domingo, 30 de abril de 2023

Cotidiano. Diego Gil Torres.

No me interesa ir caminando por la calle, mirar las vitrinas, los edificios, abordar un autobús, observar a los pasajeros, buscar temas para mis cuentos, descender en el paradero de siempre, llegar a casa, sentarme, tomar un lápiz y escribir que voy caminando por la calle, que miro las vitrinas, los edificios, que abordo un bus, que observo a los pasajeros, que busco temas para mis cuentos, que desciendo en el paradero de siempre, que llego a casa, que me siento, que tomo un lápiz para escribir que voy caminando por la calle...
Así que simplemente caminaré por la calle, miraré las vitrinas, los edificios, abordaré un bus, observaré a los pasajeros, buscaré temas para mis cuentos, descenderé en el paradero de siempre, llegaré a casa, me sentaré, tomaré un lápiz, escribiré que voy caminando por la calle... y que nada de esto me interesa.

sábado, 29 de abril de 2023

La inmortalidad. [Parte II. Capítulo 15]. Milan Kundera.

Sabe, Johannes —dijo Hemingway—, a mí también me acusan constantemente. En lugar de leer mis libros, ahora escriben libros sobre mí. Dicen que no quise a mis esposas. Que no me dediqué bastante a mi hijo. Que le di una bofetada a un crítico. Que mentí. Que no fui sincero. Que fui orgulloso. Que fui un machista. Que dije que tenía doscientas treinta heridas y sólo tenía doscientas diez. Que me masturbaba. Que hacía enfadar a mi mamá.
Eso es la inmortalidad —dijo Goethe—. La inmortalidad es el juicio eterno.
Si es el juicio eterno, debería haber un juez como Dios manda. Y no una estúpida maestra de escuela con una vara en la mano.
Una vara en la mano de una maestra estúpida, eso es el juicio eterno. ¿Qué se imaginaba, Ernest?
No me imaginaba nada. Lo único que esperaba era poder vivir en paz, al menos después de muerto.
Hizo usted todo lo necesario para ser inmortal.
En absoluto. Lo único que hice fue escribir libros. Eso es todo.
¡Precisamente! —rió Goethe.
No tengo nada en contra de que mis libros sean inmortales. Los escribí de modo que nadie pudiese quitar ni una palabra. Para que soportasen cualquier intemperie. Pero a mí mismo, como hombre, como Ernest Hemingway, ¡me importa un cuerno la inmortalidad!
Le entiendo perfectamente, Ernest. Pero debió ser más cauteloso cuando estaba vivo. Ahora ya es tarde.
¿Más cauteloso? ¿Es una referencia a mi fanfarronería? Ya lo sé, cuando era joven me encantaba fanfarronear. Me exhibía delante de la gente. Me alegraba de que se contasen anécdotas sobre mí. ¡Pero, créame, no era lo bastante monstruo como para pensar mientras tanto en la inmortalidad! Cuando un buen día comprendí que se trataba de eso, me dio pánico. Desde entonces dije mil veces que dejasen todos mi vida en paz. Pero cuanto más lo decía peor era. Me fui a vivir a Cuba para perderlos de vista. Cuando me dieron el Premio Nobel me negué a ir a Estocolmo. Se lo digo, me importaba un cuerno la inmortalidad, y le diré aún más: cuando me di cuenta un día de que me tenía cogido, me horrorizó aún más que la muerte. Uno puede quitarse la vida. Pero no puede quitarse la inmortalidad. En cuanto la inmortalidad le hace subir a usted a cubierta, ya no se puede bajar nunca más y aunque se pegue un tiro se queda en cubierta con su suicidio incluido y eso es un horror, Johannes, un horror. Estaba tendido en cubierta, muerto, y a mi alrededor veía a mis cuatro mujeres; estaban sentadas en cuclillas y escribían todo lo que sabían sobre mí y detrás de ellas estaba mi hijo y también escribía, y Gertrude Stein también estaba y escribía y estaban todos mis amigos y contaban en voz alta todas las indiscreciones y difamaciones que alguna vez habían oído contar acerca de mí, y tras ellos se apelotonaba un centenar de periodistas con micrófonos y un ejército de profesores universitarios de toda América lo clasificaba, lo analizaba, lo ampliaba y lo organizaba todo en artículos y libros.

La inmortalidad, 1988.

jueves, 27 de abril de 2023

Manteca. Donald Ray Pollock.

En Knockemstiff, Ohio, todo el mundo creía que aquella noche, por primera vez, Duane Myers iba a tener una cita con una mujer de verdad, pero lo cierto era que Duane se lo había inventado. Primero se dedicó a propagar el rumor por toda la hondonada y después se encargó de los detalles en el autocine Torch: dejó un manchurrón de kétchup en el asiento trasero del Chrysler de su padre, derramó vino sobre unas bragas viejas de su hermana y hasta se hizo dos chupetones en el cuello con una cuchara metálica que calentó con un Zippo. Luego se pasó el resto de la velada encogido como un perro detrás del volante y esperando el momento de volver a casa. Se bebió un pack de seis cervezas calientes y vio Women in Cages y Female Moonshiners. El olor a carne quemada flotaba en el coche como el de las palomitas con mantequilla.
Desde que aquella primavera Duane había cumplido dieciséis años, su viejo, Clarence, no había dejado de darle la murga para que se echara novia.
¿Qué coño te pasa? —le preguntó—. Joder, Duane, cuando yo tenía tu edad, estaba desvirgando chavalas por todo el puñetero condado.
Estaban plantando tomateras por aquel huerto alargado y rocoso en el que todos los veranos ponía al chico a trabajar como un esclavo. El viejo se trincaba una birra por cada tres matas de tomatera Big Boy que plantaba Duane. Los surcos estaban llenos de latas dispersas como vainas gigantes.
No es trola, chaval —se jactó Clarence, apoyando el peso en sus flacos cuartos traseros y secándose el sudor del ceño manchado de tierra—. Una vez iba tan puñeteramente salido que me follé un avispero.
Duane seguía avanzando en silencio de rodillas, formando irregulares montículos de arcilla con las manos alrededor de cada planta mustia. Clarence llevaba toda la vida contando aquellas historias; un día era un avispero, al siguiente un calcetín sudado y al otro una pinta de sesos de cerdo. Antes no eran más que chistes, pero ahora las cosas habían cambiado.
Hacia mediados de verano, Clarence parecía estar a punto de venirse abajo. Se pasaba horas caminando por los pastos de detrás de la casa, pisoteando bostas de vaca y preguntándose muy en serio si su hijo no sería acaso el castigo de Dios por haber llevado una vida tan lujuriosa. Por la noche tenía pesadillas en las que Duane se volvía mariquita, igual que aquel chaval de los Dixon que vivían en el Plug Run, al que habían pillado con el camisón de su madre y que luego se había mudado a Columbus para hacerse un cambio de sexo.
Tienes que dejar de leer libros —le aconsejó una mañana mientras estaban sentados a la mesa de la cocina. El viejo tenía una pinta espantosa; saltaba a la vista que acababa de tener otra pesadilla chunga—. Empieza a ver más la tele.
Clarence dio un sorbo de café caliente y apartó el plato de plan blanco y salchicha ahumada con salsa que su mujer adormilada le había puesto delante.
Duane estaba apoyado en la puerta, dando tragos de un vaso de leche fría. Ya llevaba semanas con el estómago hecho polvo. En un intento de eludir los ojos inyectados en sangre y ojerosos de su padre, se puso a echar vistazos nerviosos por la cocina hasta que por fin acertó a ver su propio reflejo ondulante en una sartén reluciente de cobre que colgaba de la pared. Se quedó mirando los cráteres morados que también a él se le hundían en la cara escuálida, las gafas de montura negra y el pelo mal cortado que su padre seguía insistiendo en que llevara al rape.
Mira a la Twiggy esa —le oyó decir—. Joder, yo me la tiraba ahora mismo.
El problema de Duane se convirtió en el tema preferido del viejo. Era incapaz de cerrar el pico. Hasta los cabrones con los que Clarence trabajaba en la fábrica de papel metían baza en el asunto. Todos los días esperaban a que éste entrara en el comedor para ponerse a ventilar a voz en grito que habían encontrado el asiento trasero de los coches deportivos de sus hijos cubierto de semen seco y reluciente como glaseado de rosquilla y los caminos de entrada de sus casas abarrotados de condones usados tirados como babosas gordas y muertas. No paraban de suministrarle nuevos insultos para soltar a Duane: «mariconazo», «sarasa», «muerdealmohadas». Era como echar leña al fuego. Clarence llegaba a casa más tenso que una cuerda de guitarra y cruzaba la puerta de la cocina dando zancadas furiosas, agitando los brazos sudorosos y rebozados de serrín y gritando «¡Nenaza!» a pleno pulmón.
Los amigos de Duane no hacían sino empeorar las cosas. Apenas un par de semanas después de que empezara la escuela, Porter Watson y Wimpy Miller pasaron por delante de su casa de camino a tirarse entre los dos a Geraldine Stubbs. Clarence estaba en calcetines bajo el nogal, bebiéndose una cerveza. Mientras Duane se subía al asiento de atrás del Fairlane, Porter le gritó:
Eh, Clarence, ¿cómo te va, tío?
Mierda —murmuró Duane cuando vio que su padre echaba a andar lentamente hacia ellos.
¿En qué os vais a meter esta noche? —preguntó.
Porter agarró un cigarrillo de la guantera y se lo puso entre los labios.
En Geraldine Stubbs —contestó con una sonrisa.
El pelo negro le llegaba más allá de los hombros cuadrados, tan tupido y reluciente como el de una chica. Llevaba anillos baratos con forma de calaveras y de hojas de marihuana que le dejaban los dedos de un color verde azulado. Se había follado a más chicas de las que se podían contar. Ese mismo verano, su madre le había prohibido entrar en el garaje después de que llevara a casa una camada de ladillas y las extendiera por todo su sofá nuevo.
¿Quién? —preguntó Clarence, pasándose una mano por el pelo al rape crespo y canoso.
Una de las retrasadas de Reub Hill —intervino Wimpy, pasándose un pequeño peine negro por la boca y peinándose el pelo ralo y rojo con la saliva.
Wimpy tenía una cara plana y estúpida y unos dientes largos y amarillos. A Duane le recordaba a un abrelatas.
¿Y es guapa? —preguntó el viejo. Se apoyó en el coche y le echó un trago a la cerveza espumosa.
Porter se encogió de hombros, dio una calada al cigarrillo y dijo:
Bueno, no es que sea gran cosa, pero está claro que sabe abrirse de piernas.
Sí —dijo Wimpy en tono burlón—. Su problema es más bien cerrarlas.
Clarence tiró la botella vacía a la hierba.
¿Qué edad tiene? —preguntó con un eructo.
Quince —respondió Porter.
Clarence sacó un paquete arrugado de Red Man, cogió un buen pellizco de tabaco de mascar y se lo metió en la boca. Echó un largo vistazo a las colinas que rodeaban la hondonada. Las hojas estaban cambiando de color muy deprisa. Ya se veían zonas relucientes rojas y naranjas sobre el fondo de los pinos verdes. Hacía seis meses que al viejo no se le ponía dura.
Es lo que le digo siempre a Duane —dijo por fin con voz solemne—, un coño es un coño. Todos son buenos; lo que pasa es que algunos son mejores que otros.
Lo dijo como si fuera un antiguo filósofo que hubiera pasado siglos rumiando sobre la cuestión. Luego se inclinó para mirar a Duane y se puso a hacerle señales desquiciadas hacia arriba y hacia abajo con las cejas pobladas hasta que Porter salió marcha atrás por el camino de entrada.
Pero Duane no fue capaz. Aparcaron ante la vieja casa de Geraldine e hicieron sonar la bocina hasta que salió. Dando tumbos con la cabeza gacha por el jardín invadido de maleza, enfundada en sus harapos, a Duane le recordó a un fantasma tímido que flotara a pocos centímetros del suelo, en busca de una tumba vacía donde esconderse. Luego, para colmo, le tocó ir a su lado en el asiento de atrás hasta Train Lane mientras Wimpy discutía con Porter sobre a quién le tocaba tirársela primero. Geraldine no dijo palabra, simplemente se quedó encogida contra la portezuela y se bebió las cervezas que le iba dando Wimpy. Olía a meados y tenía pelusa gris pegada al pelo castaño y crespo.
Eres demasiado exigente, carajo —le dijo más tarde Porter a Duane, después de que la dejaran marcharse—. Joder, tu viejo la habría matado a polvos. —Le dio un puñetazo en el brazo a Wimpy y los dos se rieron.
Yo no soy él —replicó Duane, contemplando la enorme mancha de humedad que había quedado en medio del asiento trasero.
Wimpy negó con la cabeza.
Sí, Duane, ¿qué quieres? —dijo, encendiendo un porro—. ¿Terminar como el chiflado de Manteca y su maldita Cher?
Nancy —lo corrigió Duane.
Casi todo el mundo se mofaba de Manteca McComis. Además de ser el chaval más gordo de Knockemstiff, estaba locamente enamorado de Nancy Sinatra, la famosa cantante. Lo sabía todo de ella, hasta su número de pie y su helado favorito. Pero aunque a Manteca le faltaba un tornillo, y dos también, Duane lo consideraba más listo que a Wimpy, y con diferencia.
¿Qué? —dijo Wimpy.
¡Que no es Cher, es Nancy! —gritó Duane.
Luego se volvió y miró cómo Geraldine se alejaba flotando por la zanja enfangada paralela al camino de grava y desaparecía en el interior de la casa a oscuras. De pronto se dio cuenta de que nadie se había molestado en decirle «adiós» ni «gracias» ni siquiera «hasta la próxima, zorra».
Para cuando salió del autocine y volvió a Knockemstiff, ya se le había pasado el subidón de la cerveza y había perdido el aplomo. Mientras subía la última ladera escarpada antes de llegar a la hondonada, aminoró la marcha y se metió por el camino lleno de baches que llevaba a casa de Porter. Era la una de la madrugada, pero la luz del ruinoso garaje todavía estaba encendida. Aquella noche Duane temía por encima de todo enfrentarse sobrio a su padre. Se lo imaginaba esperándolo en el sofá, con una botella entre las piernas, ansioso por examinar las pruebas y acosarlo a preguntas idiotas. Hasta cuando tenía un buen día, hablar con su padre era como verse atrapado en un ascensor en compañía de un caníbal a quien hubieran dejado en ayunas.


