sábado, 30 de septiembre de 2023

Fragmento 54. Fernando Pessoa.

El personaje individual e imponente, que los románticos representaban con ellos mismos, intenté vivirlo, en sueños, varias veces, y, tantas veces cuanto lo intenté vivir, acabé por encontrarme riendo a carcajadas de mi idea de vivirlo. El hombre fatal, a fin de cuentas, existe en los sueños propios de todos los hombres vulgares, y el romanticismo no es sino un volver del revés el dominio cotidiano de nosotros mismos. Casi todos los hombres sueñan, en lo más secreto de su ser, un gran imperialismo propio, el sometimiento de todos los hombres, la entrega de todas las mujeres, la adoración de los pueblos, y, en los más nobles, de todas las eras… Pocos como yo entre los acostumbrados a soñar son por ello lo bastante lúcidos como para reírse de la posibilidad estética de soñarse así.
La mayor acusación al romanticismo está todavía por hacer: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridículos, sus diversos poderes de conmover y seducir, residen en que él es la figuración exterior de lo que hay más adentro del alma, más concreto, visualizado, visible incluso, si el ser mismo dependiera de cosa distinta que el Destino.
¡Cuántas veces yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la distracción, me encuentro suponiendo que sería bueno ser célebre, que sería agradable ser mimado, que sería brillante ser triunfal! Pero no logro verme en esos papeles de alta cumbre si no es con una carcajada del otro yo que tengo siempre junto a mí como una calle de la Baixa. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como tenedor de libros. ¿Me siento encumbrado a los tronos de ser conocido? Pero la cosa sucede en la Rua dos Douradores y los compañeros son un obstáculo. ¿Me oigo aplaudido por multitudes varias? El aplauso llega hasta el cuarto piso donde vivo y choca con el mobiliario tosco de mi cuarto barato, con la ordinariez que me rodea y me humilla de la cocina al sueño. Ni siquiera tuve castillos en España, como los grandes españoles de todas las ilusiones. Los míos fueron de cartas de baraja, viejas, sucias, de una baraja incompleta con la que no se podría jugar nunca; ni siquiera llegaron a caer, fue preciso destruirlos, con un gesto de la mano, bajo el impulso impaciente de la vieja criada, que quería recomponer, sobre toda la mesa, el mantel colocado en la mitad del otro lado, porque la hora del té había sonado como una maldición del Destino. Pero hasta eso no pasa de una visión estéril, pues no tengo la casa provinciana, o las viejas tías en cuya mesa tome yo, al fin de una velada familiar nocturna, un té que me sepa a descanso. Mi sueño fracasó hasta en las metáforas y las figuraciones. Mi imperio no llegó ni a las viejas cartas de baraja. Mi victoria fracasó sin ni siquiera una tetera o un gato antiquísimo. Moriré como he vivido, entre el bric-à-brac de los alrededores, apreciado por mi esfuerzo entre las postdatas de lo perdido.
Que al menos lleve al inmenso posible del abismo de todo la gloria de mi desilusión como si fuera la de un gran sueño, el esplendor de no creer como un pendón de la derrota, pendón no obstante en las manos débiles, pendón arrastrado entre el fango y la sangre de los débiles, pero levantado en alto, al sumergirnos en las arenas movedizas, nadie sabe si como protesta, si como desafío, si como gesto de desesperación. Nadie sabe, porque nadie sabe nada, y las arenas sumergen por igual a los que tienen pendones y a los que no los tienen. Y las arenas lo cubren todo, mi vida, mi prosa, mi eternidad.
Llevo conmigo la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.

Libro del desasosiego, 1984. (1913 - 1935)

jueves, 28 de septiembre de 2023

Receta. Gabriel de Biurrun.

Tome unas zapatillas deportivas del número 32.
Introduzca algo de arena en su interior.
Inclínese ante el retrete y vacíe allí la arena de las zapatillas.
Escuche.
Es un ruido de bambú hueco entrechocando, de Campanilla volando en Guatemala, de balbuceo de flauta, de pompas en los labios.
Así suenan los recuerdos de un hijo muerto.

lunes, 25 de septiembre de 2023

Magallanes. Pablo Montoya.

La tierra por fin será redondeada. Lo difícil ha quedado atrás. El hambre, la sed del Pacífico, la incertidumbre en el paso donde no existe nadie. Pero la tripulación vacila combatir ahora. Les repito que en esta insignificante isla mil paganos no pueden contra una sola de nuestras armaduras. Ni siquiera el rey Manuel pudo detenerme. Ni la derrota y el olvido padecidos entre los infieles de Malaca. Ni la traición de los amotinados en la bahía de San Julián. Ni siquiera mi sórdida tendencia a desaparecer, para que hoy la rebeldía de un monarca indio venga a impedir mi propósito. Los convenzo y somos cuarenta los que bajamos en esta playa surcada de corales. Se inicia, entonces, una batalla que no tiene nada de siniestra. Una hora acaso y la insurgencia será borrada. Los indios gritan. Son bestias que corretean, acosadas. Nuestras armas empiezan a imponerse. Uno tras otro van cayendo. De pronto, siento que de cada uno que matamos surgen cinco, diez, cien, mil flechas, piedras, fango endurecido. El cansancio se cierne sobre mí como un golpe seco. Otro ramalazo de dolor se establece en una de mis piernas. La rabia me crece. Arremeto en vano. Ordeno una retirada, muchos la hacen en desorden. Pigafetta está a mi lado, y el agua es como una mancha de aceite que en vez de unirnos nos separa. Una lanza fustiga mi rostro. Hundo mi espada en el infame y algo me paraliza el brazo. Por un momento, detenida, veo una marea de miradas salvajes lanzarse sobre mí. El mar, insoportablemente azul, se me clava en todo el cuerpo. La luz del día se despedaza entre mis manos. Me tasajean la otra pierna. Me desmorono. El mundo comienza a oscurecerse, y no lo creo.

 


domingo, 24 de septiembre de 2023

Elogio a la hermana. Wilsawa Szymborska.

Mi hermana no escribe poemas,
y probablemente ya nunca se pondrá a escribir poemas,
lo heredó de nuestra madre, que tampoco escribía poemas,
y de nuestro padre, que tampoco escribía poemas.
Y, aunque mis palabras suenen a texto de Adam Macedónski,
en mi familia nadie escribe poemas.


Los cajones de mi hermana no guardan viejos poemas,
en su bolso no hay poemas recién escritos.
Y cuando mi hermana me invita a comer,
sé que no lo hace con la intención de leerme sus poemas.
Sus sopas son deliciosas y carentes de ocultos significados.
Y el café no se derrama sobre los manuscritos.


En muchas familias nadie escribe poemas,
pero si uno de sus miembros empieza, suele sembrar el contagio.
A veces la poesía cae en cascada sobre las generaciones
y origina remolinos capaces de engullir sentimientos familiares.
Mi hermana practica una prosa aceptable
y su obra literaria se reduce a las postales turísticas
con un texto que cada año repite la misma promesa:
cuando vuelva
contará
todo
todito.

Paisaje con grano de arena, 1997.

sábado, 23 de septiembre de 2023

El árbol. Elena Garro.

