jueves, 29 de febrero de 2024

Las aventuras de Huckleberry Finn. Capítulo XXIII. Mark Twain.

Bueno, el rey y él estuvieron trabajando todo el día, montando un escenario y un telón y una fila de velas para que hicieran de candilejas; y aquella noche la sala se llenó de hombres en un momento. Cuando ya no cabían más, el duque dejó la taquilla, dio la vuelta por detrás, subió al escenario y se puso delante del telón, donde soltó un discurso en el que elogió la tragedia y dijo que era la más emocionante jamás vista, y después dándose aires con la tragedia y con Edmund Kean el viejo, que iba a interpretar el principal papel, y cuando por fin los tuvo a todos impacientes porque empezase, corrió el telón y al momento siguiente apareció el rey a cuatro patas, desnudo, pintado por todas partes de anillos y rayas de todos los colores, espléndido como un arco iris. Y… pero el resto de su atavío no importa; era una verdadera locura, aunque muy divertido. El público casi se murió de la risa, y cuando el rey terminó de hacer piruetas y desapareció detrás del escenario, se puso a gritar y a aplaudir, a patear y a carcajearse hasta que volvió y lo repitió, y después todavía le obligaron a repetirlo otra vez. Yo creo que hasta una vaca se habría reído con las tonterías que hacía aquel viejo idiota.
Después el duque bajó el telón, hizo una reverencia al público y dijo que la gran tragedia sólo se interpretaría dos noches más, por tener compromisos urgentes en Londres, donde estaban vendidas todas las entradas en Drury Lane, y después hizo otra reverencia, y dijo que si había logrado que se divirtieran y se instruyeran, les agradecería mucho que se lo mencionaran a sus amigos para que también fueran a verla.
Veinte voces gritaron:
¿Cómo, ha terminado? ¿Eso es todo?
El duque va y dice que sí. Entonces se armó una buena. Todo el mundo se puso a gritar: «¡Estafadores!» y se levantó furioso y se lanzó hacia el escenario y los actores trágicos. Pero un hombre corpulento y de buen aspecto saltó a un banco y gritó:
¡Calma! Sólo una palabra, caballeros —y se detuvieron a escucharlo—. Nos han estafado, y estafado bien. Pero no queremos que todo el pueblo se ría de nosotros, creo yo, y que nos den la lata toda la vida. No. Lo que queremos es irnos de aquí con calma para hacer una buena propaganda del espectáculo, ¡y engañar al resto del pueblo! Entonces estaremos todos en las mismas. ¿No os parece lo más sensato? («¡Seguro que sí! Tiene razón el juez!», gritaron todos.) Bueno, pues entonces, ni palabra a nadie de esta estafa. Todo el mundo a casa a decirles a los demás que vengan a ver la tragedia.
Al día siguiente en el pueblo no se hablaba más que de lo espléndida que había sido la función. La sala volvió a llenarse aquella noche y la estafa se repitió igual que la anterior. Cuando el rey, el duque y yo volvimos a la balsa cenamos todos, y al cabo de un rato hicieron que Jim y yo la sacáramos flotando hasta la mitad del río y la escondiéramos unas dos millas abajo del pueblo.
La tercera noche la sala volvió a llenarse, y aquella vez no había espectadores nuevos, sino gente que ya había venido las otras dos. Me quedé con el duque en la taquilla y vi que todos los que pasaban llevaban los bolsillos llenos o algo escondido debajo de la chaqueta, y también me di cuenta de que no olían precisamente a rosas, ni mucho menos. Olí huevos podridos por docenas, coles podridas y cosas así, y si alguna vez he olido a un gato muerto, y aseguro que sí, entraron sesenta y cuatro de ellos. Aguanté un momento, pero era demasiado para mí; no podía soportarlo. Bueno, cuando ya no cabía ni un espectador más, el duque le dio a un tipo un cuarto de dólar, le dijo que se quedara en la taquilla un minuto y después fue hacia la puerta del escenario, conmigo detrás; pero en cuanto volvimos la esquina y quedamos en la oscuridad, va y me dice:
Ahora echa a andar rápido hasta que ya no queden casas, ¡y después corre hacia la balsa como alma que lleva el diablo!
Así lo hice, y él igual. Llegamos a la balsa al mismo tiempo, y en menos de dos segundos íbamos deslizándonos río abajo, en la oscuridad y el silencio, avanzando hacia la mitad del río, todos bien callados. Calculé que el pobre rey lo iba a pasar muy mal con el público, pero ni hablar; un minuto después salió a cuatro patas del wigwam y dijo:
Bueno, ¿cómo ha salido esta vez, duque? —ni siquiera había ido al pueblo.
No encendimos ni una luz hasta que estuvimos unas diez millas más abajo del pueblo. Allí cenamos, y el rey y el duque se desternillaron de la risa con la forma en que habían engañado a aquella gente. El duque decía:
¡Pardillos, paletos! Ya sabía yo que los de la primera sesión no dirían nada y dejarían que engañásemos al resto del pueblo, y sabía que se iban a vengar la tercera noche, pensando que les había llegado la vez a ellos. Bueno, ya les llegó, y daría algo por saber cómo se lo van a tomar. Ya me gustaría saber cómo van a aprovechar la oportunidad. Siempre se pueden ir de merienda si quieren. Llevaron bastantes provisiones.
Aquellos sinvergüenzas habían sacado cuatrocientos sesenta y cinco dólares en tres noches. Yo nunca había visto entrar el dinero así, a carretadas.
Después, cuando ya se habían dormido y roncaban, Jim va y dice:
¿No te extraña cómo se porta ese rey, Huck?
No —respondí—, nada.
¿Por qué no, Huck?
Bueno, pues no, porque lo llevan en la sangre. Calculo que son todos iguales.
Pero, Huck, estos reyes nuestros son unos sinvergüenzas; eso es lo que son, unos sinvergüenzas.
Bueno, eso es lo que decía; todos los reyes son prácticamente unos sinvergüenzas, que yo sepa.
¿Es verdad?
No tienes más que leer lo que han hecho para enterarte. Fíjate en Enrique VIII; este nuestro es un superintendente de escuela dominical a su lado. Y fíjate en Carlos II y Luis XIV, y Luis XV y Jacobo II y Eduardo II y Ricardo III y cuarenta más; además de todas aquellas heptarquías sajonas que andaban por ahí en la antigüedad armando jaleos. Pero tendrías que haber visto al tal Enrique VIII cuando estaba en forma. Era una joya. Se casaba con una mujer nueva cada día y le cortaba la cabeza a la mañana siguiente. Y le importaba tanto como si estuviera pidiendo un par de huevos. «Que traigan a Nell Gwynn», decía. Se la traían. A la mañana siguiente: «¡Que le corten la cabeza!» Y se la cortaban. «Que traigan a Jane Shore», decía, y ahí llegaba. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y se la cortaban. «Que traigan a la bella Rosamun», y la bella Rosamun respondía a la campana. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y hacía que cada una de ellas le contase un cuento cada noche y así hasta que reunió mil y un cuentos, y entonces los metió todos en un libro y lo llamó el Libro del juicio, que es un buen título, y que lo aclara todo. Tú no conoces a los reyes, Jim, pero yo sí; este pícaro nuestro es uno de los más decentes que me he encontrado en la historia. Bueno, al tal Enrique le da la idea de que quiere meterse en líos con este país. Y, ¿qué hace... avisa de algo? ¿Se lo dice al país? No. De golpe va y tira por la borda todo el té que hay en el puerto de Boston y se inventa una declaración de independencia y les dice que a ver si se atreven. Así era como hacía él las cosas. Nunca le daba una oportunidad a nadie. Sospechaba algo de su padre, que era el duque de Wellington. Y, ¿qué hace? ¿Le dice que se presente? No: lo ahoga en una barrica de malvasía, como si fuera un gato. Imagínate que alguien dejase dinero olvidado donde estaba él; ¿qué hacía? Se lo guardaba. Imagínate que tenía un contrato para hacer algo y le pagabas y no te quedabas ahí sentado a ver cómo lo hacía; ¿qué hacía él? Siempre lo contrario. Imagínate que abría la boca; ¿qué pasaba? Si no la cerraba inmediatamente, soltaba una mentira por minuto. Así era de bicho el tal Enrique, y si hubiera estado él con nosotros en lugar de nuestros reyes, habría estafado a ese pueblo mucho más que los nuestros. No digo que los nuestros sean unos corderitos, porque no lo son y sería mentir, pero no son nada en comparación con aquel viejo cabrón. Lo único que te digo es que los reyes son los reyes y hay que dejarles un margen. Así, en bloque, son bastante gentuza. Es por cómo los crían.
Pero éste apesta como un maldito, Huck.
Pues igual que todos, Jim. Nosotros no podemos evitar que los reyes huelan así; la historia no nos dice cómo evitarlo.
Pero el duque resulta como más simpático en algunas cosas.
Sí, los duques son diferentes. Pero no mucho. Éste es una cosa media para duque. Cuando está borracho, un miope no podría distinguirlo de un rey.
Bueno, en todo caso, no me apetece conocer a más tipos de éstos, Huck. Con éstos me basta y me sobra.
Igual me pasa a mí, Jim. Pero nos han caído encima y tenemos que recordar lo que son y tener en cuenta las cosas. Ya me gustaría enterarme de que en algún país ya no quedan reyes.
¿Para qué contarle a Jim que no eran reyes ni duques de verdad? No habría valido de nada; además, era lo que yo había dicho: no se los podía distinguir de los de verdad.
Me quedé dormido y Jim no me llamó cuando me tocaba el turno. Lo hacía muchas veces. Cuando me desperté, justo al amanecer, estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, gimiendo y lamentándose. No le hice caso ni me di por enterado. Sabía lo que pasaba. Estaba pensando en su mujer y sus hijos, allá lejos, y se sentía desanimado y nostálgico, porque nunca había estado fuera de casa en toda su vida, y creo, de verdad, que quería tanto a su gente como los blancos a la suya. No parece natural, pero creo que es así. Muchas veces gemía y se lamentaba así por las noches, cuando creía que yo estaba dormido, y decía: «¡Probecita Lizabeth! ¡Probecito John! Es muy difícil; ¡creo que nunca os voy a ver más, nunca más!» Era un negro muy bueno, el Jim.
Pero aquella vez no sé cómo me puse a hablar con él de su mujer y sus hijos y después de un rato va y dice:
Me siento tan mal porque he oído allá en la orilla algo así como un golpe, o un portazo, hace un rato, y me recuerda la vez que traté tan mal a mi pequeña Lizabeth. No tenía más que cuatro años y le dio la ascarlatina y las pasó muy mal; pero se puso güena y un día voy y digo, dije:
»—Cierra esa puelta.
»Y no la cerró; se quedó allí, como sonriéndome. Me cabreé y le vuelvo a decir muy alto, voy y digo, dije:
»—¿No me oyes? ¡Cierra esa puelta!
»Y ella seguía allí, como sonriéndome. ¡Y yo con un cabreo! Yvoyydigo, dije:
»—¡Te vas a enterar!
»Y voy y le pego una bofetá que la tiro de espaldas. Entonces fui a la otra habitación y tardé en volver unos diez minutos, y cuando volví allí estaba la puelta todavía abierta, y la niña allí mismo, mirando al suelo y quejándose y llorando. ¡Dios, qué cabreo! Iba a darle otra vez, pero justo entonces, porque era una puelta que se abría hacia adentro, justo entonces va el viento y la cierra de un portazo detrás de la niña, ¡baaam! ¡Y te juro que la niña ni se movió! Casi me quedo sin aliento; y me sentí tan... no sé cómo me sentí. Salí de allí todo temblando y voy y abro la puelta mu despacio y meto la cabeza justo detrás de la niña, sin hacer ni un ruido, y de repente digo: «¡Baaam! lo más alto que puedo. ¡Y ni se movió! Ay, Huck. Me eché a llorar y la agarré en brazos diciendo: «¡Ay, probecita! ¡Que el Señor y todos los santos perdonen al pobre Jim, porque él nunca se va a perdonar mientras viva! » Ay, se había quedado sordomuda, Huck, sordomuda del todo, ¡y yo tratándola así!