Después de detener el coche al lado del Ford destartalado de Porter, Duane apagó el motor y se metió las bragas mojadas de su hermana en el bolsillo. Dio un rodeo al edificio, empujó la cortina de fieltro marrón y pesado que hacía las veces de puerta y entró. Manteca estaba despatarrado encima de dos balas de paja rancia, con el peto mugriento bajado hasta las rodillas, llenas de costras. De una de las vigas colgaba una lámpara de mano enchufada a una extensión de cable eléctrico deshilachada, que iluminaba su barriga descomunal como el foco de un circo. A un par de metros de distancia, Porter y Wimpy se dedicaban a pasarse una pipa de agua y a tirar dardos a la enorme bola de grasa. Se trataba de unos dardos especiales a los que habían limado las puntas hasta dejarlas en un par de centímetros. Cada vez que acertaban en un lugar sensible, le daban a Manteca otra calada de la pipa de plástico. Era el único deporte que se les daba bien.
En cuanto Duane entró por la puerta, Manteca sonrió y gritó con su voz de pato:
Eh, Duane, ¿has visto a mi novia?
A continuación sostuvo en alto la carátula del disco de Nancy Sinatra, el mismo que ya le había enseñado un millón de veces. Se trataba del álbum Boots, el que había convertido a aquella niña rica y malcriada en una verdadera diosa del sexo. En él, Nancy aparecía reclinada con ropa ajustada de gogó, falda de cuero roja y botas hasta la rodilla. Manteca llevaba aquella carátula a todas partes, metida en la pechera del peto. A veces se la ponía delante de su cara gorda y lechosa, a modo de escudo, cuando se disponían a lanzarle otro proyectil. Decía que quería mantener los ojos a salvo.
Duane sonrió y negó con la cabeza.
Carajo, chaval, ¿es que no tienes más discos?
Manteca soltó un chillido risueño, se abrazó a la carátula y le plantó a Nancy un beso húmedo en los labios relucientes.
No, como el suyo ninguno, Duane —dijo.
Porter dio un trago a una lata de cerveza y se la acabó.
Tío, me alegro de que hayas venido —le dijo a Duane—. Cuídanos a este gordo cabrón un rato. Está empezando a ser un puto incordio.
Bah, pero si es buen tío. Mante, ¿te estás portando mal otra vez?
No, Duane, es él —protestó Manteca, señalando con un dedo gordezuelo a Porter—. Bebe demasiada Blue Ribbon.
Porter le guiñó un ojo a Duane y luego le tiró a Manteca la lata vacía a la cabeza.
Duane, esos dos llevan toda la noche follando como locos —dijo, sacándose un encendedor del bolsillo—. No está bien. Propongo que le peguemos fuego a esa puta de cartón a menos que el gordo de su semental esté dispuesto a compartirla.
¡No! ¡No! —gritó Manteca. Intentó ponerse de pie, pero volvió a caerse. De un pequeño pinchazo en la panza le manaba lentamente un jugo rosado que desaparecía entre las dunas de sebo—. Porter, déjala en paz —chilló con voz lastimera, meciéndose sobre las balas de paja.
De pronto, con el rabillo del ojo, Duane vio que Wimpy echaba el brazo hacia atrás.
¡Misil va! —vociferó Wimpy.
Duane vio cómo Manteca se tapaba la cara con la carátula de cartón en el mismo momento en que un dardo rebotaba en su pecho y se clavaba en el suelo de tierra.
Casi te pillo, puto monstruo —soltó Wimpy.
Joder, Wimpy —dijo Manteca, secándose las lágrimas que resbalaban por sus mejillas con la sucia palma—. Como me saques un ojo, mi abuela se va a cabrear.
Muy bien, ya basta —intervino Duane—. Mierda, ya le habéis hecho sangrar otra vez.
Eh, nadie lo obliga —replicó Porter—. Es él quien lo pide.
Era verdad. Manteca estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que alguien le prestara atención. A veces, de madrugada, después de que se terminara Armchair Theater y la pantalla de la tele fundiera a negro, se escapaba de casa de su abuela y se pateaba la oscura carretera que cruzaba Knockemstiff. Se dedicaba a despertar a la gente dando golpes en la ventana, les mostraba sus dardos y les suplicaba que salieran a tirarle unos cuantos. Luego se apartaba un poco, se desabrochaba el peto y lo dejaba caer al suelo. Su panza blanca brillaba como si fuera la puta luna. Se podía pasar horas allí plantado, con los mosquitos zumbándole en los oídos y esperando a que alguien saliera e intentara hacer diana con él.
¿A quién le importa? —dijo Wimpy—. Joder, toda su puta tripa ya es una cicatriz. La tiene más dura que una concha de tortuga.
Cogió un dardo y se puso a afilar la punta corta y roma contra una muela que había encima de una mesa de trabajo en el rincón.
Duane le dio a Manteca un trapo grasiento que estaba tirado en el suelo.
Ten, límpiate. Y súbete el peto.
Porter encendió la pipa de agua y se la pasó a Duane.
Joder, tío, ¿qué te ha pasado en el cuello?
Duane se recolocó las gafas y notó que se le subían los colores a la cara. Nunca se le había dado bien mentir.
Que la chavala se me ha intentado comer —le contestó. Era una de las frases que había estado ensayando para su padre.
Wimpy se volvió y se quedó mirando su cuello con los ojos fruncidos.
Caray, ya te digo. Parece que te haya intentado arrancar la cabeza a mordiscos.
Duane no contestó; se limitó a meterse la boquilla de la pipa de agua entre los labios e inhaló el humo pasado por las babas de todos. La hierba tenía un ligero sabor a patatas fritas. Bajo la luz, vio migas que se arremolinaban en el agua burbujeante como diminutos monos marinos. Se estremeció y volvió a inhalar.


