Una
noche, a orillas del Nilo, una hiena se encontró con un cocodrilo.
Ambos se detuvieron y se saludaron. La hiena dijo:
-¿Cómo
vas pasando el día, Señor?
-Muy
mal -respondió el cocodrilo-. A veces, en mi dolor y tristeza,
lloro. Y entonces las criaturas dicen: “Son lágrimas de
cocodrilo”. Y eso me hiere mucho más de lo que podría contar.
Entonces
la hiena dijo:
-Hablas
de tu dolor y de tu tristeza, pero, piensa por un momento en mí.
Contemplo la belleza del mundo, sus maravillas y sus milagros y,
llena de alegría, río, como ríen los días. Y los pobladores de la
selva dicen: “No es sino la risa de una hiena”.
El vagabundo, 1976.
sábado, 30 de noviembre de 2019
viernes, 29 de noviembre de 2019
La droga. Dino Buzzati.
Es
realmente extraño oír todavía gritos de alarma, lamentaciones,
apesadumbrados reproches contra el uso de las drogas. Hay gente muy
obstinada. ¿Cómo se pueden cerrar los ojos ante el irrefrenable
progreso de las cosas? Las viejas leyes suscitan actualmente
incredulidad y conmiseración: prohibido severamente la venta; ¡e
incluso el uso! de cocaína, heroína, haschis, LSD, marihuana,
peyote, etc... Para la mentalidad de entonces tal vez pareciese
lógico y justo.
Pero la humanidad incubaba mientras tanto sus oscuras instancias, destinadas a irrumpir victoriosamente. La propia naturaleza iba a su encuentro.
Un primer indicio fue la constatación de que de la simple piel de plátano, debidamente tratada, podían extraerse sensaciones deliciosas. Con los años, los experimentadores fueron abriendo nuevos horizontes, sin violar el código. Una sucesión de gloriosos descubrimientos: las patatas hervidas, ingeridas en la más completa oscuridad, procuraban dionisíacas visiones; efectos de no menor intensidad se obtenían con la infusión de viejos diccionarios mezclada con aceite de genciana, o escuchando hacia atrás la música de Wagner, o amasando merengue con la baba de perros boxer. Vino luego la moda de la gimnasia psicodélica, más bien extenuante a decir verdad, pero no por ello menos eficaz.
Hasta llegar a las conquistas más recientes. La misma atmósfera que envuelve al globo terráqueo es un estupefaciente, basta inspirarla y expirarla por los pulmones con un ritmo determinado, muy fácil de aprender.
Pero aún hay más. La vida misma —es el último grito— el hecho mismo de existir es una droga potentísima, todo consiste en no obstaculizarla en absoluto, en dejarse llevar. Hasta sumergirse en un paradisíaco delirio.
Las noches difíciles, 1971.
Pero la humanidad incubaba mientras tanto sus oscuras instancias, destinadas a irrumpir victoriosamente. La propia naturaleza iba a su encuentro.
Un primer indicio fue la constatación de que de la simple piel de plátano, debidamente tratada, podían extraerse sensaciones deliciosas. Con los años, los experimentadores fueron abriendo nuevos horizontes, sin violar el código. Una sucesión de gloriosos descubrimientos: las patatas hervidas, ingeridas en la más completa oscuridad, procuraban dionisíacas visiones; efectos de no menor intensidad se obtenían con la infusión de viejos diccionarios mezclada con aceite de genciana, o escuchando hacia atrás la música de Wagner, o amasando merengue con la baba de perros boxer. Vino luego la moda de la gimnasia psicodélica, más bien extenuante a decir verdad, pero no por ello menos eficaz.
Hasta llegar a las conquistas más recientes. La misma atmósfera que envuelve al globo terráqueo es un estupefaciente, basta inspirarla y expirarla por los pulmones con un ritmo determinado, muy fácil de aprender.
Pero aún hay más. La vida misma —es el último grito— el hecho mismo de existir es una droga potentísima, todo consiste en no obstaculizarla en absoluto, en dejarse llevar. Hasta sumergirse en un paradisíaco delirio.
Las noches difíciles, 1971.
jueves, 28 de noviembre de 2019
La tienda de las manzanas preciosas. Ramón Gómez de la Serna.
Los
vendedores de fruta tienen a veces barbas de filósofo. Son como
vegetarianos pedagógicos que se dedican a sembrar la salud en medio
de la vida. Tienen algo también de boticarios frescos, naturales,
espontanistas.
Aquel de la barba roja como hecha con pelos de panocha, inventó el medio más seguro de vender, pues además de titular a su frutería El Paraíso, expuso las manzanas más ruborosas de los pomares, las que son como mozas que se miran el delantal, y colocó sobre ellas un letrero en que anunciaba:
MANZANAS DEL ÁRBOL PROHIBIDO
Importación directa del Éufrates
Todos los hombres mojigatos y las mujeres timoratas formaron cola a la entrada de la frutería, encintando las calles como serpiente de cola sin fin.
Disparates y otros caprichos, 2005
Aquel de la barba roja como hecha con pelos de panocha, inventó el medio más seguro de vender, pues además de titular a su frutería El Paraíso, expuso las manzanas más ruborosas de los pomares, las que son como mozas que se miran el delantal, y colocó sobre ellas un letrero en que anunciaba:
MANZANAS DEL ÁRBOL PROHIBIDO
Importación directa del Éufrates
Todos los hombres mojigatos y las mujeres timoratas formaron cola a la entrada de la frutería, encintando las calles como serpiente de cola sin fin.
Disparates y otros caprichos, 2005
miércoles, 27 de noviembre de 2019
El nuevo acelerador. H.G. Wells.
Ciertamente, si alguna vez un hombre encontró una guinea cuando
estaba buscando un alfiler, ése fue mi buen amigo, el profesor
Gibberne. Yo ya había tenido noticias de investigadores que se pasan
de la raya, pero jamás hasta el punto al que él ha llegado.
Realmente ha descubierto, al menos esta vez y sin la más leve
pincelada de exageración en la frase, algo que revolucionará la
vida humana. Y lo ha conseguido cuando estaba buscando simplemente un
estimulante general del sistema nervioso para levantar el ánimo de
las personas abatidas por las tensiones de estos tiempos agresivos.
Yo he probado ya la droga varias veces, y no se me ocurre nada mejor
que describir el efecto que dicha sustancia ha provocado en mí.
Resulta cada vez más evidente que nos esperan experiencias
sorprendentes en la investigación de nuevas sensaciones.
El profesor Gibberne, como mucha gente sabe, es vecino mío en Folkestone. Si la memoria no me engaña, han aparecido retratos correspondientes a diferentes épocas de su vida en el Strand Magazine, creo que hacia finales del año 1899; pero me resulta imposible comprobarlo porque he prestado ese volumen a alguien que no me lo ha devuelto. Es posible que el lector recuerde la alta frente y las largas cejas negras que daban a su rostro un toque tan mefistofélico. Vive en una de esas agradables casitas independientes de estilo mixto que hacen tan peculiar el extremo occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado flamenco y el pórtico árabe, y es precisamente en la habitación que tiene un mirador donde trabaja cuando se encuentra aquí, y donde tantas noches hemos fumado y conversado juntos. El profesor es un terrible charlatán, pero, además, le gusta conversar conmigo acerca de su trabajo. Es uno de esos hombres que encuentran ayuda y estímulo en la conversación, y gracias a ello me ha sido posible asistir directamente a la concepción y desarrollo del Nuevo Acelerador desde una etapa muy temprana. Desde luego, la mayor parte del trabajo experimental no se realizaba en Folkestone, sino en Gower Street, en el nuevo e imponente laboratorio contiguo al hospital, que el profesor había sido el primero en utilizar.
Como todo el mundo sabe, o mejor dicho, como todas las personas inteligentes saben, la especialidad en que Gibberne ha adquirido una reputación tan grande y merecida entre los fisiólogos, es precisamente la de la acción de las drogas sobre el sistema nervioso. En lo que se refiere a soporíferos, sedantes y anestésicos es, según me han informado, inigualable. Es también una notable eminencia en química, y supongo que en la sutil e intrincada jungla de enigmas que se aglutinan en torno a la célula ganglionar y las fibras vertebrales, sus trabajos han despejado pequeños espacios, pequeños claros en los que ahora penetra la luz, y que, hasta el momento en que crea conveniente publicarlos, permanecerán inaccesibles al resto de los mortales. En los últimos años se ha concentrado con especial dedicación en el problema de los estimulantes nerviosos, con los que había cosechado éxitos importantes antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle al menos tres reconstituyentes distintos y absolutamente inocuos, de incomparable valor para los individuos activos. En los casos de agotamiento, la mixtura conocida como «Jarabe B de Gibberne» ha salvado ya, supongo, más vidas que cualquier bote de rescate de la costa.
—Pero ninguna de estas limitadas fórmulas ha conseguido satisfacerme todavía —me dijo hace casi un año—. O bien incrementan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente incrementan la energía disponible reduciendo la conductividad nerviosa; y todas ellas actúan de forma desigual y local. Una estimula el corazón y las vísceras, pero deja el cerebro en estado de estupefacción; otra consigue imitar el efecto del champán, pero causa trastornos en el plexo solar. Y lo que yo quiero, y lo que, si es humanamente posible, pretendo obtener, es una droga que estimule todo el sistema, que te despierte durante un tiempo desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie, y que te haga dos o tres veces superior a los demás. ¿Comprendes? Ese es el efecto que persigo.
—Ese efecto fatigaría a un hombre —dije.
—Sin duda. Y comerías el doble o el triple, y cosas así. Pero piensa en lo que tal cosa significaría. Imagínate a ti mismo con un frasquito como éste —cogió una frasquito de cristal verde y remarcó sus palabras con él—, y que en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar dos veces más rápido, de moverte con el doble de velocidad, de realizar el doble de trabajo en un tiempo determinado del que realizarías de forma normal.
—Pero ¿es posible una cosa semejante?
—Creo que sí. Si no lo es, he desperdiciado el tiempo durante un año. Estas diferentes preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar que algo de esta clase… Creo que sería posible conseguir una aceleración una vez y media superior a la normal.
—Sería posible —dije.
—Si fueras un hombre de estado en un apuro, por ejemplo, y el tiempo corriese en contra tuya, tendrías que hacer algo con urgencia, ¿no?
—Podría administrar una dosis al secretario privado —dije.
—Y ganar el doble de tiempo. Y supónte, por ejemplo, que quieres terminar un libro.
—Generalmente —dije— deseo no haberlos empezado nunca.
—O un doctor, que tiene que luchar contra la muerte y necesita concentrarse y reflexionar sobre un caso. O un abogado… O una persona que tiene que empollar para un examen.
—Valdría una guinea la gota —dije—, o más… para hombres como esos.
—Y en un duelo también —dijo Gibberne—, donde todo depende de tu velocidad en apretar el gatillo.
—O en la esgrima —sugerí.
—Mira —dijo Gibberne—, si lo consigo con una droga de estimulación general, realmente no causará ningún daño, excepto que tal vez te haga envejecer más rápido, en un grado infinitesimal. Habrás vivido exactamente el doble que los demás…
—Supongo —reflexioné— que en un duelo… ¿Sería honesto?
—Esa es una pregunta para los padrinos —dijo Gibberne.
Volví al tema del que nos habíamos alejado.
—¿Y crees realmente que una cosa semejante es posible? —dije.
—Tan posible —dijo Gibberne, y miró por la ventana hacia algo que pasaba vibrando— como un ómnibus. De hecho…
Hizo una pausa y me sonrió astutamente; después golpeó suavemente el borde de su mesa con el frasquito verde.
—Creo que conozco la sustancia… Ya he conseguido resultados prometedores.
La nerviosa sonrisa que afloró sobre su rostro traicionó la gravedad de su revelación. Rara vez hablaba de sus actuales trabajos experimentales, a menos que estuviera muy cerca del fin.
—Y puede ser, puede ser… no me sorprendería… que la velocidad sea superior al doble, incluso.
—Sería algo realmente grande —aventuré.
—Sería, creo, algo realmente grande.
Pero no creo que se hiciera una idea de lo grande que iba a ser al final.
Recuerdo que después de aquello hablamos muchas veces sobre la droga. La llamaba el «Nuevo Acelerador», y en cada ocasión su tono se hacía más confidencial. Algunas veces hablaba nerviosamente de resultados fisiológicos inesperados que podían desprenderse de su uso, y entonces se quedaba algo preocupado; otras se mostraba francamente mercenario y discutíamos larga y apasionadamente sobre la manera de darle a la fórmula un enfoque comercial.