Las aventuras de Huckleberry Finn. 1884.

domingo, 25 de febrero de 2024

Tormenta. Wu Kieng.

Maldije a la lluvia que, azotando mi pecho, no me dejaba dormir.
Maldije al viento que me robaba las flores de mis jardines.
Pero tú llegaste y alabé la lluvia. La alabé cuando te quitaste la túnica empapada.
Pero tú llegaste y alabé al viento, lo alabé porque apagó la lámpara.

 

sábado, 24 de febrero de 2024

Ariadna II. Lilian Elphick.

Mira, el asunto es que maté a Teseo. Fue rápido y limpio. Dijo “perra traicionera”, y cerró los ojos. Luego, todo fue fácil. Entré al laberinto a buscar a Minotauro. Cuchito, cuchito, llamé. Y él me respondió con unos gemidos asustados. ¿Se fue el loco? Sí, gatito, para siempre. Gracias, preciosa, no sé cómo agradecerte. Me puedes rascar el lomo, me encanta. ¿Ahí? Sí, pero un poco más arriba. ¡Sigue, sigue! ¡Ahhhhh! Sé que suena perverso, pero tócame la cola. ¿Así? Más fuerte, más fuerte. Ahora, trata por aquí y aquí y acá.
Cuento corto: después de tantas caricias, le mordí el cuello y lo asfixié. Balbuceó “perra”, a secas, y murió con la carpa alzada, como Teseo.
Aquí hay un enredo muy grande. Pásame las tijeras, anudamos nuevamente y seguimos ovillando.
¿Vale?

Imagen: Teseo y el Minotauro en el laberinto, de Edward Burne Jones.

viernes, 23 de febrero de 2024

Todos los niños nos cogimos de las manos. Svetlana Alexiévich.

