos extremadamente azules con unas arruguillas blancas en las comisuras que se hacían más profundas cuando sonreía. Ahora él le sonreía, y ella apartó la mirada de su cara y la dirigió a la caída de sus hombros bajo la chaqueta holgada que llevaba, con cuatro grandes cartuchos en las presillas donde debería haber habido el bolsillo izquierdo, a sus manos grandes y morenas, a sus pantalones viejos, sus botas muy sucias, y luego volvió a su cara roja. Se fijó en que el rojo recocido de su cara quedaba delimitado por una línea blanca que señalaba la frontera de su sombrero Stetson, que ahora colgaba de uno de los colgadores del palo de la tienda.
—Bueno, por el león —dijo Robert Wilson. Volvió a sonreír a la señora Macomber, y esta, sin sonreír, miró con curiosidad a su marido.
Francis Macomber era muy alto, muy bien formado si no te importaba que tuviera los huesos tan largos, atezado, con el pelo rapado como un galeote, labios bastante finos, y se le consideraba un hombre apuesto. Llevaba la misma clase de ropas de safari que Wilson, solo que las suyas eran nuevas. Tenía treinta y cinco años, se mantenía muy en forma, era buen deportista, poseía varios récords de pesca mayor, y acababa de demostrarse a sí mismo, a la vista de todo el mundo, que era un cobarde.
—Por el león —dijo—. Nunca podré agradecerle lo que hizo. Margaret, su esposa, apartó la mirada de él y la dirigió a Wilson.
—No hablemos del león —dijo ella.
Wilson le dirigió una mirada sin sonreír y ahora fue ella quien le sonrió.
—Ha sido un día muy raro —dijo—. ¿No debería llevar el sombrero puesto aunque estemos debajo de una lona? Me lo dijo usted, por si no lo recuerda.
—Puede que me lo ponga —dijo Wilson.
—Sabe que tiene la cara muy roja, señor Wilson —le dijo ella, y volvió a sonreír.
—La bebida —dijo Wilson.
—No lo creo —dijo ella—. Francis bebe mucho, pero la cara nunca se le pone roja.
—Hoy está roja —dijo Macomber intentando hacer un chiste.
—No —dijo Margaret—. La mía es la que está hoy roja. Pero la del señor Wilson lo está siempre.
—Debe de ser una cuestión racial —dijo Wilson—. Y digo yo, ¿qué les parece si dejamos de hablar de mi belleza?
—Pero si acabo de empezar.
—Pues vamos a dejarlo —dijo Wilson.
—La conversación va a ser difícil —dijo Margaret.
—No seas tonta, Margot —dijo su marido.
—De difícil nada —dijo Wilson—. Ha conseguido un león magnífico.
Margot los miró a los dos, y ambos se dieron cuenta de que estaba a punto de llorar. Wilson hacía ya rato que se lo veía venir, y le aterraba. Pero Macomber ya había superado ese terror.
—Ojalá no hubiera ocurrido. Oh, ojalá no hubiera ocurrido —dijo ella, y se dirigió a su tienda. No emitió ningún sonido, pero los dos vieron que le temblaban los hombros bajo la camisa de color rosa, resistente al sol.
—Las mujeres se disgustan —le dijo Wilson al hombre alto—. En realidad no ha sido nada. Los nervios demasiado tensos, y una cosa y otra…
—No —dijo Macomber—. Supongo que ahora llevaré esa cruz el resto de mi vida.
—Tonterías. Tomemos una copa de este matagigantes —dijo Wilson—. Olvídelo todo. No ha sido nada.
—Lo intentaremos —dijo Macomber—. De todos modos, nunca olvidaré lo que hizo por mí.
—Nada —dijo Wilson—. Tonterías.
De modo que se quedaron sentados a la sombra. Habían instalado el campamento bajo unas acacias de ancha copa, y detrás de ellos había un precipicio salpicado de rocas, delante una extensión de hierba que iba hasta la orilla de un arroyo lleno de rocas, y más allá un bosque. Tomaron sus bebidas de lima, enfriadas al punto, y evitaron mirarse a los ojos mientras los criados preparaban la mesa para comer. Wilson se dio cuenta de que todos los criados ya estaban al corriente, y cuando vio al criado personal de Macomber mirando a su amo lleno de curiosidad mientras ponía los platos en la mesa le espetó unas palabras en swahili. El chico apartó la mirada. Estaba pálido.
—¿Qué le estaba diciendo? —preguntó Macomber.
—Nada. Le he dicho que se espabilara o me encargaría de que le dieran quince de los buenos.
—¿Quince qué? ¿Azotes?
—Es ilegal —dijo Wilson—. Se supone que debemos multarlos.
—¿Y usted aún los azota?
—Oh, sí. Si decidieran quejarse armarían un follón de mil demonios. Pero no se quejan. Lo prefieran a las multas.
—¡Qué raro! —dijo Macomber.
—No, la verdad es que no es raro —dijo Wilson—. Usted, ¿qué preferiría, perder el sueldo o que le dieran unos buenos azotes?
Pero enseguida se avergonzó de haberle hecho aquella pregunta, y antes de que Macomber pudiera contestar añadió:
—A todos nos dan una paliza todos los días, sabe, de uno u otro modo.
Eso tampoco lo arregló. Dios mío, se dijo. Qué diplomático soy.
—Sí, a todos nos dan una paliza —dijo Macomber, todavía sin mirarle—. Siento muchísimo lo del león. No tiene por qué salir de aquí, ¿verdad? Quiero decir que nadie tiene por qué enterarse, ¿no cree?
—¿Quiere decir si lo contaré en el Mathaiga Club? —Ahora Wilson lo miraba fríamente. No se esperaba eso. Así que además de un maldito cobarde es un maldito cabrón, se dijo. Me caía bastante bien hasta hoy. Pero con los americanos nunca se sabe.
—No —dijo Wilson—. Soy un cazador profesional. Nunca hablamos de nuestros clientes. Puede estar tranquilo por lo que a eso respecta. Además, se supone que es de mal tono pedirnos que no hablemos.
Acababa de decidir que lo más fácil sería romper cualquier asomo de amistad. Comería solo, y durante las comidas podría leer. Todos comerían solos. Durante el safari mantendría con ellos esa relación más formal —¿cómo lo llamaban los franceses?, distinguida consideración— y sería muchísimo más fácil que tener que pasar por toda esa basura emocional. Le insultaría y romperían limpiamente su amistad. Luego podría leer algún libro a la hora de comer y seguiría bebiéndose el whisky de los Macomber. Esa era la frase adecuada para cuando un safari iba mal. Te topabas con otro cazador y le preguntabas: «¿Cómo va todo?», y él te contestaba: «Oh, todavía sigo bebiéndome su whisky», y sabías que todo se había ido al garete.
—Lo siento —dijo Macomber, y lo miró con esa cara de americano que seguiría siendo adolescente hasta que alcanzara la mediana edad, y Wilson observó su pelo cortado a cepillo, su mirada apenas furtiva, la hermosa nariz, sus finos labios y la apuesta barbilla—. Siento mucho no haberme dado cuenta. Hay muchas cosas que ignoro.
Qué podía hacer, pues, se dijo Wilson. Estaba a punto de acabar con aquella relación de una manera rápida y limpia, y el miserable se ponía a disculparse después de haberlo insultado.
—No se preocupe por lo que yo pueda decir —replicó Wilson—. Tengo que ganarme la vida. Ya sabe que en África ninguna mujer falla cuando dispara a su león y ningún hombre blanco sale nunca por piernas.
—Pues yo salí corriendo como un conejo —dijo Macomber. Bueno, qué demonios había que hacer con un hombre que hablaba así, se preguntó Wilson.
Wilson miró a Macomber con sus ojos azules y apagados de quien sabe manejar una ametralladora y el otro le devolvió la sonrisa. Tenía una agradable sonrisa si no te fijabas en cómo lo delataban los ojos cuando estaba ofendido.
—A lo mejor puedo arreglarlo cuando cacemos búfalos —dijo Macomber—. Cazaremos búfalos, ¿verdad?
—Por la mañana, si quiere —le dijo Wilson. Tal vez se había equivocado. Desde luego, así era como había que tomárselo. Desde luego, no se sabía nunca con estos americanos. Ahora ya volvía a estar del lado de Macomber. Si conseguía olvidarse de esa mañana. Pero claro, no podía. Aquella había sido una mala mañana con ganas.