—Es una cosa muy buena —decía Gibberne—, una cosa tremenda. Sé que estoy dándole al mundo algo importante, y creo que lo único razonable que podemos esperar es que el mundo pague. La dignidad de la ciencia está muy bien, pero, de todos modos, creo que debo tener el monopolio de la droga durante… diez años, digamos. No veo por qué razón todas las diversiones de la vida han de tocarles a los tratantes de jamones.
Mi interés por la prometedora droga no decayó con el tiempo, ciertamente. Siempre he tenido una extraña inclinación hacia la metafísica. He sido siempre aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que Gibberne estaba preparando nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Imagínense a un hombre que se administrara repetidamente dosis de una droga semejante: viviría una vida activa y sin precedentes, sin duda, pero sería adulto a los once años, de mediana edad a los veinticinco y, hacia los treinta, estaría bien adentrado en el camino de la decadencia senil. Me parecía que Gibberne había llegado tan lejos con el único propósito de ofrecer a cualquiera que tomase la droga lo que la Naturaleza ha dado precisamente a los judíos y a los orientales, que son hombres antes de los veinte años y ancianos hacia los cincuenta, y más rápidos en pensar y actuar que nosotros durante toda la vida. Los prodigios de las drogas han ejercido siempre una gran atracción en mi espíritu; pueden volver loco a un hombre, tranquilizarle, hacerle increíblemente fuerte y despierto o convertirle en un tronco inútil, avivar tal pasión y moderar tal otra; todo por medio de drogas. ¡Y ahora había un nuevo milagro que añadir a este extraño arsenal de frasquitos para uso de los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado concentrado en los aspectos técnicos para ahondar en mi enfoque particular de la cuestión.
Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito, durante un periodo de tiempo, se estaba efectuando mientras hablábamos, y el diez cuando me dijo que la cosa estaba hecha y que el Nuevo Acelerador era una realidad tangible en el mundo. Me lo encontré mientras ascendía la colina de Sandgate hacia Folkestone. Yo iba a cortarme el pelo, y él bajaba corriendo a mi encuentro. Supongo que se dirigía a mi casa para informarme inmediatamente de su éxito. Recuerdo que sus ojos tenían un brillo inusual y que su rostro aparecía encendido; incluso advertí en ese momento una repentina aceleración de sus pasos.
—¡Está hecho! —gritó, y agarró mi mano mientras me hablaba a toda velocidad—. Más que hecho. Ven a mi casa y lo verás.
—¿De verdad?
—¡De verdad! —gritó—. ¡Increíble! Ven y lo verás.
—¿Y el efecto es… el doble?
—Más, mucho más. Me asusta. Ven y contempla la droga. ¡Pruébala! ¡Ensáyala! Es la droga más asombrosa del mundo.
Se agarró a mi brazo y, caminando a una velocidad tal que me obligaba a ir al trote, subimos la colina mientras me gritaba. Un ómnibus repleto de gente se giró y se nos quedó mirando al unísono, de ese modo tan peculiar con que lo hace la gente que ocupa un ómnibus. Era uno de esos días cálidos y despejados que se dan con frecuencia en Folkestone. Los colores brillaban de manera increíble y los contornos de las cosas se dibujaban con nitidez. Corría un poco de brisa, desde luego, pero no lo suficiente para mantenerse fresco y sereno en tales circunstancias. Suspiré pidiendo clemencia.
—¿No estaré caminando muy deprisa, verdad? —exclamó Gibberne, y redujo el paso hasta dejarlo en una marcha rápida.
—Has tomado una dosis de la droga —resoplé.
—No —dijo—. A lo sumo una gota de agua que quedó en la retorta después de enjuagarla para hacer desaparecer las últimas huellas de la sustancia. Tomé un poco anoche, lo confieso. Pero ahora ya es una vieja historia.
—¿Y duplica la actividad? —dije, bañado en un sudor incómodo, cuando nos acercamos a la puerta de entrada de su casa.
—¡La multiplica un millar de veces! ¡Muchos millares de veces! —gritó Gibberne, haciendo un gesto dramático y abriendo de golpe la cancela de roble tallada al viejo estilo inglés.
—¡Puf! —dije, y le seguí hacia la puerta.
—No sé cuántas veces multiplica la actividad —dijo con la llave en la mano.
—Y tú…
—Este descubrimiento arroja nuevas luces sobre la fisiología del sistema nervioso, ¡le da a la teoría de la visión un giro completamente inesperado…! ¡Sabe Dios cuántos miles de veces! Comprobaremos todo eso después… Lo que conviene ahora es probar la droga.
—¿Probar la droga? —dije, mientras caminábamos a lo largo del pasillo.
—Claro que sí —dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho—. ¡Está en aquel frasquito verde! A no ser que estés asustado…
Soy un hombre prudente por naturaleza, y sólo intrépido en teoría. Estaba asustado. Pero, por otra parte, me enfrentaba con mi orgullo.
—Bueno —argumenté—, ¿no has dicho que la has probado?
—La he probado —dijo—, y no parece que me haya hecho daño, ¿verdad? Ni siquiera he cambiado de color, y me encuentro…
Me senté.
—Dame la poción —dije—. Si sucede lo peor, al menos me quedará el consuelo de no tener que cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los más odiosos deberes del hombre civilizado. ¿Cómo se toma el brebaje?
—Con agua —dijo Gibberne, golpeando la mesa con una garrafa.
Estaba de pie, frente a la mesa, y me miraba a mí, que ocupaba su confortable sillón. Sus modales adquirieron de pronto un toque afectado, a la manera de un especialista de Harley Street.
—Es una droga extraña, ¿sabes? —dijo.
Hice un gesto con la mano.
—Debo advertirte, en primer lugar, que cierres los ojos inmediatamente después de ingerirla; espera un minuto o así y ábrelos con cuidado. Uno ve todavía. El sentido de la vista depende de la longitud de la vibración, y no de la cantidad de impactos. Si se tienen los ojos abiertos, se puede producir un choque en la retina, acompañado de una horrible y vertiginosa confusión. Manténlos cerrados.
—Cerrados —dije—. ¡Bien!
—Y la siguiente advertencia es que permanezcas quieto. No empieces a moverte de un lado a otro. Si lo haces, puedes sufrir un tremendo golpe. Recuerda que irás varios miles de veces más rápido de lo que has ido en toda tu vida; el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro: todo. Y te pegarás un golpe espantoso sin saber cómo. No te darás cuenta, ¿comprendes? Te sentirás exactamente igual que ahora. Sólo que todo lo que hay en el mundo te parecerá que va muchos miles de veces más despacio de lo que ha ido nunca. Esto es lo que la hace tan endiabladamente extraña.
—¡Señor! —dije—. ¿Quieres decir que…?
—Ya lo verás —dijo, y cogió una pequeña probeta graduada.
Echó una mirada al material que estaba encima de la mesa.
—Vasos, agua. Todo está aquí. No debemos tomar demasiado en el primer ensayo.
El frasquito dejó caer su precioso contenido.
—No olvides lo que te he dicho —dijo, vaciando el contenido de la probeta en un vaso, a la manera de un camarero italiano cuando mide un whisky—. Quédate sentado, con los ojos herméticamente cerrados y en absoluta inmovilidad durante dos minutos. Después me oirás hablar.
Añadió uno o dos dedos de agua a la pequeña dosis que había en cada vaso.
—Por cierto —dijo—, no dejes tu vaso encima de la mesa. Sosténlo en la mano y déjala apoyada en la rodilla. Sí… eso es. Y ahora…
Levantó su vaso.
—Por el Nuevo Acelerador —dijo.
—Por el Nuevo Acelerador —respondí.
Chocamos nuestros vasos y bebimos, y cerré los ojos inmediatamente.
Ustedes ya conocen esa sensación de caer en el vacío que se experimenta al respirar «gas». Durante un tiempo indeterminado me sentí así. Luego oí decir a Gibberne que me despertara. Me estremecí y abrí los ojos. Seguía de pie, en el mismo sitio donde estaba antes, con el vaso en la mano. Ahora estaba vacío: esa era la única diferencia.
—¿Y bien? —dije.
—¿No siente nada anormal?
—Nada. Una ligera sensación de alegría… quizá.
Nada más.
—¿Ruidos?
—Todo está silencioso —dije—. ¡Por Júpiter! ¡Sí! Todo está silencioso. Excepto ese débil golpeteo, ese sordo tamborileo, como si la lluvia cayese sobre objetos diversos. ¿Qué es?
—Sonidos analizados —creo que fue su respuesta, pero no estoy seguro. Después miró hacia la ventana—. ¿Has visto alguna vez que una cortina se quede fija, en la posición que se ha quedado ésta?
Seguí la dirección de su mirada y vi la parte inferior de la cortina levantada, como si se hubiera quedado congelada —si me permiten la expresión en el preciso instante de ser agitada por el viento.
—No —dije—. ¡Qué raro!
—¿Y esto? —dijo, y abrió la mano que sostenía el vaso.
Como es natural, me sobresalté; esperaba que el vaso se hiciera pedazos. Pero no se rompió; ni siquiera se movió. Se quedó suspendido en el aire… inmóvil.
—Hablando en términos generales —dijo Gibberne—, un objeto en estas latitudes recorre dieciséis pies en el primer segundo de caída. Este vaso está cayendo ahora a una velocidad de dieciséis pies por segundo. Sólo que para ti todavía no ha caído más que una centésima de segundo. Esto te dará una idea de la velocidad de mi Acelerador.
Pasó la mano por encima, por abajo y alrededor del vaso que caía de forma tan lenta. Por último, lo cogió por abajo y lo colocó con cuidado sobre la mesa.
—¿Eh? —me dijo, y se rió.
—Esto es estupendo —dije, y empecé a levantarme con cautela del sillón.
Me sentía perfectamente bien, muy ligero y cómodo, y con la suficiente confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy deprisa. Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo, pero no me causaba ningún malestar. Miré por la ventana. Un paralizado ciclista, con la cabeza inclinada y una helada estela de polvo detrás de la rueda, corría a toda velocidad para dar alcance a un eternizado charabán lanzado al galope. Me quedé boquiabierto de asombro ante este espectáculo increíble.
—¡Gibberne! —grité—. ¿Cuánto tiempo durará esta endemoniada droga?
—¡Dios sabe! —respondió—. La última vez que la tomé me fui a la cama, a dormir la mona. Te confieso que estaba asustado. Seguramente duró unos minutos, pero me parecieron horas… Al cabo de un rato disminuye la velocidad de forma más bien brusca, creo.
Yo me sentía orgulloso al comprobar que no estaba asustado; supongo que se debía al hecho de que éramos dos.
—¿Por qué no salimos al exterior? —pregunté.
—¿Por qué no?
—La gente nos verá.
—No nos verán. ¡Gracias a Dios! Sencillamente porque iremos mil veces más deprisa que el juego de manos más rápido que se haya realizado jamás. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?
Salimos por la ventana.
Sin duda, de todas las extrañas experiencias que he tenido o imaginado a lo largo de mi vida, o he leído que otros han tenido o imaginado, aquella pequeña incursión que hice en compañía de Gibberne por los prados de Folkestone bajo los efectos del Nuevo Acelerador, fue la más extraña y enloquecedora de todas. Salimos por la cancela a la carretera y permanecimos allí durante un minuto observando el petrificado trasiego del tráfico. Los radios de las ruedas y algunas de las patas de los caballos de un charabán, así como el extremo del látigo y la mandíbula inferior del conductor —que en ese preciso instante iniciaba un bostezo— estaban en perceptible movimiento, pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil. Y en absoluto silencio, a excepción de un borroso estertor que salía de la garganta de un hombre. ¡Y los integrantes de este monumento congelado eran un guía, un conductor, y once pasajeros! Mientras caminábamos, el efecto de la droga nos parecía disparatadamente raro, pero acabó siendo… desagradable. Allí había seres humanos exactamente iguales a nosotros y, sin embargo, muy diferentes, congelados en actitudes descuidadas, atrapados en mitad de un gesto. Una jovencita y un hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa impúdica que amenazaba con prolongarse eternamente; una mujer con una capellina caída apoyaba el brazo en la barandilla y miraba hacia la casa de Gibberne con la mirada imperturbable de la eternidad; un hombre se mesaba el bigote, como si fuera una figura de cera, y otro alargaba una pesada y rígida mano, con los dedos extendidos, hacia el sombrero que se le volaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos, les hacíamos muecas, hasta que sentimos una especie de desagrado; entonces dimos media vuelta y pasamos por delante del ciclista, hacia el parque.