En cuanto había oído que Duane iba a llevar a una chica al autocine Torch el viernes por la noche, Porter le había preguntado:
¿Cómo se llama?
Wimpy y él estaban acurrucados sobre la mesa de trabajo del garaje, intentando conectar un reproductor de cartuchos de ocho pistas a una batería goteante de coche.
Duane se había pasado semanas pensando un nombre y había probado un millón hasta dar con el adecuado. Ya se había enamorado de él y cada vez que lo saboreaba le sabía mejor:
Mapel McAdams —dijo despacito.
¿Tiene hermanas? —preguntó Porter inesperadamente.
Eh… No, es hija única —contestó Duane, levantando la RC Cola y dando un trago bien largo.
Wimpy levantó la vista del enredo de cables que estaba envolviendo con cinta aislante.
La conozco —dijo de repente.
Duane tosió y le salió un chorro de refresco burbujeante por la nariz.
¡Hostia puta! —gritó Porter, apartándose de un salto. Se secó la RC que le había salpicado la cara con su antebrazo grande y peludo—. Joder, Duane.
Este recobró el aliento.
Se me ha ido por el otro lado —farfulló. Luego se volvió hacia Wimpy—. ¿Cómo vas a conocerla? Pero si es del pueblo.
¿Y qué? Mi primo Jimmy antes la llevaba por ahí. —Se inclinó hacia delante, cortó la cinta con los dientes y añadió—: Sí, y me dijo que olía tan mal que tenía que bajar las ventanillas.
Ese asqueroso miente como un bellaco —dijo Duane en tono irritado—. Esta chica no es como Geraldine, hostia.
Al fin y al cabo, estaban hablando de Mapel McAdams, no de una zombi con pelusas en el pelo. Además, ¿cómo iban a conocerla? Duane ni siquiera estaba seguro de poder reconocerla. Joder, si todavía se la estaba inventando.
Bueno —escupió Wimpy—, me apuesto lo que queráis a que es la misma.
Bah, eres un imbécil… —empezó a decir Duane, pero se calló de repente.
Se acababa de dar cuenta de que la mentira de Wimpy hacía mucho más creíble a su mujer. Levantó la vista y se quedó un momento mirando un avispero que había pegado a una de las vigas. Luego se marchó en el momento justo en que el reproductor de cartuchos hacía cortocircuito y provocaba una lluvia de chispas de color naranja.


Duane, ¿y ahora te vas a casar? —preguntó Manteca.
Duane le estaba ayudando a ponerse el peto. Manteca tenía una mosca negra aplastada debajo de uno de sus pechos colgantes.
No, Mante, sólo es una chica.
Di más bien una puñetera vampira —intervino Porter—. Espero que no hayas dejado que te la chupara. Viendo cómo te ha puesto el cuello, debe de ser como meter la polla en una picadora de carne.
Wimpy abrió una cerveza y preguntó:
Entonces, Duane, ¿a qué le olía? Y ahora tampoco me mientas.
Duane hizo una pausa para encender su último cigarrillo y repitió la respuesta que tenía preparada:
A pescado frito.
¿Ves? ¿Te lo dije o no te lo dije? —dijo Wimpy.
¿Es tan guapa como Nancy? —preguntó Manteca. Estaba mirando el disco Boots y pasando el dedo por la cara de la cantante.
Joder, gordo de mierda —dijo Wimpy—. Acaba de decirnos que le huele el coño a pescado. ¿Qué te crees, que Duane ha ligado con una estrella de cine?
Porter se acercó más y volvió a mirarle el cuello.
¿Y entonces qué has hecho con ella? —preguntó.
Duane dio una calada larga a su cigarrillo y trató de aparentar despreocupación.
Se lo he lavado con Boones Farm.
Y una mierda —soltó Porter—. Cabrón, pero si no quieres ni hacerlo cuando te toca con Geraldine.
Duane se sacó bruscamente las bragas pegajosas del bolsillo y las sostuvo en alto en medio de la atmósfera cargada de humo.
¿Ah, no? ¿Y de quién crees que son éstas?
Las blandió delante de los ojos inyectados en sangre de Porter como si fuera un torero provocando a un toro. Las bragas eran la prueba definitiva. Se imaginaba a su viejo colgándolas en la pared de la sala de estar como a un animal disecado.
Porter le cogió la mano y se la sujetó con fuerza mientras olisqueaba con cautela el trofeo.
Bah, estás de broma. ¿Seguro que la tal Mapel te ha dejado hacerle eso?
Sí —juró Duane—. Le ha gustado. Compruébalo si quieres. Hay vino de manzana por todo el puto coche de mi viejo.
Porter se volvió hacia Wimpy.
Joder, tal vez tendríamos que probar ese rollo con Geraldine. Darle un baño de vino antes de que te pongas a chupárselo.
Vete a la mierda —le soltó Wimpy.
Mejor todavía —dijo Porter, señalando al otro lado del garaje—: lavárselo con esa puñetera lata de gasolina.


En cuanto Porter y Wimpy se quedaron dormidos, Manteca estiró el brazo y apagó la lámpara portátil.
Esa luz me hace daño a los ojos —murmuró. Luego se volvió a desplomar sobre la paja y se quedó mirando la oscuridad con expresión tétrica—. Duane, no deberías hablar así de tu novia —dijo por fin, ahora en un tono bajo y serio.
Duane no abrió la boca. Estaba despatarrado en una silla de madera, fumándose uno de los Camel de Porter y repasando una vez más su historia antes de irse a casa y enfrentarse a su viejo. De pronto le sobrevino una oleada de asco y lo empapó de vergüenza. Por mucho que no fuera una persona de carne y hueso, sabía que había tratado mal a Mapel y que había dicho cosas de ella que no diría ni de un perro. Volvió a susurrar su nombre, pero ya no le sabía igual. Mapel se había esfumado. Dio otra calada al cigarrillo y se acordó de cómo Geraldine se había alejado flotando por el jardín después de que Porter y Wimpy terminaran con ella.
Se quedaron unos minutos sentados en silencio y luego Manteca volvió a hablar:
¿Duane?
¿Qué quieres ahora?
¿Quieres que cambiemos?
¿Que cambiemos? ¿Que cambiemos el qué?
Te cambio a mi Nancy por tu Mapel.
Duane se quedó mirando a Manteca, sorprendido. El gordo sostenía el álbum de Nancy contra el corazón, con la enorme barriga subiendo y bajando despacio, como si fuera un fuelle gastado. Ya hacía años que tenía a su Nancy; lo hacían todo juntos. Ella lo había protegido de un millar de dardos desencaminados.
Eso no te conviene, Mante.
¿Por qué no? —Seguía con la vista clavada en las vigas.
Duane se lo pensó un momento.
Porque… Porque es tu novia, lo ha sido siempre. Joder, es mucho mejor que Mapel en todo.
Oh, Duane —dijo Manteca con un bostezo—. Nancy ni siquiera es real. No es más que una foto vieja que me dio mi abuela. —Y cerró los ojos.


Duane esperó un rato; luego se puso de pie y se sacó las bragas mojadas de la chaqueta Levi’s. Caminó sin hacer ruido por el suelo de tierra dura y se plantó junto al gordo de su amigo. Ahora Manteca estaba roncando y tenía los brazos fláccidos cruzados encima de la barriga. Olía a patatas fritas y a sudor roñoso. Después de echar un vistazo para asegurarse de que Porter y Wimpy continuaban durmiendo, se fijó en los dardos puestos en fila sobre la mesa de trabajo. Desde que eran niños, Manteca siempre había asegurado que no sentía nada y había insistido en que los dardos no le hacían daño. Pese a todo, Duane siempre le había lanzado los suyos sin levantar el brazo y prometiéndose a sí mismo en secreto que no haría sangrar nunca al muchacho. «Como una puñetera chica», tal como le gustaba decir en tono de burla a Wimpy.
Duane le metió las bragas en el bolsillo lateral del peto; a continuación recogió todos los dardos y salió a la noche. Oyó el retumbar lejano de un tren de carga de la B&O que pasaba por el espinazo curvado del Summit en dirección oeste, hacia Cincinnati. Mientras bajaba hasta el final de la entrada para coches, se quedó mirando la casa de sus padres, que se pudría al fondo de la colina como si fuera un vertedero ilegal, rodeada de la chatarra oxidada del viejo, de las matas descuidadas de lilas y de la niebla gris de octubre. No se podía creer que aquélla fuera su casa.
Mientras se apagaba el ruido del tren, se levantó un viento repentino que empezó a agitar la hierba seca del campo al otro lado de la carretera. El aire frío le hizo cosquillas en el cuello lleno de chupetones. Vio que la luz del porche de sus padres se encendía y se volvía a apagar. Levantó la vista y buscó con la mirada la estrella más brillante del cielo de Knockemstiff; luego dio un paso atrás y le lanzó uno de los dardos. Después se puso a tirarle el resto, tan fuerte como pudo, hasta que todos hubieron desaparecido en la oscuridad que lo rodeaba.