Andréi Tólstik, siete años
Actualmente es doctor en Ciencias Económicas


Yo era pequeño…
Recuerdo a mi madre… Hacía el pan más sabroso de toda la aldea, su huerto era el más bonito de todos. Las dalias que florecían en nuestro jardín delantero y en nuestro patio eran las más grandes. Para todos nosotros —para mi padre, para mis dos hermanos mayores, para mí—, mi madre bordó unas camisas preciosas. Les bordaba el cuello. Les hacía punto de cruz con hilos de color rojo, azul, verde…
No recuerdo quién me avisó de que a mamá la habían fusilado. Fue una de las vecinas, creo. Fui a casa corriendo. Me dijeron: «No la han matado en casa, ha sido en las afueras de la aldea». Mi padre no estaba, luchaba en la guerrilla, igual que mis hermanos; mi primo también se había unido a los partisanos. Fui a ver al vecino, el abuelo Karp.
Han matado a mi madre. Tenemos que traerla.
Enganchamos la vaca (no teníamos caballo) y nos pusimos en marcha. Cuando ya estábamos cerca del bosque, el abuelo Karp me detuvo.
Espera aquí. Yo soy viejo, no importa si me matan. Pero tú… tú todavía eres un chaval.
Me quedé allí esperando. La cabeza me zumbaba: «¿Qué le diré a mi padre? ¿Cómo le diré que han matado a mamá?». Y también cosas más infantiles: «Si veo a mamá muerta, nunca volverá a estar viva. Pero si no la veo, regresaré a casa y ella estará allí».
El pecho de mi madre estaba atravesado por una ráfaga de ametralladora. Se veía la línea en la blusa… También tenía un pequeño agujero negro en la sien… Estaba deseando que le pusieran cuanto antes un pañuelo blanco en la cabeza para dejar de ver ese agujero tan negro. Tenía la sensación de que todavía le dolía…
No subí a la carreta, fui caminando…
En la aldea todos los días se enterraba a alguien… Se me quedó grabado el día en que sepultaron a cuatro partisanos. Eran tres hombres y una muchacha. Los entierros de guerrilleros eran frecuentes, pero aquella era la primera vez que veía enterrar a una mujer. Cavaron una tumba para ella sola… Pusieron su cuerpo aparte, tendido en la hierba, bajo un peral frondoso… Unas ancianas se sentaban a su lado y le acariciaban las manos…
¿Por qué la han separado de los otros? —pregunté.
Era joven… —contestaron las mujeres.
Yo me había quedado solo, sin parientes, sin familia, y me asusté. «¿Qué haré ahora?» Me acompañaron a Zalésie, la aldea de la tía Marfa. Ella no tenía hijos, y su marido luchaba en el frente. Los dos nos escondíamos en el sótano. Ella me abrazaba, estrechaba mi cabeza contra su hombro: «Hijito…».
La tía Marfa enfermó de tifus. Después de ella, enfermé yo. Me acogió la abuela Zenka. Tenía a sus dos hijos en el frente. Yo me despertaba en plena noche y la veía dormitando sentada junto a mi cama: «Hijito…». Toda la gente del pueblo se ocultaba en el bosque cuando venían los alemanes, pero la abuela Zenka se quedaba a mi lado. No me dejó ni una sola vez: «Si hay que morir, moriremos juntos, hijito…».
Después del tifus, durante mucho tiempo me costó andar. Podía caminar si la carretera era llana, pero cualquier pendiente, por corta que fuera, y las piernas me fallaban. Ya estábamos esperando a que llegaran nuestros soldados. Las mujeres fueron al bosque, a buscar fresas salvajes. No había nada más para ofrecerles como bienvenida.
Los soldados caminaban sin fuerzas. La abuela Zenka les llenaba los cascos de fresas rojas. Y ellos me las ofrecían a mí. Yo estaba sentado en el suelo, incapaz de levantarme.
Mi padre regresó de la guerrilla. Sabía que yo había estado enfermo y me trajo un trozo de pan y uno de tocino, tan gordo como un dedo. El pan y el tocino olían a tabaco. Todo olía a mi padre.
Oí la palabra «¡Victoria!» mientras estaba recogiendo acelgas en el prado. Todos los niños nos cogimos de la mano y corrimos así hasta la aldea…

Últimos testigos, los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.

jueves, 22 de febrero de 2024

Hace cuánto que no. Eduardo Fraile.

Hace cuánto que no
caes interminablemente en el abismo
de la belleza, hace cuánto que no corres
tras una imagen entrevista a lo lejos
entre la multitud, hace cuánto
que no sigues su rastro como un perro
de caza (con la lengua
fuera) o como un halcón altísimo:
aire, luz, pensamiento. Hace cuánto que no echas
un pulso con la vida, una partida de ajedrez
con la muerte. Que no
tomas rehenes, haces prisioneras
a las que entregarás el corazón. Hace cuánto
que no acaricias hasta doler, que no besas con sangre,
que no comercias con cuerpos hechos de palabras...
Hace cuánto que no vences
al Tiempo, y que no eres vencido
por una mirada terrenal. Hace cuánto que no cobras
en carne (en verbo), que no pagas en oro
puro los cantos de sirena que te ofrecen la Fama
y la inmortalidad. Hace cuánto que no
has nacido de nuevo, que no has muerto otra vez.
Hace cuánto
que te has ido, que no has vuelto. Hace cuánto
que no...

Y de mí sé decir, 2011.

lunes, 19 de febrero de 2024

A don Juanito. [El hermano Bastardo de Dios]. José Luis Coll.

A don Juanito se lo pasó por el sumario un juez berrendo en muerte. Un energúmeno de ojos batracios, que gritaba las sentencias y se apartaba el sudor a manotazos. Vomitaba palabras acusadoras que, más que otra cosa, eran gargajos verbales. Don Juanito lo miraba impasible. No sé si debido a su ligera sordera o a un infinito desprecio. El salvaje togado, casi apoplético, se inclinaba sobre la mesa, pendulando su gran cabeza justamente debajo de la balanza de la Justicia, al tiempo que su dedo índice de la mano derecha apuntaba a la frente de don Juanito. Aquel dedo era un dardo mortífero y emponzoñado.
-¿Por qué me grita? Confieso que soy un poco sordo. Pero su actitud me convierte en normal.
Risas en la sala.
-¡Pena de muerte! ¡Usted sólo merece la pena de muerte!
-¿Y es eso lo que le enfada?
Más risas en la sala.
-El que usted me mande matar ahora, o lo haga más tarde ese Dios en el nombre del que usted me condena, no supone para mí una gran diferencia. Muchas veces se me ha llamado “rojo” en esta sala, cuando el que está francamente “rojo” es usted, y de ira precisamente. Yo no tengo más rojo que el color de mi sangre. Pero si usted quiere colorear mi aureola, llámeme liberal, que es lo que he sido, soy y seré en tanto me quede un poso de aliento.
-¡Le prohíbo que siga hablado!
-Usted puede prohibir que hable mi boca. Pero a ver cómo prohíbe que siga hablando mi pensamiento. Ésta es una de las cosas mágicas del ser humano. Por muy sojuzgado y humillado que esté, no hay mordaza capaz de silenciar un cerebro. Aunque… sí. Hay una. Una mordaza en forma de bala. La única y más inteligente argumentación que emplean ustedes para hacernos callar.
La boca de don Juanito tenía dibujada una sonrisa amarga.
-He dedicado la mayor parte de mi vida a la enseñanza y al conocimiento de las Humanidades. He procurado ser fiel a mis principios así como ahora procuraré ser fiel a mis finales. Pero no piense usted, ni por un momento, que su grosera iracundia vaya a empequeñecer mi ánimo. Amo la vida y no creo en Dios. Amo la vida porque tiene cosas verdaderamente bellas. Y no creo en Dios, porque no es posible que un
sumo Creador se haya equivocado creando seres como usted y semejantes. Y si seres semejantes han de controlar mi vida, es indudablemente más hermoso morir ya, ahora mismo o cuando usted quiera.
-¡Llévenselo de mi vista! ¡Pena de muerte!
Dos mujeres, de edad madura, con el rosario entre las manos, contenían la risa a duras penas. La sala estaba repleta. Hacía mucho calor. Un joven de unos veinte años le tenía puesta la mano en el culo a una moza de buen ver. Un hombre mayor, tal vez compañero de juegos infantiles, se mordía el labio inferior. Se hizo un profundo silencio.
O tal vez es que yo, como era tan pequeño, al oír “pena de muerte”, ya no pude seguir oyendo nada de lo que había a mi alrededor.