—¡Cielos! —exclamó Gibberne de repente—. ¡Mira allí!
Señaló con la mano, y allí, delante de la punta de su dedo, deslizándose por el aire y batiendo lentamente las alas a la velocidad de un caracol excepcionalmente lánguido, había una abeja.
Y así llegamos al parque. Allí el fenómeno era más absurdo todavía. La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el sonido que nos llegaba era parecido a una carrera de asmáticos, en un tono muy bajo, una especie de prolongado suspiro de moribundo, que a veces se convertía en un sonido semejante al del lento y apagado tictac de un reloj monstruoso. El congelado público permanecía rígido, extraño, silencioso, como tímidos maniquíes sorprendidos en actitudes inestables, a mitad de un paso, mientras paseaban sobre la hierba. Yo pasé al lado de un perrito de lanas petrificado en el acto de saltar y contemplé el lento movimiento de sus patas dispuestas para caer a tierra.
—¡Señor! ¡Mira allí! —gritó Gibberne.
Y nos detuvimos un momento ante un magnífico personaje ataviado con un traje de franela con tenues rayas blancas, zapatos blancos y un sombrero panamá, que se daba media vuelta para guiñar el ojo a dos señoritas vestidas con ropas de colores alegres, que en ese momento habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el impune detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, resulta muy poco atractivo. Pierde todo su efecto de chispeante alegría, y uno nota que el ojo que se guiña no está completamente cerrado, y que bajo el párpado caído aparece el borde inferior del globo ocular y una pequeña línea blanca.
—Si el cielo me concede memoria —dije—, jamás volveré a guiñar un ojo.
—Ni a sonreír —dijo Gibberne, que dirigía su mirada hacia los dientes obsequiosos de las señoritas.
—Hace un calor infernal —dije—. Vamos más despacio.
—¡Oh, vamos! —dijo Gibberne.
Nos abrimos camino entre las sillas de la vereda. Muchas de las personas que estaban sentadas en las sillas parecían casi naturales en sus posturas estáticas, pero los rostros retorcidos y congestionados de los músicos no ofrecían un espectáculo tranquilizador. Un caballero bajito de rostro morado estaba congelado en mitad de un violento esfuerzo contra el viento para doblar el periódico. Encontramos un montón de detalles que probaban que todas aquellas personas, en sus actitudes inertes, estaban expuestas a una fuerte brisa, una brisa que no tenía existencia para nuestras propias sensaciones. Nos separamos y caminamos a cierta distancia de la muchedumbre; después nos volvimos para contemplarla. Ver aquella multitud convertida en un cuadro, víctimas de la rigidez, como si fueran auténticas figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo, desde luego, pero me llenaba de un irracional y exultante sentimiento de superioridad. ¡Figúrense qué maravilla! Todo lo que yo había dicho, pensado y hecho desde que la droga empezó a correr por mis venas había sucedido —por lo que se refiere a esa gente y al mundo en general—, en un abrir y cerrar de ojos.
—El Nuevo Acelerador… —empecé, pero Gibberne me interrumpió.
—¡Allí está esa vieja infernal! —dijo.
—¿Qué vieja?
—Vive al lado de mi casa —dijo Gibberne—. Tiene un perro faldero que no para de ladrar. ¡Cielos! La tentación es irresistible.
Hay algo verdaderamente infantil e impulsivo en Gibberne que se manifiesta en algunas ocasiones. Antes de que pudiera discutir con él, había salido disparado y había arrebatado al infortunado animal de la existencia visible, y corría velozmente con el chucho hacia la pendiente del parque. Era un espectáculo insólito. La pequeña bestia no ladró, ni se movió, ni dio la más leve señal de vitalidad. Permanecía completamente tieso, en una actitud de soñoliento reposo, mientras Gibberne lo sostenía por el cuello. Daba la impresión de que corría con un perro de madera.
—¡Gibberne! —grité—. ¡Suéltelo!
En seguida añadí algo más.
—¡Gibberne! ¡Si sigues corriendo de esa manera, se te incendiarán las ropas! ¡Tus pantalones de lino se están chamuscando!
Se llevó una mano al muslo y se paró vacilante al borde de la pendiente.
—¡Gibberne! —grité, acercándome a él—. ¡Suéltelo! ¡Este calor es excesivo! ¡Es a causa de nuestra carrera! ¡Dos o tres millas por segundo! ¡El rozamiento del aire!
—¿Qué? —dijo él, mirando al perro.
—¡El rozamiento del aire! —grité—. El rozamiento del aire. Vamos a demasiada velocidad. Como meteoritos. Demasiado calor. Y… ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento pinchazos por todo el cuerpo y estoy bañado en sudor. ¡Mira! La gente se mueve ligera-mente. ¡Creo que el efecto de la droga se está disipando! Suelta el perro.
—¿Eh? —dijo.
—Se está disipando —repetí—. ¡Estamos demasiado calientes y la droga se está disipando! Estoy mojado hasta los huesos.
Me miró. Después miró a la banda; la asmática carraca se estaba acelerando. Entonces, describiendo una curva tremenda con el brazo, lanzó al perro lejos de él, y el animal ascendió dando vueltas por el aire, inanimado todavía, y al final fue a caer sobre las sombrillas de un corrillo de gente que estaba cuchicheando. Gibberne me agarró por el codo.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Ya lo creo! Una especie de pinchazos ardientes… sí. ¡Aquel hombre está moviendo su pañuelo! Claramente. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
Pero nos era imposible escapar de allí con la suficiente rapidez. ¡Y tal vez fue una suerte! Porque habríamos echado a correr; y si hubiéramos echado a correr, creo que habríamos estallado en llamas. ¡Casi seguro que habríamos estallado en llamas! Ninguno de los dos habíamos pensado en ello… El caso es que antes de que pudiéramos empezar a correr, el efecto de la droga había cesado. Fue cosa de una fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó, como si hubiera caído un telón; se desvaneció en el movimiento de una mano. Escuché la voz de Gibberne, que expresaba una infinita alarma.
—Siéntate —dijo, y me dejé caer pesadamente sobre el césped que crecía al borde de la pendiente; y según me sentaba, sentí que se chamuscaba el suelo.
Todavía hay un pedazo de hierba abrasada en el lugar donde me senté.
Pero mientras realizaba este movimiento, la paralización general también pareció acabarse; la vibración desarticulada de la banda desembocó en una explosión de música; los paseantes pusieron sus pies en el suelo y reanudaron su camino; los papeles y las banderas empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el hombre que estaba guiñando el ojo concluyó su guiño y prosiguió complacido su camino; las personas que estaban sentadas se movieron y hablaron.
El mundo entero había vuelto a la vida, y volvía a marchar tan rápido como nosotros, o mejor dicho, nosotros no íbamos más rápido que el resto del mundo. Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en la estación. Durante un segundo o dos, me pareció que todo giraba a mi alrededor y experimenté una ligera sensación de náusea; y eso fue todo. ¡El perrito que parecía haber quedado suspendido un momento en su trayectoria, después de que el vigoroso brazo de Gibberne lo lanzara por los aires, cayó con repentina aceleración encima de la sombrilla de una dama!
Eso fue nuestra salvación. Si no hubiera sido por un anciano y corpulento caballero que estaba sentado en una silla de ruedas, y que ciertamente se estremeció al vernos —y que después nos observó a intervalos con una extraña mirada de sorpresa, terminando, creo, por decirle algo a su enfermera acerca de nosotros—, dudo que una sola persona se diera cuenta de nuestra repentina aparición entre ellos. ¡Paf! ¡Debió de ser de lo más brusco! Dejamos de arder casi en el mismo momento, aunque el césped que había debajo de mí estaba endemoniadamente caliente. La atención de los presentes —incluida la banda de la Asociación de Recreos, que en esta ocasión, se salió de tono por primera vez en su historia— estaba concentrada en el asombroso acontecimiento, y en el todavía más sorprendente ladrido y escándalo provocado por el insólito hecho de que un respetable y sobrealimentado perro faldero —un tanto chamuscado debido a la extrema velocidad de sus movimientos al surcar el aire— que dormía tranquilamente en el ala este del quiosco de música, cayera súbitamente encima de la sombrilla de una dama que se encontraba en el ala opuesta. ¡Y en estos tiempos absurdos —demasiado absurdos quizá— en que todos tratamos de ser tan psíquicos, tan estúpidos, tan supersticiosos como nos sea posible! La gente se levantó y se pisaron unos a otros; las sillas cayeron al suelo y el guarda del parque acudió de inmediato. Ignoro cómo se resolvieron las cosas. Estábamos demasiado ansiosos por escabullirnos de aquel lío y por salir del campo visual del viejo caballero que estaba sentado en la silla de ruedas como para emprender investigaciones más precisas. Tan pronto como estuvimos suficientemente fríos y recuperados del vértigo, de las náuseas y de la confusión mental, nos levantamos y nos alejamos de la muchedumbre, dirigiendo nuestros pasos por el camino que bajaba del Metropol hacia la casa de Gibberne. Pero, en medio del estrépito, escuché claramente al caballero que había estado al lado de la dama de la sombrilla rota, que profería insultos y amenazas injustificables hacia uno de los acomodadores que lucían en sus gorras la palabra «Inspector».
—Si usted no ha tirado el perro —decía—, ¿quién ha sido?
El súbito retorno del movimiento y de los sonidos familiares, a lo que se añadía una lógica preocupación por nosotros mismos —nuestras ropas estaban todavía terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de Gibberne lucían una quemadura de color marrón amarillento—, me impidieron llevar a cabo las minuciosas observaciones que me habría gustado hacer sobre todas estas cosas. En realidad, no hice ninguna observación de valor científico durante el regreso. La abeja, evidentemente, se había marchado. Busqué al ciclista, pero ya se había perdido de vista cuando llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá estaba tapado por el tráfico. El charabán, sin embargo, con sus ocupantes resucitados, marchaba con estruendo y buen paso a la altura de la iglesia.
Observamos, no obstante, que el antepecho de la ventana en donde habíamos pisado al salir de la casa estaba ligeramente chamuscado y que las huellas de nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita. Esta fue mi primera experiencia con el Nuevo Acelerador. En realidad, habíamos estado paseando de un lado a otro y diciendo y haciendo un montón de cosas en el transcurso de unos pocos segundos. Habíamos vivido media hora mientras la banda tocaba, quizá, dos compases. Sin embargo, bajo el efecto de la droga, el mundo entero se había detenido para nuestra oportuna inspección. Si consideramos todos los aspectos, y en particular nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, la experiencia podría haber sido mucho más desagradable de lo que fue. Demostró, sin duda, que Gibberne tiene todavía mucho que investigar antes de que su preparación sea de fácil manejo. Pero su efectividad quedó demostrada contundentemente, más allá de cualquier crítica.
Desde aquella aventura, Gibberne ha estado sometiendo el uso de la droga a un severo control, y yo mismo la he tomado varias veces, en dosis medidas y bajo su dirección, sin resultados negativos, aunque debo confesar que no me he vuelto a aventurar a salir al exterior mientras estaba bajo su influencia. Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita de un tirón y sin interrupción, excepto para mordisquear un poco de chocolate, bajo los efectos de la droga. Empecé a las seis y veinticinco, y mi reloj está a punto de marcar las seis y treinta y un minutos. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida racha de trabajo en medio de un día lleno de obligaciones no puede pasarse por alto.
Gibberne está concentrando sus esfuerzos en la manipulación cuantitativa de su preparación, y pone especial cuidado en el estudio de los efectos que provoca en los diferentes tipos de constitución. Espera encontrar un Retardador con el que diluir su excesiva potencia actual. El Retardador, evidentemente, tendrá el efecto contrario del Acelerador. Empleado en solitario, permitirá al paciente vivir en unos pocos segundos varias horas de tiempo ordinario y mantenerse en una inacción apática, en una helada ausencia de vivacidad en medio de los ambientes más animados o irritantes. La combinación de las dos preparaciones ha de provocar necesariamente una total revolución en la forma de vida civilizada. Es el principio de nuestra liberación del Vestido del Tiempo, del que hablaba Carlyle. Mientras que el Acelerador nos permitirá concentrarnos con tremenda potencia en cualquier momento u ocasión que requiera nuestra máxima inteligencia o vigor, el Retardador nos permitirá pasar con pasiva tranquilidad las infinitas horas de infortunio o de tedio. Tal vez me muestre demasiado optimista respecto al Retardador que, en realidad, no ha sido descubierto todavía; pero, en cuanto al Acelerador, no hay la menor sombra de duda. Su aparición en el mercado en una forma adecuada, controlable y asimilable es cuestión de unos cuantos meses. Se adquirirá en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero no excesivo si tenemos en cuenta sus extraordinarias cualidades. Se llamará «Acelerador Nervioso de Gibberne», y el profesor espera ser capaz de suministrarlo con tres potencias: una de 200, otra de 900, y otra de 2.000, que se distinguirán por sus etiquetas amarillas, rosas y blancas respectivamente.