—Aquí viene la memsahib —dijo. Volvía de su tienda, parecía haberse refrescado y se la veía alegre y encantadora. Su cara era un óvalo perfecto, tan perfecto que esperabas que fuera estúpida. Pero no lo era, se dijo Wilson, no, no era estúpida.
—¿Cómo está el guapo señor Wilson de cara roja? ¿Te encuentras mejor, Francis, tesoro?
—Oh, mucho mejor —dijo Francis.
—Ya no quiero pensar más en eso —dijo Margaret, sentándose a la mesa—. ¿Qué más da que Francis sea bueno o no matando leones? No es su oficio. Es el oficio del señor Wilson. El señor Wilson impresiona bastante matando cualquier cosa. Usted mata cualquier cosa, ¿verdad?
—Oh, lo que sea —dijo Wilson—. Sencillamente, lo que sea. —Son las más duras del mundo; las más duras, las más crueles, las más depredadoras y las más atractivas, y sus hombres se han ablandado o se han quedado con los nervios destrozados mientras ellas se endurecían. ¿O es que solo escogen a los hombres que pueden manejar? Aunque a la edad en que se casan eso no pueden saberlo, se dijo Wilson.
Dio gracias por haber aprobado ya la asignatura de las mujeres americanas, porque aquella era muy atractiva.
—Iremos a cazar búfalos por la mañana —le dijo a Margaret.
—Yo iré —dijo ella.
—No, no irá.
—Oh, sí, iré. ¿Puedo, Francis?
—¿Por qué no te quedas en el campamento?
—Por nada del mundo —dijo ella—. No me perdería algo como lo de hoy por nada del mundo.
Cuando Margaret se fue a llorar, estaba pensando Wilson, parecía una mujer estupenda de verdad. Parecía comprender, darse cuenta de las cosas, que se apenaba por él y por ella y que sabía cuál era realmente la situación. Está fuera veinte minutos y ahora vuelve recubierta de esa crueldad femenina americana. No hay quien pueda con ellas. Desde luego, no hay quien pueda con ellas
—Mañana montaremos otro numerito para ti —dijo Francis Macomber.
—Usted no viene —dijo Wilson.
—Está usted muy equivocado —le contestó ella—. Y tengo muchísimas ganas de verle actuar de nuevo. Esta mañana ha estado fabuloso, si es que es fabuloso volarle la cabeza a un animal.
—Aquí está la comida —dijo Wilson—. Está contenta, ¿verdad?
—¿Por qué no? No he venido aquí a bostezar.
—Bueno, no ha sido aburrido —dijo Wilson. Desde donde estaba podía ver las rocas del río y la orilla elevada del otro lado, con los árboles, y se acordó de lo ocurrido por la mañana.
—Oh, no —dijo ella—. Ha sido encantador. Y mañana. No sabe lo impaciente que estoy por salir mañana.
—Lo que le ofrece es alce africano —dijo Wilson.
—Son aquellos animales que parecen vacas y saltan como liebres, ¿verdad?
—Supongo que es una manera de describirlos —dijo Wilson. —La carne es muy buena —dijo Macomber.
—¿Lo has matado tú? —preguntó Margaret.
—Sí.
—No son peligrosos, ¿verdad?
—Solo si te caen encima —dijo Wilson.
—Me alegra saberlo.
—¿Por qué no dejas de joder, Margot? —dijo Macomber, cortando el bistec de alce africano y colocando un poco de puré de patata, salsa y zanahoria en el tenedor vuelto del revés que atravesaba el trozo de carne.
—Supongo que podré —dijo ella—, ya que lo has expresado tan finamente.
—Esta noche brindaremos con champán por el león —dijo Wilson—. A mediodía hace demasiado calor.
—Oh, el león —dijo Margot—. ¡Se me había olvidado el león!
Así que, se dijo Robert Wilson, lo que pasa es que ella le está tomando el pelo, ¿no? ¿O quizá es la manera que tiene de montar el numerito? ¿Cómo ha de comportarse una mujer cuando descubre que su marido es un maldito cobarde? Es condenadamente cruel, pero todas son crueles. Son las que mandan, desde luego, y para mandar a veces hay que ser cruel. Sin embargo, ya estoy hasta las narices de su maldito terrorismo.
—Tome un poco más de alce —le dijo a Margaret cortésmente.
Al caer la tarde Wilson y Macomber salieron en el vehículo con el conductor nativo y dos porteadores de armas. La señora Macomber se quedó en el campamento. Hacía demasiado calor para salir, dijo, ya los acompañaría por la mañana temprano. Cuando se alejaban, Wilson la vio de pie debajo del gran árbol, y le pareció más guapa que hermosa, con su casaca caqui levemente rosada, el pelo negro echado para atrás y recogido en una trenza en la nuca, su cutis tan lozano, se dijo, como si estuviera en Inglaterra. Los saludó con la mano cuando el coche se alejó a través de la llanura pantanosa de altas hierbas y giró para cruzar entre los árboles y adentrarse en las pequeñas colinas cubiertas de sabana.
En la sabana encontraron un rebaño de impalas, y salieron del coche y acecharon un viejo macho de cuernos largos y de gran envergadura, y Macomber lo mató con un meritorio disparo que derribó al animal a unos doscientos metros de distancia y puso al rebaño en desenfrenada huida, los animales saltando y encaramándose en las grupas de los que iban delante, con unos saltos en los que estiraban las largas piernas de una manera tan increíble que parecía que flotaran, como en los saltos que a veces se dan en sueños.
—Ha sido un buen disparo —dijo Wilson—. Son un objetivo pequeño.
—¿La cabeza vale la pena? —preguntó Macomber.
—Es excelente —le dijo Wilson—. Si dispara así no tendrá ningún problema.
—¿Cree que mañana encontraremos algún búfalo?
—Es muy posible. Salen a pacer a primera hora de la mañana, y con suerte podemos pillarlos en campo abierto.
—Me gustaría poder borrar lo del león —dijo Macomber—. No es muy agradable que tu esposa te vea hacer algo así.
Yo hubiera dicho que era aún más desagradable hacerlo, se dijo Wilson, con esposa o sin esposa, o hablar de ello tras haberlo hecho. Pero lo que dijo fue:
—Yo no pensaría más en eso. Cualquiera puede asustarse al ver un león por primera vez. Asunto concluido.

Pero aquella noche, después de la cena y un whisky con soda junto al fuego antes de irse a la cama, mientras Francis Macomber estaba echado en la cama y escuchaba los ruidos de la noche, no todo había concluido. Ni había concluido ni estaba empezando. Estaba ahí exactamente como había ocurrido, con algunas partes indeleblemente subrayadas, y él se sentía triste y avergonzado. Pero más que vergüenza sentía un miedo frío y hueco en su interior. El miedo seguía allí como un hueco frío y viscoso, y en el lugar que antes ocupaba su seguridad en sí mismo se abría un vacío, y eso le provocaba náuseas. Y ahora seguía con él.
Había comenzado la noche antes, cuando se despertó y oyó el león rugiendo en algún lugar inconcreto, río arriba. Era un sonido grave, rematado por una especie de gruñido mezclado con tos que parecía proceder de delante de su tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en plena noche para oírlo tuvo miedo. Oía a su esposa respirando plácidamente, dormida. No había nadie a quien poder decirle que tenía miedo, con quien compartir el miedo, y echado, solo, ignoraba ese proverbio somalí que dice que un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él. Por la mañana, mientras desayunaba a la luz de un farol en la tienda comedor, antes de que el sol saliera, el león volvió a rugir y Francis pensó que estaba en los limites del campamento.
—Parece un viejo —dijo Robert Wilson, levantando la mirada de sus arenques ahumados y su café—. Escuche cómo tose.
—¿Está muy cerca?
—Más o menos a un kilómetro y medio río arriba.
—¿Lo veremos?
—Echaremos un vistazo.
—¿Llega tan lejos su rugido? Se oye como si estuviera en el campamento.
—Se le puede oír desde muy lejías —dijo Robert Wilson—. Es curioso lo lejos que puede llegar. Esperemos que sea un gato que valga la pena cazar. Los criados dijeron que había uno muy grande por aquí.
—Si le disparo, ¿dónde debo apuntar para detenerle? —preguntó Macomber.
—Entre los hombros —dijo Wilson—. En el cuello si cree que podrá darle. Busque el hueso. Derríbelo.
—Espero darle en el lugar adecuado —dijo Macomber.
—Usted dispara muy bien —le dijo Wilson—. Tómese su tiempo. Asegure el tiro. El primero es el que cuenta.
—¿A qué distancia estará?
—No se sabe. En eso el león también dice la suya. No dispare hasta que esté lo bastante cerca para asegurar el tiro.