El hermano bastardo de Dios, 1984.

domingo, 18 de febrero de 2024

Tao. Enrique Anderson Imbert.

Li-Peh-Yang vivió en China, hace unos dos mil quinientos años. Fue bibliotecario del Emperador. Sabía tanto que le llamaban Lao-tze, o sea, «el viejo filósofo». Sin embargo, Lao-tze despreciaba el pasado, los libros y la filosofía. En realidad era un poeta no exento de buen humor. Como poeta que era inventó una palabra, Tao, para burlarse de todas las palabras de los filósofos. «Tao —escribió en su libro Tao-Teh-Ching— es el nombre de lo innominable. Nunca sabrá qué es Tao quien no lo sepa ya. Si lo sabe no lo podrá explicar; y si pudiera, no valdría la pena aprenderlo. Saber qué es Tao es ser ignorante; los sabios lo son a condición de ignorar a Tao. Tao está al revés de sí mismo. Creo Tao, creo en Tao, creo con Tao».
Nadie entendió a Lao-tze. La palabra Tao, como un sol negro, irradiaba oxímoron y antinomias en el librito sagrado de Tao-Teh-Ching; y siguió irradiándolos en la actividad verbal de miles de explicadores. Explicadores de explicadores. Explicadores de explicadores de explicadores. Cuanto menos lo entendían tanto más en serio lo tomaban. Ts’in Shih Hevang-ti, para que lo considerasen el primer Emperador, decidió borrar el pasado: ordenó construir la Gran Muralla, asesinó a los intelectuales, quemó todos los libros. Todos, menos el Tao-Teh-Ching. Es que Tao se había convertido en fórmula mágica. Millones de chinos creyeron que era una solemne religión. Aquel que tenga buen oído podrá oír, cada vez que un chino abre la boca para celebrar a Tao, el eco de la remota carcajada de Lao-tze, el poeta creacionista, dadaísta y jitanjafórico del año tercero de la soberanía vigesimoprimera de la Dinastía de Chou.

El gato de Cheshire, 1965.

sábado, 17 de febrero de 2024

Este tipo es una mina. Luisa Valenzuela.

No sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de hierro, de su temple de acero o de sus cabellos de plata. El hecho es que finalmente lo expropió el gobierno y lo está explotando. Como a todos nosotros.

Imagen: Creador: ZSB Copyright: x © QUEEN INTERNATIONAL REFERENCE WN/ZSB

jueves, 15 de febrero de 2024

Motel Paraíso. Charles Simic.

Habían muerto millones, inocentes todos.
Yo me quedé en mi cuarto. El presidente
hablaba de la guerra como de una poción de amor.
Los ojos se me abrían del asombro.
Mi cara en el espejo me parecía
una estampilla con dos sellos.


Vivía bien, pero la vida era horrible.
Había tantos soldados ese día,
tantos refugiados que llenaban las calles.
Naturalmente, al tocarlos con la mano
desaparecían todos.
La historia se lamía las comisuras de su boca ensangrentada.


En el canal de pago, un hombre y una mujer
intercambiaban besos voraces y se arrancaban
la ropa entre ellos mientras yo los miraba
sin volumen y con la habitación a oscuras
excepto por la pantalla donde el color
tenía demasiado rojo, demasiado rosa.

Una boda en el infierno, 1994.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Peras podridas. Herta Müller.