El sábado a las tres de la tarde salió Gabina. Era su día libre y no volvería sino hasta el domingo por la mañana. Marta la vio irse y, sola, se recogió en su habitación. Miró los frascos de perfume y las porcelanas intactas sobre el tocador. Su casa de alfombras y cortinajes espesos la aislaba de los ruidos y las luces callejeras; le pesó su silencio y lo sintió como abandono. Había camas intactas, algunas ventanas ya no se abrían nunca y a las únicas ceremonias a las que asistía eran ceremonias de adiós: entierros y casamientos. Un timbrazo en la puerta de entrada la sacó de sus cavilaciones. Cautelosa, cruzó la casa y se acercó a la puerta.
¿Quién? —preguntó, antes de decidirse a abrir.
Soy yo, Martita —dijo una voz infantil desde el otro lado de las maderas.
¿Luisa…?
Marta abrió la puerta para dejar entrar a la india. El bulto sombrío y renegrido de la mujer se coló veloz hasta el salón; entró como una centella, esquivando los muebles y mirando de reojo a Marta. En la penumbra provocada por las sedas de las cortinas apenas se distinguía su cara angulosa. Se dejó caer en un sillón y esperó. Un olor nauseabundo escapaba de su persona. Marta miró sus pies renegridos, descalzos y gastados de tanto caminar.
¿Qué sucede, Luisa? ¿Qué la trajo a México?
Luisa se irguió de un salto, se levantó las enaguas y mostró un moretón enorme en la ingle descarnada; después, convulsa, señaló su nariz amoratada y la oreja por la que escurría un hilo de sangre negra y a medio coagular.
¡Julián!
¿Julián?
¡Sí!, Julián me pegó.
¡Eso no es cierto, Julián es muy bueno! —y Marta recordó las palabras de Gabina: «Al hombre bueno le toca mujer perra». Luisa era una perra, perseguía a su marido hasta volverlo loco. La india la miró a los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho.
¡Siempre me ha golpeado, Martita!… ¡Siempre!
Su voz chillaba como la de una rata. Marta tuvo la certeza de que calumniaba a su marido. Hacía muchos años que conocía a la pareja. La veía siempre que iba a su casa de campo, en el pueblo de Ometepec. Al conocerlos, pensó que Luisa era una mujer-niño; no fue sino mucho después cuando notó que sus risas y su conducta no sólo eran extrañas sino malvadas. Le perdió el afecto y no desaprovechó ninguna ocasión para tratarla con dureza. Le indignaba esa mujer que seguía a su marido con una tenacidad estúpida. No lo dejaba solo ni a sol ni a sombra; adonde él iba, iba ella, sonriente y maligna. A Julián todos lo querían; en cambio, nadie solicitaba la presencia de Luisa. Él la soportaba con resignación. La india se echó a reír y miró maliciosa a Marta, como si adivinara lo que estaba pensando.
¡No se ría! —ordenó Marta con sequedad.
Julián es malo, Martita, ¡muy malo!
¡Cállese ya, no diga más tonterías!
Hubiera querido decirle que ella era odiosa y que si Julián le había pegado se lo merecía, pero se contuvo.
¡Es malo, me hace llorar!
Mire, Luisa, usted es de risa y de lágrima fácil. ¿Y sabe lo que le digo? Que si Julián le pegó se lo merece.
No, no lo merezco. Él es malo, muy malo…
Insistía en acusarlo. Su miseria producía náuseas. Su olor se extendió por el salón, invadió los muebles, se deslizó por las sedas de las cortinas. «Basta con olerla para que esté uno castigado», había dicho Gabina, y era verdad. Marta la miró con asco. Luisa se levantó de un salto y, como era su costumbre, empezó a cubrirla de besos. Luego se detuvo y se volvió al sofá. Marta vio que le corrían unas lágrimas escuálidas por las mejillas, pero no sintió compasión alguna. La india se limpió las lágrimas con su dedo sucio, se cruzó de brazos como un monito, la miró desconfiada y agregó:
Siempre me pega, siempre. Es malo, muy malo, Martita.
Las dos mujeres guardaron silencio y se miraron enemigas. Marta se volvió a un espejo para observar sus cabellos bien peinados. Estaba turbada por la repugnancia que le inspiraba la india. «¡Dios mío! ¿Cómo permites que el ser humano adopte semejantes actitudes y formas?». El espejo le devolvía la imagen de una señora vestida de negro y adornada con perlas rosadas. Sintió vergüenza frente a esa infeliz, aturdida por la desdicha, devorada por la miseria de los siglos. «¿Es posible que sea un ser humano?». Muchos de sus familiares y amigos sostenían que los indios estaban más cerca del animal que del hombre, y tenían razón. Sus náuseas aumentaron. ¿Por qué tenía que oír a esa mujer? Ya era tarde, estaba en su salón y no tenía valor para echarla a la calle. La sintió llorar a sus espaldas. Le daría algo de comer, ya que no podía darle afecto. No era posible dejarla sentada en el sofá con toda su miseria, su desamparo y su fealdad a cuestas.
Luisa, ¿quiere comer?
Usted no se moleste, Martita, que me dé algo Gabina.
No está, es su día libre.
Entonces no se moleste, Martita.
Sin oírla, Marta se dirigió a la cocina. Luisa la siguió, se sentó junto a la ventana y esperó. Con la luz de la tarde sobre la cara, su aspecto se volvía más horrible: tenía la cara como una fruta pisoteada; la sangre seca, revuelta con la sangre que le manaba del oído, le untaba las greñas negras. Su olor invadió las ollas de aluminio, el fregadero, las sillas azules, los rincones. Marta le sirvió un café caliente, unos pedazos de pollo y unos panes. Luego se acercó a la puerta para escapar al olor que empezaba a marearla. La miró con ira y la india se encogió en la silla y se echó a llorar.
¡Dejé a mis hijos!…
¡Perra! ¿Cómo se atreve a hablarme de sus hijos? ¡Pobres niños!, siempre llorando: «Mamá, deje a mi padre, quédese en la casa…». ¿Y usted qué hace apenas nacidos? Se larga a la calle a perseguir a Julián. No me diga que llora por ellos.
Sí, Martita, por ellos lloro.
Pues sus lágrimas no me conmueven. ¿Por qué persigue a Julián? El pobre hombre se queja de que usted no lo deja solo ni para hacer sus necesidades.
Marta guardó silencio y miró a la india con enojo. La otra sonrió con suavidad.
Allá no es como acá, Martita, allá vamos a la barranca.
¿Qué tiene que ver la barranca con lo que le estoy diciendo?
Marta golpeó el suelo con el pie; la astucia de la india la hacía enrojecer de ira.
La barranca está muy oscura, Martita, muy oscura…
La voz de Luisa sonó extraña en la cocina radiante. Marta guardó silencio y la miró con atención. La mujer se echó a llorar y apartó el plato con brusquedad.
Usted no sabe lo que es lo oscuro, Martita, acá hay mucha luz, pero allá está oscuro, muy oscuro… y lo oscuro es muy feo, Martita.
Parecía un animal acorralado. Marta sintió compasión por aquella criatura, pues lo único que ella era capaz de entender era el miedo.
Sí, lo sé, Luisa. Póngase contenta, aquí hay mucha luz. Si quiere, quédese unos días conmigo. ¿A dónde va a ir? Nadie la quiere.
Es cierto, Martita, nadie me quiere.
¿Quién podía querer a aquella mujer? Marta volvió a sentir la repugnancia de unos minutos antes. El olor invadía su casa, se le untaba a la nariz, volvía el aire pegajoso. Se fue a su cuarto a respirar el perfume encerrado en sus paredes. ¿Cómo decirle que se bañara? La casa entera se iba a contagiar de aquel olor de bilis, sangre y sudor viejos. Buscó en su armario y encontró algunas ropas muy usadas. Con ese pretexto le diría que se bañara y la vieja aceptaría gustosa la orden y el regalo. Volvió a la cocina y la encontró mirando el plato con fijeza.
Luisa, ahora que acabe de comer, báñese. Tiene cara muy cansada.
Luisa se levantó de un salto y abrió los ojos. Se acercó a Marta y la cogió de la mano.
¿Dónde, dónde, Martita?
¿Dónde qué?
¿Dónde me baño, Martita?
Espere, no corre prisa, cuando acabe de comer… Y mire, póngase esta ropa limpia…
Gracias, Martita, gracias, Dios se lo pague. Yo traje mi ropita, la guardé conmigo, me salí de mi casa y me hallé sola en la mitad del mundo… no tenía a dónde ir. Iba yo caminando, caminando, y de repente, en medio del campo, se me apareció Martita y me dije: me voy con ella, ¡es tan buena!… Y así llegué hasta acá, con la cara de Martita enfrente de mí, conduciendo mis pasos…
Mientras hablaba, desató una de las puntas de su rebozo y sacó unas ropas viejas y limpias. Las agitó delante de Marta:
Mire, ya no les queda color.
Marta disimuló las prendas que traía en las manos y no supo qué contestar.
Mejor me baño ahora, Martita, así no le doy asco.
Al decir esta palabra se quedó mirando a Marta: parecía avergonzada y parecía también que quería avergonzarla.
¿Asco?… ¡Luisa, por Dios, no diga eso!
Sí lo digo, Martita, lo digo porque es cierto. ¿Dónde me baño?
Marta enrojeció. La india se había dado cuenta de su repugnancia.