Knockemstiff, 2008.
 

lunes, 24 de abril de 2023

Redacción (II). Pablo Martín Sánchez.

Esta mañana la profe me ha dicho que mi redacción del otro día era nefasta, que si no sabía lo que era un punto y que si no podía escribir sin decir palabrotas, y yo le he dicho que no sólo sabía perfectamente lo que es un jodido punto sino que además mi texto estaba lleno de puntos, sobre todo encima de las is y de las jotas y que incluso me había permitido el lujo de poner tres puntos suspensivos y un punto y final, pero que si eso no le parecía suficiente por mí podía poner tantos puntos como le diese la gana, y que lo de las palabrotas no era asunto mío ya que yo no tenía ninguna culpa de que mis padres fuesen tan mal hablados y que seguro que ella también decía palabrotas cuando discutía con su marido, y entonces ella me ha dicho que no estaba casada y yo le he respondido que no me extrañaba, que quién la iba a aguantar con lo puntillosa que es, y entonces me ha mandado hacer otra redacción antes de salir corriendo hacia el lavabo y yo le he gritado que tampoco era para ponerse así, que esta vez iba a poner más puntos, joder, y que cuál era el tema de la redacción, pero ella ya había desaparecido por el fondo del pasillo, así que he vuelto a mi pupitre y como toda la clase me estaba mirando yo les he dicho que no se preocupasen, que era cosa de mayores y que en las cosas de mayores es mejor no meterse nunca y entonces he visto que la niña de delante me miraba con los mismos ojos que mi madre miraba a mi padre en la foto que hasta hace poco había en su habitación, y por primera vez en mi vida no he sabido adónde mirar... Y como tampoco sabía qué hacer con mis manos, me he puesto a escribir la redacción.

Fricciones, 2011.
 

domingo, 23 de abril de 2023

El sistema. Eduardo Galeano.

que programa la computadora que alarma al banquero que alerta al embajador que cena con el general que emplaza al presidente que intima al ministro que amenaza al director general que humilla al gerente que grita al jefe que prepotea al empleado que desprecia al obrero que maltrata a la mujer que golpea al hijo que patea al perro.

Días y noches de amor y de guerra. 1978

sábado, 22 de abril de 2023

La intimidación. Heimito Von Doderer.

Fue el comportamiento de una tetera lo que reforzó mi inquebrantable convicción de que sólo si mostraba el valor y el coraje suficientes y estaba dispuesto a destruir sin dudarlo los enseres de mi vivienda conseguiría conjurar la maldad de los objetos que me rodeaban disuadiéndolos de agredirme por una larga temporada. Aquella tetera, que tenía desde hacía siete años, me sorprendió una mañana mordiéndome el pie izquierdo—protegido únicamente con una modesta zapatilla de andar por casa—, justo cuando acababa de retirarla del fuego y salía de la cocina. Para darme el mordisco le bastó con estirar el pico y derramar unas cuantas gotas de té hirviendo. Por fortuna, me mantuve firme y no vacilé a pesar del dolor. La aparté de mí con cuidado y volví a calentar agua sobre la llama de gas de la cocina. Busqué una bolsita de té y la coloqué dentro de otra jarra de porcelana. En cuanto a la tetera que me había mordido, tiré la infusión recién hecha y, una vez vacía, la enfrié sin contemplaciones. Por último, me coloqué delante de un cuadro, con su marco y su cristal, del que sospechaba, porque había estado mirándome de reojo como si se alegrara de lo que me había pasado, y era muy probable que se hubiera puesto de acuerdo con la tetera que me había mordido. Agarré a la culpable, me puse a unos cuatro metros de distancia del cuadro y la lancé contra él con un poderoso giro de caderas, como si fuera un disco. Dejé los cuerpos tirados en el mismo lugar donde habían caído y no los recogí hasta pasadas cuatro horas. Cuando la lancé, dejó escapar un leve quejido, ¿una amenaza? Sin embargo, no me cabe duda de que la multitud de ojitos saltones que me observaban desde todos los ángulos de la habitación habían tomado buena nota de lo ocurrido. Les había demostrado que no me asustaba adoptar medidas drásticas. Durante prácticamente un año estuve a salvo de todas sus trampas y ardides, los objetos que había en aquella estancia se guardaron mucho de morderme, intrigar o conjurarse contra mí. Al cabo de ese tiempo, mi maquinilla de afeitar se atrevió a tirarme de la oreja derecha, pero fue un hecho excepcional, sin relación alguna con el caso que acabo de referir. 


 

miércoles, 19 de abril de 2023

Destinitos fatales I. Andrés Caicedo.

A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá «el cine de calidad» que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías; imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne «porque el ejército de ee uu siempre mata muchos indios», que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cine club por estar exhibiendo cosas de estas cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sueña de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llegue la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, nueve, ocho, siete, seis, cinco, los últimos cuatro sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca nadie más lo volvió a ver por estas tierras.
El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.

Calicalabozo, 1998.

martes, 18 de abril de 2023

Nostalgia. Lola Sanabria.

A Agustín Martínez Valderrama

Cuando trajeron al abuelo a casa, dejó de hablar y se quedó varado frente al televisor. A veces, cuando yo volvía del colegio, lo veía con la mirada perdida en la negrura de la pantalla y le preguntaba qué estaba haciendo. Él nunca contestaba así que lo dejaba solo y me iba a mi habitación. Una noche mientras cenábamos, pasaron por televisión la explosión del Challenger. El abuelo dijo: << Valencia >>, y una lágrima mojó su piel reseca.

Partículas en suspensión, 2013.

lunes, 17 de abril de 2023

Brétama. Alfredo Buxán.

Hubo un niño en el muelle

bajo la densa niebla.

 

Le colgaban las piernas

como dos gaviotas.


Como cuelga la vida

del pretil de la nada.

 


 Las palabras perdidas, 2011.

domingo, 16 de abril de 2023

En las tierras perdidas. George R. R. Martin.

Se puede comprar a Alys la Gris cualquier cosa que se desee. Pero es mejor que no.