No hay duda de que su empleo hace posible gran número de cosas extraordinarias; porque, evidentemente, los actos más notables, e incluso los procedimientos más criminales pueden ser realizados con total impunidad escurriéndose, por decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las drogas potentes, será susceptible de abuso. No obstante, Gibberne y yo hemos discutido en profundidad este aspecto de la cuestión, y hemos llegado a la conclusión de que es un problema que atañe exclusivamente a la jurisprudencia médica y que está al margen de nuestra competencia. Fabricaremos y venderemos el Acelerador y, por lo que se refiere a las consecuencias… ya veremos.
El profesor Gibberne, como mucha gente sabe, es vecino mío en Folkestone. Si la memoria no me engaña, han aparecido retratos correspondientes a diferentes épocas de su vida en el Strand Magazine, creo que hacia finales del año 1899; pero me resulta imposible comprobarlo porque he prestado ese volumen a alguien que no me lo ha devuelto. Es posible que el lector recuerde la alta frente y las largas cejas negras que daban a su rostro un toque tan mefistofélico. Vive en una de esas agradables casitas independientes de estilo mixto que hacen tan peculiar el extremo occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado flamenco y el pórtico árabe, y es precisamente en la habitación que tiene un mirador donde trabaja cuando se encuentra aquí, y donde tantas noches hemos fumado y conversado juntos. El profesor es un terrible charlatán, pero, además, le gusta conversar conmigo acerca de su trabajo. Es uno de esos hombres que encuentran ayuda y estímulo en la conversación, y gracias a ello me ha sido posible asistir directamente a la concepción y desarrollo del Nuevo Acelerador desde una etapa muy temprana. Desde luego, la mayor parte del trabajo experimental no se realizaba en Folkestone, sino en Gower Street, en el nuevo e imponente laboratorio contiguo al hospital, que el profesor había sido el primero en utilizar.
Como todo el mundo sabe, o mejor dicho, como todas las personas inteligentes saben, la especialidad en que Gibberne ha adquirido una reputación tan grande y merecida entre los fisiólogos, es precisamente la de la acción de las drogas sobre el sistema nervioso. En lo que se refiere a soporíferos, sedantes y anestésicos es, según me han informado, inigualable. Es también una notable eminencia en química, y supongo que en la sutil e intrincada jungla de enigmas que se aglutinan en torno a la célula ganglionar y las fibras vertebrales, sus trabajos han despejado pequeños espacios, pequeños claros en los que ahora penetra la luz, y que, hasta el momento en que crea conveniente publicarlos, permanecerán inaccesibles al resto de los mortales. En los últimos años se ha concentrado con especial dedicación en el problema de los estimulantes nerviosos, con los que había cosechado éxitos importantes antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle al menos tres reconstituyentes distintos y absolutamente inocuos, de incomparable valor para los individuos activos. En los casos de agotamiento, la mixtura conocida como «Jarabe B de Gibberne» ha salvado ya, supongo, más vidas que cualquier bote de rescate de la costa.
—Pero ninguna de estas limitadas fórmulas ha conseguido satisfacerme todavía —me dijo hace casi un año—. O bien incrementan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente incrementan la energía disponible reduciendo la conductividad nerviosa; y todas ellas actúan de forma desigual y local. Una estimula el corazón y las vísceras, pero deja el cerebro en estado de estupefacción; otra consigue imitar el efecto del champán, pero causa trastornos en el plexo solar. Y lo que yo quiero, y lo que, si es humanamente posible, pretendo obtener, es una droga que estimule todo el sistema, que te despierte durante un tiempo desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie, y que te haga dos o tres veces superior a los demás. ¿Comprendes? Ese es el efecto que persigo.
—Ese efecto fatigaría a un hombre —dije.
—Sin duda. Y comerías el doble o el triple, y cosas así. Pero piensa en lo que tal cosa significaría. Imagínate a ti mismo con un frasquito como éste —cogió una frasquito de cristal verde y remarcó sus palabras con él—, y que en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar dos veces más rápido, de moverte con el doble de velocidad, de realizar el doble de trabajo en un tiempo determinado del que realizarías de forma normal.
—Pero ¿es posible una cosa semejante?
—Creo que sí. Si no lo es, he desperdiciado el tiempo durante un año. Estas diferentes preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar que algo de esta clase… Creo que sería posible conseguir una aceleración una vez y media superior a la normal.
—Sería posible —dije.
—Si fueras un hombre de estado en un apuro, por ejemplo, y el tiempo corriese en contra tuya, tendrías que hacer algo con urgencia, ¿no?
—Podría administrar una dosis al secretario privado —dije.
—Y ganar el doble de tiempo. Y supónte, por ejemplo, que quieres terminar un libro.
—Generalmente —dije— deseo no haberlos empezado nunca.
—O un doctor, que tiene que luchar contra la muerte y necesita concentrarse y reflexionar sobre un caso. O un abogado… O una persona que tiene que empollar para un examen.
—Valdría una guinea la gota —dije—, o más… para hombres como esos.
—Y en un duelo también —dijo Gibberne—, donde todo depende de tu velocidad en apretar el gatillo.
—O en la esgrima —sugerí.
—Mira —dijo Gibberne—, si lo consigo con una droga de estimulación general, realmente no causará ningún daño, excepto que tal vez te haga envejecer más rápido, en un grado infinitesimal. Habrás vivido exactamente el doble que los demás…
—Supongo —reflexioné— que en un duelo… ¿Sería honesto?
—Esa es una pregunta para los padrinos —dijo Gibberne.
Volví al tema del que nos habíamos alejado.
—¿Y crees realmente que una cosa semejante es posible? —dije.
—Tan posible —dijo Gibberne, y miró por la ventana hacia algo que pasaba vibrando— como un ómnibus. De hecho…
Hizo una pausa y me sonrió astutamente; después golpeó suavemente el borde de su mesa con el frasquito verde.
—Creo que conozco la sustancia… Ya he conseguido resultados prometedores.
La nerviosa sonrisa que afloró sobre su rostro traicionó la gravedad de su revelación. Rara vez hablaba de sus actuales trabajos experimentales, a menos que estuviera muy cerca del fin.
—Y puede ser, puede ser… no me sorprendería… que la velocidad sea superior al doble, incluso.
—Sería algo realmente grande —aventuré.
—Sería, creo, algo realmente grande.
Pero no creo que se hiciera una idea de lo grande que iba a ser al final.
Recuerdo que después de aquello hablamos muchas veces sobre la droga. La llamaba el «Nuevo Acelerador», y en cada ocasión su tono se hacía más confidencial. Algunas veces hablaba nerviosamente de resultados fisiológicos inesperados que podían desprenderse de su uso, y entonces se quedaba algo preocupado; otras se mostraba francamente mercenario y discutíamos larga y apasionadamente sobre la manera de darle a la fórmula un enfoque comercial.
—Es una cosa muy buena —decía Gibberne—, una cosa tremenda. Sé que estoy dándole al mundo algo importante, y creo que lo único razonable que podemos esperar es que el mundo pague. La dignidad de la ciencia está muy bien, pero, de todos modos, creo que debo tener el monopolio de la droga durante… diez años, digamos. No veo por qué razón todas las diversiones de la vida han de tocarles a los tratantes de jamones.
Mi interés por la prometedora droga no decayó con el tiempo, ciertamente. Siempre he tenido una extraña inclinación hacia la metafísica. He sido siempre aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que Gibberne estaba preparando nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Imagínense a un hombre que se administrara repetidamente dosis de una droga semejante: viviría una vida activa y sin precedentes, sin duda, pero sería adulto a los once años, de mediana edad a los veinticinco y, hacia los treinta, estaría bien adentrado en el camino de la decadencia senil. Me parecía que Gibberne había llegado tan lejos con el único propósito de ofrecer a cualquiera que tomase la droga lo que la Naturaleza ha dado precisamente a los judíos y a los orientales, que son hombres antes de los veinte años y ancianos hacia los cincuenta, y más rápidos en pensar y actuar que nosotros durante toda la vida. Los prodigios de las drogas han ejercido siempre una gran atracción en mi espíritu; pueden volver loco a un hombre, tranquilizarle, hacerle increíblemente fuerte y despierto o convertirle en un tronco inútil, avivar tal pasión y moderar tal otra; todo por medio de drogas. ¡Y ahora había un nuevo milagro que añadir a este extraño arsenal de frasquitos para uso de los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado concentrado en los aspectos técnicos para ahondar en mi enfoque particular de la cuestión.
Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito, durante un periodo de tiempo, se estaba efectuando mientras hablábamos, y el diez cuando me dijo que la cosa estaba hecha y que el Nuevo Acelerador era una realidad tangible en el mundo. Me lo encontré mientras ascendía la colina de Sandgate hacia Folkestone. Yo iba a cortarme el pelo, y él bajaba corriendo a mi encuentro. Supongo que se dirigía a mi casa para informarme inmediatamente de su éxito. Recuerdo que sus ojos tenían un brillo inusual y que su rostro aparecía encendido; incluso advertí en ese momento una repentina aceleración de sus pasos.
—¡Está hecho! —gritó, y agarró mi mano mientras me hablaba a toda velocidad—. Más que hecho. Ven a mi casa y lo verás.
—¿De verdad?
—¡De verdad! —gritó—. ¡Increíble! Ven y lo verás.
—¿Y el efecto es… el doble?
—Más, mucho más. Me asusta. Ven y contempla la droga. ¡Pruébala! ¡Ensáyala! Es la droga más asombrosa del mundo.
Se agarró a mi brazo y, caminando a una velocidad tal que me obligaba a ir al trote, subimos la colina mientras me gritaba. Un ómnibus repleto de gente se giró y se nos quedó mirando al unísono, de ese modo tan peculiar con que lo hace la gente que ocupa un ómnibus. Era uno de esos días cálidos y despejados que se dan con frecuencia en Folkestone. Los colores brillaban de manera increíble y los contornos de las cosas se dibujaban con nitidez. Corría un poco de brisa, desde luego, pero no lo suficiente para mantenerse fresco y sereno en tales circunstancias. Suspiré pidiendo clemencia.
—¿No estaré caminando muy deprisa, verdad? —exclamó Gibberne, y redujo el paso hasta dejarlo en una marcha rápida.
—Has tomado una dosis de la droga —resoplé.
—No —dijo—. A lo sumo una gota de agua que quedó en la retorta después de enjuagarla para hacer desaparecer las últimas huellas de la sustancia. Tomé un poco anoche, lo confieso. Pero ahora ya es una vieja historia.
—¿Y duplica la actividad? —dije, bañado en un sudor incómodo, cuando nos acercamos a la puerta de entrada de su casa.
—¡La multiplica un millar de veces! ¡Muchos millares de veces! —gritó Gibberne, haciendo un gesto dramático y abriendo de golpe la cancela de roble tallada al viejo estilo inglés.
—¡Puf! —dije, y le seguí hacia la puerta.
—No sé cuántas veces multiplica la actividad —dijo con la llave en la mano.
—Y tú…
—Este descubrimiento arroja nuevas luces sobre la fisiología del sistema nervioso, ¡le da a la teoría de la visión un giro completamente inesperado…! ¡Sabe Dios cuántos miles de veces! Comprobaremos todo eso después… Lo que conviene ahora es probar la droga.
—¿Probar la droga? —dije, mientras caminábamos a lo largo del pasillo.
—Claro que sí —dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho—. ¡Está en aquel frasquito verde! A no ser que estés asustado…
Soy un hombre prudente por naturaleza, y sólo intrépido en teoría. Estaba asustado. Pero, por otra parte, me enfrentaba con mi orgullo.
—Bueno —argumenté—, ¿no has dicho que la has probado?
—La he probado —dijo—, y no parece que me haya hecho daño, ¿verdad? Ni siquiera he cambiado de color, y me encuentro…
Me senté.
