Bueno, el rey y él estuvieron
trabajando todo el día, montando un escenario y un telón y una fila
de velas para que hicieran de candilejas; y aquella noche la sala se
llenó de hombres en un momento. Cuando ya no cabían más, el duque
dejó la taquilla, dio la vuelta por detrás, subió al escenario y
se puso delante del telón, donde soltó un discurso en el que elogió
la tragedia y dijo que era la más emocionante jamás vista, y
después dándose aires con la tragedia y con Edmund Kean el viejo,
que iba a interpretar el principal papel, y cuando por fin los tuvo a
todos impacientes porque empezase, corrió el telón y al momento
siguiente apareció el rey a cuatro patas, desnudo, pintado por todas
partes de anillos y rayas de todos los colores, espléndido como un
arco iris. Y… pero el resto de su atavío no importa; era una
verdadera locura, aunque muy divertido. El público casi se murió de
la risa, y cuando el rey terminó de hacer piruetas y desapareció
detrás del escenario, se puso a gritar y a aplaudir, a patear y a
carcajearse hasta que volvió y lo repitió, y después todavía le
obligaron a repetirlo otra vez. Yo creo que hasta una vaca se habría
reído con las tonterías que hacía aquel viejo idiota.
Después
el duque bajó el telón, hizo una reverencia al público y dijo que
la gran tragedia sólo se interpretaría dos noches más, por tener
compromisos urgentes en Londres, donde estaban vendidas todas las
entradas en Drury Lane, y después hizo otra reverencia, y dijo que
si había logrado que se divirtieran y se instruyeran, les
agradecería mucho que se lo mencionaran a sus amigos para que
también fueran a verla.
Veinte
voces gritaron:
—¿Cómo,
ha terminado? ¿Eso es todo?
El
duque va y dice que sí. Entonces se armó una buena. Todo el mundo
se puso a gritar: «¡Estafadores!» y se levantó furioso y se lanzó
hacia el escenario y los actores trágicos. Pero un hombre corpulento
y de buen aspecto saltó a un banco y gritó:
—¡Calma!
Sólo una palabra, caballeros —y se detuvieron a escucharlo—. Nos
han estafado, y estafado bien. Pero no queremos que todo el pueblo se
ría de nosotros, creo yo, y que nos den la lata toda la vida. No. Lo
que queremos es irnos de aquí con calma para hacer una buena
propaganda del espectáculo, ¡y engañar al resto del pueblo!
Entonces estaremos todos en las mismas. ¿No os parece lo más
sensato? («¡Seguro que sí! Tiene razón el juez!», gritaron
todos.) Bueno, pues entonces, ni palabra a nadie de esta estafa. Todo
el mundo a casa a decirles a los demás que vengan a ver la tragedia.
Al
día siguiente en el pueblo no se hablaba más que de lo espléndida
que había sido la función. La sala volvió a llenarse aquella noche
y la estafa se repitió igual que la anterior. Cuando el rey, el
duque y yo volvimos a la balsa cenamos todos, y al cabo de un rato
hicieron que Jim y yo la sacáramos flotando hasta la mitad del río
y la escondiéramos unas dos millas abajo del pueblo.
La
tercera noche la sala volvió a llenarse, y aquella vez no había
espectadores nuevos, sino gente que ya había venido las otras dos.
Me quedé con el duque en la taquilla y vi que todos los que pasaban
llevaban los bolsillos llenos o algo escondido debajo de la chaqueta,
y también me di cuenta de que no olían precisamente a rosas, ni
mucho menos. Olí huevos podridos por docenas, coles podridas y cosas
así, y si alguna vez he olido a un gato muerto, y aseguro que sí,
entraron sesenta y cuatro de ellos. Aguanté un momento, pero era
demasiado para mí; no podía soportarlo. Bueno, cuando ya no cabía
ni un espectador más, el duque le dio a un tipo un cuarto de dólar,
le dijo que se quedara en la taquilla un minuto y después fue hacia
la puerta del escenario, conmigo detrás; pero en cuanto volvimos la
esquina y quedamos en la oscuridad, va y me dice:
—Ahora
echa a andar rápido hasta que ya no queden casas, ¡y después corre
hacia la balsa como alma que lleva el diablo!
Así
lo hice, y él igual. Llegamos a la balsa al mismo tiempo, y en menos
de dos segundos íbamos deslizándonos río abajo, en la oscuridad y
el silencio, avanzando hacia la mitad del río, todos bien callados.