—¿A menos de cien metros? —preguntó Macomber. Wilson lo miró rápidamente.
—Cien metros está bien. Puede que tenga que ser un poco menos. No se arriesgue a disparar a más distancia. Cien metros es una distancia razonable. A esa distancia le dará siempre que quiera. Ahí viene la memsahib.
—Buenos días —dijo Margaret—. ¿Vamos a ir a por el león? —En cuanto acabe de desayunar —dijo Wilson—. ¿Cómo se siente? —De maravilla —dijo ella—. Estoy muy emocionada.
—Iré a supervisar que todo esté a punto. —Wilson se marchó. Cuando se iba, el león volvió a rugir.
—Viejo gruñón —dijo Wilson—. Te haremos callar.
—¿Qué pasa, Francis? —le preguntó su mujer.
—Nada —dijo Macomber.
—Sí, algo te pasa —dijo ella—. ¿Por qué estás tan alterado? —No me pasa nada —dijo él.
—Dímelo —dijo ella mirándolo—. ¿No te encuentras bien? —Son esos condenados rugidos —dijo—. Lleva así toda la noche, ¿sabes?
—¿Por qué no me has despertado? —dijo ella—. Me habría encantado oírlo.
—Tengo que matar a ese maldito animal —dijo Macomber, abatido.
—Bueno, para eso estás aquí, ¿no?
—Sí. Pero estoy nervioso. Oír esos rugidos me pone los nervios de punta.
—Bueno, pues como dijo Wilson, mátalo y acaba con esos rugidos.
—Sí, cariño —dijo Francis Macomber—. Es fácil de decir, ¿verdad?
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Claro que no. Pero estoy nervioso después de oírlo rugir toda la noche.
—Dispararás de maravilla y lo matarás —dijo ella—. Sé que lo harás. Estoy terriblemente ansiosa por verlo.
—Acaba tu desayuno y nos pondremos en marcha.
—Aún no es de día —dijo ella—. Es una hora ridícula. Justo en ese momento el león rugió con un gemido cavernoso, repentinamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir el aire y acabó en un suspiro y en un gruñido intenso y cavernoso.
—Suena casi como si estuviera aquí —dijo la mujer de Macomber.
—Dios mío —dijo Macomber—. Odio ese condenado ruido. —Es de lo más impresionante.
—Impresionante. Es aterrador.
Robert Wilson apareció sonriente con su Gibbs de calibre 505, feo, chato y de boca sorprendentemente grande.
—Vamos —dijo—. Su porteador de armas ya tiene el Springfield y el rifle de gran calibre. Todo está en el coche. ¿Lleva la munición?
—Sí.
—Estoy lista —dijo la mujer de Macomber.
—Hay que hacer que deje de armar tanto jaleo —dijo Wilson—. Siéntese delante. La memsahib puede ir detrás conmigo.
Subieron al coche, y en el gris de la primera luz del día remontaron el río entre los árboles. Macomber abrió la recámara de su rifle y vio las balas con sus casquillos metálicos, echó el cerrojo y puso el seguro. Vio que le temblaba la mano. Se metió la mano en el bolsillo y tocó los cartuchos que llevaba, y pasó los dedos por los cartuchos que llevaba en las presillas de la pechera de la chaqueta. Se volvió
hacia Wilson, sentado en la parte de atrás del vehículo, sin puerta y cuadrado, junto a su mujer, los dos sonriendo de la emoción, y Wilson se inclinó hacia delante y le susurró:
—Fíjese en cómo bajan los pajarracos. Eso significa que el abuelete ha abandonado su presa.
En la otra ribera del río Macomber vio, por encima de los árboles, buitres dando vueltas y bajando en picado.
—Es probable que se acerque a beber por aquí —le susurró Wilson—. Antes de echarse un rato. Mantenga los ojos abiertos.
Conducían lentamente por la elevada ribera del río, que en aquel lugar caía en picado hasta el lecho lleno de rocas, y avanzaron serpenteando entre los árboles. Macomber estaba atento a la otra orilla cuando notó que Wilson lo agarraba del brazo. El coche se detuvo.
—Ahí está —oyó decir en un susurro—. Vaya hacia delante y a la derecha. Baje y mátelo. Es un león maravilloso.
Entonces Macomber vio el león. Estaba de pie, casi de lado, con la gran cabeza levantada y vuelta hacia ellos. La brisa de primera hora de la mañana que soplaba hacia ellos le revolvía la oscura melena, y el león parecía enorme, perfilado sobre la orilla del río a la luz gris de la mañana, los hombros pesados, su cuerpo, en forma de tonel, formando una curva suave.
—¿A qué distancia está? —preguntó Macomber, levantando el rifle.
—A unos setenta y cinco metros. Baje y mátelo.
—¿Por qué no le disparo desde donde estoy?
—No se dispara desde el coche —oyó que Wilson le decía al oído—. Baje. No va a quedarse ahí todo el día.
Macomber salió por la abertura curva que había al lado del asiento delantero, primero puso el pie en el estribo y luego en el suelo. El león permanecía allí, mirando majestuosa y fríamente hacia ese objeto que sus ojos solo le mostraban en silueta, y que abultaba como un superrinoceronte. No le llegaba olor de hombre, y contemplaba el objeto moviendo su gran cabeza de un lado a otro. A continuación, mientras seguía contemplando el objeto, sin temor, pero vacilando antes de bajar a beber a la orilla con un cosa así delante de él, vio la figura de un hombre separarse del objeto; volvió su pesada cabeza para alejarse hacia el resguardo de los árboles cuando oyó un estampido, casi un chasquido, y sintió el impacto de una sólida bala del 30-06 que le perforó el flanco y le desgarró el estómago causándole una náusea repentina y caliente. Echó a trotar, pesado, con sus grandes patas, balanceando el vientre herido, a través de los árboles en dirección a las hierbas altas, donde podría protegerse, y el estampido se repitió y lo oyó pasar desgarrando el aire. Hubo otro estampido y sintió el golpe en las costillas inferiores y cómo la bala lo penetraba, la sangre caliente y espumosa en la boca, y galopó hacia las hierbas altas, donde podría acurrucarse y no ser visto y atraer esa cosa que provocaba esos estampidos lo bastante cerca para dar un salto y coger al hombre que la esgrimía.
Cuando Macomber salió del coche no pensaba en lo que el león sentiría. Solo sabía que las manos le temblaban, y mientras se alejaba del coche le parecía casi imposible conseguir mover las piernas. Tenía los muslos agarrotados, pero sentía el pálpito de los músculos. Levantó el rifle, apuntó a la inserción de la cabeza del león entre los hombros y apretó el gatillo. No pasó nada, y eso que apretó hasta que pensó que se le iba a romper el dedo. Entonces se dio cuenta de que no había quitado el seguro, y cuando bajó el rifle para quitarlo avanzó otro paso helado, y el león, al ver cómo su silueta se separaba de la silueta del coche, se volvió e inició un trotecillo, y, cuando Macomber disparó, oyó un golpe sordo que significaba que la bala había dado en el blanco; pero el león seguía moviéndose. Macomber volvió a disparar y todos vieron que la bala levantó una salpicadura de tierra, y el león siguió trotando. Volvió a disparar, acordándose de que debía apuntar más abajo, y todos oyeron el impacto de la bala en el blanco, y el león pasó a galopar y ya estaba en medio de las hierbas altas antes de que Macomber hubiera tenido tiempo de cargar el rifle.
Macomber comenzó a sentir náuseas, le temblaban las manos que sostenían el Springfield, aún en posición de disparo, y su esposa y Robert Wilson estaban a su lado. Y también los dos porteadores de armas, hablando entre ellos en wakamba.
—Le he dado —dijo Macomber—. Le he dado dos veces.
—Le dio en las tripas y luego un poco más adelante —dijo Wilson sin entusiasmo. Los porteadores de armas parecían muy serios. Ahora callaban.
—Puede que lo haya matado —prosiguió Wilson—. Tendremos que esperar un poco antes de ir a averiguarlo.
—¿A qué se refiere?
—Esperaremos a que se desangre un poco antes de ir a buscarlo.
—Oh —dijo Macomber.
—Es un león de primera —dijo Wilson con alegría—. Aunque se ha metido en un mal sitio.
—¿Por qué es un mal sitio?
—Porque no podrá verlo hasta que lo tenga encima.
—Ah —dijo Macomber.
—Vamos —dijo Wilson—. La memsahib puede quedarse en el coche. Le echaremos un vistazo al rastro de sangre.