—Dame la poción —dije—. Si sucede lo peor, al menos me quedará el consuelo de no tener que cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los más odiosos deberes del hombre civilizado. ¿Cómo se toma el brebaje?
—Con agua —dijo Gibberne, golpeando la mesa con una garrafa.
Estaba de pie, frente a la mesa, y me miraba a mí, que ocupaba su confortable sillón. Sus modales adquirieron de pronto un toque afectado, a la manera de un especialista de Harley Street.
—Es una droga extraña, ¿sabes? —dijo.
Hice un gesto con la mano.
—Debo advertirte, en primer lugar, que cierres los ojos inmediatamente después de ingerirla; espera un minuto o así y ábrelos con cuidado. Uno ve todavía. El sentido de la vista depende de la longitud de la vibración, y no de la cantidad de impactos. Si se tienen los ojos abiertos, se puede producir un choque en la retina, acompañado de una horrible y vertiginosa confusión. Manténlos cerrados.
—Cerrados —dije—. ¡Bien!
—Y la siguiente advertencia es que permanezcas quieto. No empieces a moverte de un lado a otro. Si lo haces, puedes sufrir un tremendo golpe. Recuerda que irás varios miles de veces más rápido de lo que has ido en toda tu vida; el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro: todo. Y te pegarás un golpe espantoso sin saber cómo. No te darás cuenta, ¿comprendes? Te sentirás exactamente igual que ahora. Sólo que todo lo que hay en el mundo te parecerá que va muchos miles de veces más despacio de lo que ha ido nunca. Esto es lo que la hace tan endiabladamente extraña.
—¡Señor! —dije—. ¿Quieres decir que…?
—Ya lo verás —dijo, y cogió una pequeña probeta graduada.
Echó una mirada al material que estaba encima de la mesa.
—Vasos, agua. Todo está aquí. No debemos tomar demasiado en el primer ensayo.
El frasquito dejó caer su precioso contenido.
—No olvides lo que te he dicho —dijo, vaciando el contenido de la probeta en un vaso, a la manera de un camarero italiano cuando mide un whisky—. Quédate sentado, con los ojos herméticamente cerrados y en absoluta inmovilidad durante dos minutos. Después me oirás hablar.
Añadió uno o dos dedos de agua a la pequeña dosis que había en cada vaso.
—Por cierto —dijo—, no dejes tu vaso encima de la mesa. Sosténlo en la mano y déjala apoyada en la rodilla. Sí… eso es. Y ahora…
Levantó su vaso.
—Por el Nuevo Acelerador —dijo.
—Por el Nuevo Acelerador —respondí.
Chocamos nuestros vasos y bebimos, y cerré los ojos inmediatamente.
Ustedes ya conocen esa sensación de caer en el vacío que se experimenta al respirar «gas». Durante un tiempo indeterminado me sentí así. Luego oí decir a Gibberne que me despertara. Me estremecí y abrí los ojos. Seguía de pie, en el mismo sitio donde estaba antes, con el vaso en la mano. Ahora estaba vacío: esa era la única diferencia.
—¿Y bien? —dije.
—¿No siente nada anormal?
—Nada. Una ligera sensación de alegría… quizá.
Nada más.
—¿Ruidos?
—Todo está silencioso —dije—. ¡Por Júpiter! ¡Sí! Todo está silencioso. Excepto ese débil golpeteo, ese sordo tamborileo, como si la lluvia cayese sobre objetos diversos. ¿Qué es?
—Sonidos analizados —creo que fue su respuesta, pero no estoy seguro. Después miró hacia la ventana—. ¿Has visto alguna vez que una cortina se quede fija, en la posición que se ha quedado ésta?
Seguí la dirección de su mirada y vi la parte inferior de la cortina levantada, como si se hubiera quedado congelada —si me permiten la expresión en el preciso instante de ser agitada por el viento.
—No —dije—. ¡Qué raro!
—¿Y esto? —dijo, y abrió la mano que sostenía el vaso.
Como es natural, me sobresalté; esperaba que el vaso se hiciera pedazos. Pero no se rompió; ni siquiera se movió. Se quedó suspendido en el aire… inmóvil.
—Hablando en términos generales —dijo Gibberne—, un objeto en estas latitudes recorre dieciséis pies en el primer segundo de caída. Este vaso está cayendo ahora a una velocidad de dieciséis pies por segundo. Sólo que para ti todavía no ha caído más que una centésima de segundo. Esto te dará una idea de la velocidad de mi Acelerador.
Pasó la mano por encima, por abajo y alrededor del vaso que caía de forma tan lenta. Por último, lo cogió por abajo y lo colocó con cuidado sobre la mesa.
—¿Eh? —me dijo, y se rió.
—Esto es estupendo —dije, y empecé a levantarme con cautela del sillón.
Me sentía perfectamente bien, muy ligero y cómodo, y con la suficiente confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy deprisa. Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo, pero no me causaba ningún malestar. Miré por la ventana. Un paralizado ciclista, con la cabeza inclinada y una helada estela de polvo detrás de la rueda, corría a toda velocidad para dar alcance a un eternizado charabán lanzado al galope. Me quedé boquiabierto de asombro ante este espectáculo increíble.
—¡Gibberne! —grité—. ¿Cuánto tiempo durará esta endemoniada droga?
—¡Dios sabe! —respondió—. La última vez que la tomé me fui a la cama, a dormir la mona. Te confieso que estaba asustado. Seguramente duró unos minutos, pero me parecieron horas… Al cabo de un rato disminuye la velocidad de forma más bien brusca, creo.
Yo me sentía orgulloso al comprobar que no estaba asustado; supongo que se debía al hecho de que éramos dos.
—¿Por qué no salimos al exterior? —pregunté.
—¿Por qué no?
—La gente nos verá.
—No nos verán. ¡Gracias a Dios! Sencillamente porque iremos mil veces más deprisa que el juego de manos más rápido que se haya realizado jamás. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?
Salimos por la ventana.
Sin duda, de todas las extrañas experiencias que he tenido o imaginado a lo largo de mi vida, o he leído que otros han tenido o imaginado, aquella pequeña incursión que hice en compañía de Gibberne por los prados de Folkestone bajo los efectos del Nuevo Acelerador, fue la más extraña y enloquecedora de todas. Salimos por la cancela a la carretera y permanecimos allí durante un minuto observando el petrificado trasiego del tráfico. Los radios de las ruedas y algunas de las patas de los caballos de un charabán, así como el extremo del látigo y la mandíbula inferior del conductor —que en ese preciso instante iniciaba un bostezo— estaban en perceptible movimiento, pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil. Y en absoluto silencio, a excepción de un borroso estertor que salía de la garganta de un hombre. ¡Y los integrantes de este monumento congelado eran un guía, un conductor, y once pasajeros! Mientras caminábamos, el efecto de la droga nos parecía disparatadamente raro, pero acabó siendo… desagradable. Allí había seres humanos exactamente iguales a nosotros y, sin embargo, muy diferentes, congelados en actitudes descuidadas, atrapados en mitad de un gesto. Una jovencita y un hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa impúdica que amenazaba con prolongarse eternamente; una mujer con una capellina caída apoyaba el brazo en la barandilla y miraba hacia la casa de Gibberne con la mirada imperturbable de la eternidad; un hombre se mesaba el bigote, como si fuera una figura de cera, y otro alargaba una pesada y rígida mano, con los dedos extendidos, hacia el sombrero que se le volaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos, les hacíamos muecas, hasta que sentimos una especie de desagrado; entonces dimos media vuelta y pasamos por delante del ciclista, hacia el parque.
—¡Cielos! —exclamó Gibberne de repente—. ¡Mira allí!
Señaló con la mano, y allí, delante de la punta de su dedo, deslizándose por el aire y batiendo lentamente las alas a la velocidad de un caracol excepcionalmente lánguido, había una abeja.
Y así llegamos al parque. Allí el fenómeno era más absurdo todavía. La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el sonido que nos llegaba era parecido a una carrera de asmáticos, en un tono muy bajo, una especie de prolongado suspiro de moribundo, que a veces se convertía en un sonido semejante al del lento y apagado tictac de un reloj monstruoso. El congelado público permanecía rígido, extraño, silencioso, como tímidos maniquíes sorprendidos en actitudes inestables, a mitad de un paso, mientras paseaban sobre la hierba. Yo pasé al lado de un perrito de lanas petrificado en el acto de saltar y contemplé el lento movimiento de sus patas dispuestas para caer a tierra.
—¡Señor! ¡Mira allí! —gritó Gibberne.
Y nos detuvimos un momento ante un magnífico personaje ataviado con un traje de franela con tenues rayas blancas, zapatos blancos y un sombrero panamá, que se daba media vuelta para guiñar el ojo a dos señoritas vestidas con ropas de colores alegres, que en ese momento habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el impune detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, resulta muy poco atractivo. Pierde todo su efecto de chispeante alegría, y uno nota que el ojo que se guiña no está completamente cerrado, y que bajo el párpado caído aparece el borde inferior del globo ocular y una pequeña línea blanca.
—Si el cielo me concede memoria —dije—, jamás volveré a guiñar un ojo.
—Ni a sonreír —dijo Gibberne, que dirigía su mirada hacia los dientes obsequiosos de las señoritas.
—Hace un calor infernal —dije—. Vamos más despacio.
—¡Oh, vamos! —dijo Gibberne.
Nos abrimos camino entre las sillas de la vereda. Muchas de las personas que estaban sentadas en las sillas parecían casi naturales en sus posturas estáticas, pero los rostros retorcidos y congestionados de los músicos no ofrecían un espectáculo tranquilizador. Un caballero bajito de rostro morado estaba congelado en mitad de un violento esfuerzo contra el viento para doblar el periódico. Encontramos un montón de detalles que probaban que todas aquellas personas, en sus actitudes inertes, estaban expuestas a una fuerte brisa, una brisa que no tenía existencia para nuestras propias sensaciones. Nos separamos y caminamos a cierta distancia de la muchedumbre; después nos volvimos para contemplarla. Ver aquella multitud convertida en un cuadro, víctimas de la rigidez, como si fueran auténticas figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo, desde luego, pero me llenaba de un irracional y exultante sentimiento de superioridad. ¡Figúrense qué maravilla! Todo lo que yo había dicho, pensado y hecho desde que la droga empezó a correr por mis venas había sucedido —por lo que se refiere a esa gente y al mundo en general—, en un abrir y cerrar de ojos.
—El Nuevo Acelerador… —empecé, pero Gibberne me interrumpió.
—¡Allí está esa vieja infernal! —dijo.
—¿Qué vieja?
—Vive al lado de mi casa —dijo Gibberne—. Tiene un perro faldero que no para de ladrar. ¡Cielos! La tentación es irresistible.
Hay algo verdaderamente infantil e impulsivo en Gibberne que se manifiesta en algunas ocasiones. Antes de que pudiera discutir con él, había salido disparado y había arrebatado al infortunado animal de la existencia visible, y corría velozmente con el chucho hacia la pendiente del parque. Era un espectáculo insólito. La pequeña bestia no ladró, ni se movió, ni dio la más leve señal de vitalidad. Permanecía completamente tieso, en una actitud de soñoliento reposo, mientras Gibberne lo sostenía por el cuello. Daba la impresión de que corría con un perro de madera.
—¡Gibberne! —grité—. ¡Suéltelo!
En seguida añadí algo más.
—¡Gibberne! ¡Si sigues corriendo de esa manera, se te incendiarán las ropas! ¡Tus pantalones de lino se están chamuscando!
Se llevó una mano al muslo y se paró vacilante al borde de la pendiente.
—¡Gibberne! —grité, acercándome a él—. ¡Suéltelo! ¡Este calor es excesivo! ¡Es a causa de nuestra carrera! ¡Dos o tres millas por segundo! ¡El rozamiento del aire!
—¿Qué? —dijo él, mirando al perro.
—¡El rozamiento del aire! —grité—. El rozamiento del aire. Vamos a demasiada velocidad. Como meteoritos. Demasiado calor. Y… ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento pinchazos por todo el cuerpo y estoy bañado en sudor. ¡Mira! La gente se mueve ligera-mente. ¡Creo que el efecto de la droga se está disipando! Suelta el perro.
—¿Eh? —dijo.
—Se está disipando —repetí—. ¡Estamos demasiado calientes y la droga se está disipando! Estoy mojado hasta los huesos.