Calculé que el pobre rey lo iba a pasar muy mal con el público,
pero ni hablar; un minuto después salió a cuatro patas del wigwam y
dijo:
—Bueno,
¿cómo ha salido esta vez, duque? —ni siquiera había ido al
pueblo.
No
encendimos ni una luz hasta que estuvimos unas diez millas más abajo
del pueblo. Allí cenamos, y el rey y el duque se desternillaron de
la risa con la forma en que habían engañado a aquella gente. El
duque decía:
—¡Pardillos,
paletos! Ya sabía yo que los de la primera sesión no dirían nada y
dejarían que engañásemos al resto del pueblo, y sabía que se iban
a vengar la tercera noche, pensando que les había llegado la vez a
ellos. Bueno, ya les llegó, y daría algo por saber cómo se lo van
a tomar. Ya me gustaría saber cómo van a aprovechar la oportunidad.
Siempre se pueden ir de merienda si quieren. Llevaron bastantes
provisiones.
Aquellos
sinvergüenzas habían sacado cuatrocientos sesenta y cinco dólares
en tres noches. Yo nunca había visto entrar el dinero así, a
carretadas.
Después,
cuando ya se habían dormido y roncaban, Jim va y dice:
—¿No
te extraña cómo se porta ese rey, Huck?
—No
—respondí—, nada.
—¿Por
qué no, Huck?
—Bueno,
pues no, porque lo llevan en la sangre. Calculo que son todos
iguales.
—Pero,
Huck, estos reyes nuestros son unos sinvergüenzas; eso es lo que
son, unos sinvergüenzas.
—Bueno,
eso es lo que decía; todos los reyes son prácticamente unos
sinvergüenzas, que yo sepa.
—¿Es
verdad?
—No
tienes más que leer lo que han hecho para enterarte. Fíjate en
Enrique VIII; este nuestro es un superintendente de escuela dominical
a su lado. Y fíjate en Carlos II y Luis XIV, y Luis XV y Jacobo II y
Eduardo II y Ricardo III y cuarenta más; además de todas aquellas
heptarquías sajonas que andaban por ahí en la antigüedad armando
jaleos. Pero tendrías que haber visto al tal Enrique VIII cuando
estaba en forma. Era una joya. Se casaba con una mujer nueva cada día
y le cortaba la cabeza a la mañana siguiente. Y le importaba tanto
como si estuviera pidiendo un par de huevos. «Que traigan a Nell
Gwynn», decía. Se la traían. A la mañana siguiente: «¡Que le
corten la cabeza!» Y se la cortaban. «Que traigan a Jane Shore»,
decía, y ahí llegaba. A la mañana siguiente: «Que le corten la
cabeza». Y se la cortaban. «Que traigan a la bella Rosamun», y la
bella Rosamun respondía a la campana. A la mañana siguiente: «Que
le corten la cabeza». Y hacía que cada una de ellas le contase un
cuento cada noche y así hasta que reunió mil y un cuentos, y
entonces los metió todos en un libro y lo llamó el Libro del
juicio, que es un buen título, y que lo aclara todo. Tú no conoces
a los reyes, Jim, pero yo sí; este pícaro nuestro es uno de los más
decentes que me he encontrado en la historia. Bueno, al tal Enrique
le da la idea de que quiere meterse en líos con este país. Y, ¿qué
hace... avisa de algo? ¿Se lo dice al país? No. De golpe va y tira
por la borda todo el té que hay en el puerto de Boston y se inventa
una declaración de independencia y les dice que a ver si se atreven.
Así era como hacía él las cosas. Nunca le daba una oportunidad a
nadie. Sospechaba algo de su padre, que era el duque de Wellington.
Y, ¿qué hace? ¿Le dice que se presente? No: lo ahoga en una
barrica de malvasía, como si fuera un gato. Imagínate que alguien
dejase dinero olvidado donde estaba él; ¿qué hacía? Se lo
guardaba. Imagínate que tenía un contrato para hacer algo y le
pagabas y no te quedabas ahí sentado a ver cómo lo hacía; ¿qué
hacía él? Siempre lo contrario. Imagínate que abría la boca; ¿qué
pasaba? Si no la cerraba inmediatamente, soltaba una mentira por
minuto. Así era de bicho el tal Enrique, y si hubiera estado él con
nosotros en lugar de nuestros reyes, habría estafado a ese pueblo
mucho más que los nuestros. No digo que los nuestros sean unos
corderitos, porque no lo son y sería mentir, pero no son nada en
comparación con aquel viejo cabrón. Lo único que te digo es que
los reyes son los reyes y hay que dejarles un margen. Así, en
bloque, son bastante gentuza. Es por cómo los crían.