—Quédate aquí, Margot —le dijo Macomber a su mujer. Tenía la boca muy seca y le costaba mucho hablar.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque lo dice Wilson.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Wilson—. Quédese aquí. Incluso lo verá mejor desde aquí.
—Muy bien.
Wilson le habló en swahili al conductor. Este asintió y dijo:
—Sí, bwana.
A continuación bajaron la empinada orilla y cruzaron el río, trepando por encima de las rocas y sorteándolas y subieron a la otra ribera, ayudándose de algunas raíces que sobresalían, y siguieron la ribera hasta llegar al lugar por donde había trotado el león cuando Macomber le disparó por primera vez. Había sangre oscura en la hierba corta que los porteadores de armas señalaron con unos tallos, y el reguero se escurría hasta los árboles de la ribera.
—¿Qué hacemos? —preguntó Macomber.
—No tenemos muchas opciones —dijo Wilson—. No podemos traer el coche. La orilla es demasiado empinada. Dejaremos que se agarrote un poco y luego usted y yo iremos a buscarlo.
—¿No podríamos prender fuego a la hierba? —preguntó Macomber.
—Demasiado verde.
—¿No podemos enviar batidores?
Wilson lo miró de arriba abajo.
—Claro que podemos —dijo—. Pero es casi un asesinato. Verá, sabemos que el león está herido. A un león que no está herido se le puede empujar. Irá avanzando, huyendo del ruido. Pero un león herido está dispuesto a atacar. No lo ve hasta que lo tiene encima. Se quedará totalmente pegado al suelo en un escondrijo en el que se diría que no cabe ni una liebre. No parece muy acertado enviar a los criados a este tipo de espectáculo. Alguien podría resultar malherido.
—¿Y los porteadores de armas?
—Oh, ellos vendrán con nosotros. Es su shauri. Han firmado un contrato para eso, ¿sabe? Aunque tampoco se les ve muy contentos, ¿no cree?
—No quiero meterme ahí —dijo Macomber. Le salió antes de saber lo que decía.
—Ni yo —dijo Wilson alegremente—. Aunque la verdad es que no tengo elección. —Entonces, como si no se le hubiera ocurrido hasta ese momento, miró a Macomber y de repente se dio cuenta de que temblaba y de su patética expresión.
—Naturalmente, no tiene por qué hacerlo —dijo—. Para eso me ha contratado, sabe. Por eso soy tan caro.
—¿Quiere decir que irá solo? ¿Por qué no lo dejamos allí?
Robert Wilson, que hasta ese momento solo se había preocupado del león y del problema que presentaba, y que no había pensado en Macomber excepto para darse cuenta de que estaba hablando demasiado, súbitamente se sintió como el que abre la puerta equivocada de una habitación de hotel y ve algo vergonzoso.
—¿A qué se refiere?
—¿Por qué no lo dejamos allí?
—¿Quiere decir que finjamos que no le hemos dado?
—No. Simplemente dejarlo ahí.
—Eso no se hace.
—¿Por qué?
—Para empezar, seguro que está sufriendo. Además, otros podrían tropezarse con él.
—Entiendo.
—Pero usted se puede quedar al margen.
—Me gustaría ir —dijo Macomber—. Es solo que estoy asustado.
—Yo iré delante —dijo Wilson— y Kongoni irá el último. Manténgase detrás de mí y ligeramente a un lado. Muy probablemente le oiremos gruñir. Si le vemos, dispararemos los dos. No se preocupe por nada. Le cubriré. De hecho, sería mejor que no viniera. Sería mucho mejor. ¿Por qué no se va con la memsahib mientras yo me encargo de todo?
—No, quiero ir.
—Muy bien —dijo Wilson—. Pero no venga si no quiere. Este es mi shauri, ¿sabe?
—Quiero ir —dijo Macomber.
Se sentaron bajo un árbol y fumaron.
—¿Quiere volver y hablar con la memsahib mientras esperamos? —preguntó Wilson.
—No.
—Iré yo y le diré que tenga paciencia.
—Bueno —dijo Macomber. Se quedó allí sentado, con las axilas sudadas, la boca seca, sintiendo un vacío en el estómago, queriendo reunir el valor para decirle a Wilson que liquidara el león sin él. No podía saber que Wilson estaba furioso por no haberse dado cuenta antes del estado en que se encontraba y no haberle mandado con su mujer. Mientras estaba allí sentado apareció Wilson.
—He traído el rifle de gran calibre —dijo—. Cójalo. Creo que ya le hemos dado tiempo. Vamos.
Macomber cogió el rifle de gran calibre y Wilson dijo: —Manténgase unos cinco metros detrás de mí y a la derecha y haga exactamente lo que le diga.
A continuación habló en swahili con los dos porteadores de armas, que ponían cara de funeral.
—Vamos —dijo.
—¿Podría beber un sorbo de agua? —preguntó Macomber. Wilson le dijo algo al porteador de más edad, que llevaba una cantimplora en el cinturón, y el hombre se la quitó, desenroscó el tapón y se la entregó a Macomber, que la cogió pensando que parecía muy pesada y notando la envoltura de fieltro peluda y barata. La levantó para beber y miró delante de él, las hierbas altas y los árboles de copas aplanadas que había detrás. Soplaba brisa en dirección a ellos, y la hierba se ondulaba suavemente al viento. Miró al porteador y se dio cuenta de que también él sentía miedo.
A unos treinta metros de donde comenzaban las hierbas altas yacía el león, aplastado contra el suelo. Tenía las orejas gachas y el único movimiento que se permitía era sacudir arriba y abajo su larga cola de pelo negro. Se había puesto en guardia nada más llegar a ese escondite; sentía náuseas a causa de la herida en el vientre, y la herida de los pulmones lo había debilitado, haciendo aflorar una fina espuma roja en la boca cada vez que respiraba. Tenía los flancos mojados y calientes, y las moscas se arremolinaban en torno a los pequeños orificios que las balas habían abierto en su pellejo pardo; sus grandes ojos amarillos, entrecerrados con odio, miraban en línea recta, y solo parpadeaban cuando le llegaba el dolor, al respirar, y sus garras se clavaban en la tierra blanda y recocida. Todo él, dolor, náusea, odio y todas las fuerzas que le restaban, se tensaban en una concentración absoluta para cuando hubiera que atacar. Oía hablar a los hombres y esperaba, haciendo acopio de todas sus fuerzas para acometer en cuanto los hombres se adentraran en la hierba. Cuando oía las voces la cola se le tensaba y la sacudía arriba y abajo, y, cuando se acercaron al límite de las hierbas, emitió su medio gruñido mezclado con tos y atacó.
Kongoni, el porteador de más edad, en cabeza siguiendo el rastro de sangre; Wilson, que vigilaba las hierbas atento a cualquier movimiento, el rifle de gran calibre a punto; el segundo porteador, mirando delante y escuchando; Macomber, cerca de Wilson con el rifle montado; acababan de adentrarse en la hierba cuando Macomber oyó el medio gruñido mezclado con tos ahogado de sangre y vio el movimiento que silbaba entre las hierbas. Cuando se dio cuenta estaba corriendo; corriendo desaforadamente, presa del pánico en campo abierto, corriendo hacia el río.
Oyó el ¡patapum! del rifle de gran calibre de Wilson, seguido de un segundo ¡patapum!, y al volverse vio el león, que ahora tenía un aspecto horrible y al que parecía faltarle la mitad de la cabeza, arrastrándose hacia Wilson en el límite de las altas hierbas, mientras el hombre de cara roja manipulaba el cerrojo de su rifle feo y chato y apuntaba cuidadosamente, y otro ¡patapum! salía de la boca, y la mole reptante, pesada y amarilla del león se quedaba rígida, la enorme cabeza mutilada se deslizaba hacia delante, y Macomber, solo en el claro al que había llegada corriendo, empuñando un rifle cargado mientras dos negros y un blanco lo miraban con desprecio, supo que el león estaba muerto. Se acercó a Wilson, cuya estatura parecía toda ella un puro reproche, y Wilson lo miró y le dijo:
—¿Quiere sacar fotos?
—No —dijo Macomber.
No dijeron nada más hasta llegar al coche. Entonces Wilson dijo:
—Un león de primera. Los criados lo despellejarán. Nosotros nos podemos quedar a la sombra.