Los huertos son de un verde penetrante. Las vallas nadan en pos de sombras húmedas. Los cristales de las ventanas se deslizan desnudos y fulgurantes de casa en casa. El campanario da vueltas, la cruz de los héroes da vueltas. Los nombres de los héroes son largos y borrosos. Käthe lee esos nombres de abajo arriba. El tercero desde abajo es mi abuelo, dice. Al llegar a la iglesia se santigua. Frente al molino brilla el estanque. Las lentejas de agua son ojos verdes. En el juncal vive una serpiente gorda, dice Käthe. El guardián nocturno la ha visto. De día come peces y patos. Por la noche se arrastra hasta el molino y come salvado y harina. La harina que deja queda impregnada por su saliva. Y el molinero la tira al estanque, porque es venenosa.
Los campos están boca abajo. Arriba, entre las nubes, los campos están cabeza abajo. Las raíces de girasoles encordelan las nubes. Las manos de papá van girando el volante. Veo el pelo de papá por la ventanita, tras la caja de tomates. La camioneta avanza rápido. El pueblo se hunde en el azul. Pierdo de vista el campanario. Veo la pierna de mi tía pegada a la pernera de papá.
Al borde de la carretera van pasando las casas. Casas que no son pueblos, porque yo no vivo aquí. Por las calles deambulan con aire extraño unos hombrecillos de perneras borrosas. Sobre puentes estrechos y susurrantes se agitan faldas de mujeres desconocidas. Veo niños solitarios de piernas flacas y desnudas, sin calzoncillos, de pie bajo muchos árboles grandes. Tienen manzanas en las manos. No comen. Hacen señas y llaman con la boca vacía. Nadie les hace una breve seña y desvía la mirada. Yo les hago señas un buen rato. Miro largo tiempo sus piernas flacas hasta que se difuminan y ya sólo veo los árboles grandes.
La llanura queda al pie de las colinas. El cielo de nuestro pueblo sostiene las colinas, que no caen a la llanura por entre las nubes. Ahora ya estamos lejos, dice Käthe y bosteza hacia el sol. Papá tira una colilla encendida por la ventanilla. Mi tía agita las manos y habla.
Entre las vallas, las ciruelas son verdes y pequeñas. En el pastizal, las vacas rumian y miran el polvo de las ruedas. La tierra trepa entre la hierba sobre piedras peladas, raíces y cortezas. Käthe dice: ésos son cerros y las piedras son rocas.
Junto a las ruedas de la camioneta, los arbustos siguen la corriente de aire. De sus raíces brota agua. El helecho bebe y sacude su tejido de encajes. La camioneta avanza por caminos grises y angostos. Se llaman serpentines, dice Käthe. Los caminos se enmarañan. Nuestro pueblo queda muy por debajo de los cerros, digo yo. Käthe se ríe: los cerros están aquí en las montañas, y nuestro pueblo está allí, en la llanura, me dice.
Los postes kilométricos me miran, blancos. La media cara de papá se yergue sobre el volante. Mi tía coge a papá de la oreja.
Los pajarillos saltan de rama en rama. Se pierden en el bosque. Sus piulidos son breves. Cuando no tocan las ramas, vuelan con las patitas pegadas al vientre y no pían. Käthe tampoco sabe cómo se llaman.
Käthe hurga en la caja de pepinillos y saca uno puntiagudo. Lo muerde frunciendo la boca y escupe las mondas.
El sol cae detrás del cerro más alto. El cerro tiembla y devora la luz. Donde vivimos el sol se pone detrás del cementerio, le digo.
Käthe me dice, mientras se come un gran tomate: en la montaña oscurece más temprano que donde vivimos. Käthe pone su delgada mano blanca en mi rodilla. La camioneta tiembla entre la mano de Käthe y mi rodilla. En la montaña el invierno también llega antes que donde vivimos, le digo.
La camioneta husmea con sus faros verdes la orilla del bosque. El helecho esparce sus tejidos de encaje en las tinieblas. Mi tía apoya la mejilla en el cristal y se duerme. El cigarrillo de papá brilla sobre el volante.
La noche devora las cajas en la camioneta, devora la verdura en las cajas. En medio de las montañas los tomates huelen más que en casa. Käthe ya no tiene brazos ni cara. Su cálida mano me acaricia la rodilla fría. La voz de Käthe está sentada a mi lado y me habla desde lejos. Me muerdo en silencio los labios para que la noche no me deje sin boca.
La camioneta se para en seco. Papá apaga los faros verdes, se apea y exclama: hemos llegado. La camioneta está frente a una gran casa iluminada por bombillas. El tejado es negro como el bosque. Mi tía cierra la portezuela y le entrega a papá un camisón de dormir. Con su índice curvo señala la oscuridad y dice: el pueblo queda allá arriba. Yo sigo la dirección que señala su índice y me topo con la luna.
Aquí está el molino de agua, dice Käthe. Papá se pone el camisón bajo el brazo y le entrega una llave a mi tía. Mi tía abre la puerta verde de la casa. Käthe dice: la vieja vive arriba, en la aldea, en casa de su hermana.
Mi tía desaparece tras una puerta negra. Es su habitación, dice papá. Él sube por la angosta escalera de madera y cierra tras de sí la trampilla. Käthe y yo nos acostamos en el vestíbulo, en una cama angosta bajo una ventanita negra con cortinas de encaje blanco. A través de la pared se filtra un rumor de agua. Käthe dice: es el arroyo.
El pelo de Käthe cruje en mi oído. Ante la ventanita negra está la luna suspendida entre las negras fauces de las nubes. Allí queda el pueblo.
Las piernas de Käthe se han hundido más que las mías. La cabeza de Käthe está más arriba que la mía. De la barriga de Käthe sale aire caliente. Bajo mi cuerpo pequeño y delgado cruje el saco de paja.
Detrás de la puerta negra rechina la cama. Detrás de la trampilla cruje el heno.
El aire caliente que sale de la barriga de Käthe huele a peras podridas. La respiración de Käthe murmura en sueños. De las cortinas de encaje blanco crecen macizos de flores húmedas con tallos rastreros y hojas serpenteantes.
Un chirrido cae escaleras abajo. Levanto la cabeza y la dejo caer de nuevo. Papá baja siguiendo el chirrido. Está descalzo. Con sus grandes dedos palpa la puerta negra. La puerta no chirría. Los dedos de los pies de papá crujen y el candado de la puerta negra se cierra tras él en silencio. Mi tía suelta una risita y dice: pies fríos. Papá hace chasquear los labios y dice: ratones y heno. La cama rechina. La almohada respira ruidosamente. La manta se encabalga en largas sacudidas. Mi tía gime. Papá jadea. La cama da breves sacudidas sobre su armazón.
Detrás de la casa balbucea el arroyo. El guijarro apremia, las piedras oprimen. La mano de Käthe se agita en sueños. Mi tía suelta una risita, papá susurra algo. Tras la ventana negra revolotea una hoja redonda.
El candado de la puerta negra chirría. Papá sube la angosta escalera descalzo, sin apoyar los talones. Lleva la camisa abierta. Su andar huele a peras podridas. La trampilla chirría y se cierra lentamente. Käthe gira la cabeza en sueños. Las piernas de papá rechinan en el heno.
El arroyo balbucea entre mis ojos: he hecho cosas deshonestas, he visto cosas deshonestas, he oído cosas deshonestas, he leído cosas deshonestas. Hundo las manos bajo la manta. Con los dedos dibujo serpentines en mis muslos. Sobre mi rodilla está nuestro pueblo. La barriga le tiembla a Käthe en sueños.
Los macizos de flores inclinan sus tallos blancos. La ventana negra tiene una grieta gris. De las nubes cuelgan montones de cordoncitos rojos. Los abetos reverdecen en la punta de sus ramas.
En la puerta negra aparece la cara desmadejada de mi tía. Bajo su camisón de dormir tiemblan dos melones. Mí tía dice algo sobre unas nubes rojas y el viento. Käthe bosteza abriendo su boca grande y colorada y levanta los brazos ante la ventanita. La trampilla gimotea. Papá baja la escalera angosta agachado. Tiene la cara mal afeitada y dice: ¿habéis dormido bien? Yo digo: sí. Käthe asiente con la cabeza. Mi tía se abotona la blusa. Entre los melones el botón resulta muy pequeño y se le sale del ojal. Mi tía mira a papá a la cara y repite su frase sobre el viento y las nubes rojas. Papá se apoya contra la escalera de madera y se peina. Del peine grasiento hace rodar un nido de pelo negro por la escalera. A las dos vendremos a buscaros, dice. Mi tía mira sonriendo la puerta verde y dice: Käthe ya sabe. La camioneta arranca. Mi tía se sienta junto a papá. Se peina con el peine grasiento. Tiene canas detrás de las orejas.
Miro los anchos tejados rojos. Käthe dice: allá arriba está el pueblo. Yo pregunto: ¿es grande? Käthe dice: pequeño y feo.
Me tumbo en la hierba. Käthe se sienta en una piedra junto al arroyo.
Veo los calzoncitos azules de Käthe con la mancha amarilla de peras podridas entre sus muslos. Käthe deja resbalar su falda entre las piernas. Käthe azota el agua bajo las piedras con un palo. Yo miro el agua y le pregunto: ¿eres ya una mujer? Käthe tira guijarros al agua y dice: sólo la que tiene un marido es una mujer. ¿Y tu madre, qué?, le pregunto partiendo una hoja de abedul con los dientes. Käthe deshoja una margarita y va diciendo: me quiere, no me quiere. Käthe arroja al agua el corazón amarillo de la margarita: pero mi madre tiene hijos, dice. La que no tiene marido, tampoco tiene hijos.
¿Dónde está él?, pregunto. Käthe deshoja un helecho: me ama, muerto, no me ama. Pregúntale a tu madre si no me crees. Me pongo a coger margaritas. La vieja Elli no tiene hijos, digo. Nunca ha tenido un marido, dice Käthe. De una pedrada aplasta una rana con manchas pardas. Elli es una solterona, dice Käthe. El pelo rojo se hereda. Yo miro el agua. Sus gallinas también son rojas, y sus conejos tienen ojos rojos, digo. De las margaritas salen pequeños insectos negros que corren por mi mano. Elli canta en el huerto por las tardes, digo. Käthe se para sobre un tocón y exclama: canta porque bebe. Las mujeres tienen que casarse para dejar de beber. ¿Y los hombres?, le pregunto. Beben porque son hombres, dice Käthe saltando sobre la hierba. Son hombres aunque no tengan mujer. ¿Y tu novio?, le pregunto. También bebe, porque todos beben, dice Käthe. ¿Y tú?, le pregunto. Käthe pone los ojos en blanco. Yo me casaré, dice. Lanzo una piedra al agua y digo: pues yo no bebo ni pienso casarme. Käthe se ríe: aún no, pero más tarde sí, todavía eres muy pequeña. ¿Y si no quiero?, digo. Käthe se pone a coger fresas salvajes. Ya querrás cuando seas grande, dice.
Tumbada en la hierba, Käthe come fresas salvajes. Tiene arena roja pegada entre los dientes. Sus piernas son largas y pálidas. La mancha en los calzoncitos de Käthe es húmeda y de color marrón oscuro. Käthe va tirando los tallitos vacíos de las fresas por encima de su cara y canta: y me lo traerá aquél al que amo como a nadie, y que me hace feliz. Y su lengua roja gira y acaba colgada de un hilo blanco en su cavidad bucal. Eso es lo que Elli canta en su huerto por las tardes, digo. Käthe cierra la boca. ¿Cómo sigue?, le pregunto. Käthe se arrodilla en la hierba y hace señas. La camioneta llega rodando desde los anchos tejados. Sobre ella traquetean las cajas vacías.
Papá se apea de la camioneta y cierra con llave la puerta verde de la casa. Mi tía se queda sentada junto al volante y cuenta dinero. Käthe y yo nos trepamos a la camioneta, que arranca en seguida. Käthe va sentada a mi lado, sobre una caja de pepinillos vacía.
La camioneta va deprisa. Veo cuan profundos son los bosques. Los pajarillos sin nombre revolotean sobre el camino. Las manchas de sombra de las lunas festonean la cara de Käthe. Sus labios tienen bordes cortantes y oscuros. Sus pestañas son espesas y puntiagudas como pinochas.
Por las aldeas no se ven hombres ni mujeres. Bajo los grandes árboles no hay niños desnudos. Entre los grandes árboles hay fruta marchita. Perros de pelaje hirsuto corren ladrando tras las ruedas.
Las colinas se diluyen en campos espaciosos. La llanura yace sobre su negro vientre. No sopla viento. Käthe dice: pronto llegaremos a casa. Va tirando de las ramas de acacia al pasar. Con sus manos blancas arranca las flores de los tallos y se queda sin cara. Su voz dice muy quedo: me ama, no me ama. Käthe mordisquea el tallo desnudo.
Detrás del campo se yergue un campanario gris: aquélla es nuestra iglesia, dice Käthe. El pueblo es llano y negro y mudo. A la entrada del pueblo cuelga Jesús en la cruz. Tiene la cabeza inclinada y enseña las manos. Los dedos de sus pies son largos y descarnados. Käthe se santigua.
El estanque brilla negro y vacío. La gran serpiente come salvado y harina en el molino. El pueblo está vacío. La camioneta se detiene ante la iglesia. No veo el campanario. Veo las largas paredes gibosas detrás de los álamos.
Käthe se aleja con mi tía por la calle negra. La calle no tiene dirección. No veo el empedrado. Me siento junto a papá. El asiento aún guarda el calor de las piernas de mi tía y huele a peras podridas.
Papá conduce y conduce. Se pasa la mano por el pelo, se pasa la lengua por los labios. Papá conduce con las manos y los pies por el pueblo vacío.
Detrás de una ventana sin casa oscila una luz. Papá atraviesa la sombra del portón y entra en el patio. Estira el toldo sobre la camioneta.
Mamá está sentada al borde de la mesa, bajo la luz. Está zurciendo un calcetín de lana gris sin talón. La lana se desliza suavemente de su mano. Mamá clava la mirada en la americana de papá. Y sonríe. Su sonrisa es débil y renquea al borde de sus labios.
Papá empieza a contar unos billetes azules sobre la mesa. Diez mil, dice en voz alta. ¿Y mi hermana?, pregunta mamá. Papá dice: ya le he dado su parte. Y ocho mil son para el ingeniero. Mamá pregunta: ¿de aquí? Papá niega con la cabeza. Mamá coge el dinero con ambas manos y lo lleva al armario.
Estoy en mi cama. Mamá se inclina hacia mí y me da un beso en la mejilla. Sus labios son duros como sus dedos. ¿Cómo dormisteis allí?, me pregunta. Cierro los ojos: papá arriba, entre el heno, mi tía en su habitación y Käthe y yo en el vestíbulo, le digo. Mamá me da un besito en la frente. Sus ojos tienen un brillo frío. Da media vuelta y se marcha.
En la habitación, el tic-tac del reloj repite: he oído cosas indecentes. Mi cama está en la llanura, entre un río poco profundo y un bosque de hojas cansadas. Tras la pared de la habitación, la cama da breves sacudidas. Mamá gime. Papá jadea. Sobre la llanura cuelgan una infinidad de camas negras y peras podridas.
La piel de mamá es fláccida. Sus poros están vacíos. Las peras podridas vuelven a replegarse en la piel. El sueño es negro bajo los párpados.