¿Dónde, dónde? —insistía con malignidad.
Marta cedió a la voz imperativa de Luisa y, dominada por ella, la llevó hasta la puerta del baño amarillo.
Le voy a enseñar cómo se maneja la ducha…
¡Yo sé, Martita, yo sé! —repuso Luisa, empujándola fuera del cuarto.
¿Cómo lo va a saber? En su pueblo no hay baños… Luisa cerró la puerta sin contestar.
¡Vieja estúpida, se va a quemar! —gritó Marta con ira, mientras golpeaba la puerta con fuerza. Pero la india había echado la llave. Resignada, Marta se volvió a su habitación. Había que esperar a que la mujer saliera del baño: rompería todo y se quemaría. Era una salvaje que desconocía los adelantos modernos. Luisa tardó tanto en bañarse que Marta se quedó dormida en un sillón. Desde el sueño oyó que alguien hablaba por teléfono.
Martita está dormida en una silla…
Se levantó sobresaltada y se dirigió a la habitación vecina, donde encontró a Luisa hablando por teléfono. Al verla, la mujer colgó la bocina y la miró sonriente. Llevaba el pelo suelto y húmedo y un vestido limpio. El olor se había disipado.
¡Qué latosa es usted! ¿Por qué cogió el teléfono si no sabe usarlo?
¡Sí sé, Martita, sí sé!
Marta no quiso contradecirla. ¿Cómo iba a saberlo si en Ometepec no había siquiera luz eléctrica? Estaba chiflada. Había escuchado el timbre y llevada por la curiosidad cogió el aparato: al oír una voz lejana se puso a charlar con ella como una loca y ahora allí estaba, mirándola muy contenta, con el pelo suelto y los ojos llenos de malicia.
Voy a acabar de cenar, Martita.
Ya era de noche y Luisa había encendido las luces de toda la casa. Marta miró la hora: eran las ocho. Se dirigió a la cocina para prepararse algo de cenar y encontró a Luisa llorando sobre su plato.
¡Es malo, Martita, malo! —volvió a insistir.
¡Cállese ya, la que está endemoniada es usted! —contestó Marta con violencia.
¿Endemoniada, Martita?
Sí, endemoniada. ¿Por qué persigue a Julián?
No lo persigo, lo cuido porque es cobarde.
¿Cobarde? Ahora calúmnielo. Lo que debería hacer Julián es lo que le aconsejan sus hijos: irse lejos y dejarla.
¿Irse lejos? ¿Dejarme?
Los ojillos de Luisa la miraron fugaces desde una esquina. Parecía asustada y ya no estaba dispuesta a la calumnia.
Sí, dejarla, porque usted está endemoniada.
¿Endemoniada? ¡Si sólo dos veces lo vi!
¿A quién?
¡Al «Malo», Martita!
Había visto dos veces al Demonio. Si le metía miedo con el «Malo», la muerte y el más allá, tal vez se portaría mejor.
¡Ah, con que ya lo vio dos veces! Pues cuídese, el día que se muera, el demonio la va a perseguir como usted persigue a Julián.
Luisa la miró con rencor. Se agazapó en su silla y retiró el plato. Marta la observó con el rabillo del ojo y al ver su mal humor, colocó su cena en una bandeja y se dispuso a salir. Quería dejarla sola para que reflexionara. El miedo la haría cambiar de conducta.
Lo que se debe en esta vida se paga en la otra. De manera que piense en lo que le digo y cuando vuelva a su casa pórtese bien.
Pensó que se iba a echar a reír y se apresuró a llegar a la puerta. Luisa guardó silencio y le lanzó una mirada oscura. Marta, para disipar la mala impresión, agregó antes de salir:
¡Sea buena!
Y a pesar suyo se echó a reír. Con los indios siempre se reía. Eran como ella, les gustaba reírse y cuando llegaba a Ometepec, la recibía un coro de risas que ella compartía.
Ande usted, Martita —contestó Luisa sombría.
Marta siguió riendo en su cuarto. ¡Pobre vieja, qué susto le había dado! Era fácil manejar a los indios: bastaba nombrar al demonio para hacer con ellos cualquier cosa. Terminó de cenar y no tuvo ganas de volver a la cocina. De pronto, le pareció que había algo extraño en la mujer: su olor se había disipado y en su lugar un aire pesado había dejado inmóviles a las cortinas y a los muebles. En realidad no sabía cómo había tenido ganas de reír. No podía decir en qué residía la extrañeza de Luisa. La recordó arrinconada en la cocina, mirándola con sus ojillos tenaces. Durante años la había considerado la tonta del pueblo; cuando la regañaba, se reía y luego la besaba con tal ardor que parecía una loca. Muchas veces había sentido que sus regaños la llenaban de ira y que sus besos, en apariencia infantiles, venían cargados de odio. «Los locos son malos, creen que todos los persiguen y por eso persiguen a todos y Luisa está loca, señora», le repetía Gabina, mientras le alcanzaba las sales del baño y las toallas perfumadas de romero. Y era verdad, Luisa tenía algo singular, sobre todo esa noche. Era como si todos sus años de desdicha empezaran a tomar forma y estuvieran encarnando en un ser de tinieblas. Marta se asustó de sus propios pensamientos y miró en derredor suyo para cerciorarse de que era el miedo lo que la hacía pensar extravagancias. El orden nítido de su cuarto la volvió a la tranquilidad. «Calumnia a su marido porque es muy desdichada; no me voy a dejar asustar por una simpleza».
Se interrumpió al oír unos pasos descalzos, apenas audibles, oprimiendo la alfombra del pasillo. Se quedó quieta. Luisa apareció en el marco de la puerta, pequeña y desmedrada, mostrando los dientes blanquísimos en una sonrisa ambigua.
¡Martita!
Sí, Luisa…
La primera vez que vi al «Malo», fue antes…
¿Antes de qué, Luisa?
Pues antes de que matara yo a la mujer.
Se produjo un silencio largo y asombroso. ¿Luisa había matado a una mujer? ¿Dónde, cuándo? ¿Y lo decía con esa tranquilidad y esa voz de niña? Sintió que tenía que contestar algo, para evitar que siguiera observándola con sus ojos intensos, mientras que de sus labios colgaba la misma sonrisa fija.
¿Usted mató a una mujer?
Sí, Martita, maté a la mujer.
¡Ah qué Luisa, qué cosas dice!
Quería simular que le parecía natural que hubiera matado a la mujer. La india seguía observándola y riéndose en silencio, sólo con la mueca de la risa, como si estuviera ocupada en oír algo que Marta no escuchaba.
Martita, estoy oyendo sus pensamientos… —dijo con su mismo sonsonete infantil. Y avanzó veloz hasta ella y sin ruido se sentó a sus pies sobre la alfombra.
El miedo es muy ruidoso, Martita —agregó. Y luego guardó silencio. Las dos mujeres supieron que estaban frente a frente, en una casa sola, aisladas del mundo por unos muros tapizados de seda y unas alfombras que apagaban cualquier ruido.
La primera vez que vi al «Malo» fue antes de casarme con mi primer marido.
¡Había tenido otro marido! Marta descubrió que no sabía nada de la mujer que estaba sentada a sus pies.
Cuando lo vi, estaba en el corral de mi casa. Era un charro que respiraba lumbre; no tenía botas sino cascos de caballo y al caminar sacaban lumbre. Llevaba en la mano un látigo y con él azotaba a las piedras y las piedras echaban lumbre. Eran las cuatro de la tarde y yo comencé a gritar: «¡Ahí está! ¡Ahí está!». «¿Quién ha de estar?», me contestaban mis padres, porque ellos no lo veían. El «Malo» me oyó gritar y se me fue acercando, y sus ojos echaban lumbre. «¡Ahí está! ¡Ahí está!», gritaba yo. «¿Quién ha de estar?», me contestaban mis padres, porque ellos no lo veían. Y el «Malo» me comenzó a chicotear antes de que yo dijera su nombre… Luego me quedaron los temblores y el espanto. En ese tiempo llegó mi primer marido y me pidió, y mis padres me dieron, gratos, para ver si me aliviaba… Y nos vinimos a México…
Había vivido en México y Marta lo ignoraba. Luisa la miró con fijeza. Parecía muy consciente de su sorpresa y eso la regocijaba. Sentada en el suelo, agazapada como un animalito, fruncía los párpados, para ocultar las chispas de malicia que sus ojos dejaban escapar.
Viví en México, aquí pues, en Tacubaya… y aquí tuve a mi criatura. Pero me hinché toda, Martita, y a los tres días de parida, mi marido me llevó al pueblo y me dejó en casa de mis padres. «No la sacaste hinchada, ¿por qué la devuelves así?», le dijeron. «¡Váyanse a la chingada!», les contestó, y se fue y nunca más lo vi. Pero eso no lo supieron mis padres. Al poco tiempo yo les dije: «Mire, papá, voy a buscar a mi marido». Y mi papá se soltó llorando. «¡Déjanos a la criatura!», me rogó. «¡Cómo no! ¿A poco cree que se la voy a quitar?». Y así fue que me vine otra vez a México y volví a vivir en Tacubaya y aquí estuve…
Luisa detuvo su relato para espiar a la otra. Marta no sabía cómo corresponder a su mirada, bajó los ojos y esperó. Luisa levantó el brazo flaco:
¡Aquí viví!
Y señaló un lugar en el espacio, como si Tacubaya estuviera adentro de la habitación. Marta guardó silencio con turbación. Presentía que la india le hacía sus confidencias movida por un interés que ella no alcanzaba a adivinar. Tenía que impedir que continuara con su relato.