La esposa de Macomber no le había dirigido la mirada, ni él a ella, y Macomber se había sentado junto a ella en el asiento de atrás, mientras Wilson iba delante. En una ocasión le cogió la mano sin dirigirle la vista, y ella la apartó. Al mirar hacia al otro lado del río, donde los porteadores de armas desollaban el león, se dio cuenta de que ella lo había visto todo. Mientras estaban allí sentados, su mujer extendió el brazo y puso la mano en el hombro de Wilson. Este se volvió y ella se inclinó hacia delante por encima del asiento y le besó en la boca.
—Oh, vaya —dijo Wilson, poniéndose más rojo aún de lo que era su color natural.
—El señor Robert Wilson —dijo ella—. El guapo señor Wilson de cara roja.
A continuación volvió a sentarse al lado de Macomber y miró hacia el otro lado del río, donde yacía el león, con las patas delanteras desnudas y levantadas, a la vista los blancos músculos y los tendones, y la barriga blanca e hinchada, mientras los negros le iban arrancando la piel. Al final los porteadores cargaron la piel, húmeda y pesada, y se subieron a la parte de atrás del coche, enrollándola antes de subir, y partieron. Nadie dijo nada más hasta que estuvieron de regreso en el campamento.

Esa era la historia del león. Macomber no sabía lo que el león había sentido antes de echar a correr, ni cuando atacó, cuando la increíble descarga de un 505 con una velocidad de salida de dos toneladas le dio en el morro, ni lo que lo impulsó a seguir avanzando, cuando el segundo estampido le destrozó las patas traseras y continuó arrastrándose hacia ese objeto que retumbaba y explotaba y le había destruido. Wilson sí sabía algo de lo que sentía el león, y lo había expresado diciendo: «Un león de primera», pero Macomber tampoco sabía cuáles eran los sentimientos de Wilson acerca de todo eso. Tampoco sabía lo que sentía su esposa, más allá de que no quería saber nada de él.
Su mujer ya se había enfadado con él otras veces, pero nunca duraba. Él era muy rico, y seria mucho más rico, y sabía que ella no le abandonaría nunca. Era una de las pocas cosas que sabía de verdad. Sabía eso, de motos —eso fue antes—, de coches, de cazar patos, de pesca, salmón, trucha y en alta mar, de sexo en los libros, muchos libros, demasiados libros, de todos los deportes de pista, de perros, no mucho de caballos, de no perder el dinero que tenía, de casi todas las demás cosas que tenían que ver con su mundo, y que su mujer no le dejaría. Su mujer había sido una gran belleza, y seguía siendo una gran belleza en África, pero en su país ya no era una belleza tan llamativa como para dejarlo y encontrar algo mejor, y ella lo sabía y él lo sabía. A ella se le había pasado la oportunidad de dejarlo y él lo sabía. Si él hubiese sido mejor con las mujeres probablemente a ella habría comenzado a preocuparle que él pudiera encontrar una nueva y bella esposa; pero ella le conocía demasiado bien y sabía que no tenía que preocuparse. Además, él siempre había sido muy tolerante, cosa que parecería la mejor de sus virtudes de no ser la más siniestra.
Con todo, se les consideraba una pareja relativamente feliz, una de esas parejas de las que siempre se rumorea que se van a separar pero nunca ocurre, y, tal como lo expresó un columnista de sociedad, añadían más que una pizca de aventura a su tan envidiado e imperecedero romance mediante un safari en lo que se conocía como el «Africa más oscura» hasta que Martin Johnson la iluminó en tantas pantallas cinematográficas, donde perseguían al viejo Simba, el león, al búfalo, a Tembo el elefante y coleccionaban especímenes para el Museo de Historia Natural. El mismo columnista había informado que habían estado a punto tres veces en el pasado, y era cierto. Pero siempre se reconciliaban. Su unión poseía una base sólida. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciara, y él tenía demasiado dinero para que ella le dejara.

Eran ya las tres de la mañana, y Francis Macomber, que había dormido un rato después de dejar de pensar en el león, se despertó y volvió a dormirse, y de repente volvió a despertarse, asustado por un sueño en el que tenía encima la cabeza ensangrentada del león, y mientras escuchaba el fuerte latido de su corazón se dio cuenta de que su mujer no estaba en el otro catre de la tienda. Con esa idea se quedó despierto dos horas.
Transcurrido ese tiempo su mujer entró en la tienda, levantó la mosquitera y se instaló confortablemente en su catre.
—¿Dónde has estado? —preguntó Macomber en la oscuridad.
—Hola —dijo ella—. ¿Estás despierto?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—Y un cuerno.
—¿Qué quieres que diga, cariño?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—No sabía que ahora tenía ese nombre. Eres una zorra.
—Bueno, y tú un cobarde.
—Muy bien —dijo él—. ¿Y qué?
—Por mí, nada. Pero por favor, no hablemos, cariño, porque tengo mucho sueño.
—Crees que voy a tragar con todo.
—Sé que lo harás, cariño.
—Bueno, pues no.
—Por favor, cariño, no hablemos. Tengo mucho sueño.
—Esto no se iba a repetir. Me prometiste que se había acabado.
—Bueno, pues resulta que no se ha acabado —dijo ella dulcemente.
—Me dijiste que si hacíamos este viaje eso no se repetiría. Me lo prometiste.
—Sí, cariño. Esa era mi intención. Pero ayer el viaje se fue al garete. No tenemos por qué hablar de eso, ¿verdad?
—En cuanto has tenido la oportunidad la has aprovechado, ¿verdad?
—Por favor, no hablemos. Tengo tanto sueño, cariño.
—Pues pienso hablar.
—Pues no te preocupes por mí, porque yo tengo intención de dormir. —Y eso hizo.

Antes de que amaneciera estaban los tres a la mesa, desayunando, y Francis Macomber descubrió que, de todos los hombres a los que había odiado, Robert Wilson era el que más odiaba.
—¿Ha dormido bien? —preguntó Wilson con su voz ronca, llenando una pipa.
—¿Y usted?
—De primera —le dijo el cazador profesional.
Cabrón, se dijo Macomber, cabrón insolente.
Así que ella lo despertó al enttar, se dijo Wilson, mirándolos a los dos con sus ojos azules e inexpresivos. Bueno, ¿por qué no la pone en su sitio? ¿Qué cree que soy, un maldito santo de yeso? Que la ponga en su sitio. Es culpa de él.
—¿Cree que encontraremos algún búfalo? —preguntó Margot, apartando un plato de albaricoques.
—Es posible —dijo Wilson, y le sonrió—. ¿Por qué no se queda en el campamento?
—Por nada del mundo —le dijo ella.
—¿Por qué no le ordena que se quede en el campamento? —le dijo Wilson a Macomber.
—Ordéneselo usted —le dijo fríamente Macomber.
—Dejémonos de dar órdenes —dijo Margot, y volviéndose hacia Macomber— y de tonterías, Francis. —Lo dijo en una voz bastante amable.
—¿Está preparado? —preguntó Macomber.
—Cuando quiera —le dijo Wilson—. ¿Quiere que la memsahib venga?
—¿Importa algo lo que yo quiera?
Al diablo, se dijo Robert Wilson. Al diablo una y mil veces. Así que esas tenemos. Bueno, pues como quieran.
—Tanto da —dijo.
—¿Está seguro de que no le gustaría quedarse solo en el campamento con ella y dejar que vaya yo solo a cazar el búfalo? —preguntó Macomber.
—Eso no lo puede hacer —dijo Wilson—. Si yo fuera usted no diría tonterías.
—No digo tonterías. Estoy disgustado.
—Una mala palabra, disgustado.
—Francis, ¿quieres hacer el favor de hablar con sensatez? —dijo su esposa.
—Hablo con toda la maldita sensatez del mundo —dijo Macomber—. ¿Ha probado alguna vez una comida tan inmunda como esta?
—¿Estaba mala la comida? —preguntó Wilson sin inmutarse. —No tan mal como todo lo demás.
—Me gustaría que se calmara un poco, hombre —dijo Wilson sin alterarse—. Uno de los criados que sirve la mesa entiende un poco de inglés.
—Que se vaya al infierno.
Wilson se puso en pie y se alejó dando bocanadas a su pipa. Le dijo unas palabras en swahili a uno de los porteadores de armas que estaba esperándole. Macomber y su mujer se quedaron sentados a la mesa. Él miraba fijamente la taza de café.
—Si armas una escena te dejo, cariño —dijo Margot sin alterarse.
—No lo harás.
—Ponme a prueba.
—No me dejarás.
—No —dijo ella—. No te dejaré si te comportas.
—¿Comportarme? Hay que ver. Comportarme.
—Sí. Compórtate.
—¿Por qué no pruebas a comportarte tú?
—Llevo mucho tiempo intentándolo. Muchísimo.