La dama Melange, de quien decían que era una joven lista y prudente, así como implacablemente justa, no fue en persona a ver a Alys la Gris. La dama Melange había oído los rumores: quienes cerraban tratos con Alys la Gris los hacían por su cuenta y riesgo. Alys la Gris no rechazaba a nadie que fuera a verla y siempre conseguía lo que le pedían. Sin embargo, cuando todo había terminado, quienes habían acudido a ella nunca quedaban contentos con las cosas que obtenían, las mismas cosas que habían deseado antes. La dama Melange sabía todo aquello, puesto que gobernaba aquellas tierras desde la alta torre del homenaje, construida en la ladera de la montaña. Tal vez precisamente por eso no fue a verla en persona.
En su lugar, quien fue a ver a Alys la Gris fue Jerais: Jerais el Azul, el paladín de la dama, el mejor de los caballeros que guardaban la altísima torre y encabezaban el ejército en las batallas, así como el capitán de los portaestandartes. Jerais iba vestido de seda azul claro debajo de la armadura esmaltada en azul intenso. El emblema de su escudo era un torbellino de un centenar de tonos distintos de azul, y la empuñadura de la espada llevaba incrustado un zafiro tan grande como el ojo de un águila. Cuando estuvo en presencia de Alys la Gris, se quitó el casco, y esta vio que sus ojos eran exactamente del mismo tono que la joya; sin embargo, el pelo de color rojo contrastaba inapropiadamente.
Alys la Gris lo recibió en la vieja casita de piedra donde vivía, en el corazón sombrío de la ciudad situada al pie de la montaña. Lo esperó en una sala polvorienta y sin ventanas que apestaba a moho, sentada en una silla vieja de respaldo alto que aún empequeñecía más su cuerpecillo menudo. En el regazo tenía una rata gris del tamaño de un perro pequeño. No dejó de acariciarla con languidez mientras Jerais entró, se quitó el casco y se tomó unos instantes para que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad.
¿Sí? —dijo por fin la mujer.
¿Eres tú aquella a quien llaman Alys la Gris?
Sí.
Yo soy Jerais. He venido a instancias de la dama Melange.
La sabia y bella dama Melange. —Alys la Gris seguía acariciando a la rata, suave como el terciopelo, con sus dedos largos y blancos—. ¿Por qué manda la señora a su paladín a casa de alguien tan pobre y simple como yo?
Incluso a la torre llegan historias sobre ti.
Ya veo.
Dicen que, a cambio de un precio determinado, vendes cosas extrañas y maravillosas.
¿Acaso la dama Melange quiere comprar algo?
También dicen que tienes poderes. Dicen que tu apariencia no es siempre la que tienes ahora, la de una joven esbelta de edad incierta y vestida de gris. Dicen que puedes rejuvenecer y envejecer a tu antojo. Dicen que a veces eres un hombre, una vieja o un niño. Dicen que conoces los secretos de la transformación, que puedes viajar convertida en felino, oso o pájaro, que cambias de piel cuando lo deseas y no estás sometida a la tiranía de la luna como los metamorfos de las tierras perdidas.
Sí, eso dicen —reconoció Alys la Gris.
Jerais se desató una faltriquera del cinturón y se acercó a Alys la Gris. Liberó el cordón que la cerraba y esparció el contenido en la mesa que había al lado de Alys. Gemas. Una docena, cada una de un color distinto. Alys la Gris cogió una y se la acercó a los ojos, observando la llama de la vela a través de ella. La dejó junto a las demás y asintió.
¿Qué querría comprarme la señora?
Tu secreto —dijo Jerais con una sonrisa—. La dama Melange desea cambiar.
Dicen que es joven y bella —replicó Alys la Gris—. Incluso al pie de la torre llegan historias sobre ella. No tiene pareja, sino muchos amantes. Dicen que todos los portaestandartes la aman, y tú entre ellos. ¿Por qué desearía cambiar?
No me has entendido. La dama Melange no busca la juventud ni la belleza. Ningún cambio podría hacerla más hermosa de lo que es. Lo que quiere de ti es el poder para convertirse en una bestia. En un lobo.
¿Por qué? —preguntó Alys la Gris.
Eso no es de tu incumbencia. ¿Le venderás ese don?
No rechazo a nadie. Deja las gemas aquí. Regresa dentro de un mes y te daré lo que desea la dama Melange.
Jerais asintió, pensativo.
¿No rechazas a nadie?
A nadie.
Con una sonrisa torcida, rebuscó en el cinturón y le tendió la mano. En la palma enguantada en arrugado terciopelo azul sostenía otra joya, un zafiro más grande que el de la empuñadura de la espada.
Acepta esto como pago, si te place. Yo también quiero comprar.
Alys la Gris cogió el zafiro, lo sostuvo entre el pulgar y el índice contra la llama de la vela, asintió y lo dejó junto a las otras gemas.
¿Qué quieres, Jerais?
Quiero tu fracaso. —Se le ensanchó la sonrisa—. No quiero que la dama Melange obtenga el poder que desea.
Alys la Gris lo miró sin alterarse, clavando sus serenos ojos grises en los azules y fríos de Jerais.
Llevas el color equivocado —dijo por fin—. El azul es el color de la lealtad, pero tú traicionas a tu señora y la misión que te ha encomendado.
Soy leal —protestó Jerais—. Sé qué le conviene; lo sé mejor que ella. Melange es joven y estúpida. Cree que, cuando obtenga el poder que busca, podrá mantenerlo en secreto. Pero se equivoca. Y cuando la gente se entere, la destruirá. No puede gobernar al pueblo de día y desgarrarles el cuello de noche.
Alys la Gris reflexionó unos instantes, acariciando la rata que descansaba en su regazo.
Mientes, Jerais —dijo al cabo de un poco—. Los motivos que me das no son tus verdaderos motivos.
Jerais frunció el ceño. Como por casualidad puso su mano enguantada en la empuñadura de la espada y acarició el gran zafiro con el pulgar.
No discutiré contigo —dijo con brusquedad—. Si no me vendes lo que te pido, devuélveme la gema, y que te parta un rayo.
No rechazo a nadie —respondió Alys la Gris, y Jerais arrugó la frente, desconcertado. —Entonces, ¿tendré lo que te pido?
Tendrás lo que deseas.
Excelente —dijo Jerais, sonriendo de nuevo—. ¿Dentro de un mes?
Un mes.


Así las cosas, Alys la Gris envió el mensaje por vías que solo ella conocía. El mensaje pasó de boca en boca por las sombras, los callejones y los pasos secretos de las cloacas, y también por las casas altas de madera escarlata y vidrieras de colores donde moraban los más nobles y los ricos. Ratas grises y ligeras con diminutas manos humanas se lo susurraron en sueños a los niños, y estos compartieron el secreto entre sí, y entonaron un canto nuevo y extraño al saltar a la comba. El mensaje voló hasta los puestos del ejército en la frontera del este y viajó hacia el oeste con las grandes caravanas hasta el corazón del viejo imperio, del que la ciudad del pie de la montaña no era más que una minúscula parte. Aves enormes que parecían de cuero, con cara de monos astutos, lo llevaron al sur, más allá de los bosques y los ríos, a una docena de reinos, donde hombres y mujeres tan pálidos y terribles como Alys la Gris lo escucharon en la soledad de sus torres. El mensaje llegó incluso hasta el norte, más allá de las montañas, a las tierras perdidas.
No tuvo que esperar mucho. Menos de dos semanas después, alguien fue a visitarla.
Sé donde puedes encontrar lo que necesitas —le dijo—. Puedo conducirte hasta un hombre lobo.
Era un chico joven, delgado e imberbe. Llevaba la ropa habitual de cuero gastado de los aventureros que vivían y cazaban en el páramo azotado por el viento del otro lado de las montañas. Tenía la piel curtida del que ha pasado toda la vida al aire libre, y el pelo blanco como la nieve de las montañas, enredado y descuidado, le llegaba por los hombros. No llevaba armadura, y solo un cuchillo largo en lugar de espada. Sus movimientos eran elegantes y cautos. Entre los mechones blancos que le caían por la cara le asomaban los ojos, oscuros y soñolientos. Pese a que su sonrisa era franca y afable, adolecía de una especie de desidia, y los labios se le torcían ligeramente en un gesto soñador y sensual cuando creía que nadie lo miraba. Se hacía llamar Boyce.
Alys la Gris lo observó y lo escuchó con atención.
¿Dónde? —preguntó.
En el norte, a una semana de viaje. En las tierras perdidas.
¿Vives en las tierras perdidas, Boyce? —le preguntó Alys la Gris.
No. No es lugar para vivir. Tengo una casa aquí, en la ciudad, pero a menudo cruzo las montañas. Soy cazador. Conozco bien las tierras perdidas y sé qué seres viven allí. Buscas un hombre que camina como un lobo. Puedo llevarte hasta él, pero tenemos que salir de inmediato si queremos llegar antes de la luna llena.
Mi carro está cargado —dijo Alys la Gris, levantándose—. Mis caballos están ahítos y herrados. Vámonos, pues.
Boyce se apartó el pelo fino y blanco de los ojos y sonrió perezosamente.