Luisa, ya no me cuente más, es mejor olvidar…
No, Martita, no hay que olvidar. ¡Aquí fue donde viví y aquí fue donde conocí a la mujer!
Hizo otra pausa, Marta no se sintió con fuerzas para decir nada; la voz de Luisa y el silencio de la casa la agobiaban. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué la miraba así? ¡Era una zorra!
¡Y aquí fue donde la maté!
Al decir esta frase, su voz y su rostro adquirieron sus rasgos infantiles. La mató y lo decía con ese aire inocente. Se arrepintió de haber sido suave en su trato con los indios: sentada a sus pies estaba la prueba de su error. La vieja repugnancia criolla hacia lo indígena se sublevó en ella con violencia. ¡No merecían sino latigazos! Miró a la india y se sintió segura, atrincherada en sus principios.
¿Y por qué la mató?
Porque andaba diciendo cosas…
¿Qué cosas? —preguntó otra vez con dureza.
Pues cosas… que andaba yo con su marido, y yo ni lo conocía… —al decir esto, sus ojitos se iluminaron: carecía como la mayoría de las mujeres del sentimiento de culpa. Ella era inocente frente a Julián, frente a la muerta y frente al marido de la muerta. Marta la miró con ira.
¡Ni lo conocía…! Ni nunca lo vi y ella decía cosas… —afirmó rascándose la cabeza, para convencerse de la verdad de sus palabras; luego levantó el dedo índice:
¡Mira, mujer, no andes hablando, no sea que halles el silencio en mi cuchillo! Así le dije, y no me hizo caso. ¿Cree, Martita, que no me entendió? Entonces la fui a buscar al mercado, a la hora en la que todas vamos a comprar. ¡Y estaba bonito! Lleno de cebollitas, de cilantro, de limas. Me puse a un ladito de las mujeres que venden las tortillas y como ellas están arrodilladas, la vi venir. La muy ingrata venía columpiando su canasta bien llena de fruta, y me dije en mis adentros: «Ya vas a callar, paloma…», y le enterré mi cuchillo.
Luisa dejó de hablar. Marta tuvo la certeza de que sus silencios eran premeditados. Asustada, respiró el aire pesado que las palabras de Luisa acumulaban sobre sus cabezas.
¡Ay!, Luisa, ¿y cómo tuvo valor para hacer una cosa tan horrible? ¿Cómo se puede enterrar un cuchillo…?
Pues en la barriga, Martita, ¿dónde más seguro y más blandito que la entraña?
Con un movimiento brusco, Luisa sacó un enorme cuchillo que llevaba oculto debajo de la blusa e hizo ademán de enterrarlo en una barriga imaginaria. Marta apenas tuvo tiempo para sofocar un grito de horror que quiso escaparse de su pecho. Muda, la vio despanzurrar a un ser inexistente. Había olvidado sus maneras infantiles y sus ojos brillaban alucinados.
¡Así, así! —repetía Luisa jadeante, mientras seguía dando cuchilladas en el aire—. Y allí quedó y yo me fui corriendo…
Se fue corriendo…
Y Marta la vio correr entre la gente del mercado, con el pelo encendido, los ojos crueles que tenía ahora y el cuchillo en la mano. Los demás le abrían paso, para salir después corriendo detrás de ella. «Matar debe ser un momento terrible, quizá tenga su grandeza», se dijo Marta.
Y me salí del mercado y bajé la calle corriendo… Todavía llevaba yo el cuchillo en la mano, cuando me metí en la casa donde me agarraron. ¡Iba bien lleno de sangre!
¿No se lo dejó clavado?
No, Martita, se lo saqué porque era mío. ¡Y estaba bien lleno de sangre…! ¿Cree, Martita, que alcanzó a salpicarme…?
Con la punta de los dedos acarició la hoja del cuchillo, levantó los ojos y los fijó en los ojos de Marta. Se rascó la cabeza como para ahuyentar un pensamiento y volvió a acariciar el cuchillo, extraviada en sus recuerdos.
Uno tiene harta sangre… somos fuentes, Martita, hermosas fuentes… Así quedó ella, como una fuente en la mañana del mercado… ¿Ve, Martita, una mañana, con su mercado y su hermosa fuente…? —su voz volvió a esconderse en el tono infantil. Sonrió afable.
¿Y quién era ella?
Marta quería saber quién era aquella mujer que quedó tirada en la mañana en un mercado remoto, con su canasta volcada y sus frutas revueltas en la sangre; a su lado, los gritos de los vendedores y el olor del cilantro.
¡Ah! Pues eso sí quién sabe…
¿Cómo se llamaba?
¡Pues eso sí quién sabe!
Luisa se dio cuenta de su interés y no quiso darle nada de su muerta. Celosa, la guardaba para ella y escondía su nombre y su cara. Marta se irritó.
¿Cómo que quién sabe?
Sí, Martita, quién sabe. Nada más era la mujer que decía cosas: por eso le enterré este cuchillo…
Luisa colocó el cuchillo a sus pies y lo miró con pasión. Marta vio que era inútil preguntar por la mujer y miró el arma reluciente que había entrado en la tersura del vientre de la desconocida.
¿Con ese cuchillo?
Sí, Martita, con éste. Me lo quitaron cuando me agarraron, sólo que luego, tanto y tanto les lloré, que me lo dieron junto con mi libertad.
Marta tuvo la impresión de que la india mentía. No era creíble que le hubieran devuelto el arma del crimen. La había querido asustar porque había defendido a Julián. Además de envidiosa, era ladina. Se sintió ridícula creyéndole sus cuentos. Se vio con los ojos de un tercero: dos viejas espiándose y asustándose en una habitación en la penumbra, y un cuchillo sobre la alfombra. Se echó a reír. Luisa era una embustera y la miró con mofa.
¿Y la llevaron a la cárcel?
¡Claro, Martita! Me encerraron, me privaron de mi libertad. Y allí fue a donde volví a ver al «Malo»…
Otra vez aparecía el «Malo»: había una lógica en su historia, era verdad lo que contaba. Marta descubrió que ella había provocado sus confidencias diciéndole que estaba endemoniada. La había querido asustar y lo único que había logrado era abrir la puerta por la que escapaban sus demonios. Se volvió a preocupar.
Sí, Martita, allí lo volví a ver. Estaba pintado en una pared, ¡así, de mi tamaño! Y estaba doble, como hombre y como mujer. Me dieron el trabajo de azotarlo y me dieron el látigo. Todos los días le daba yo, y le daba, hasta que me temblaba la mano. Y cuando acababa de azotarlo y que ya no podía yo ni moverme, alguna compañera me decía: «¡Ándale, Luisa, pégale otro ratito por mí!». Y yo volvía a azotarlo, pues un favor no se le niega a una recogida igual que yo. Cuando me dieron mi libertad, ya nunca volví a verlo.
¿Nunca? ¡Qué bueno, Luisa! Estaría usted feliz de verse libre del demonio y de la cárcel.
No, Martita, la vida con las recogidas no era mala: a las cuatro de la mañana nos levantábamos y nos poníamos a cantar; luego molíamos el nixtamal para los presos; después nos bañábamos. Por eso le dije que sí conocía el baño. ¿Ve, Martita, ve, cómo no le dije mentiras? Los baños de la prisión eran igualitos al suyo, sólo que no eran amarillos.
Hablaba ahora en voz baja, y las palabras «recogida» o «compañera», las decía con una ternura apasionada.
Sus ojos se habían llenado de nostalgia. Se quedó triste, a sus pies brillaba inútil el cuchillo. Miró a Marta con dulzura.
El trabajo no se acababa nunca: limpiábamos los peroles en donde cocinaban la comida de los presos… lavábamos la ropa, las escaleras, los pasillos…
¿Y cuánto tiempo estuvo allí, Luisa?
¡Quién sabe! Se me llegó a olvidar la calle. Yo ya no me hallaba más que con las recogidas, mis compañeras. Allí hallé mi casa y no pasé ninguna pena. Me engreí tanto, que las noches y los días se me iban como agua. Si nos enfermábamos, había dos doctores, ¡dos, Martita!, y ellos nos cuidaban. Tanto tiempo me quedé, que yo ya no reconocía otra casa…
Miró a Marta con tristeza y guardó silencio. Ahora sus pausas eran involuntarias. Era extraño verla tan melancólica, evocando sus tiempos de presidiaria.
Yo contestaba el teléfono. ¿Ve cómo no le dije mentiras, Martita?
Es verdad, Luisa, no me dijo mentiras.
De pronto se animó y se echó a reír.
En las noches había bailes en el corral. Los presos sacaban sus mandolinas y sus guitarras y bailábamos, bailábamos. ¡Yo antes nunca había bailado, Martita! La vida del pobre no es el baile, sino las caminatas sobre las piedras y el hambre. Mis compañeras me enseñaron los pasos; me subían las trenzas a la cabeza y me decían: «Para que te veas menos india». Y bailábamos y bailábamos…
Volvió a ensombrecerse y Marta se sintió turbada.
Cuando me dijeron que me iban a dar mi libertad, yo no la quise agarrar. «¿Para qué, señor? ¿Dónde quiere usted que vaya?». Y allí me quedé. Pero volvieron a decirme que tenía yo que agarrar mi libertad. Una señora me dijo: «¡Agárrala, Luisa, agárrala!». Y aunque yo no la agarré me la dieron a fuerzas. «¿Y ahora qué hago, doctor? Ya no conozco la calle y no tengo ni un centavo». La calle son centavos, Martita, son centavos. El doctor me dio para mi pasaje y la señora que decía que agarrara yo mi libertad vino a esperarme a la puerta del mundo, y cuando me vi en la calle, me llevó al tren y me fui a casa de mis padres…