En tierras bajas, 1982.

martes, 13 de febrero de 2024

El tiempo. Luis Cernuda.

Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, agrupadas, las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.

Ocnos, 1942.

domingo, 11 de febrero de 2024

El payaso. [Abaddón el exterminador]. Ernesto Sabato.

Imitó a Quique hablando sobre las necrologías, contó chistes, recordó anécdotas cómicas de la época en que enseñaba matemáticas. Lo encontraban mejor que nunca, pleno de vitalidad y energía.
Y de pronto intuyó que aquello comenzaría, con invencible fuerza, pues nada podía frenarlo una vez el proceso iniciado. No se trataba de algo horrendo, no aparecían monstruos. Y sin embargo le producía ese terror que sólo se siente en ciertos sueños. Poco a poco fue dominándolo la sensación de que todos empezaban a ser extraños, algo así como lo que se siente cuando se ve una fiesta nocturna a través de una ventana: los vemos reírse, conversar, bailar en silencio, sin saber que alguien los está observando. Pero tampoco era eso exactamente: quizá como si además la gente quedara separada de él no por el vidrio de una ventana o por la simple distancia que se puede salvar caminando y abriendo una puerta, sino por una dimensión insalvable. Como un fantasma que entre personas vivientes puede verlos y oírlos, sin que ellos lo vean ni lo oigan. Aunque tampoco era eso. Porque no sólo los estaba oyendo sino que ellos lo oían a él, conversaban con él, en ningún momento experimentaban la menor extrañeza, ignorando que el que hablaba con ellos no era S., sino una especie de sustituto, una suerte de payaso usurpador.
Mientras el otro, el auténtico, se iba paulatina y pavorosamente aislando. Y que, aunque moría de miedo, como alguien que ve alejarse el último barco que podría rescatarlo, es incapaz de hacer la menor señal de desesperación, de dar una idea de su creciente lejanía y soledad. Y así, mientras el barco se alejaba de la isla, empezó a contar una divertida historia de su época de estudiante, cuando inventaron un poeta húngaro, protegido por una princesa también inexistente.
Estaban hasta aquí de Rilke y del snobismo rilkeano. Cargaban las tintas, a medida que fueron tomando confianza, publicaron dos poemas en francés en TESEO, unos fragmentos de memoria y finalmente aseguraron que era leproso. La idea era lograr que Guillermo de Torre publicara una nota en LA NACIÓN. Todo el mundo se moría de risa y el payaso también, mientras el otro veía cómo el barco se hacía más y más diminuto.

Abaddón el exterminador, 1974.

jueves, 8 de febrero de 2024

Fragmento 66. Encogerse de hombros. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.