Me miró. Después miró a la banda; la asmática carraca se estaba acelerando. Entonces, describiendo una curva tremenda con el brazo, lanzó al perro lejos de él, y el animal ascendió dando vueltas por el aire, inanimado todavía, y al final fue a caer sobre las sombrillas de un corrillo de gente que estaba cuchicheando. Gibberne me agarró por el codo.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Ya lo creo! Una especie de pinchazos ardientes… sí. ¡Aquel hombre está moviendo su pañuelo! Claramente. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
Pero nos era imposible escapar de allí con la suficiente rapidez. ¡Y tal vez fue una suerte! Porque habríamos echado a correr; y si hubiéramos echado a correr, creo que habríamos estallado en llamas. ¡Casi seguro que habríamos estallado en llamas! Ninguno de los dos habíamos pensado en ello… El caso es que antes de que pudiéramos empezar a correr, el efecto de la droga había cesado. Fue cosa de una fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó, como si hubiera caído un telón; se desvaneció en el movimiento de una mano. Escuché la voz de Gibberne, que expresaba una infinita alarma.
—Siéntate —dijo, y me dejé caer pesadamente sobre el césped que crecía al borde de la pendiente; y según me sentaba, sentí que se chamuscaba el suelo.
Todavía hay un pedazo de hierba abrasada en el lugar donde me senté.
Pero mientras realizaba este movimiento, la paralización general también pareció acabarse; la vibración desarticulada de la banda desembocó en una explosión de música; los paseantes pusieron sus pies en el suelo y reanudaron su camino; los papeles y las banderas empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el hombre que estaba guiñando el ojo concluyó su guiño y prosiguió complacido su camino; las personas que estaban sentadas se movieron y hablaron.
El mundo entero había vuelto a la vida, y volvía a marchar tan rápido como nosotros, o mejor dicho, nosotros no íbamos más rápido que el resto del mundo. Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en la estación. Durante un segundo o dos, me pareció que todo giraba a mi alrededor y experimenté una ligera sensación de náusea; y eso fue todo. ¡El perrito que parecía haber quedado suspendido un momento en su trayectoria, después de que el vigoroso brazo de Gibberne lo lanzara por los aires, cayó con repentina aceleración encima de la sombrilla de una dama!
Eso fue nuestra salvación. Si no hubiera sido por un anciano y corpulento caballero que estaba sentado en una silla de ruedas, y que ciertamente se estremeció al vernos —y que después nos observó a intervalos con una extraña mirada de sorpresa, terminando, creo, por decirle algo a su enfermera acerca de nosotros—, dudo que una sola persona se diera cuenta de nuestra repentina aparición entre ellos. ¡Paf! ¡Debió de ser de lo más brusco! Dejamos de arder casi en el mismo momento, aunque el césped que había debajo de mí estaba endemoniadamente caliente. La atención de los presentes —incluida la banda de la Asociación de Recreos, que en esta ocasión, se salió de tono por primera vez en su historia— estaba concentrada en el asombroso acontecimiento, y en el todavía más sorprendente ladrido y escándalo provocado por el insólito hecho de que un respetable y sobrealimentado perro faldero —un tanto chamuscado debido a la extrema velocidad de sus movimientos al surcar el aire— que dormía tranquilamente en el ala este del quiosco de música, cayera súbitamente encima de la sombrilla de una dama que se encontraba en el ala opuesta. ¡Y en estos tiempos absurdos —demasiado absurdos quizá— en que todos tratamos de ser tan psíquicos, tan estúpidos, tan supersticiosos como nos sea posible! La gente se levantó y se pisaron unos a otros; las sillas cayeron al suelo y el guarda del parque acudió de inmediato. Ignoro cómo se resolvieron las cosas. Estábamos demasiado ansiosos por escabullirnos de aquel lío y por salir del campo visual del viejo caballero que estaba sentado en la silla de ruedas como para emprender investigaciones más precisas. Tan pronto como estuvimos suficientemente fríos y recuperados del vértigo, de las náuseas y de la confusión mental, nos levantamos y nos alejamos de la muchedumbre, dirigiendo nuestros pasos por el camino que bajaba del Metropol hacia la casa de Gibberne. Pero, en medio del estrépito, escuché claramente al caballero que había estado al lado de la dama de la sombrilla rota, que profería insultos y amenazas injustificables hacia uno de los acomodadores que lucían en sus gorras la palabra «Inspector».
—Si usted no ha tirado el perro —decía—, ¿quién ha sido?
El súbito retorno del movimiento y de los sonidos familiares, a lo que se añadía una lógica preocupación por nosotros mismos —nuestras ropas estaban todavía terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de Gibberne lucían una quemadura de color marrón amarillento—, me impidieron llevar a cabo las minuciosas observaciones que me habría gustado hacer sobre todas estas cosas. En realidad, no hice ninguna observación de valor científico durante el regreso. La abeja, evidentemente, se había marchado. Busqué al ciclista, pero ya se había perdido de vista cuando llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá estaba tapado por el tráfico. El charabán, sin embargo, con sus ocupantes resucitados, marchaba con estruendo y buen paso a la altura de la iglesia.
Observamos, no obstante, que el antepecho de la ventana en donde habíamos pisado al salir de la casa estaba ligeramente chamuscado y que las huellas de nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita. Esta fue mi primera experiencia con el Nuevo Acelerador. En realidad, habíamos estado paseando de un lado a otro y diciendo y haciendo un montón de cosas en el transcurso de unos pocos segundos. Habíamos vivido media hora mientras la banda tocaba, quizá, dos compases. Sin embargo, bajo el efecto de la droga, el mundo entero se había detenido para nuestra oportuna inspección. Si consideramos todos los aspectos, y en particular nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, la experiencia podría haber sido mucho más desagradable de lo que fue. Demostró, sin duda, que Gibberne tiene todavía mucho que investigar antes de que su preparación sea de fácil manejo. Pero su efectividad quedó demostrada contundentemente, más allá de cualquier crítica.
Desde aquella aventura, Gibberne ha estado sometiendo el uso de la droga a un severo control, y yo mismo la he tomado varias veces, en dosis medidas y bajo su dirección, sin resultados negativos, aunque debo confesar que no me he vuelto a aventurar a salir al exterior mientras estaba bajo su influencia. Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita de un tirón y sin interrupción, excepto para mordisquear un poco de chocolate, bajo los efectos de la droga. Empecé a las seis y veinticinco, y mi reloj está a punto de marcar las seis y treinta y un minutos. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida racha de trabajo en medio de un día lleno de obligaciones no puede pasarse por alto.
Gibberne está concentrando sus esfuerzos en la manipulación cuantitativa de su preparación, y pone especial cuidado en el estudio de los efectos que provoca en los diferentes tipos de constitución. Espera encontrar un Retardador con el que diluir su excesiva potencia actual. El Retardador, evidentemente, tendrá el efecto contrario del Acelerador. Empleado en solitario, permitirá al paciente vivir en unos pocos segundos varias horas de tiempo ordinario y mantenerse en una inacción apática, en una helada ausencia de vivacidad en medio de los ambientes más animados o irritantes. La combinación de las dos preparaciones ha de provocar necesariamente una total revolución en la forma de vida civilizada. Es el principio de nuestra liberación del Vestido del Tiempo, del que hablaba Carlyle. Mientras que el Acelerador nos permitirá concentrarnos con tremenda potencia en cualquier momento u ocasión que requiera nuestra máxima inteligencia o vigor, el Retardador nos permitirá pasar con pasiva tranquilidad las infinitas horas de infortunio o de tedio. Tal vez me muestre demasiado optimista respecto al Retardador que, en realidad, no ha sido descubierto todavía; pero, en cuanto al Acelerador, no hay la menor sombra de duda. Su aparición en el mercado en una forma adecuada, controlable y asimilable es cuestión de unos cuantos meses. Se adquirirá en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero no excesivo si tenemos en cuenta sus extraordinarias cualidades. Se llamará «Acelerador Nervioso de Gibberne», y el profesor espera ser capaz de suministrarlo con tres potencias: una de 200, otra de 900, y otra de 2.000, que se distinguirán por sus etiquetas amarillas, rosas y blancas respectivamente.
No hay duda de que su empleo hace posible gran número de cosas extraordinarias; porque, evidentemente, los actos más notables, e incluso los procedimientos más criminales pueden ser realizados con total impunidad escurriéndose, por decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las drogas potentes, será susceptible de abuso. No obstante, Gibberne y yo hemos discutido en profundidad este aspecto de la cuestión, y hemos llegado a la conclusión de que es un problema que atañe exclusivamente a la jurisprudencia médica y que está al margen de nuestra competencia. Fabricaremos y venderemos el Acelerador y, por lo que se refiere a las consecuencias… ya veremos.
Revista The Strand Magazine, 1901.
martes, 26 de noviembre de 2019
El teclado. Juan Romagnoli.
El
hombre escribía reconcentrado frente a la pantalla. Si los dos
muchachos que irrumpieron en el departamento hicieron algún ruido,
no lo advirtió. A tal punto, que dispusieron de varios minutos para
hurgar en los muebles de la sala. Estaban armados. Luego ingresaron
al escritorio pateando la puerta. El hombre se vio sorprendido e
intentó reaccionar. Recibió algunos golpes y se tranquilizó. Los
muchachos buscaban cosas de valor e insistían que dijera dónde
guardaba el dinero.
—Un escritor no tiene dinero... —repetía él.
La hija abrió la puerta con su llave y entró. Los hechos ocurrieron abruptamente. Uno de los muchachos se asustó y le disparó al pecho. Cayó redonda. El otro debió contener a golpes al hombre, pero sólo pudo detenerlo con un culatazo de pistola en la nuca.
Dueños de la situación, se dedicaron a revisar el cuarto minuciosamente. Destruyeron todo. Finalmente, con las manos vacías, se marcharon.
Aturdido y dolorido, con sus últimas fuerzas, el hombre se arrastró hasta la mesa de trabajo, se estiró, tanteó el teclado y oprimió la tecla «deshacer».
La hija abrió la puerta con su llave y entró.
—Hola papá, ¿cómo estás...? —preguntó.
—Bien —dijo—; aquí, intentando escribir…
—Un escritor no tiene dinero... —repetía él.
La hija abrió la puerta con su llave y entró. Los hechos ocurrieron abruptamente. Uno de los muchachos se asustó y le disparó al pecho. Cayó redonda. El otro debió contener a golpes al hombre, pero sólo pudo detenerlo con un culatazo de pistola en la nuca.
Dueños de la situación, se dedicaron a revisar el cuarto minuciosamente. Destruyeron todo. Finalmente, con las manos vacías, se marcharon.
Aturdido y dolorido, con sus últimas fuerzas, el hombre se arrastró hasta la mesa de trabajo, se estiró, tanteó el teclado y oprimió la tecla «deshacer».
La hija abrió la puerta con su llave y entró.
—Hola papá, ¿cómo estás...? —preguntó.
—Bien —dijo—; aquí, intentando escribir…
lunes, 25 de noviembre de 2019
El agujero en el puente. Slawomir Mrozek
Érase
una vez un río, y en cada una de las orillas de este río había un
pueblo. Los dos pueblos estaban unidos por un camino que pasaba por
un puente.
Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía arreglarse, en cuanto a esto la opinión pública de ambos pueblos estaba de acuerdo. Sin embargo, surgió una disputa sobre quién debía hacer el arreglo. Ya que cada uno de los pueblos se consideraba más importante que el otro. El pueblo de la orilla derecha opinaba que el camino conducía sobre todo a él, por lo que el pueblo de la orilla izquierda había de arreglar el agujero porque debía de estar más interesado en ello. El pueblo de la orilla izquierda consideraba que era el objetivo de cualquier viaje, de modo que el arreglo del puente debía de ser de interés para el pueblo de la orilla derecha.
La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto más tiempo pasaba, tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos.
Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna. Los habitantes de ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la orilla derecha a la izquierda, o bien de la izquierda a la derecha, ya que de eso dependía cuál de los dos pueblos era responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba borracho.
Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero, que cayó al agujero y se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso en ambos pueblos -no iba ni del primer al segundo, ni del segundo al primero-, los habitantes de ambos pueblos se mostraron indiferentes con el accidente. El viajero, hecho una furia, bajó del carruaje, preguntó por qué no se arreglaba el agujero, y al enterarse de las razones dijo:
-Quiero comprar este agujero. ¿Quién es su propietario?
Ambos pueblos reclamaron al unísono su derecho al agujero.
-O el uno o el otro. La parte propietaria del agujero tiene que demostrar que lo es.
-Pero ¿cómo? -preguntaron al unísono los representantes de ambas comunidades.
-Es muy sencillo. Sólo el propietario del agujero tiene derecho a arreglarlo. Lo compraré al que arregle el puente.