Su cara se ensombreció al decir esto. Se echó a llorar con desconsuelo. Se veía muy vieja, con el rostro surcado de arrugas y la piel seca por el sol y el polvo. Marta guardó silencio.
¡Pero la desconocí, Martita! «¡Ay, Luisa, esta casa ya no es tu casa!». Y nada más me quedaba sentada pensando en mis compañeras y en lo que estarían haciendo…
Su voz se cortó con los sollozos.
¿Pues cuánto tiempo estuvo allí, Luisa?
¿Con las recogidas?… ¡Quién sabe! Pero fue mucho tiempo, ¿no le digo Martita, que ya no conocía yo ni calle ni mundo? Cuando llegué a casa de mis padres, mi criatura estaba así de grande.
Luisa levantó el brazo y dibujó en el aire una estatura de diez años. Se quedó suspensa, perdida en sus recuerdos: para ella la cárcel significaba sus años halagüeños. Hablaba de ella como otros hablan de sus palacios, su riqueza o su juventud perdida. Ahora que en sus recuerdos regresaba a su hogar, su rostro se había vuelto hostil. Dejó de llorar.
¿Y qué le dijeron sus padres?
¡Nada! «¿Cómo te va, hija?».
No, ¿qué le dijeron de su temporada en la prisión?
Luisa se irguió de un salto, se puso en guardia y la miró con fijeza.
¿De la recogida? ¡Nada!, nunca lo llegaron a saber. ¡Nunca lo supo nadie! Ellos creyeron que yo había vivido en Tacubaya con mi primer marido.
¿Pero su marido no volvió al pueblo?
¡No! Tuve la suerte de que lo matara uno de los presos que salió de la cárcel. Y nunca, nunca volvió al pueblo para contar nada. Hay cosas, Martita, que nadie debe saber. Nadie sabe que estuve en la cárcel: ni mis padres, que ya murieron, ni Julián. Cuando él me fue a pedir, nada le dije; yo pasaba por viuda, y viuda soy.
Se volvió otra vez un ovillo y miró a Marta. Las dos guardaron silencio. ¿Por qué le contaba su historia? Se miraron a los ojos, espiándose los pensamientos. El relojito de oro sobre la cómoda hacía un ruido rápido; el tiempo se hacía presente, se echaba sobre ellas con una velocidad desacostumbrada. Luisa se irguió un poco.
Antes de salir de la cárcel, mis compañeras, que me querían harto, me dijeron: «Mira, Luisa, a nadie le digas nunca que mataste a la mujer. La gente es mala, muy mala». Así me dijeron. «Ya sabemos que vas a tener la tentación de contarlo. A uno lo obligan a confesar los pecados, los propios pecados. Tú tienes los tuyos y son nada más para ti; y tienes además los pecados de la mujer y juntos te van a pesar mucho». Ya sabe, Martita, que uno carga con los pecados de los muertos que uno mata. Por eso se ve a esos hombres que deben dos y tres muertes, bien doblados por el peso. «¡Pero no se lo digas a nadie, Luisa, ni le cuentes a nadie en dónde estuviste estos años!». Así me lo dijeron y así lo hice, Martita, a nadie más que a usted se lo he contado. «Pero mira, Luisa, me dijeron mis compañeras, si alguna vez sientes que los pecados te doblan las piernas y te vacían el estómago, vete al campo, lejos de la gente; busca un árbol frondoso, abrázate a él y dile todo lo que quieras. Pero sólo cuando ya no aguantes, Luisa, pues eso sólo se puede hacer una vez». Y así fue, Martita, pasó el tiempo y sólo yo sabía lo que era mi vida. Hasta que las piernas se me comenzaron a doblar y la comida ya no la aguantaba, pues mis pecados y los de la muerta, que eran más que los míos, se me sentaron en el estómago. Y un día le dije a Julián: «¡Voy a cortar leña!». Y me fui al monte y encontré un árbol frondoso y tal como me dijeron mis compañeras lo hice. Me abracé a él y le dije: «Mira, árbol, a ti vengo a confesar mis pecados, para que tú me hagas el beneficio de cargarlos». Y allí estuve, Martita y me tardé cuatro horas en decirle lo que fui…
Luisa, sin alientos, detuvo su relato y miró furtiva a Marta, que estaba muy pálida. ¿A dónde quería llegar la india? Sintió que el corazón le latía con fuerza, pero no se atrevió a llevarse la mano al pecho. Inmóvil esperaba el final del relato.
Me volví a mi casa y tardé un tiempo en ir a ver el árbol y cuando llegué… —Luisa guardó silencio y miró a Marta—… lo hallé seco, Martita.
El silencio cayó entre las dos mujeres y la habitación se pobló de seres que cortaban el aire con menudos cuchillos de madera seca.
¿Se secó? —murmuró Marta.
Sí, Martita, se secó. Le eché encima mis pecados…
El árbol seco entró a la habitación; la noche entera se secaba dentro de las paredes y las cortinas disecadas. Marta miró el reloj: también él se secaba sobre la cómoda. Buscó en su memoria un gesto banal para dirigirlo a Luisa, que petrificada por sus propias palabras la miraba alucinada.
Luisa, cuando le dije que estaba endemoniada, bromeaba, ¡tranquilícese! El pasado ya no existe. Nunca volvemos a ser lo que fuimos.
La india permaneció inmóvil, mirándola desde muy atrás de los años. Marta sintió miedo.
No tenga miedo, Luisa, aquí estamos las dos muy contentas y lo que pasó, voló. Nunca se recupera…
Se secó, Martita, se secó… —repitió Luisa.
Ya me lo dijo, Luisa, ya no lo repita. ¡Váyase tranquila a dormir! Aquí estamos las dos seguras, lejos de todo…
¡Qué sólitas estamos, Martita!…
¿Por qué me dice eso, Luisa? —preguntó Marta con la voz vaciada por el miedo, consciente del silencio inmóvil de sus muebles y sus cortinas.
Porque Gabina vuelve hasta mañana…
Luisa, váyase a dormir… ya sabe dónde está su cuarto…
Marta quería estar sola, romper el hechizo. Luisa sonrió y recogió su cuchillo. Marta gritó:
¡Déjelo!
¿Por qué, Martita, si es mío?
Y con un gesto suave lo hizo desaparecer debajo de su camisa. Despacio, abandonó el cuarto de la patrona. La habitación quedó quieta. Marta esperó unos minutos: nada se movía en la casa. Se levantó y movió los frascos del tocador; dejó caer el cepillo del pelo. Pero el ruido no la consolaba del miedo: desde las sombras espiaban sus movimientos y se reían de ella, se estaba columpiando en el vacío. Empezó a desvestirse. Desde un túnel negro se reían de ella a grandes carcajadas inaudibles. Se metió en la cama: quería engañar a los enemigos, hacerlos creer que no tenía miedo. Y apagó la luz. ¿Por qué le había dicho a la mujer que estaba endemoniada? La había vuelto a su pasado. ¡Qué extraño que hubiese sido tan feliz en la cárcel! Allí había sido igual a los demás. ¿Qué estaría haciendo ahora? Hubiera querido espiarla. Estaba segura de que tampoco ella dormía. Ella también tenía miedo. Por miedo espiaba a Julián, temía que se le fuera; el campo no tiene puertas y no podía encerrarlo. Le asustaba la libertad suya y de los demás. ¡Vieja estúpida! Era igual a todos los indios. Ella no los quería y sólo aceptaba a los que la adulaban, como Gabina. A veces era amable con ellos por pereza, pero en el fondo de su corazón había una dureza irremediable. En la cárcel Luisa había encontrado a sus iguales y había aprendido a bailar. En el mundo, había vuelto a su lugar y sólo se había confiado a un árbol… «y se secó, Martita, se secó…». Le llegó la voz de Luisa repitiendo la misma frase adentro de un túnel infinito. Se encontró sudando frío y encendió la luz. Miró el embozo de su sábana con sus iniciales bordadas. Lamentó no tener una pistola: ¡la mataría como a una rata! «Si se asoma a la puerta, le diré: ya ve, Luisa, estoy rezando, y se pondrá a rezar conmigo». El crimen era un acto de soledad… Volvió a escuchar. No le llegaba ningún ruido; quizá la india ya se había dormido. ¿En dónde habría puesto su cuchillo? No se desprendía nunca de él. Era la llave que le había abierto la puerta de la igualdad, del baile y de la alegría. Era su talismán. El silencio la convenció de que la mujer dormía mientras ella cavilaba. Miró el reloj que marcaba las dos de la mañana. Anheló la proximidad de la mañana. En adelante sería más severa con los indios. De pronto las manecillas corrieron frenéticas y armaron un ruido ensordecedor. Dentro de aquel ruido, Marta oyó unos pasos descalzos oprimiendo la alfombra.
¡Luisa!… ¡Luisa!… ¡Luisa!…
Nadie contestó a sus llamados y el teléfono estaba en la otra habitación. Los pasos se habían detenido a la mitad del pasillo. No le darían tiempo ni de llegar a la puerta para cerrarla con llave. Saltaría sobre ella como un gato salvaje.
¡Luisa!… ¡Luisa!… ¡India maldita!
Volvió a escuchar los pasos descalzos y se cubrió la cara con las manos.