Damos generalmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque por fuera se parece a un sueño; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece algo diferente de la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.
Pero así es toda la vida; así es, al menos, aquel sistema de vida particular a lo que comúnmente llamamos civilización. La civilización consiste en dar a una cosa el nombre que no le corresponde, y después soñar sobre el resultado. Y realmente el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se hace realmente otro, porque lo hicimos otro. Manufacturamos realidades. La materia prima continúa siendo la misma, pero la forma, que el arte le dio, se aparta efectivamente de seguir siendo la misma. Una mesa de pino es pino pero también una mesa. Nos sentamos a la mesa, y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presunción de otro sentimiento. Y esa presunción, es, en efecto, otro sentimiento.
No sé qué sutil efecto de luz, o vago ruido, o recuerdo de perfume o música, tocada por no sé qué influencia externa, me trajo de repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que registro sin prisa, al sentarme, en el café, distraídamente. No sé a dónde iba a orientar mis pensamientos, a dónde preferiría orientarlos. El día es de una leve neblina húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón. Me duele no sé qué sentimiento que desconozco; me falta un argumento cualquiera sobre no sé qué, no tengo fuerzas en los nervios. Estoy triste mucho más abajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal anotadas, no para decir esto, ni para decir sea lo que sea, sino para dar una tarea a mi falta de atención. Voy llenando lentamente, a trazos suaves de lápiz romo -que no tengo sentimentalidad para afilar-, el papel blanco de envolver bocadillos que me dieron en el café, porque yo no necesitaba otro mejor y uno cualquier me servía, siempre que fuera blanco. Y me doy por contento. Me reclino. La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e incierto… Y dejo de escribir porque dejo de escribir.

Libro del desasosiego, 1982.

miércoles, 7 de febrero de 2024

La guardia en la montaña. Slawomir Mrozek.

Nowosadecki, Majer y yo alquilamos una pequeña casa en la montaña para pasar las vacaciones.
Majer pretendía buscar setas. Nowosadecki quería tomar el sol y yo no tenía proyectos determinados.
Fue una buena idea. Silencio, tranquilidad, naturaleza, nadie alrededor. Sólo al anochecer divisamos una lucecita a lo lejos. Ni siquiera era una luz. Nada más que un puntito luminoso.
Primero pensamos que se trataba de una estrella, pero estaba demasiado baja para serlo. Y brillaba incluso con el cielo cubierto, cuando no ves estrellas ni por asomo.
¿Tal vez era una casa? Pero en los alrededores no había ninguna otra casa, sólo la nuestra. ¿Unos vagabundos que hubiesen hecho fuego? Pero el fuego es rojo y centellea, mientras que aquello brillaba con una luz dorada y fija.
Me pone nervioso —dijo Nowosadecki.
Déjalo que brille —expuso su punto de vista diferente Majer—. Está lejos, no nos molesta para nada.
Me pone nervioso no porque brille —precisó Nowosadecki—, sino porque no sé qué es lo que brilla.
Típica avidez de conocimiento —comenté yo—. Propia de la naturaleza humana. Al hombre le interesa, más que el fenómeno en sí, la causalidad. El hombre quiere conocer la causa.
Ya que estamos hablando de la naturaleza —se enervó Nowosadecki—, nos han engañado. Aquí sólo iba a haber naturaleza, pero resulta que hay no se sabe qué gente. Yo quería soledad.
¿Cómo sabes que esa lucecita no es un fenómeno natural?
Precisamente no lo sé, y eso es lo que me pone nervioso.
Al día siguiente fue a buscar setas y Majer estuvo tomando el sol. Yo no hice nada en especial y no tengo nada para explicar.
Nowosadecki volvió del bosque irritado.
No sé, no me ha ido bien, no podía concentrarme.
¿Por qué, si el tiempo es adecuado y hay montones de setas?
Pero he estado pensando todo el tiempo que cuando acabe el día vendrá la noche y esa lucecita volverá a aparecer.
Tal vez no aparezca.
Justamente. No se sabe si aparecerá o no, y esa inseguridad me atormenta.
Bien, pues supongamos que no aparecerá. ¿Te sientes mejor?
Si no aparece será aún peor. Entonces pensaré: ¿por qué antes estaba y ahora no?
Lo olvidarás.
No lo olvidaré; los recuerdos no se olvidan. Además, ya no podré observarla más que en el recuerdo.
Espera hasta la noche y ya veremos. No te preocupes antes de tiempo.
Cuanto más se acercaba la noche, tanto más se impacientaba Nowosadecki, aunque de hecho debería haber sido todo lo contrario: cuanto más cerca estuviese el fin de la espera, tanto menos debería haberse impacientado. Antes de la puesta de sol nos reunimos en el umbral de la casa.
Qué moreno me he puesto, ¿eh? —dijo Majer.
Calla —le reprimió Nowosadecki—. Estamos esperando, no nos distraigas.
Anochecía poco a poco, para Nowosadecki demasiado poco a poco.
No aparece —constató Nowosadecki con nerviosismo—. Ya no aparecerá.
Tal vez ayer sólo nos pareció verla —traté de tranquilizarlo—. A veces a la gente le parece ver cosas.
A uno sí, pero ¿a los tres? Uno podía haberse equivocado, pero no los tres a la vez.
También hay casos de alucinaciones colectivas. Bien es verdad que la experiencia colectiva es la base normativa de nuestros conocimientos, pero el consenso no soporta la prueba filosófica.
¡Palabras! —se enojó Nowosadecki—. No trates de volverme lelo.
Yo no trato nada, sino que analizo.
¡Ahí está! —gritó Majer, que no tomaba parte en nuestra discusión, sino que escrutaba el cielo—. Ahí está, se ha encendido.
Nowosadecki y yo dejamos de teorizar y también miramos. Efectivamente, en medio del oscuro macizo de montañas estaba el puntito luminoso.
¡Dios mío! —gimió Nowosadecki—. ¡Otra vez!
Pero si es lo que querías. Si no hubiese aparecido de nuevo, estarías aún más nervioso.
¡A mí qué me cuentas, cuéntaselo a ella! —gritó indicando la lucecita.
No puedo. Tú eres mi colega, y aquello… ni siquiera sé lo que es.
Precisamente —corroboró Nowosadecki—. Es, pero ¿qué?
Después de cenar, Majer se puso a embadurnarse con la crema Nivea, yo no hacía nada y Nowosadecki salió de la casa. Contemplaba la noche, o más bien sólo aquel puntito luminoso en medio de la noche. No era de extrañar. Aunque la noche era inmensa, inconmensurable e inabarcable, quedaba toda ella suspendida de aquel único puntito como de un clavo.
Al día siguiente por la mañana, Majer apareció descansado, mientras que Nowosadecki estaba pálido y con sueño.
No he podido dormir —se quejó.
No es de extrañar, te quedaste mirando el cielo hasta muy tarde.
Cuando me acosté, tampoco podía dormir. Estuve mucho rato pensando qué puede ser aquello.
¿Tienes alguna hipótesis?
Ninguna. Ahí está y brilla, y nada más.
Aquel día ni siquiera fue a buscar setas. Vagó por la casa, fue de un lado para otro sin ningún objetivo, hasta el mediodía no salió al patio, donde yacía Majer en una hamaca.
Ahora es cuando coge mejor —dijo Majer señalando al sol.
Y a mi qué —murmuró Nowosadecki, y volvió al interior. Era evidente que estaba esperando que anocheciera y que el día se le hacía demasiado largo.
Al anochecer nos sentamos de nuevo en el umbral. Pero —es curioso qué diferente es la gente—, Majer y yo sin aquella tensión del día anterior —¿acaso ya habíamos empezado a habituarnos?—, Nowosadecki, en cambio, aún más excitado.
Majer era quien menos interés demostraba, estaba preocupado porque al mediodía el sol le había quemado demasiado y seguramente iba a pelarse.
Esa Nivea no vale nada —se quejó.
Pizbuin es mejor —le aconsejé—. ¿Lo has probado?
¡Silencio! —gritó Nowosadecki.
¿Por qué? Estamos esperando un fenómeno óptico, no acústico. Si ha de encenderse, se encenderá aunque yo toque un tambor y Majer un trombón.
Como para corroborar mis palabras, en el espacio que pasaba del azul y el gris al azul marino apareció un puntito dorado.
Bien, voy a preparar la pasta —dijo Majer, y se levantó.
Nowosadecki no cenó. Se quedó en el umbral todo ojos; cuando Majer y yo nos íbamos a dormir, él seguía sentado allí.
Que no se vaya a volver lelo —expresó su preocupación Majer—. Buenas noches.
En el desayuno nos encontramos sólo Majer y yo.
¿Sigue sentado? —pregunté a Majer.
Ni se ha movido. Ha estado sentado toda la noche.
Llevé a Nowosadecki una taza de café caliente. Temblaba de frío, pues en la montaña las noches, y sobre todo las madrugadas, son frescas, incluso en verano.
¿Por qué no te has tapado al menos con una manta? —pregunté.
No he podido ir a buscar una manta, porque no quería quitarle la vista de encima. La observación debe ser estricta.
¿Y has visto algo nuevo?
No, todo lo que se puede establecer es que se enciende al anochecer y se apaga al amanecer. Aparte de eso, ni se inmuta.
Pues, ¿para qué sigues sentado? Ya se ha apagado, es de día.
Es verdad —me dio la razón Nowosadecki, y me miró con un aire un poco más despierto.
Durmió el día entero. Mientras tanto Majer consiguió un bonito bronceado; sus temores respecto a la piel resultaron infundados.
Nowosadecki no se despertó hasta antes de la cena.
¿Cenarás hoy? —preguntó Majer.
Sólo quiero un bocadillo. Me lo llevaré para el camino.
¿Qué camino? —nos sorprendimos.
Voy a ver qué es aquello.
Déjalo —intentó retenerlo Majer—. ¿Para qué vas a caminar por ahí de noche?
De día no lo encontraré.
Que se vaya —salí en su apoyo—. Si tiene que volvernos locos, mejor que vaya a ver qué es, de lo contrario nos estropeará las vacaciones.
Se fue. Volvió al día siguiente a eso del mediodía.
¿Y qué? —le dimos la bienvenida Majer y yo.
Nada, está demasiado lejos. En una noche es imposible llegar.
Majer me miró a mí y yo a Majer. Ya sabíamos qué iba a ocurrir.
Efectivamente. Nowosadecki volvió a dormir el día entero y al anochecer hizo la mochila.
No sé cuándo volveré, tal vez dentro de unos días. Vosotros, chicos, quedaos aquí y esperadme.
Esperamos un día, después otro. La primera noche dormimos como de costumbre, la segunda tampoco nos preocupamos por Nowosadecki, porque sabíamos que necesitaba al menos dos noches. Al anochecer del segundo día empezamos a inquietarnos.
No hay nada que temer —argumentaba Majer—. Tal vez necesite más tiempo del que pensamos.
Claro, si son dos noches de ida, pues a la vuelta también serán dos, o un día y una noche si vuelve sin descansar. Le podemos esperar lo más pronto de madrugada. —A pesar de esa lógica, por algún motivo no nos movimos del sitio, mirando en aquella dirección donde, en medio de la noche y de las montañas, estaba el puntito luminoso. No teníamos ganas de hablar y estuvimos así mucho rato.
¿Qué hora es? —pregunté al fin.
Cerca de medianoche.
Será mejor irse a dormir. Seguro que no llegará antes del amanecer.
Y ya me había dado la vuelta para entrar en casa cuando Majer exclamó:
¡Mira!
Miré: en la oscuridad, en el vacío, en lugar de un puntito luminoso, había dos. Uno junto al otro, iguales, no se sabía cuál era el primero y cuál el segundo. Majer tampoco lo sabía, aunque al principio sostuvo que la lucecita de la izquierda se había encendido al lado de la de la derecha; pero cuando le insistí un poco cambió de opinión y se empecinó en que la de la derecha se había encendido al lado de la de la izquierda. Le expliqué que ni la izquierda podía haberse encendido al lado de la derecha, ni la derecha al lado de la izquierda, ya que mientras sólo había una no podía ser ni la derecha ni la izquierda. Entonces tuvo que admitir que de hecho no las diferenciaba y que sólo intentaba establecer algún tipo de orden. Parecían un par de ojos.
Aquella noche dormimos mal.
Nowosadecki no volvió ni al tercer día, ni al quinto. Cuando llegó y pasó el séptimo, Majer dijo:
¿Y si fuéramos a buscarlo?
Nos dijo que esperáramos. Y además…
Además, ¿qué?
Estábamos sentados como de costumbre en el umbral mirando las dos lucecitas.
Si antes brillaba sólo una, y ahora que Nowosadecki no ha vuelto, brillan dos, eso da lugar a la suposición…
¿Qué suposición? —me apremió Majer, pues yo tardaba en terminar la frase.
Que Nowosadecki es la segunda.
Majer se puso pensativo.
Es muy posible —dijo por fin—. Pero en ese caso, ¿qué es lo que brillaba antes?
¿Y cómo puedo saberlo? —contesté con rabia— Nowosadecki también tenía esta curiosidad. Pero si insistes, vamos allí a averiguarlo.
Ni hablar —me tranquilizó Majer—. Al fin y al cabo sólo estamos aquí de vacaciones.