El collado era alto, empinado y rocoso, y en algunos tramos, apenas lo bastante ancho para que el carro de Alys la Gris pudiera pasar. Era un armatoste largo y pesado, totalmente cerrado. Antaño había estado pintado de colores brillantes, pero el tiempo y el clima los habían desgastado tanto que las paredes de madera eran de un gris tristón. Tenía seis estrepitosas ruedas de hierro, y los dos caballos que tiraban de él eran, por necesidad, unos monstruos el doble de grandes que los caballos normales. A pesar de ello, avanzaban muy despacio. Boyce, que no tenía montura, caminaba por delante o al lado, y algunas veces se sentaba en el pescante junto a Alys la Gris. El carro crujía lastimeramente. Tardaron tres días en completar el ascenso, y entre las montañas contemplaron la llanura estéril e infinita de las tierras perdidas. Les costó tres días más bajar.
A partir de ahora iremos más deprisa —prometió Boyce a Alys cuando llegaron a la llanura de las tierras perdidas—. Aquí, el terreno es llano y desierto, y la marcha no será difícil. Dentro de un día, o de dos como mucho, tendrás lo que buscas.Bien —dijo Alys la Gris.
Llenaron los bidones de agua antes de alejarse de las montañas. Boyce fue a cazar por la ladera y regresó con tres conejos negros y un ciervo pequeño curiosamente deforme. Cuando Alys la Gris le preguntó cómo los había cazado si solo tenía el cuchillo largo, Boyce sonrió y sacó una honda con la que lanzó unos cuantos guijarros, que silbaron al cortar el aire. Alys la Gris asintió. Encendieron una hoguera y cocinaron dos conejos; después salaron el resto de la carne. A la mañana siguiente, al alba, se adentraron en las tierras perdidas.
En efecto, avanzaron deprisa. Las tierras perdidas eran un lugar frío y desierto, y el suelo era tan compacto, duro y firme como los caminos que atravesaban el imperio, al otro lado de las montañas. El carro rodaba con decisión entre traqueteos, crujidos y balanceos. En las tierras perdidas no había matorrales entre los que abrirse paso ni ríos que cruzar. Ante ellos se extendía la más pura e interminable desolación. De tarde en tarde veían un grupo de árboles nudosos y enredados entre sí, con las ramas cargadas de frutos gordos de piel añil y brillante. De tarde en tarde atravesaban un arroyuelo rocoso de un palmo de profundidad. De tarde en tarde encontraban extensas manchas formadas por hongos blancos que cubrían la tierra gris y árida. Sin embargo, era raro que se topasen con algo. Lo que abundaba era la nada, la llanura estéril que se extendía a su alrededor, y el viento. El viento era terrible; nunca dejaba de soplar, y era frío y cortante. A veces olía a ceniza, y otras veces parecía ulular y chillar como si fuera un alma en pena.
Llegaron tan lejos que Alys la Gris vio el límite de las tierras perdidas: una cadena de montañas muy, muy al norte; una línea borrosa entre azul y blanca recortada contra el horizonte gris. Alys la Gris sabía que, aunque viajaran durante semanas, no llegarían a aquellos lejanos picos, pero las tierras perdidas eran tan llanas y desiertas que la vista los alcanzaba con claridad, aun desde tan lejos.
Al anochecer, Alys la Gris y Boyce montaron el campamento bajo un grupo de árboles tortuosos como los que habían visto durante la jornada, que les proporcionaron una tregua momentánea de la furia del viento, pero siguieron oyéndolo y notando cómo los acosaba y empujaba, y viendo cómo retorcía el fuego de mil formas salvajes y evocadoras.
Sí que están perdidas estas tierras, sí —dijo Alys la Gris mientras comían.
Tienen una belleza propia. —Boyce pinchó un pedazo de carne con el cuchillo largo y le dio vueltas sobre el fuego—. Por la noche, si se despejan las nubes, podrás ver unas luces violetas, grises y granates moviéndose sobre las montañas del norte, ondulándose como si fueran cortinas atrapadas en el viento incesante. —Ya he visto esas luces antes —dijo Alys la Gris.
Yo las he visto muchas veces. —Boyce mordió la carne y tiró de ella con los dientes. Un hilo de grasa le cayó por la comisura del labio y sonrió.
Vienes muy a menudo a las tierras perdidas —dijo Alys la Gris.
Soy cazador —repuso Boyce, encogiéndose de hombros.
Pero ¿hay vida aquí? —preguntó Alys la Gris—. ¿Vive algo en este desierto?
Oh, sí. Hay que fijarse bien y conocer las tierras, pero sí que hay. Bestias extrañas y contrahechas jamás vistas al otro lado de las montañas, seres de leyendas y de pesadillas, seres encantados y malditos, seres de carne inimaginablemente rara y deliciosa. También hay humanos o, más bien, seres casi humanos. Niños cambiados, metamorfos, siluetas grises que caminan solo después del crepúsculo, seres erráticos medio vivos y medio muertos… —Su sonrisa era amable y burlona—. Pero tú eres Alys la Gris y ya debes de saber todo esto. Dicen que provienes de las tierras perdidas, que hace mucho tiempo saliste de aquí.
Sí, eso dicen.
Tú y yo somos iguales. Me gustan la ciudad, la gente, la música, la alegría y los chismes. Disfruto de la comodidad del hogar, de la buena comida y el buen vino. Me deleito con los actores que van en otoño a la alta torre del homenaje y actúan para la dama Melange. Me gustan la ropa elegante, las joyas y las mujeres dulces y bellas. Sin embargo, una parte de mí se siente en casa solo aquí, en las tierras perdidas, escuchando el viento, observando con cautela las sombras al anochecer, soñando con cosas con las que la gente de ciudad jamás se atrevería a soñar. —Entretanto ya se había hecho completamente de noche. Boyce señaló al norte con el cuchillo, donde las luces tenues empezaban a resplandecer sobre las montañas—. Mira, Alys. Mira cómo cambian y titilan las luces. Si se mira mucho rato, pueden verse figuras que se mueven en la oscuridad: hombres, mujeres y seres que no son hombres ni mujeres. El viento arrastra sus voces. Observa y escucha. Esas luces son como grandes dramas, como obras más magníficas y extrañas que las que se representan en el escenario de la señora. ¿Lo oyes? ¿Lo ves?
Alys la Gris estaba sentada en la tierra dura y compacta con las piernas cruzadas. Observaba en silencio con una mirada inescrutable en los ojos grises.
Sí —dijo por fin. No habló más. Boyce enfundo el cuchillo largo; rodeó la hoguera, que ya se había reducido a un puñado de ascuas de un apagado tono rojizo, y se sentó a su lado.
Sabía que lo verías. Tú y yo somos iguales. Nuestra carne es urbana, pero el viento frío de las tierras perdidas sopla por nuestras venas. Lo he visto en tus ojos, Alys la Gris.
Ella no contestó; se quedó sentada mirando las luces y sintiendo la cálida presencia de Boyce a su lado. Poco después, él le pasó el brazo por los hombros, y ella no protestó. Al cabo de un rato, de mucho más rato, cuando las ascuas se habían apagado y la noche ya era muy fría, Boyce le tomó la cara con ambas manos, delicadamente, y se la giró. La besó con dulzura en los labios finos solo una vez.
Entonces, Alys la Gris se despertó como de un sueño, lo tumbó en el suelo de un empujón, lo desnudó con manos decididas y expertas, y lo poseyó sin más preámbulos. Boyce la dejó hacer. Se tumbó en la tierra dura y fría con las manos entrelazadas tras la cabeza, los ojos soñadores y los labios torcidos en una sonrisa lánguida y satisfecha, mientras Alys la Gris lo cabalgaba, primero suavemente, después cada vez más deprisa, acercándose al clímax entre estremecimientos. Cuando llegó, tensó el cuerpo, echó la cabeza atrás y abrió la boca como si fuera a gritar, pero no salió ningún sonido. Solo aullaba el viento, helado y salvaje, y el grito no era de placer.


El día siguiente amaneció nublado y frío. El cielo que se extendía ante ellos estaba cubierto de jirones de nubes finas y grises que corrían mucho más deprisa que lo que solían correr las nubes, y la poca luz que se filtraba era pálida y apagada. Boyce caminaba junto al carro, y Alys la Gris lo conducía a ritmo pausado.
Ya estamos cerca —le dijo Boyce—. Muy cerca.
Bien.
Boyce le sonrió. Su sonrisa había cambiado desde que eran amantes. Era dulce y misteriosa, un poco más que condescendiente; era una sonrisa de presunción.
Esta noche —le dijo.
Esta noche habrá luna llena —dijo Alys la Gris.
Boyce sonrió y se apartó el pelo de los ojos sin decir nada.