Gabina volvió a la casa de su patrona a las seis de la mañana. No fue sino hasta las ocho cuando notó que algo raro había ocurrido. En el cuarto halló a la señora Marta: hacía más de cinco horas que estaba muerta. La policía encontró a Luisa escondida en una casa vecina, con el cuchillo ensangrentado en la mano. La llevaron a la cárcel de Tacubaya.
¡Ya no hay ninguna de mis compañeras! —dijo Luisa, después de revisar las celdas y los patios. Y se sentó a llorar con amargura. Había olvidado que entre su salida y su regreso había transcurrido más de un cuarto de siglo. Martita tenía razón: el pasado era irrecuperable.


jueves, 21 de septiembre de 2023

El triste. Arturo del Hoyo.

Comí de las ciruelas, porque no dijeran. Reían, y yo también me puse a reír, aunque mi corazón de niño estaba triste. Salté porque ellos saltaban, y tiré cosas por el balcón, ya que a ellos les gustaba hacerlo. Luego jugamos en el pasillo, si bien yo hubiera preferido ver cómo jugaban los otros. Más tarde dijeron: “Vamos a jugar a la oca”. Y cuando estuve sentado, la silla, que estaba rota, me hizo rodar por el suelo.
Reían la broma con grandes risas y me miraban con los ojos congestionados por aquel triunfo. Yo, en el suelo, reí como ellos, aunque mi corazón de niño estaba triste.

Antología del microrrelato español. (1906-2011).

miércoles, 20 de septiembre de 2023

That's life. Ginés S. Cutillas.

Entra en el camposanto como un torero a hombros de cuatro porteadores sentado en el ataúd, saludando a diestro y siniestro con una mano mientras en la otra sostiene una cerveza. La banda de música toca When the saints go marching in, tal y como ha dejado escrito. Las mujeres que han representado algo en su vida le tiran rosas rojas, su color favorito; los amigos van detrás abrazados, cantando y cambiándose la botella de bourbon de mano en mano. Todos ríen. El punto álgido se produce cuando se pone de pie en el féretro y, aún a hombros, se pone a bailar claqué aprovechando el suelo de madera. Los aplausos no se hacen esperar. Más rosas, más bourbon, carcajadas. Poco antes de meterlo en la fosa se concentran en círculo alrededor de ella y rememoran las anécdotas más divertidas. Los amigos de toda la vida, los de la infancia; los amigos de la universidad, los de la adolescencia. Cada historia se sella con un abrazo entre el protagonista y el que la ha contado. No recuerda haberse reído tanto en la vida. Un gran tipo, sí señor.
El sepulturero espera un tiempo prudente y cuando ve que aquello se va a alargar dice que está a punto de terminar su jornada y que tendrían que ir acabando. El homenajeado no quiere molestar más. Se lleva las manos a la boca, reparte besos y guiños aquí y allá, y por fin se tumba en la caja. Cuando lo bajan todavía se le oye cantar.

martes, 19 de septiembre de 2023

Sueño en el tren. Tomás Borrás.

Los dos viajeros estaban solos, en el departamento de primera, frente a frente. Dormían balanceados por el tracatrá del vagón y el ruido de las ruedas, que procuran, en su brutalidad, correr con ritmo y melodía de fácil música. De pronto, se despertó uno de los viajeros.
¡Oiga! —sacudió de un brazo al otro—. ¿Y a usted qué le importa que yo viaje sin billete?
El despertado le respondió, cortés:
Dispense. Yo no tengo la culpa; estaba soñando que era el revisor.
Y yo soñaba que viajaba sin billete y que venía usted a pedírmelo.
Muy satisfactorio —explicó el segundo viajero—. Soñábamos cada uno la acción complementaria de la del otro. Quizás sea la primera vez que eso ocurre.
Sí, la comunicación de los sueños; o puede que el mismo sueño, repartidos los papeles entre usted y yo. Bien. Pues voy a soñar que usted me debe dinero.
Excelente asunto. ¿Cuánto quiere que le devuelva?
¡Hum!… Trescientas mil… —Cerró los ojos y recostó la cabeza.
Perfecto. Voy a entregárselas. —Reclinó la cabeza y cerró los ojos.

Antología del microrrelato español. 2012.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Carta para Suecia. Slawomir Mrozek.

Distinguido señor Nobel:
Solicito humildemente que me sea concedido el premio que lleva su nombre.
Mis motivos son los siguientes:
Trabajo como contable en una oficina estatal y, en el ejercicio de mis funciones, he escrito unos cuantos libros, a saber: el Libro de entradas y salidas, el Libro de balances y el Libro mayor. Además, en colaboración con el almacenero, escrito una novela fantástica titulada Inventario.
Creo que le gustarían, porque son libros escritos con imaginación y tienen mucha gracia (son auténticas sátiras). Si deseara leerlos, podría prestárselos, aunque por poco tiempo, porque están muy solicitados. Quien tiene más interés es el inspector de Hacienda, ya puedo oír su voz en el despacho de al lado.
Hablando del inspector, preveo que tendré ciertos gastos, porque me temo que los libros no van a ser de su agrado. Precisamente le escribo a usted esta carta para que el premio me permita sufragarlos. Por favor, mande el giro a mi domicilio. Dejaré una autorización a nombre de mi mujer, por si yo no estuviera ya en casa el día que venga el cartero. En tal caso, el dinero servirá para pagar al abogado o… Espere un momento, señor Nobel, acaba de entrar el inspector.
Ya se ha marchado. ¿Sabe qué le digo, señor Nobel? Mándeme mejor dos premios. No tiene usted idea de cómo se han disparado los precios.


domingo, 17 de septiembre de 2023

¿Nos dará permiso la memoria para ser felices? (Hubo un momento). Eduardo Galeano.