El árbol, 1990.
 

domingo, 4 de febrero de 2024

Gafsa d sol. David Vivancos Allepuz.

El cihco apsa hroas snetado a al emsa. Ensismimado. Motna, cno la paicencia y la mecitulosiadd de nu rojelero siuzo, pulzes qeu repodrunce blelos pasaijes y cuardos de pnitroes cérebles. Estidua atentamnete cdaa pizea de crató,n resgiue su acicdetnado cotnorno cno sal eymas ed los dodes y aclibra la gardacóin dle locor. Leguo, ocn getso prasimonois,o la enjaca en orta pizea pirma henmara qeu, perviametn,e ha separdao dle motnón. eRpite la eporación cenitos, limes de vcees, hatsa compeltar la tarae, hasta ordenar el caos y recomponer el pequeño universo que maneja. Sólo de esta forma consigue atemperar los nervios que lo consumen, las crisis que le sobrevienen. La familia valora positivamente la terapia pero advierte al psiquiatra, en cada una de sus visitas quincenales, de los riesgos que conllevan determinados puzles adquiridos en los chinos, a los cuales acostumbran a falt rles algunas p ezas. C da vez que esto oc rre, cuentan, el ch co se agit y hace sa tar el puz e incomp eto por l s aires. Y es entonsec, selaña la mad e -que hyo no se q itará las gafsa d sol-, c ando v elve a ser realmnete peligsoro.

sábado, 3 de febrero de 2024

El sistema II. Edudardo Galeano.

Hay jaulas de muchos pajaritos y jaulas de a uno. Adoum me explica que a las jaulas de a uno les ponen un espejito, para que los pájaros no sepan que están solos.
Después, en el almuerzo, Guayasamín cuenta cosas de New York. Dice que allá ha visto hombres bebiendo solos en los mostradores. Que tras la hilera de botellas hay un espejo y que a veces, bien entrada la noche, los hombres arrojan el vaso y el espejo vuela en pedazos.