—Odio a ese cerdo de cara roja —dijo Macomber—. Odio su sola presencia.
—Pues es muy simpático.
—Oh, cállate —casi gritó Macomber.
Justo en ese momento apareció el coche. Se paró delante de la tienda comedor y salieron el conductor y los dos porteadores de armas. Wilson se acercó y se quedó mirando a marido y mujer sentados a la mesa.
—¿Vamos a cazar? —preguntó.
—Sí —dijo Macomber poniéndose en pie—. Sí.
—Más vale que cojan un jersey. Hará frío en el coche —dijo Wilson.
—Cogeré mi chaqueta de piel —dijo Margot.
—La tiene el criado —dijo Wilson. Se subió delante con el conductor, y Francis Macomber y su mujer se sentaron detrás sin hablar.
Espero que a este idiota no se le ocurra pegarme un tiro en la nuca, se dijo Wilson. En un safari las mujeres son un fastidio.

El coche rechinaba al cruzar el río por un vado lleno de rocas a la luz gris de la mañana, y subió la otra empinada orilla en ángulo. Allí Wilson había ordenado abrir un paso a golpe de pala el día antes para que pudieran alcanzar aquella zona ondulada y boscosa que parecía un parque.
Era una buena mañana, se dijo Wilson. Había un denso rocío, y cuando las ruedas aplastaban las hierbas y las matas bajas le llegaba el olor de las frondas aplastadas. Era un olor como a verbena, y le gustaba el olor tempranero del rocío, los helechos aplastados y el aspecto de los troncos de los árboles, negros entre la neblina matinal, a medida que el coche se abría paso por esa vegetación sin caminos, parecida a la de un parque. Había apartado de su mente a los dos que iban detrás y estaba pensando en los búfalos. Los búfalos que él perseguía se pasaban las horas de sol en un pantano de densa vegetación donde era imposible disparar, pero por la noche pacían en una zona de campo abierto, y si podían interponerse entre ellos y el pantano con el coche, Macomber tendría muchas posibilidades de disparar en un terreno abierto. No quería cazar búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber en una zona de vegetación densa. La verdad es que no quería cazar ni búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber en ninguna parte, pero era un cazador profesional, y en su vida había cazado con gente rara de verdad. Si hoy conseguían un búfalo ya solo les quedaría el rinoceronte, y el pobre hombre ya habría pasado por esa peligrosa prueba y todo volvería a estar en orden. Podría romper con la mujer y Macomber también lo superaría. Al parecer había pasado por aquello muchas veces. Pobre desgraciado. Debía de tener algún método para superarlo. Bueno, al fin y al cabo la culpa era de ese pobre idiota.
El, Robert Wilson, llevaba un catre de dos plazas para acomodar cualquier fruta madura que le cayera del cielo. Había cazado para cierta clientela, internacional, libertina, deportista, en la que las mujeres parecían no quedar del todo satisfechas con el safari hasta que compartían ese catre con el cazador profesional. Él las despreciaba cuando las tenía lejos, aunque algunas le habían gustado bastante en el momento, y se ganaba la vida con ellas; y sus normas eran también las de él desde el momento en que lo contrataban.
Obedecía las normas de quienes le contrataban excepto en lo que se refería a la caza. En la caza él tenía sus propias normas, y los demás o se atenían a ellas o se buscaban a otro. También sabía que todos le respetaban por eso. Aunque ese Macomber era un tipo raro. Que me aspen si no lo es. Y la mujer. Bueno, la mujer. Sí, la mujer. Mmm, la mujer. Bueno, eso lo dejaría correr. Se volvió. Macomber estaba apesadumbrado y furioso. Margot le sonrió. Hoy parecía más joven, más inocente y lozana, con una belleza no tan profesional. Dios sabe qué hay en su corazón, se dijo Wilson. La noche anterior no había hablado mucho. Además, era un placer contemplarla.
El coche ascendió una ligera pendiente y prosiguió entre los árboles. A continuación se adentró en un claro que era como una pradera cubierta de hierba, manteniéndose al abrigo de los árboles de la linde. El conductor iba despacio y Wilson observaba atentamente la extensión de la pradera hasta donde se perdía, en el horizonte. Hizo parar el coche y estudió la planicie con sus binoculares. Luego le hizo seña al conductor de que siguiera y el coche avanzó con lentitud, evitando los socavones dejados por los jabalíes y esquivando montículos de barro construidos por las hormigas. A continuación, observando el campo abierto, Wilson se volvió de repente y dijo:
—¡Dios mío, ahí están!
Y Macomber, mirando hacia donde le señalaban mientras el coche avanzaba a saltos y Wilson le hablaba rápidamente en swahili al conductor, vio tres enormes animales negros que parecían casi cilíndricos de tan largos y gruesos, como grandes tanques negros, que galopaban por el otro extremo de la pradera abierta. Galopaban con el cuello y el cuerpo rígidos, y pudo ver los cuernos negros, abiertos y curvados hacia arriba mientras avanzaban con la cabeza adelantada; no movían la cabeza.
—Son tres búfalos viejos —dijo Wilson—. Les cortaremos el paso antes de que lleguen al pantano.
El coche iba a más de setenta kilómetros por hora a campo abierto, y mientras Macomber miraba los búfalos estos se hacían más y más grandes, hasta que llegó a distinguir el aspecto gris, costroso y sin vello de un toro enorme, el cuello que formaba parte de sus hombros, y el negro brillante de sus cuernos. Galopaba un poco rezagado del resto, que iban en hilera con su paso firme y veloz; y luego el coche dio un bandazo como si se hubiera subido a una carretera, los animales se aproximaron y vio la veloz enormidad del toro, y el polvo sobre su piel de escaso pelo, la amplia protuberancia del cuerno y el hocico de fosas nasales anchas y dilatadas, y ya levantaba el rifle cuando Wilson le gritó: «¡Desde el coche no, idiota!», y no tuvo miedo, solo odió a Wilson, y hubo un frenazo y el coche derrapó, clavándose de lado en el suelo hasta quedar casi parado, y Wilson salió por un lado y él por el otro, trastabillando al tocar con los pies el suelo porque el coche aún estaba en marcha, y enseguida disparó al toro mientras este seguía galopando, oyó cómo las balas le impactaban, vació el rifle mientras el animal se alejaba a paso firme, y al final recordó que debía dirigir sus disparos entre los hombros, y cuando intentaba recargar torpemente vio que el toro estaba en el suelo. Había caído de rodillas y sacudía la cabeza. Al ver que los otros dos seguían galopando le disparó al líder y le dio. Volvió a disparar y falló, y oyó el carauang del rifle de Wilson y vio cómo el líder se desplomaba de narices.
—Dele al otro —dijo Wilson—. ¡Ahora dispare usted!
Pero el otro toro seguía galopando al mismo ritmo y Macomber falló, levantando una salpicadura de polvo, y Wilson falló y el polvo formó una nube y Wilson gritó: «¡Vamos, está demasiado lejos!», y le cogió del brazo y ya volvían a estar en el coche, Macomber y Wilson agarrados a los laterales y avanzando a toda mecha, dando bandazos por encima del terreno irregular, acercándose al toro, que seguía con su galope constante, veloz, de cuello grueso y línea recta.
Estaban detrás de él y Macomber estaba cargando el rifle, tirando los casquillos al suelo, se le encasquilló el arma, la desencasquilló, y ya estaban casi encima del toro cuando Wilson gritó: «¡Para!» y el coche derrapó y casi vuelcan y Macomber cayó hacia delante sobre los pies, cargó el rifle y disparó lo más adelante que pudo apuntar a la espalda negra, redondeada y al galope, apuntó y volvió a disparar, y otra vez, y otra, y no falló ni una vez, pero las balas no parecían afectar al animal. Entonces disparó Wilson, el estampido le dejó sordo, y vio que el toro se tambaleaba. Macomber volvió a disparar, apuntando cuidadosamente, y el animal cayó de rodillas.
—Muy bien —dijo Wilson—. Buen trabajo. Este es el tercero.
Macomber se sintió ebrio de euforia.
—¿Cuántas veces ha disparado? —preguntó.
—Solo tres —dijo Wilson—. Usted mató al primer toro. El más grande. Yo le he ayudado a acabar con los otros dos. Temía que se metieran en la espesura. Usted los mató. Yo solo le he echado una mano. Ha disparado condenadamente bien.
—Subamos al coche —dijo Macomber—. Tengo sed.