Hubo un momento en que el dolor comenzó y desde entonces no se detuvo nunca, venía aunque no lo llamaras, sombra de ala de cuervo repitiéndote al oído: «Ninguno quedará. Ninguno quedará vivo. Son muchos los errores y las esperanzas que habrá que pagar».
La Sarracena arrancó el trapo que cubría el cuerpo de tu hermano Tin, en Córdoba, y mientras ella se quejaba del calor y del mucho trabajo le torció la cara para que vieras el agujero del tiro. No te diste cuenta de las lágrimas hasta que te tocaste la piel mojada.
Cuando acribillaron a Rodolfo, el primer balazo te alcanzó la boca. Te inclinaste sobre su cuerpo y no tenías labios para besarlo.
Después…
Iban cayendo, uno tras otro, los seres queridos, culpables de actuar o de pensar o de dudar o de nada.
Aquel muchacho de barba y mirada melancólica llegó al velorio de Silvio Frondizi muy tempranito, cuando no había nadie. Dejó sobre el cajón una manzana roja y brillante. Lo viste dejar la manzana y él se alejó caminando.
Después supiste que aquel muchacho era el hijo de Silvio. El padre le había pedido la manzana. Estaban comiendo, al mediodía, y él se levantó para alcanzarle la manzana cuando irrumpieron, de golpe, los asesinos.

Días y noches de amor y de guerra, 1978.

jueves, 14 de septiembre de 2023

Quinto Alcimio. Apronenia Avitia. (Pascal Quignard).

En otros tiempos, Quinto me amaba. Éramos jóvenes. D. Avitio respiraba aún. Quinto entraba furtivamente por la segunda puerta; la noche era nuestra. Al alba, fingía que se levantaba a regañadientes, buscaba su túnica, decía que dejarme le hacía sufrir. No se daba prisa en atarse las correas de las sandalias. Me besaba la cara y el bajo vientre. Yo me despabilaba. Le decía, ansiosa: “Se va a hacer de día. Date prisa”. Él suspiraba. Este suspiro me parecía un eco del río que atraviesa el Érebo. Se erguía y se quedaba sentado en el lecho. Se anudaba una correa. Se inclinaba de nuevo y me susurraba al oído un deseo que prolongaba algo que me había contado durante la noche. Hacía una breve libación a la aurora, se limpiaba con agua la boca y el sexo, se frotaba los ojos. Yo me deslizaba tras él. Nos mirábamos un momento ante la puerta de doble batiente. Me decía que no le gustaba tener por delante todo un día lejos de mí. Gruñía que esa separación le hacía sufrir. Repetíamos cuatro o cinco veces la cita que habíamos urdido. Yo le ponía la mano en el brazo. Rozaba sus labios con los míos. Él se zafaba de repente y cruzaba la puerta. Yo volvía a la cama en la obscuridad. Me sentaba. Estaba agradecida por haber vivido la noche anterior. Me envidiaba a mí misma, apoyaba los codos en los muslos, me sentía húmeda, olorosa, despeinada. Era feliz, pero derramaba lágrimas entre los ruidos de los gallos y de los cubos. Me gustaba esa especie de pena, ese cansancio, esos olores entremezclados y esa especie de angustia colmada que no siempre se distingue de la náusea y que se debe a la suma satisfacción.

Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. 2003.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Convivencia. José María Merino.

La primera vez que lo oí, pensé que alguien había entrado en casa. Eran las siete de la tarde, mi mujer se había ido al cine con unas amigas, yo estaba en la sala leyendo el periódico y me llegó su murmullo desde el otro lado del piso. Me levanté: al fondo del pasillo, tras la puerta abierta de mi estudio, brillaba la lámpara de la mesa y una voz tatareaba una melodía familiar. Me quedé escuchándola hasta descubrir que el causante del tarareo era yo mismo: me había quedado allí a pesar de haberme ido a la sala. Muy asustado por el incidente, regresé a la sala y permanecí escuchando el tarareo hasta que se extinguió. Volví a mi estudio: la lámpara estaba apagada y no había nadie.
Unos días después, otra tarde en la que también mi mujer estaba ausente, se repitió el fenómeno: esta vez me encontraba en mi estudio, enfrentado al ordenador, cuando empecé a escuchar la televisión en la sala. Desde el pasillo, vislumbré mi propio bulto sentado en el sofá con el periódico en las manos.
Ahora, cuando me encuentro solo en casa, soy consciente de estar en la sala o en el estudio, pero sé que al mismo tiempo me encuentro en otro lugar. Mi temor inicial se ha ido apaciguando, pero permanezco sin moverme hasta que mi ruido en el otro sitio se extingue y la luz se apaga, horrorizado de que algún día podamos encontrarnos yo y yo.

martes, 12 de septiembre de 2023

Dos amigos. Guy de Maupassant.