—Pero
éste apesta como un maldito, Huck.
—Pues
igual que todos, Jim. Nosotros no podemos evitar que los reyes huelan
así; la historia no nos dice cómo evitarlo.
—Pero
el duque resulta como más simpático en algunas cosas.
—Sí,
los duques son diferentes. Pero no mucho. Éste es una cosa media
para duque. Cuando está borracho, un miope no podría distinguirlo
de un rey.
—Bueno,
en todo caso, no me apetece conocer a más tipos de éstos, Huck. Con
éstos me basta y me sobra.
—Igual
me pasa a mí, Jim. Pero nos han caído encima y tenemos que recordar
lo que son y tener en cuenta las cosas. Ya me gustaría enterarme de
que en algún país ya no quedan reyes.
¿Para
qué contarle a Jim que no eran reyes ni duques de verdad? No habría
valido de nada; además, era lo que yo había dicho: no se los podía
distinguir de los de verdad.
Me
quedé dormido y Jim no me llamó cuando me tocaba el turno. Lo hacía
muchas veces. Cuando me desperté, justo al amanecer, estaba sentado
con la cabeza entre las rodillas, gimiendo y lamentándose. No le
hice caso ni me di por enterado. Sabía lo que pasaba. Estaba
pensando en su mujer y sus hijos, allá lejos, y se sentía
desanimado y nostálgico, porque nunca había estado fuera de casa en
toda su vida, y creo, de verdad, que quería tanto a su gente como
los blancos a la suya. No parece natural, pero creo que es así.
Muchas veces gemía y se lamentaba así por las noches, cuando creía
que yo estaba dormido, y decía: «¡Probecita Lizabeth! ¡Probecito
John! Es muy difícil; ¡creo que nunca os voy a ver más, nunca
más!» Era un negro muy bueno, el Jim.
Pero
aquella vez no sé cómo me puse a hablar con él de su mujer y sus
hijos y después de un rato va y dice:
—Me
siento tan mal porque he oído allá en la orilla algo así como un
golpe, o un portazo, hace un rato, y me recuerda la vez que traté
tan mal a mi pequeña Lizabeth. No tenía más que cuatro años y le
dio la ascarlatina y las pasó muy mal; pero se puso güena
y un día voy y digo, dije:
»—Cierra
esa puelta.
»Y
no la cerró; se quedó allí, como sonriéndome. Me cabreé y le
vuelvo a decir muy alto, voy y digo, dije:
»—¿No
me oyes? ¡Cierra esa puelta!
»Y
ella seguía allí, como sonriéndome. ¡Y yo con un cabreo!
Yvoyydigo, dije:
»—¡Te
vas a enterar!
»Y
voy y le pego una bofetá que la tiro de espaldas. Entonces
fui a la otra habitación y tardé en volver unos diez minutos, y
cuando volví allí estaba la puelta todavía abierta, y la
niña allí mismo, mirando al suelo y quejándose y llorando. ¡Dios,
qué cabreo! Iba a darle otra vez, pero justo entonces, porque era
una puelta que se abría hacia adentro, justo entonces va el
viento y la cierra de un portazo detrás de la niña, ¡baaam!
¡Y te juro que la niña ni se movió! Casi me quedo sin aliento; y
me sentí tan... no sé cómo me sentí. Salí de allí todo
temblando y voy y abro la puelta mu despacio y meto la
cabeza justo detrás de la niña, sin hacer ni un ruido, y de repente
digo: «¡Baaam! lo más alto que puedo. ¡Y ni se movió! Ay,
Huck. Me eché a llorar y la agarré en brazos diciendo: «¡Ay,
probecita! ¡Que el Señor y todos los santos perdonen al
pobre Jim, porque él nunca se va a perdonar mientras viva! » Ay, se
había quedado sordomuda, Huck, sordomuda del todo, ¡y yo tratándola
así!
Las aventuras de Huckleberry Finn. 1884.