—Primero vamos a rematar a ese búfalo —le dijo Wilson. El búfalo estaba de rodillas y sacudía furiosamente la cabeza, bramando furioso desde sus ojos hundidos a medida que se le acercaban.
—Ojo que no se levante —dijo Wilson. Y añadió—: Póngase un poco de lado y dele en el cuello, justo detrás de la oreja.
Macomber apuntó cuidadosamente al centro de ese cuello enorme y zarandeado por la rabia y disparó. La cabeza se desplomó hacia delante.
—Ya está —dijo Wilson—. Le ha dado en el espinazo. Son unos animales impresionantes, ¿verdad?
—Vamos a echar un trago —dijo Macomber. En su vida se había sentido tan bien.
En el coche, la mujer de Macomber estaba pálida.
—Eres maravilloso, cariño —le dijo a Macomber—. Menuda persecución.
—¿Ha sido duro?
—Ha sido espantoso. Nunca había estado tan asustada. —Echemos un trago —dijo Macomber.
—Desde luego —dijo Wilson—. Déselo a la memsahib. —Margot bebió del whisky que había en la petaca y se estremeció un poco al tragar. Le entregó la petaca a Macomber, que se la pasó a Wilson.
—Ha sido de lo más emocionante —dijo Margot—. Me ha dado un terrible dolor de cabeza. No sabía que se permitía disparar desde el coche.
—Nadie ha disparado desde el coche —dijo Wilson fríamente.
—Me refería a perseguirlos con un coche.
—Normalmente no se hace —dijo Wilson—. Aunque tal como lo hemos hecho me ha parecido bastante deportivo. Nos hemos arriesgado más conduciendo por esta planicie llena de baches que si hubiéramos cazado a pie. Los búfalos podrían habernos atacado cada vez que disparábamos de haber querido. Les hemos dado todas las oportunidades. De todos modos no se lo mencione a nadie. Es ilegal, si a eso se refería.
—A mí me ha parecido muy injusto —dijo Margot— perseguir a esos grandes animales indefensos en coche.
—¿Ah, sí? —dijo Wilson.
—¿Qué pasaría si se enteraran en Nairobi?
—Que para empezar perdería mi licencia. Y otras cosas desagradables —dijo Wilson, echando un trago de la petaca—. Me quedaría sin trabajo.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—Bueno —dijo Macomber, y sonrió por primera vez en todo el día—. Ahora ella le tiene pillado.
—Siempre sabes decir las cosas con tanta delicadeza, Francis —dijo Margot Macomber. Wilson los miró a los dos. Si un cabrón se casa con una zorra, pensaba, ¿qué clase de animales serán los hijos? Lo que dijo fue—: Hemos perdido a uno de los porteadores. ¿Se han dado cuenta?
—Dios mío, no —dijo Macomber.
—Ahí viene —dijo Wilson-. Se encuentra bien. Debe de haberse caído cuando dejamos atrás el primer búfalo.
Vieron acercarse al porteador de mediana edad, tocado con su gorro de punto, su túnica caqui, sus pantalones cortos y sus sandalias de goma. Cojeaba, y se le veía sombrío y disgustado. Cuando llegó se dirigió a Wilson, y todos vieron el cambio que sufrió la cara del cazador.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Margot.
—Dice que el primer toro se ha levantado y se ha metido en la espesura. —Wilson habló con una voz totalmente inexpresiva.
—Oh —dijo Macomber, pálido.
—Entonces va a ser como lo del león —dijo Margot, llena de impaciencia.
—Ni de casualidad va a ser como lo del león —le dijo Wilson—. ¿Quiere otro trago, Macomber?
—Sí, gracias —dijo Macomber. Pensó que volvería a experimentar la misma sensación que con el león, pero no fue así. Por primera vez en su vida sintió que no tenía miedo. En lugar de miedo le invadía una auténtica euforia.
—Vamos a echarle un vistazo a ese segundo búfalo —dijo Wilson—. Le diré al conductor que ponga el coche en la sombra.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Margaret Macomber. —Echarle un vistazo al búfalo —dijo Wilson.
—Yo también voy.
—Vamos.
Los tres se acercaron a la negra mole del segundo búfalo, la cabeza echada hacia delante, sobre la hierba, los cuernos enormes y separados.
—Es una cabeza magnífica —dijo Wilson—. Debe de tener más de un metro de envergadura.
Macomber lo miraba encantado.
—A mí me parece algo repugnante —dijo Margot—. ¿Podemos ir a la sombra?
—Claro —dijo Wilson—. Mire —le dijo a Macomber, y señaló—: ¿Ve aquella espesura?
—Sí.
—Ahí es donde se ha metido el primer toro. El porteador dice que cuando él se cayó del coche el toro estaba en el suelo. Se quedó mirando cómo perseguíamos a toda velocidad a los otros dos búfalos. Cuando se volvió se encontró con el búfalo en pie y mirándole. El porteador corrió como un demonio y el toro se fue lentamente hacia esos matorrales.
—¿Podemos ir a por él ahora? —dijo Macomber, impaciente. Wilson lo estudió lentamente. Que me aspen si esto no es raro, se dijo. Ayer estaba hecho un flan y hoy se comería el mundo.
—No, démosle un rato.
—Por favor, vamos a la sombra —dijo Margot. Tenía la cara blanca y parecía enferma.
Se dirigieron al coche, que estaba bajo un solitario árbol de copa ancha, y se metieron en él.
—Lo más probable es que esté muerto ahí dentro —observó Wilson—. Dentro de un rato iremos a echar un vistazo.
Macomber sintió una felicidad desmedida e irracional que nunca había experimentado.
—Dios mío, menuda persecución —dijo—. Nunca había sentido nada igual. ¿No ha sido maravilloso, Margot?
—A mí me ha parecido horroroso.
—¿Por qué?
—Me ha parecido horroroso —dijo con amargura—. Detestable.
—¿Sabe?, no creo que nunca vuelva a tener miedo de nada —le dijo Macomber a Wilson—. Algo pasó dentro de mí después de ver el búfalo y comenzar a perseguirlo. Como cuando revienta un dique. Ha sido pura emoción.
—Te depura el hígado —dijo Wilson—. A la gente le pasan cosas muy raras.
La cara de Macomber resplandecía.
—Algo me ha pasado —dijo—. Me siento completamente distinto.
Su esposa no dijo nada y le miró con extrañeza. Estaba sentada en el extremo del asiento y Macomber se inclinaba hacia delante mientras hablaba con Wilson, que estaba de lado, hablando por encima del respaldo del asiento delantero.
—¿Sabe?, me gustaría probar con otro león —dijo Macomber—. Ahora ya no me dan miedo. Después de todo, ¿qué pueden hacerte?
—Exactamente —dijo Wilson—. Lo peor que pueden hacerte es matarte. ¿Cómo es ese fragmento? Shakespeare. Es buenísimo. A ver si me acuerdo. Oh, es buenísimo. Durante una época solía repetírmelo. Vamos a ver. «A fe mía que no me importa; un hombre solo puede morir una vez; le debemos a Dios una muerte y tanto da cómo se la paguemos; el que muere este año, el que viene ya se ha librado.» Buenísimo, ¿eh?
Se avergonzó de haber revelado aquellas palabras que habían guiado su vida, pero había visto alcanzarla mayoría de edad a algunos hombres, y era algo que siempre le conmovía. Era totalmente distinto de cumplir los veintiún años.
Había hecho falta un momento singular en la cacería, una acción precipitada que no había dado opción a pensárselo de antemano, para provocar aquello en Macomber, pero tanto daba cómo había sucedido, lo cierto era que había sucedido. Míralo ahora, se dijo Wilson. Lo que pasa es que algunos siguen siendo unos críos durante mucho tiempo, se dijo Wilson. Algunos toda la vida. Siguen pareciendo unos chavales cuando cumplen los cincuenta. El gran niño-hombre americano. Qué gente tan extraña. Pero ahora ese Macomber le caía bien. Un tipo bien raro. Probablemente eso también significaría que dejaría de ser un cornudo. Bueno, eso sí que estaría bien. Eso estaría de primera. El tipo probablemente ha estado toda la vida asustado. No sabe cómo empezó. Pero ya lo ha superado. Con el búfalo no ha tenido tiempo de estar asustado. Eso y que también estaba furioso. Y el coche. Los coches te hacen sentirte más como en casa. Ahora está que se come el mundo. En la guerra había visto a gente a la que le pasaba algo parecido. Te cambiaba más eso que perder la virginidad. Se te iba el miedo como si te lo hubieran extirpado. Y en su lugar surgía otra cosa. Lo más importante de un hombre. Lo que le hacía hombre. Las mujeres también lo sabían. Adiós al maldito miedo.