Bastante antes del anochecer se detuvieron en las ruinas de una ciudad cuyo nombre había sido olvidado mucho tiempo atrás, incluso por los moradores de las tierras perdidas. Quedaba muy poca cosa que rompiera la nada envolvente; solo una pila desamparada y lastimera de escombros. Todavía se distinguían vagamente los contornos de las murallas, y quedaban medio en pie un par de chimeneas rotas que roían el horizonte como dientes negros y cariados. La ciudad no tenía vida ni refugio que ofrecer. Cuando Alys la Gris terminó de dar de comer a los caballos paseó por las ruinas, pero no encontró casi nada. No había cerámica, ni armas oxidadas, ni libros. Ni siquiera huesos. Nada que permitiera hacerse una idea de qué clase de gente había vivido allí, si es que había sido gente.
Las tierras perdidas habían absorbido la vida de aquel lugar, y el viento se había llevado hasta los fantasmas. No quedaba ni un vestigio, ni un recuerdo. El sol, oculto tras las nubes escurridizas, se hundía y casi rozaba el horizonte, y la escena habló con la voz del viento, gritó su soledad y su desesperación. Alys la Gris estuvo allí largo rato a solas, viendo como se ponía el sol, sintiendo cómo el manto fino y harapiento se le hinchaba en la espalda y cómo el viento frío le azotaba el alma. Por fin, regresó al carro.
Boyce había encendido una hoguera y estaba sentado calentando vino en un cazo de cobre y añadiéndole especias de vez en cuando. Dedicó una de aquellas sonrisas nuevas a Alys la Gris cuando ella lo miró.
El viento es frío —dijo Boyce—. He pensado que una bebida caliente haría nuestra cena más placentera.
Alys la Gris miró a lo lejos, al sol casi hundido, y luego de nuevo a Boyce.
Este no es ni el momento ni el lugar para el placer, Boyce. Ya es casi de noche, y la luna llena está a punto de salir.
Bien. —Boyce vertió vino caliente en la copa con un cucharón y lo probó—. Tampoco hay que tener prisa por salir a cazar —añadió con una sonrisa lánguida—. El lobo vendrá a nosotros. El viento transportará nuestro olor por esta nada hasta muy lejos, y él vendrá corriendo cuando perciba el aroma de la carne fresca.
Alys la Gris no dijo nada. Le dio la espalda y subió los tres peldaños del carro. Encendió un brasero con calma y observó cómo cambiaba y parpadeaba la luz al reflejarse en las planchas desgastadas y grises que protegían las paredes y en el montón de pieles del lecho. Cuando la luz se estabilizó, Alys la Gris corrió un panel de la pared y se quedó mirando el estrecho armario, donde una larga hilera de ropa vieja colgaba de ganchos. Había mantos, capas y blusones muy holgados; vestidos demasiado cortos y trajes que se ajustaban como una segunda piel desde la cabeza hasta los pies; ropa de cuero, de pieles y de plumas. Vaciló un momento y luego alargó la mano para sacar un gran manto hecho de mil plumas largas y plateadas, todas acabadas delicadamente en punta negra. Se quitó el que llevaba y se abrochó al cuello la amplia prenda de plumas. Cuando giró sobre sí, el manto se ahuecó, y el aire muerto del carro se agitó y pareció volver a la vida momentáneamente, antes de que las plumas volvieran a posarse. Después, Alys la Gris se agachó y abrió un enorme arcón de roble con correas de cuero y remaches de hierro. Sacó una caja pequeña donde diez anillos reposaban en el viejo lecho de fieltro gris. Cada uno llevaba engarzada una larga y curva garra de plata en lugar de una gema. Alys la Gris se puso los anillos por orden, uno en cada dedo, y cuando se levantó y cerró los puños, las garras amenazadoras reflejaron la tenue luz del brasero.
Fuera ya estaba oscuro. Al sentarse al otro lado del fuego, frente al aventurero de pelo blanco que disfrutaba del vino, Alys la Gris advirtió que este no había preparado nada para cenar.
Qué manto tan bonito —comentó Boyce, amable. —Ningún manto va a ayudarte cuando venga.
Alys la Gris levantó la mano y la apretó en un puño. Las garras de plata centellearon a la luz de la hoguera.
Ah —dijo Boyce—. Son de plata.
Sí, son de plata —corroboró Alys la Gris, bajando la mano.
Otros lo han atacado antes con armas de plata. Espadas de plata, cuchillos de plata, flechas con punta de plata. Y ahora, todos esos guerreros plateados no son más que polvo. Se dio un festín con su carne.
Alys la Gris se encogió de hombros.
Boyce le dirigió una mirada inquisitiva, pero luego sonrió y volvió a su vino. Alys la Gris se arrebujó en el manto para protegerse del viento helado. Al cabo de un rato, mirando a lo lejos, vio las luces que se movían sobre las montañas del norte. Recordó las historias que había visto en ellas y los relatos de aquel teatro de colores que había invocado Boyce para ella. Eran historias lúgubres y horribles. No las había de otra clase en las tierras perdidas.
Por fin, otra luz llamó su atención, una luz mate y creciente que procedía del este, enfermiza y ominosa. La luz de la luna.
Alys la Gris miró al otro lado de la hoguera agonizante. Boyce había empezado a cambiar.
Contempló cómo se le retorcía el cuerpo mientras los músculos y los huesos se le transformaban por dentro, cómo le crecía el pelo blanco, cómo la sonrisa lánguida se convertía en una amplia mueca roja que le dividió la cara, cómo se le alargaban los caninos y cómo le colgaba la lengua, cómo cayó la copa de vino cuando las manos se le deformaron, se le contorsionaron y se le tornaron garras. Empezó a decir algo, pero de las fauces no salieron palabras, sino un gruñido grave y brutal de alegría, medio humano y medio animal. Entonces echó la cabeza atrás y aulló, y se desgarró la ropa hasta que todos los pedazos quedaron esparcidos a su alrededor. Ya no era Boyce. Al otro lado del fuego había un lobo, una bestia enorme, blanca y peluda, el doble de grande que un lobo común, con una boca que se abría roja y feroz, y ojos de brillo escarlata. Alys la Gris clavó la mirada en ellos mientras se levantaba y se sacudía el polvo del manto de plumas. Aquellos ojos eran astutos, maliciosos e inteligentes, y en lo más profundo de ellos destellaba una sonrisa, una sonrisa de presunción.
Una sonrisa que se pasaba de lista.
El lobo aulló de nuevo; el sonido largo y bestial se disolvió en el viento. Entonces saltó por encima de las brasas de la hoguera que él mismo había encendido.
Alys la Gris extendió los brazos sujetando el manto con las manos y se transformó.
Su metamorfosis fue más rápida que la de Boyce; terminó casi antes de empezar, pero a Alys la Gris le pareció que duraba una eternidad. Comenzó con una extraña sensación de ahogo pegajoso provocada por el manto al adherírsele a la piel; después, un mareo y una extraña debilidad líquida a medida que sus músculos se disolvían, fluían y tomaban nueva forma. Y al final, la euforia, mientras la invadía y corría por sus venas un poder mucho más violento, ardiente y salvaje que el triste vino especiado que había calentado Boyce en la hoguera.
Batió las amplias alas de plata, cuyas plumas tenían la punta negra, y el polvo se levantó y se arremolinó mientras alzaba el vuelo bajo la luz de la luna, a salvo del salto del lobo blanco, arriba y más arriba, hasta que las ruinas se tornaron puntos insignificantes. El viento la sostuvo y la acunó con manos heladas y temblorosas; ella se entregó a él y remontó el vuelo. Sus alas se llenaron con la melodía espeluznante de las tierras perdidas y la elevaron más aún. El pico cruel y curvado se abrió, se cerró y volvió a abrirse, pero no emitió ningún sonido. Dio vueltas por el cielo, embriagada por la sensación de volar. Sus ojos, más agudos que los de ningún hombre, veían a distancia inimaginable, descubrían los secretos de cada sombra, captaban todos los seres moribundos o medio muertos que se arrastraban por la baldía superficie de las tierras perdidas. Las cortinas de luz danzaban en el norte, al frente, mil veces más brillantes y espectaculares que cuando solo podía percibirlas con los ojos miserables de la entidad insignificante llamada Alys la Gris. Quiso volar hacia ellas, volar hacia el norte, el norte, siempre hacia el norte, y retozar en ellas y rasgarlas en jirones brillantes.
Levantó las garras engarabitadas como si desafiara a las luces. Eran largas, letalmente curvas y afiladas, y la luz de la luna les arrancaba destellos plateados en toda su longitud. Pero entonces recordó. Trazó un amplio círculo a su pesar, dando la espalda a las irresistibles luces del norte. Batió las alas una y otra vez, y con un chillido que atravesó la noche empezó a descender en picado hacia su presa.
Lo vio abajo, muy lejos. La figura blanca se alejaba como una exhalación del carro y del fuego, en busca de protección en las sombras y los lugares oscuros. Pero no había protección en las tierras perdidas. El lobo era fuerte e incansable, y sus patas largas y poderosas lo transportaban a un ritmo constante y veloz. Devoraba la distancia como si nada, y ya había recorrido un largo trecho desde el campamento. Pero por muy rápido que fuera, ella lo era más. Solo era un lobo, al fin y al cabo, mientras que ella era el propio viento.
Descendió en un silencio mortal, cortando el aire como un cuchillo, con las garras de plata extendidas. Él debió de atisbar su sombra abalanzándose sobre él, perfilada claramente por la luz de la luna, ya que, cuando se acercó, aceleró desesperado, espoleado por el miedo. No sirvió de nada. Corría tanto como era capaz, pero ella le pasó por encima y lo arañó con las garras, que le penetraron el pelaje y le rasgaron la carne como diez espadas de plata. Él menguó el paso, se tambaleó y cayó.
Ella batió las alas y describió un círculo en el aire para dar otra pasada, y mientras tanto, el lobo se levantó y contempló su terrible silueta, que se recortaba contra la luna, con los ojos más brillantes que nunca, febriles a causa del miedo. Echó atrás la cabeza y emitió un aullido desgarrado y sangriento que pedía piedad.
Pero no había piedad en ella. Descendió con las garras manchadas de sangre y el pico abierto dispuesto a rasgar y a destrozar. El lobo la esperó y saltó a su encuentro, gruñendo y lanzando una dentellada. Pero el combate era demasiado desigual.
Ella eludió su ataque con facilidad y lo rajó al pasar, abriéndole cinco nuevos cortes profundos y largos que no tardaron en empaparse de sangre.
La tercera vez que descendió, el lobo estaba demasiado débil tanto para correr como para atacarla. Pero la observó mientras giraba y descendía, y justo antes de que lo golpeara, un escalofrío le recorrió el cuerpo grande y peludo.


Abrió los ojos, débil todavía. Veía borroso, gruñó y se movió con torpeza. Era de día, y estaba en el campamento, junto al fuego. Alys la Gris se acercó a él cuando lo oyó moverse. Se arrodilló, le levantó la cabeza, le llevó una copa de vino a los labios y la sostuvo hasta que la vació. Cuando Boyce volvió a tumbarse, Alys la Gris vio el asombro en su mirada, la sorpresa ante el hecho de seguir vivo.
Lo sabías —dijo con la voz quebrada—. Sabías qué era.
Sí.
Alys la Gris volvía a ser la misma de antes: una mujer delgada, menuda y sin edad, de grandes ojos grises, envuelta en ropa desvaída. El manto de plumas descansaba en el armario, y las garras de plata ya no le adornaban los dedos.
Boyce intentó incorporarse, pero el dolor le arrancó una mueca, y volvió a tumbarse en la manta que Alys la Gris había extendido para él.
Pensaba… Pensaba que estaba muerto.
Has estado muy cerca de la muerte —le dijo ella.
La plata —dijo Boyce con acritud—. La plata corta y quema mucho.
Sí.
Pero me salvaste. —Estaba confuso.
Volví a mi ser, te traje de regreso y te curé.
Boyce sonrió, aunque su sonrisa no era más que una sombra descolorida de la antigua. —Tú puedes cambiar a voluntad —dijo, maravillado—. Ah, ¡mataría por ese don, Alys la Gris! —Ella no dijo nada—. El campo es demasiado abierto aquí —continuó —. Debería haberte llevado a otro sitio. Si hubiera tenido un lugar donde refugiarme… Edificios, un bosque, algo… Entonces no lo habrías tenido tan fácil.
Tengo otras pieles —repuso Alys la Gris—. Un oso, un felino. Habría dado igual.
Ah. —Boyce cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, sonrió con amargura —. Qué hermosa eras, Alys. Estuve mucho rato mirando cómo volabas antes de comprender qué pasaría y echar a correr. No podía apartar los ojos de ti. Sabía que eras mi perdición, pero no podía dejar de mirarte. Qué hermosa. Toda de humo y plata, y fuego en los ojos. La última vez, mientras contemplaba como bajabas directa hacía mí, me sentía casi feliz. Mejor morir a manos de Alys la Gris, tan terrible y grácil, pensé, que a manos de cualquier espadachín sucio e insignificante con un palo de punta de plata.
Lo siento.
No —se apresuró a contestar Boyce—. Es mejor que me hayas salvado. Me curaré deprisa, ya verás. Las heridas causadas por la plata sangran, pero poco. Y luego estaremos juntos.
Todavía estás débil —dijo Alys la Gris—. Duérmete.
Sí —dijo Boyce. Le sonrió y cerró los ojos.