Los habitantes de ambos pueblos se pusieron manos a la obra, mientras el viajero se fumaba un puro y su cochero cambiaba el eje. Arreglaron el puente en un santiamén y se presentaron para cobrar el agujero.
-¿Qué agujero? -se sorprendió el viajero-. Yo no veo aquí ningún agujero. Hace tiempo que busco un agujero para comprar, estoy dispuesto a pagar por él un dineral, pero vosotros no tenéis ningún agujero para vender. ¿Me estáis tomando el pelo o qué?
Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los habitantes de ambos están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si aparece un viajero, lo detienen y lo zurran.
Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía arreglarse, en cuanto a esto la opinión pública de ambos pueblos estaba de acuerdo. Sin embargo, surgió una disputa sobre quién debía hacer el arreglo. Ya que cada uno de los pueblos se consideraba más importante que el otro. El pueblo de la orilla derecha opinaba que el camino conducía sobre todo a él, por lo que el pueblo de la orilla izquierda había de arreglar el agujero porque debía de estar más interesado en ello. El pueblo de la orilla izquierda consideraba que era el objetivo de cualquier viaje, de modo que el arreglo del puente debía de ser de interés para el pueblo de la orilla derecha.
La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto más tiempo pasaba, tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos.
Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna. Los habitantes de ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la orilla derecha a la izquierda, o bien de la izquierda a la derecha, ya que de eso dependía cuál de los dos pueblos era responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba borracho.
Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero, que cayó al agujero y se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso en ambos pueblos -no iba ni del primer al segundo, ni del segundo al primero-, los habitantes de ambos pueblos se mostraron indiferentes con el accidente. El viajero, hecho una furia, bajó del carruaje, preguntó por qué no se arreglaba el agujero, y al enterarse de las razones dijo:
-Quiero comprar este agujero. ¿Quién es su propietario?
Ambos pueblos reclamaron al unísono su derecho al agujero.
-O el uno o el otro. La parte propietaria del agujero tiene que demostrar que lo es.
-Pero ¿cómo? -preguntaron al unísono los representantes de ambas comunidades.
-Es muy sencillo. Sólo el propietario del agujero tiene derecho a arreglarlo. Lo compraré al que arregle el puente.
Los habitantes de ambos pueblos se pusieron manos a la obra, mientras el viajero se fumaba un puro y su cochero cambiaba el eje. Arreglaron el puente en un santiamén y se presentaron para cobrar el agujero.
-¿Qué agujero? -se sorprendió el viajero-. Yo no veo aquí ningún agujero. Hace tiempo que busco un agujero para comprar, estoy dispuesto a pagar por él un dineral, pero vosotros no tenéis ningún agujero para vender. ¿Me estáis tomando el pelo o qué?
Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los habitantes de ambos están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si aparece un viajero, lo detienen y lo zurran.
domingo, 24 de noviembre de 2019
Charlotte. Eduardo Galeano.
¿Qué
ocurriría si una mujer despertara una mañana convertida en hombre?
¿Y si la familia no fuera el campo de entrenamiento donde el niño
aprende a mandar y la niña a obedecer? ¿Y si hubiera guarderías
infantiles? ¿Y si el marido compartiera la limpieza y la cocina? ¿Y
si la inocencia se hiciera dignidad? ¿Y si la razón y la emoción
anduvieran del brazo? ¿Y si los predicadores y los diarios dijeran
la verdad? ¿Y si nadie fuera propiedad de nadie?
Charlotte Gilman delira. La prensa norteamericana la ataca llamándola madre desnaturalizada; y más ferozmente la atacan los fantasmas que le habitan el alma y la muerden por dentro. Son ellos, los temibles enemigos que Charlotte contiene, quienes a veces consiguen derribarla. Pero ella cae y se levanta y cae y nuevamente se levanta y vuelve a lanzarse al camino. Esta tenaz caminadora viaja sin descanso por los Estados Unidos y por escrito y por hablado va anunciando un mundo al revés.
Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.
Charlotte Gilman delira. La prensa norteamericana la ataca llamándola madre desnaturalizada; y más ferozmente la atacan los fantasmas que le habitan el alma y la muerden por dentro. Son ellos, los temibles enemigos que Charlotte contiene, quienes a veces consiguen derribarla. Pero ella cae y se levanta y cae y nuevamente se levanta y vuelve a lanzarse al camino. Esta tenaz caminadora viaja sin descanso por los Estados Unidos y por escrito y por hablado va anunciando un mundo al revés.
Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.
sábado, 23 de noviembre de 2019
El puñal florentino. Luis Mateo Díez.
A mí me mataban en el primer
acto.
Había acudido a aquella taberna toscana, sin que las ropas de labriego de mi disfraz lograran disimular del todo mi condición nobiliaria, y allí aguardaba a un criado de mi amigo el Conde Ricci que me conduciría a algún lugar seguro.
Eran los últimos cinco minutos del primer acto, la escena decimoquinta de un atropellado drama en el que andaban los Médicis por medio y en el que, entre lances de capa y espada, venenos e intrigas cortesanas, se iba tejiendo un indescifrable galimatías derivado de la propia adaptación de la obra que, como era habitual en la Galería Salesiana, estaba arreglada para que la interpretasen exclusivamente actores masculinos. .
Las transferencias de amores en amistades, de pasión en idealismo, y el trastorno de los parentescos, además del exceso de viudos y solteros impenitentes, hacían que la trama navegara, con frecuencia, entre ambiguas declaraciones fraternales y sospechosos rencores nacidos de inexplicables despechos. Era muy dura de entender la desavenencia de dos primos con un pasado que más parecía amoroso que otra cosa, o la rara filiación de un vástago cuyo tío era como su madre, en aquel raro mundo de exclusivos varones en el que hasta las teóricas nodrizas parecían barbudos aldeanos.
Sentado en un taburete, al pie del proscenio, con la jarra de vino en la mano y el codo apoyado en la mesa, aguardaba con cierto aire de disimulada despreocupación, al dichoso criado del Conde Ricci, que entraría por el foro, tembloroso y con cara de traidor subvencionado, para indicarle al sicario que le seguía que aquel desamparado parroquiano, tan sospechosamente disfrazado, no era otro que el Marqués del Arno, al que había que dar el trágico pasaporte previsto en la terrible conspiración. Ni que decir tiene que mi amigo el Conde estaba metido hasta las cachas en el asunto y que yo pecaba de ingenuo esperando su amparo.
El tabernero, después de servirme, había hecho un discreto mutis y todo estaba dispuesto para la celada.
Entraría el criado, me señalaría con el dedo e irrumpiría, blandiendo ya el puñal, el voluntarioso sicario que se abalanzaría sobre mí sin apenas darme tiempo a desenfundar la espada. Tras las arteras cuchilladas yo haría un rápido movimiento hacia el cercano lateral, donde el padre Corsino, director de la función, me vaciaría, con muy ensayada y veloz medida, un tintero de tinta china roja que, al volverme, mostraría al respetable la condición mortal de mis heridas.
Había bebido media jarra, ya que el padre Corsino consideraba que para el realismo de la escena hasta el vino debía ser vino, aunque fuese de misa, y comencé a sentir que me temblaba la mano y a percatarme de que el tiempo de la espera era mayor que en los ensayos. Sujetando los nervios a duras penas, convencido de que aquel terrible silencio de la sala era un indicio casi insoportable de que los ojos de los espectadores estaban fijos en mí, el único punto de atención en el escenario, miré hacia el lateral y escuché algunos solapados y frenéticos requerimientos.
Algo iba mal entre bastidores y el padre Corsino alzaba los brazos en un mudo gesto de indignada desesperación.
El tiempo transcurría y de la sala comenzaron a llegarme, sorteando la costa de oscuridad que marcaban las candilejas, variados ruidos de impaciencia y desánimo que no tardarían en alcanzar cierta insolencia.
Las voces del padre Corsino vituperando a Escanciano, que hacía el papel de sicario, reclamando su presencia, alcanzaban mis oídos y acrecentaban mi nerviosismo. Por el forillo lateral también divisaba la trémula figura de Enrique Yustas, el criado del Conde Ricci, que devanaba el gorro entre las manos y se lo llevaba a la boca como si fuera a comerlo.
Los cinco minutos finales serían rematados, y nunca mejor dicho, con mi muerte, antecedida por la súplica de la venganza a manos del hijo que yo invocaría, y que cualquier espectador cabal fácilmente iba a confundir entre tantos huérfanos de madre a los que ya se había hecho referencia a lo largo de aquel acto.
Pero esos cinco minutos se alargaban sin remedio, y en el fondo vacío de la jarra yo contemplaba mi indefensión, puesto en evidencia en aquel trance de una espera absurda.
Las voces del padre Corsino se habían incrementado y salpicaban sin respeto los aledaños del escenario, donde podía comprenderse que todos buscaban a Escanciano, desaparecido en el momento crucial.
Desde el mar oscuro, el rumor de los espectadores era ya un bullicio molesto y poco a poco se destacaban algunas voces solitarias, entre las que no era difícil reconocer las de algunos alevines de primaria, a buen seguro incitados por los más malévolos de los internos y de los repetidores.
-¡Tabernerooo! -clamaban los más osados -, ponle otra a mi cuenta…
-Calpurrio -me insultaba ya directamente algún enemigo anónimo deformando la voz -espabila que se te va a hacer de noche …
Alargando el cuerpo hacia el cercano lateral llamé como pude a Evaristo Valderas, que era el tabernero toscano y que permanecía sin moverse entre el tumulto de los bastidores, aguardando el instante de mi muerte para hacer la nueva entrada y recoger mi último suspiro.
-¿Dónde está el padre Corsino? – -inquirí aterrado-. Dile que me saque… -supliqué.
La voz del padre Petronilo, el rector, rompió la algarabía que ya tronaba en la oscuridad de la sala. Era una voz imperativa, metálica, que se alzaba en el palco, desde donde contemplaba la función con otros padres y profesores.
-No aparece Escanciano -dijo lloroso Evaristo y volví a divisar por el forillo a Yustas que devoraba la gorra.
El silencio fue más cruel que la algarabía. La jarra se me fue de las manos, rodó por la mesa, se estrelló en la tarima del escenario. Abrí los ojos después de mantenerlos cerrados un momento y sentí la humedad de las lágrimas.
Entonces me di cuenta de que la oscuridad se había vaciado, que las candilejas no marcaban esa costa difusa. Todos los rostros eran nítidos en el atestado patio de butacas y en el frondoso gallinero y en ninguno había el mínimo gesto de comprensión, todos aseveraban mi orfandad, mi desamparo, ninguno daría un duro por la vida del asediado Marqués del Arno, a quien los más crueles no dudaban en llamar Calpurrio.
Los insultos del padre Corsino mediaban entre las patadas con que traía a Escanciano, de quien luego supe que se había encerrado en un aula a fumar un cigarro con la mala suerte de que la puerta se había trabado y no pudo abrirla.
Sentí el desconcierto, la confusión y las bofetadas entre bastidores y vi al padre Corsino con el hábito descompuesto y el cabello revuelto.
Enrique Yustas lloraba a lágrima viva y se negaba a salir, suplicando por Dios que no le obligaran. Escanciano recibía resignado las últimas patadas y ajustaba con dificultades la camisola y los pantalones.
El fondo de la taberna toscana tembló, los bastidores se movieron y hasta las bambalinas fluctuaron inquietas cuando el criado del Conde y el sicario desfilaron empujados por el padre Corsino, que ya no lograba contenerse, hasta asomar por el foro y yo me disponía a recibir las puñaladas.
Era un momento de extrema tensión después de aquella demora que se acercaba a los diez minutos, y un malévolo suspiro de alivio se escuchó en la sala moteado con alguna voz que incitaba a Escanciano para que se abrochase la bragueta.
Supongo que en ese instante todos fuimos conscientes de que el desastre no había terminado. Yo llevé la mano derecha a la empuñadura de mi espada para preparar el inútil gesto de defensa, y en el vertiginoso trance de aguardada acometida me volví, antes de tiempo, calculando que, como sucedía en los ensayos, Escanciano se lanzaría veloz sobre mi espalda sin aguardar apenas la indicación de Yustas.
Pero allí estaban los dos, quietos y temblorosos, con las manos vacías, sin decidirse siquiera a dar un paso.
-El puñal… -gritó alguien entre bastidores, y fue la alerta desolada que ponía en evidencia que el sicario venía a por mí desarmado.
-Acabar con él como sea… -ordenó el padre Corsino en el límite de la desesperación.