Desde la otra punta del asiento Margaret Macomber los miró a los dos. En Wilson no había ningún cambio. Vio a Wilson tal como lo había visto el día antes, cuando comprendió por primera vez cuál era su gran talento. Pero ahora veía el cambio ocurrido en Francis Macomber.
—¿Siente también usted toda esta felicidad por lo que va a ocurrir? —preguntó Macomber, explorando aún su nueva abundancia.
—No debe mencionarlo —le dijo Wilson, observando la cara del otro—. Se lleva más decir que está asustado. Y mire lo que le digo, también tendrá miedo muchas veces.
—Pero ¿no siente felicidad por lo que vamos a hacer?
—Sí —dijo Wilson—. Eso ocurre. Pero no hay que hablar demasiado de esto. Déjelo. Si habla demasiado de una cosa pierde la gracia.
—No decís más que tonterías, los dos —dijo Margot—. Solo porque habéis cazado unos anisales inocentes desde un coche habláis como si fuerais héroes.
—Lo siento —dijo Wilson—. Me he disparado. —Empieza a estar preocupada por lo ocurrido, se dijo.
—Si no sabes de qué hablas, ¿por qué te metes? —le preguntó Macomber a su mujer.
—De repente te has vuelto muy valiente, así, sin más —dijo su mujer, huraña. Pero su desprecio era vacilante. Tenía miedo de algo.
Macomber se rió, una carcajada muy natural y campechana.
—Y que lo digas —dijo—. Ya lo puedes decir, ya.
—¿Y no es un poco tarde? —dijo Margot con amargura. Porque durante muchos años había hecho todo lo que había podido, y nadie tenía la culpa de que su matrimonio hubiera llegado a esa situación.
—No para mí —dijo Macomber.
Margot no dijo nada, pero se reclinó en la esquina del asiento.
—¿Cree que le hemos dado tiempo suficiente? —le preguntó alegremente Macomber a Wilson.
—Podemos ir a echar un vistazo —dijo Wilson—. ¿Le queda munición?
—Al porteador sí.
Wilson dijo unas palabras en swahili, y el porteador, que estaba desollando una de las cabezas, se enderezó, sacó una caja de balas del bolsillo y se las llevó a Macomber, que llenó el cargador y se metió el resto en el bolsillo.
—También podría utilizar el Springfield —dijo Wilson—. Está acostumbrado a él. Dejaremos el Mannlicher en el coche con la memsahib. Su porteador puede llevar el arma pesada. Yo tengo este maldito cañón. Y ahora deje que le explique una cosa. —Se había guardado esto para el final porque no quería preocupar a Macomber—. Cuando un búfalo ataca lo hace con la cabeza alta y echada hacia delante. No se le puede disparar al cerebro porque la protuberancia de los cuernos lo protege. Solo se le puede disparar a la nariz. Solo hay otro disparo bueno, y es al pecho, o, si está de lado, al cuello o a los hombros. Una vez han recibido un disparo se ponen hechos una furia.No intente ninguna filigrana. Elija la opción más sencilla. Ya han acabado de desollar la cabeza. ¿Nos ponemos en marcha?
Llamó a los porteadores, que llegaron sacudiéndose las manos, y el de más edad se subió atrás.
—Solo me llevaré a Kongoni —dijo Wilson—. El otro puede quedarse a vigilar que no vengan los pajarracos.
Mientras el coche avanzaba lentamente por el claro, hacia la isla de árboles tupidos que formaban una lengua de follaje siguiendo un cauce seco que cortaba el terreno pantanoso abierto, Macomber sintió que de nuevo el corazón le latía con fuerza y volvía a tener la boca seca, pero era excitación, no miedo.
—Por aquí es por donde ha entrado —dijo Wilson. A continuación le dijo al porteador en swahili—: Sigue el rastro de sangre.
El coche estaba en paralelo a los matorrales. Macomber, Wilson y el porteador se bajaron. Macomber volvió la mirada y vio a su mujer con el rifle a su lado, mirándolo. La saludó con la mano, pero ella no le devolvió el saludo.
La vegetación era muy espesa, y el terreno estaba seco. El porteador de mediana edad sudaba profusamente, y Wilson se inclinó el sombrero delante de los ojos y su nuca roja apareció justo delante de Macomber. De repente el porteador le dijo algo en swahili a Wilson y echó a correr hacia delante.
—Está muerto ahí delante —dijo Wilson—. Buen trabajo. —Se volvió para coger la mano de Macomber, y mientras se la estrechaban, sonriéndose mutuamente, el porteador se puso a gritar como un loco y le vieron salir de la espesura corriendo de lado, veloz como un cangrejo, y el toro también salió, el morro levantado, la boca apretada, goteando sangre, el gran cabezón hacia delante, a la carga, los ojillos hundidos inyectados en sangre mientras los miraba. Wilson, que estaba delante, se había arrodillado y disparaba, y Macomber, mientras disparaba, no oyendo sus disparos a causa del estruendo del arma de Wilson, vio fragmentos como de pizarra que saltaban de la enorme protuberancia de los cuernos, y la cabeza sufrió una sacudida, y volvió a disparar a las anchas fosas nasales y vio cómo los cuernos sufrían otra sacudida y salían volando algunos fragmentos, y ahora no veía a Wilson, y, apuntando con cuidado, volvió a disparar, y tenía la enorme mole del búfalo casi encima, y el rifle estaba casi alineado con la cabeza que acometía, el morro levantado, y podía ver aquellos ojillos malignos, y la cabeza empezó a descender y sintió un repentino destello cegador, candente que estallaba dentro de su cabeza, y ya nunca volvió a sentir nada más.

Wilson se había hecho a un lado para poder disparar a los hombros. Macomber había permanecido impertérrito apuntando a la nariz, disparando cada vez un pelín alto y dándole en la pesada cornamenta, sacándole esquirlas y astillas como si le disparara a un tejado de pizarra, y la señora Macomber, en el coche, le había disparado al búfalo con el Mannlicher del 6,5 porque pensó que iba a cornear a Macomber, pero le había dado a su marido, unos cinco centímetros por arriba y un poco a un lado de la base del cráneo.
Ahora Francis Macomber estaba tendido en el suelo, a dos metros de donde yacía el búfalo, y su mujer se arrodillaba a su lado, Wilson junto a ella.
—Yo no le daría la vuelta —dijo Wilson.
La mujer lloraba histérica.
—Yo de ti volvería al coche —dijo Wilson—. ¿Dónde está el rifle?
Ella regresó con la cabeza, la cara deformada. El porteador recogió el rifle.
—Déjalo como está —dijo Wilson. Y luego—: Ve a buscar a Abdulá para que dé fe de cómo se ha producido el accidente.
Wilson se arrodilló, sacó un pañuelo del bolsillo y lo extendió sobre la cabeza a cepillo de Francis Macomber. La sangre empapó la tierra seca y suelta.
Wilson se incorporó y vio el búfalo tendido de lado, las patas extendidas, su vientre de pelo ralo poblado de garrapatas. Menudo toro, registró automáticamente su cerebro. Aquí hay un metro de cornamenta. O más. Mucho más. Llamó al conductor y le dijo que extendiera una manta sobre el búfalo y se quedara junto a él. A continuación se acercó al coche, donde la mujer lloraba en un rincón.
—Menuda la has hecho —dijo en una voz sin inflexiones—. Pero si de todos modos él te habría dejado.
—Cállate —dijo ella.
—Por supuesto, ha sido un accidente —dijo—. Lo sé.
—Cállate —dijo ella.
—No te preocupes —dijo él—. Habrá que pasar por algunos momentos desagradables, pero haré que saquen algunas fotos muy útiles para la investigación. También está el testimonio de los porteadores y del conductor. Estás completamente a salvo.
—Cállate —dijo ella.
—Hay muchísimas cosas que hacer —dijo él—. Y tendré que mandar un camión al lago para que telegrafíen pidiendo un avión que nos lleve a los tres a Nairobi. ¿Por qué no le envenenaste? Es lo que hacen en Inglaterra.
—Cállate. Cállate. Cállate —gritó la mujer.
Wilson la miró con sus ojos azules e inexpresivos.
—Ya he terminado —dijo él—. Me había enfadado un poco. Tu marido había empezado a caerme bien.
—Oh, por favor, cállate —dijo ella—. Por favor, cállate.
—Eso está mejor —dijo Wilson—. Pedirlo por favor es mucho mejor. Ahora me callo.