En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.
Mientras se paseaba tristemente una clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del río.
Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y después llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.
Todos los domingos encontraba allí a un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se habían hecho amigos.
Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.
En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage respondía: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para comprenderse y estimarse.
En otoño, al caer el día, cuando el cielo ensangrentado por el sol poniente lanzaba al agua figuras de nubes escarlatas, empurpuraba el entero río, inflamaba el horizonte, ponía rojos como el fuego a los dos amigos, y doraba los árboles ya enrojecidos, estremecidos por un soplo de invierno, el señor Sauvage miraba sonriente a Morissot y pronunciaba: «¡Qué espectáculo!» Y Morissot respondía maravillado, sin apartar los ojos de su flotador: «Esto vale más que el bulevar, ¿eh?»
En cuanto se reconocieron, se estrecharon enérgicamente las manos, muy emocionados de encontrarse en circunstancias tan diferentes. El señor Sauvage, lanzando un suspiro, murmuró:
¡Cuántas cosas han ocurrido!
Morissot, taciturno, gimió:
¡Y qué tiempo! Hoy es el primer día bueno del año.
El cielo estaba, en efecto, muy azul y luminoso.
Echaron a andar juntos, soñadores y tristes. Morissot prosiguió:
¿Y la pesca, eh? ¡Qué buenos recuerdos!
El señor Sauvage preguntó:
¿Cuándo volveremos a pescar?
Entraron en un café y tomaron un ajenjo; después volvieron a pasear por las aceras.
Morissot se detuvo de pronto:
¿Tomamos otra copita?
El señor Sauvage accedió:
Como usted quiera.
Y entraron en otra tienda de vinos.
Al salir estaban bastante atontados, perturbados como alguien en ayunas cuyo vientre está repleto de alcohol. Hacía buen tiempo. Una brisa acariciadora les cosquilleaba el rostro.
El señor Sauvage, a quien el aire tibio terminaba de embriagar, se detuvo:
¿Y si fuéramos?
¿A dónde?
Pues a pescar.
Pero, ¿a dónde?
Pues a nuestra isla. Las avanzadas francesas están cerca de Colombes. Conozco al coronel Dumoulin; nos dejarán pasar fácilmente.
Morissot se estremeció de deseo:
Está hecho. De acuerdo.
Y se separaron para ir a recoger los aparejos.
Una hora después caminaban juntos por la carretera. En seguida llegaron a la ciudad que ocupaba el coronel. Éste sonrió ante su petición y accedió a su fantasía. Volvieron a ponerse en marcha, provistos de un salvoconducto.
Pronto franquearon las avanzadas, cruzaron un Colombes abandonado, y se encontraron al borde de las viñas que bajan hacia el Sena. Eran aproximadamente las once.
Frente a ellos, el pueblo de Argenteuil parecía muerto. Las alturas de Orgemont y Sannois dominaban toda la región. La gran llanura que se extiende hasta Nanterre estaba vacía, completamente vacía, con sus cerezos desnudos y sus tierras grises.
El señor Sauvage, señalando con el dedo las cumbres, murmuró:
¡Los prusianos están allá arriba!
Y la inquietud paralizaba a los dos amigos ante aquella tierra desierta.
«¡Los prusianos!» Nunca los habían visto, pero los percibían allí desde hacía meses, en torno a París, arruinando Francia, saqueando, matando, sembrando el hambre, invisibles y todopoderosos. Y una especie de terror supersticioso se sumaba al odio que sentían por aquel pueblo desconocido y victorioso.
Morissot balbució:
¿Y si nos los encontráramos? ¿Eh?
El señor Sauvage respondió, con esa chunga parisiense que siempre reaparece, a pesar de todo:
Los invitaríamos a pescadito frito.
Pero dudaban de si aventurarse en la campiña, intimidados por el silencio de todo el horizonte.
Al final, el señor Sauvage se decidió:
Vamos, ¡en marcha!, pero con cuidado.
Y bajaron a una viña, doblados en dos, arrastrándose, aprovechando los matorrales para cubrirse, con ojos inquietos y oídos alerta. Para llegar a la orilla del río les faltaba cruzar una franja de tierra desnuda. Echaron a correr; y en cuanto alcanzaron la ribera, se acurrucaron entre unas cañas secas. Morissot pegó la mejilla al suelo para escuchar si alguien caminaba por las cercanías. No oyó nada. Estaban solos, completamente solos. Se tranquilizaron y se pusieron a pescar.
Frente a ellos, la isla Marante, abandonada, les tapaba la otra ribera. La casita del restaurante estaba cerrada, parecía abandonada hacía años. El señor Sauvage cogió el primer zarbo, Morissot atrapó el segundo, y a cada instante alzaban sus cañas con un animalillo plateado coleando en el extremo del sedal: una verdadera pesca milagrosa.
Introducían delicadamente los peces en una bolsa de red de mallas muy finas, en remojo a sus pies. Y los invadía una alegría deliciosa, esa alegría que nos asalta cuando recuperamos un placer amado del que nos hemos visto privados mucho tiempo.
El buen sol dejaba correr su calor sobre sus hombros; ya no escuchaban nada; no pensaban en nada; ignoraban al resto del mundo: pescaban.
Pero de pronto un ruido sordo que parecía llegar de debajo de la tierra estremeció el suelo. El cañón volvía a retumbar.
Morissot volvió la cabeza, y por encima de la ribera divisó allá abajo, a la izquierda, la gran silueta del Mont–Valerien, que llevaba en la frente un copete blanco, el vapor de la pólvora que acababa de escupir.
Al punto un segundo chorro de humo partió de lo alto de la fortaleza; unos instantes después resonó una nueva detonación.
La siguieron otras, y a cada momento la montaña lanzaba su aliento mortal, resoplaba vapores lechosos que se elevaban lentamente, en el cielo tranquilo, formando una nube sobre ella.
El señor Sauvage se encogió de hombros:
Ya vuelven a empezar –dijo.
Morissot, que miraba ansiosamente cómo se hundía una y otra vez la pluma de su flotador, se vio asaltado de pronto por la cólera del hombre pacífico contra los fanáticos que así luchaban, y refunfuñó:
Hay que ser estúpido para matarse de esa manera.
El señor Sauvage replicó:
Peor que los animales.
Y Morissot, que acababa de coger una breca, declaró:
¡Y pensar que siempre ocurrirá lo mismo, mientras haya gobiernos!
El señor Sauvage lo detuvo:
La República no habría declarado la guerra…
Morissot lo interrumpió:
Con los reyes, hay guerras fuera; con la República, hay guerra dentro.
Y se pusieron a discutir tranquilamente, desembrollando los grandes problemas políticos con la sana razón de hombres bondadosos y limitados, siempre de acuerdo en un solo punto, que nunca serían libres. Y el Mont–Valerien retumbaba sin tregua, demoliendo a cañonazos casas francesas, segando vidas, aplastando seres, poniendo fin a muchos sueños, a muchas alegrías esperadas, a mucha felicidad deseada, sembrando en corazones de esposas, en corazones de hijas, en corazones de madres, allá lejos, en otros países, sufrimientos que nunca acabarían.
Es la vida –declaró el señor Sauvage.
Diga más bien que es la muerte –replicó riendo Morissot.
Pero se estremecieron asustados, oyendo que alguien caminaba detrás de ellos; y, volviendo la vista, vieron, pegados a sus espaldas, cuatro hombres, cuatro hombres altos armados y barbudos, vestidos como criados con librea y tocados con gorras de plato, apuntándoles con sus fusiles.
Las dos cañas se les escaparon de las manos y empezaron a descender río abajo. En unos segundos los cogieron, los ataron, se los llevaron, los arrojaron a una barca y los trasladaron a la isla. Y detrás de la casa que habían creído abandonada vieron una veintena de soldados alemanes. Una especie de gigante velludo, que fumaba, a horcajadas en una silla, una gran pipa de porcelana, les preguntó en excelente francés:
¿Qué, señores? ¿Han tenido buena pesca?
Entonces un soldado dejó a los pies del oficial la red llena de peces, que se había preocupado de recoger. El prusiano sonrió:
¡Ah, ah! Veo que no les ha ido mal. Pero se trata de otra cosa. Escúchenme y no se inquieten. Para mí, ustedes son dos espías enviados a vigilarme. Yo los cojo y los fusilo. Ustedes fingían pescar, con el fin de disimular sus intenciones. Han caído en mis manos, mala suerte; es la guerra. Pero, como ustedes han salido por las avanzadas, seguramente tienen una contraseña para regresar. Díganme esa contraseña y les perdono la vida.
Los dos amigos, lívidos, el uno junto al otro, con las manos agitadas por un leve temblor nervioso, callaban.
El oficial prosiguió:
Nadie lo sabrá nunca, ustedes volverán tranquilamente a casa. El secreto quedará entre nosotros. Si se niegan, es la muerte… y en seguida. Elijan.
Ellos continuaban inmóviles, sin abrir la boca.
El prusiano, sin perder la calma, prosiguió, extendiendo la mano hacia el río:
Piensen que dentro de cinco minutos estarán ustedes en el fondo de esa agua. ¡Dentro de cinco minutos! ¿No tienen ustedes familia?
El Mont–Valerien seguía retumbando.
Los dos pescadores permanecían en pie y silenciosos. El alemán dio unas órdenes en su lengua. Después cambió su silla de sitio para no encontrarse demasiado cerca de los prisioneros, y doce hombres fueron a colocarse a veinte pasos, con los fusiles al pie.
El oficial prosiguió:
Les doy un minuto, y ni un segundo más.
Después se levantó bruscamente, se acercó a los dos franceses, cogió a Morissot del brazo, se lo llevó aparte, le dijo en voz baja:
¡Rápido, la contraseña! Su compañero no sabrá nada, fingiré compadecerme…
Morissot no respondió nada.
El prusiano se llevó entonces al señor Sauvage y le propuso lo mismo.
El señor Sauvage no respondió.
Volvieron a encontrarse uno junto a otro.
Y el oficial se puso a dar órdenes. Los soldados alzaron sus armas.
Entonces la mirada de Morissot cayó por casualidad sobre la red llena de zarbos, que había quedado en la hierba, a unos pasos de él.
Un rayo de sol hacía brillar el montón de peces, que se agitaban aún. Y lo invadió el desaliento. A pesar de sus esfuerzos, se le llenaron los ojos de lágrimas. Balbució:
Adiós, señor Sauvage.
El señor Sauvage contestó:
Adiós, señor Morissot.
Se estrecharon las manos, sacudidos de pies a cabeza por invencibles temblores.
El oficial gritó:
¡Fuego!
Los doce disparos sonaron como uno solo.
El señor Sauvage cayó de bruces. Morissot, más alto, osciló, giró sobre sí mismo y cayó atravesado sobre su compañero, boca arriba, mientras la sangre escapaba a borbotones por la guerrera agujereada en el pecho.
El alemán dio nuevas órdenes.
Sus hombres se dispersaron, regresando después con cuerdas y piedras que ataron a los pies de los dos muertos; después los llevaron a la orilla.
El Mont–Valerien no cesaba de retumbar, coronado ahora por una montaña de humo.
Dos soldados cogieron a Morissot por la cabeza y por las piernas; otros dos agarraron al señor Sauvage de idéntica manera. Los cuerpos, balanceados un instante con fuerza, fueron lanzados al río, describieron una curva, después se hundieron, de pie, en el río, pues las piedras arrastraban primero las piernas.
El agua saltó, burbujeó, se agitó, después se calmó, mientras unas pequeñas ondas llegaban hasta la orilla.
Flotaba un poco de sangre.
El oficial, siempre sereno, dijo a media voz:
Ahora los peces se ocuparán de ellos.
Después regresó hacia la casa.
Y de pronto vio la red con los zarbos en la hierba. La recogió, la examinó, sonrió, gritó:
¡Wilhelm!
Acudió un soldado de delantal blanco. Y el prusiano, lanzándole la pesca de los dos fusilados, le ordenó:
Fríeme en seguida esos animalitos, mientras aún están vivos. Serán deliciosos.
Y volvió de nuevo a fumar su pipa.