Boyce se despertó horas después. Había recuperado fuerzas y se le habían cerrado las heridas. Pero cuando trató de levantarse, no pudo. Se encontraba amarrado e inmovilizado, espatarrado de brazos y piernas, con las manos y los pies atados a palos clavados en aquella tierra dura y gris.
Alys la Gris lo observó apercibirse de la situación y lo oyó gritar asustado. Se le acercó, le levantó la cabeza y le dio más vino. Cuando se apartó de él, Boyce movió la cabeza con desesperación, mirando las ataduras y luego a ella.
¿Qué has hecho? —le gritó. Alys la Gris no contestó—. ¿Por qué? No lo entiendo. ¿Por qué? Me salvas, me curas, ¿y ahora me atas?
No te gustaría mi respuesta, Boyce.
¡La luna! —bramó—. Tienes miedo de lo que pueda pasar esta noche cuando me transforme de nuevo. —Sonrió, satisfecho de haber resuelto el misterio—. No seas tonta. No te haría daño, y menos ahora, después de lo que ha pasado entre nosotros, después de lo que sé. Estamos hechos el uno para el otro, Alys la Gris. Tú y yo somos iguales. Hemos contemplado juntos las luces, ¡y te he visto volar! ¡Debemos confiar el uno en el otro! Suéltame.
Alys la Gris frunció el ceño, suspiró y dio la callada por respuesta. Boyce la miró sin comprender.
¿Por qué? —volvió a preguntar—. Desátame, Alys, y te demostraré que no miento. No tienes por qué tenerme miedo.
No te tengo miedo, Boyce —dijo ella con tristeza.
¡Bien! —dijo, animado—. Entonces, suéltame, y cambia conmigo. Conviértete en un felino grande esta noche y corre a mi lado, caza conmigo. Puedo llevarte a cazar seres con los que nunca has soñado. Tenemos tanto que compartir… Sabes qué se siente al cambiar, sabes la verdad del cambio, has saboreado el poder y la libertad, has visto las luces con los ojos de un animal, has olido sangre fresca, te has entregado al placer de matar. Conoces… la libertad…, la embriaguez que da… la… Ya sabes…
Lo sé —reconoció Alys la Gris.
¡Pues suéltame! Estamos hechos el uno para el otro. Viviremos juntos, amaremos juntos, cazaremos juntos. —Alys la Gris hizo un gesto de negación—. No lo entiendo. —Boyce tiró de las cuerdas hacia arriba, maldijo y se derrumbó de nuevo —. ¿Acaso soy feo? ¿Te parezco repugnante o espantoso?
No.
Entonces, ¿qué sucede? —preguntó con amargura—. Muchas otras mujeres me han amado; les parecía atractivo. Damas ricas y hermosas, las mejores del país. Todas me han deseado, incluso sabiendo qué era yo.
Pero nunca les devolvías ese amor, Boyce.
No —admitió él—. Bueno, las quise a mi manera. Nunca he traicionado la confianza de ninguna, si es eso lo que estás pensando. Mi presa está aquí, en las tierras perdidas, no entre los que me quieren. —Boyce sintió el peso de la mirada penetrante de Alys la Gris y prosiguió—: ¿Cómo habría podido amarlas más de lo que las amaba? —dijo con vehemencia—. Solo podían conocer una mitad de mí; solo la mitad que vivía en la ciudad; la mitad a la que le gusta el vino, las canciones y las sábanas perfumadas. La otra mitad vivía aquí, en las tierras perdidas, y sabía cosas que ellas, esos seres tristes y débiles, nunca podrían saber. Se lo dije a quienes me insistieron. Les dije que para ser uno conmigo debían correr y cazar a mi lado. Como tú. Suéltame, Alys. Vuela para mí, mírame correr. Caza conmigo.
Lo siento, Boyce —dijo Alys la Gris, levantándose y soltando un suspiro—. Si pudiera, no te haría pasar por esto, pero lo que debe suceder, debe suceder. Si hubieras muerto anoche no habría servido de nada. Los muertos no tienen poder. La noche y el día, el blanco y el negro son débiles. La fuerza proviene del reino intermedio, de la penumbra, de la sombra, del lugar terrible que hay entre la vida y la muerte. De lo gris, Boyce, de lo gris.
Volvió a tirar de las cuerdas con furia, y empezó a llorar, a maldecir y a apretar los dientes. Alys la Gris le dio la espalda y buscó la soledad de su carro. Se quedó horas allí, sentada a solas en la oscuridad mientras escuchaba los gritos e improperios de Boyce, que amenazaba, suplicaba y prometía amor eterno. Alys la Gris no salió hasta un buen rato después de que se levantara la luna. No quería verlo cambiar. No quería ver como su humanidad lo abandonaba por última vez.
Por fin, cuando los gritos se convirtieron en aullidos brutales, desamparados y dolorosos, Alys la Gris reapareció. La luna llena arrojaba una luz blanquecina y melancólica a la escena. Atado a la tierra dura, el gran lobo blanco se retorcía, aullaba, se debatía y la miraba con hambrientos ojos escarlata.
Alys la Gris se acercó muy lentamente a él. En la mano llevaba el largo cuchillo de desollar, en cuya hoja de plata había delicados grabados rúnicos.


Cuando dejó de debatirse, el trabajo fue más fácil, pero de todas formas fue una noche larga y sangrienta. Lo mató en el momento en el que terminó, antes de que llegara el alba, lo cambiara y le devolviese una voz humana con la que gritar de agonía. Después, Alys la Gris colgó la piel y sacó las herramientas necesarias para cavar una tumba muy, muy profunda en la tierra compacta y fría. Apiló piedras y cascotes encima para protegerla de los seres que merodeaban por las tierras perdidas, los gules, las cornejas negras y otras criaturas que no hacían ascos a la carne muerta. Empleó casi todo el día en enterrarlo porque la tierra era muy dura, pese a saber de antemano que era una tarea inútil.
Cuando por fin terminó, casi había regresado el crepúsculo. Alys la Gris entró de nuevo en el carro y salió con el gran manto de plumas plateadas de punta negra. Entonces se metamorfoseó y voló, voló furibunda e infatigable, bañada en extrañas luces y casada con la oscuridad. Voló toda la noche bajo la luna llena y burlona, y solo gritó una vez, justo antes del amanecer. Fue un chillido agudo de desesperación y congoja que vibró y lloró en el borde afilado del viento y cambió su sonido para siempre.


Tal vez Jerais tuviera miedo de lo que fuera a darle Alys la Gris, ya que no fue a verla solo. Se hizo acompañar por dos caballeros: un hombretón vestido de blanco, cuyo escudo estaba decorado con una calavera tallada en hielo, y otro de carmesí, cuyo emblema era un hombre en llamas. Ambos se quedaron en la puerta, con el casco puesto y sin decir palabra. Jerais se acercó a Alys la Gris con recelo.
¿Y bien? —le preguntó Jerais.
En el regazo de la mujer había una piel de lobo que debía de haber pertenecido a un animal colosal, completamente blanca como la nieve de las montañas. Alys la Gris se levantó y se la entregó a Jerais el Azul, colocándosela en el brazo extendido.
Dile a la dama Melange que se haga un corte y vierta su sangre en la piel. Que lo haga una noche de luna llena, justo cuando esta salga. Entonces, el poder será suyo. Después no tendrá más que ponerse la piel como un manto y desear la metamorfosis, sin necesidad de que sea de día o de noche ni de que haya luna llena o nueva.
Vaya. —Jerais miró la piel blanca y pesada y le dedicó una sonrisa forzada—. ¿Una piel de lobo? No me lo esperaba. Creía que me darías una poción o un hechizo.
No —dijo Alys la Gris—. Es la piel de un hombre lobo.
¿De un hombre lobo? —La boca de Jerais se torció en una mueca torva, y sus ojos zafiro centellearon—. Muy bien, Alys la Gris, has cumplido lo que te pidió la dama Melange, pero no lo que yo pedí. Te pagué por tu fracaso. Devuélveme la gema.
No —respondió Alys la Gris—. Me la he ganado.
No tengo lo que pedí.
Pero tienes lo que querías, y eso fue lo que prometí. —Lo miró a los ojos sin temor—. Creías que mi fracaso te ayudaría a conseguir lo que realmente deseabas, y que mi éxito te condenaría. Estabas equivocado.
¿Y qué deseo de verdad? —preguntó Jerais con sarcasmo.
A la dama Melange. Has sido un amante entre muchos, pero querías más. Lo querías todo. Te sabías plato de segunda mesa. Pero he cambiado eso. Preséntate ante ella y llévale lo que ha comprado.


Aquel día hubo amargos lamentos en la alta torre del homenaje cuando Jerais el Azul se arrodilló ante la dama Melange y le ofreció la piel blanca de lobo. Y cuando los gritos, las lágrimas y el duelo llegaron a su fin, la dama Melange cogió el gran manto blanco y vertió su sangre en él y aprendió a metamorfosearse. No era la unión que deseaba, pero era una unión, a fin de cuentas. De modo que por las noches merodea en las almenas y la ladera de la montaña, y la gente de la ciudad dice que su aullido es un lamento salvaje que quiebra el corazón.
Y Jerais el Azul, que se casó con ella un mes después de que Alys la Gris regresara de las tierras perdidas, de día se sienta al lado de una loca en el salón principal, y de noche se encierra en sus aposentos, aterrorizado por los ojos rojos y ardientes de su esposa, y ha dejado de cazar, de reír y de desear.


Se puede comprar a Alys la Gris cualquier cosa que se desee. Pero es mejor que no.