Yo ya blandía mi espada y había tenido tiempo suficiente para volverme hacia ellos corroído entre la indecisión y el arrojo.
Era imposible que, dadas las circunstancias, aquellos dos temblorosos sujetos reaccionaran con la decisión precisa, lanzándose sobre mí para cumplir con las manos lo que ya no era posible con el puñal. Ambos me miraban con asombro y sorpresa, tan cohibidos como indefensos.
Atravesé primero a Yustas, que simuló la caída de forma lamentable, y eso que había ensayado mucho la escena de su muerte en el segundo acto, y ensarté con más propiedad a Escanciano, que dio un traspié bastante convincente y se llevó la banqueta por delante al estrellarse en el suelo.
-Telón, telón -pedía el padre Corsino, mientras el padre Petronilo se descolgaba literalmente del palco y venía hacia el escenario con los ojos inyectados del veneno de los Médicis.
Al Marqués del Arno lo sacrificaron en el entreacto pero, así y todo, la función duró cuatro horas.
Los males menores, 1993.
Había acudido a aquella taberna toscana, sin que las ropas de labriego de mi disfraz lograran disimular del todo mi condición nobiliaria, y allí aguardaba a un criado de mi amigo el Conde Ricci que me conduciría a algún lugar seguro.
Eran los últimos cinco minutos del primer acto, la escena decimoquinta de un atropellado drama en el que andaban los Médicis por medio y en el que, entre lances de capa y espada, venenos e intrigas cortesanas, se iba tejiendo un indescifrable galimatías derivado de la propia adaptación de la obra que, como era habitual en la Galería Salesiana, estaba arreglada para que la interpretasen exclusivamente actores masculinos. .
Las transferencias de amores en amistades, de pasión en idealismo, y el trastorno de los parentescos, además del exceso de viudos y solteros impenitentes, hacían que la trama navegara, con frecuencia, entre ambiguas declaraciones fraternales y sospechosos rencores nacidos de inexplicables despechos. Era muy dura de entender la desavenencia de dos primos con un pasado que más parecía amoroso que otra cosa, o la rara filiación de un vástago cuyo tío era como su madre, en aquel raro mundo de exclusivos varones en el que hasta las teóricas nodrizas parecían barbudos aldeanos.
Sentado en un taburete, al pie del proscenio, con la jarra de vino en la mano y el codo apoyado en la mesa, aguardaba con cierto aire de disimulada despreocupación, al dichoso criado del Conde Ricci, que entraría por el foro, tembloroso y con cara de traidor subvencionado, para indicarle al sicario que le seguía que aquel desamparado parroquiano, tan sospechosamente disfrazado, no era otro que el Marqués del Arno, al que había que dar el trágico pasaporte previsto en la terrible conspiración. Ni que decir tiene que mi amigo el Conde estaba metido hasta las cachas en el asunto y que yo pecaba de ingenuo esperando su amparo.
El tabernero, después de servirme, había hecho un discreto mutis y todo estaba dispuesto para la celada.
Entraría el criado, me señalaría con el dedo e irrumpiría, blandiendo ya el puñal, el voluntarioso sicario que se abalanzaría sobre mí sin apenas darme tiempo a desenfundar la espada. Tras las arteras cuchilladas yo haría un rápido movimiento hacia el cercano lateral, donde el padre Corsino, director de la función, me vaciaría, con muy ensayada y veloz medida, un tintero de tinta china roja que, al volverme, mostraría al respetable la condición mortal de mis heridas.
Había bebido media jarra, ya que el padre Corsino consideraba que para el realismo de la escena hasta el vino debía ser vino, aunque fuese de misa, y comencé a sentir que me temblaba la mano y a percatarme de que el tiempo de la espera era mayor que en los ensayos. Sujetando los nervios a duras penas, convencido de que aquel terrible silencio de la sala era un indicio casi insoportable de que los ojos de los espectadores estaban fijos en mí, el único punto de atención en el escenario, miré hacia el lateral y escuché algunos solapados y frenéticos requerimientos.
Algo iba mal entre bastidores y el padre Corsino alzaba los brazos en un mudo gesto de indignada desesperación.
El tiempo transcurría y de la sala comenzaron a llegarme, sorteando la costa de oscuridad que marcaban las candilejas, variados ruidos de impaciencia y desánimo que no tardarían en alcanzar cierta insolencia.
Las voces del padre Corsino vituperando a Escanciano, que hacía el papel de sicario, reclamando su presencia, alcanzaban mis oídos y acrecentaban mi nerviosismo. Por el forillo lateral también divisaba la trémula figura de Enrique Yustas, el criado del Conde Ricci, que devanaba el gorro entre las manos y se lo llevaba a la boca como si fuera a comerlo.
Los cinco minutos finales serían rematados, y nunca mejor dicho, con mi muerte, antecedida por la súplica de la venganza a manos del hijo que yo invocaría, y que cualquier espectador cabal fácilmente iba a confundir entre tantos huérfanos de madre a los que ya se había hecho referencia a lo largo de aquel acto.
Pero esos cinco minutos se alargaban sin remedio, y en el fondo vacío de la jarra yo contemplaba mi indefensión, puesto en evidencia en aquel trance de una espera absurda.
Las voces del padre Corsino se habían incrementado y salpicaban sin respeto los aledaños del escenario, donde podía comprenderse que todos buscaban a Escanciano, desaparecido en el momento crucial.
Desde el mar oscuro, el rumor de los espectadores era ya un bullicio molesto y poco a poco se destacaban algunas voces solitarias, entre las que no era difícil reconocer las de algunos alevines de primaria, a buen seguro incitados por los más malévolos de los internos y de los repetidores.
-¡Tabernerooo! -clamaban los más osados -, ponle otra a mi cuenta…
-Calpurrio -me insultaba ya directamente algún enemigo anónimo deformando la voz -espabila que se te va a hacer de noche …
Alargando el cuerpo hacia el cercano lateral llamé como pude a Evaristo Valderas, que era el tabernero toscano y que permanecía sin moverse entre el tumulto de los bastidores, aguardando el instante de mi muerte para hacer la nueva entrada y recoger mi último suspiro.
-¿Dónde está el padre Corsino? – -inquirí aterrado-. Dile que me saque… -supliqué.
La voz del padre Petronilo, el rector, rompió la algarabía que ya tronaba en la oscuridad de la sala. Era una voz imperativa, metálica, que se alzaba en el palco, desde donde contemplaba la función con otros padres y profesores.
-No aparece Escanciano -dijo lloroso Evaristo y volví a divisar por el forillo a Yustas que devoraba la gorra.
El silencio fue más cruel que la algarabía. La jarra se me fue de las manos, rodó por la mesa, se estrelló en la tarima del escenario. Abrí los ojos después de mantenerlos cerrados un momento y sentí la humedad de las lágrimas.
Entonces me di cuenta de que la oscuridad se había vaciado, que las candilejas no marcaban esa costa difusa. Todos los rostros eran nítidos en el atestado patio de butacas y en el frondoso gallinero y en ninguno había el mínimo gesto de comprensión, todos aseveraban mi orfandad, mi desamparo, ninguno daría un duro por la vida del asediado Marqués del Arno, a quien los más crueles no dudaban en llamar Calpurrio.
Los insultos del padre Corsino mediaban entre las patadas con que traía a Escanciano, de quien luego supe que se había encerrado en un aula a fumar un cigarro con la mala suerte de que la puerta se había trabado y no pudo abrirla.
Sentí el desconcierto, la confusión y las bofetadas entre bastidores y vi al padre Corsino con el hábito descompuesto y el cabello revuelto.
Enrique Yustas lloraba a lágrima viva y se negaba a salir, suplicando por Dios que no le obligaran. Escanciano recibía resignado las últimas patadas y ajustaba con dificultades la camisola y los pantalones.
El fondo de la taberna toscana tembló, los bastidores se movieron y hasta las bambalinas fluctuaron inquietas cuando el criado del Conde y el sicario desfilaron empujados por el padre Corsino, que ya no lograba contenerse, hasta asomar por el foro y yo me disponía a recibir las puñaladas.
Era un momento de extrema tensión después de aquella demora que se acercaba a los diez minutos, y un malévolo suspiro de alivio se escuchó en la sala moteado con alguna voz que incitaba a Escanciano para que se abrochase la bragueta.
Supongo que en ese instante todos fuimos conscientes de que el desastre no había terminado. Yo llevé la mano derecha a la empuñadura de mi espada para preparar el inútil gesto de defensa, y en el vertiginoso trance de aguardada acometida me volví, antes de tiempo, calculando que, como sucedía en los ensayos, Escanciano se lanzaría veloz sobre mi espalda sin aguardar apenas la indicación de Yustas.
Pero allí estaban los dos, quietos y temblorosos, con las manos vacías, sin decidirse siquiera a dar un paso.
-El puñal… -gritó alguien entre bastidores, y fue la alerta desolada que ponía en evidencia que el sicario venía a por mí desarmado.
-Acabar con él como sea… -ordenó el padre Corsino en el límite de la desesperación.
Yo ya blandía mi espada y había tenido tiempo suficiente para volverme hacia ellos corroído entre la indecisión y el arrojo.
Era imposible que, dadas las circunstancias, aquellos dos temblorosos sujetos reaccionaran con la decisión precisa, lanzándose sobre mí para cumplir con las manos lo que ya no era posible con el puñal. Ambos me miraban con asombro y sorpresa, tan cohibidos como indefensos.
Atravesé primero a Yustas, que simuló la caída de forma lamentable, y eso que había ensayado mucho la escena de su muerte en el segundo acto, y ensarté con más propiedad a Escanciano, que dio un traspié bastante convincente y se llevó la banqueta por delante al estrellarse en el suelo.
-Telón, telón -pedía el padre Corsino, mientras el padre Petronilo se descolgaba literalmente del palco y venía hacia el escenario con los ojos inyectados del veneno de los Médicis.
Al Marqués del Arno lo sacrificaron en el entreacto pero, así y todo, la función duró cuatro horas.
Los males menores, 1993.
martes, 19 de noviembre de 2019
Sección de anuncios. Carlos Almira Picazo.
Solíamos
venir a pasear al río pero hace unos días me soltó cerca del
puente y cometí el error de alejarme. Es un hombre de estatura
mediana, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, de paso lento y
tristón. Si alguien lo ve, le ruego se ponga en contacto
inmediatamente conmigo: voy todas las tardes al río, entre las cinco
y las nueve. Ya me abruman los remordimientos. Llevo un collar de
cuero rojo, chapado con mi nombre.
La llave dorada, 2014.
La llave dorada, 2014.
domingo, 17 de noviembre de 2019
La cena. Augusto Monterroso.
Tuve
un sueño. Estábamos en París participando en el Congreso Mundial
de Escritores. Después de la última sesión, el 5 de junio, Alfredo
Bryce Echenique nos había invitado a cenar en su departamento de 8
bis, 2º piso izquierda, rue Amyot, a Julio Ramón Ribeyro, Miguel
Rojas-Mix, Franz Kafka, Bárbara Jacobs y yo. Como en cualquier gran
ciudad, en París hay calles difíciles de encontrar; pero la rue
Amyot es fácil si uno baja en la estación Monge del Metro y
después, como puede, pregunta por la rue Amyot.
A las diez de la noche, todavía con sol, nos encontrábamos ya todos reunidos, menos Franz, quien había dicho que antes de llegar pasaría a recoger una tortuga que deseaba obsequiarme en recuerdo de la rapidez con que el Congreso se había desarrollado.
Como a las once y cuarto telefoneó para decir que se hallaba en la estación Saint Germain de Prés y preguntó si Monge era hacia Fort d’Aubervilliers o hacia Mairie d’Ivry. Añadió que pensándolo bien hubiera sido mejor usar un taxi. A las doce llamó nuevamente para informar que ya había salido de Monge, pero que antes tomó la salida equivocada y que había tenido que subir 93 escalones para encontrarse al final con que las puertas de hierro plegadizas que dan a la calle Navarre estaban cerradas desde las ocho treinta, pero que había desandado el camino para salir por la escalera eléctrica y que ya venía con la tortuga, a la que estaba dando agua en un café, a tres cuadras de nosotros. Nosotros bebíamos vino, whisky, coca cola y perrier.
A la una llamó para pedir que lo disculpáramos, que había estado tocando en el número 8 y que nadie había abierto, que el teléfono del que hablaba estaba a una cuadra y que ya se había dado cuenta de que el número de la casa no era el 8 sino el 8 bis.
A las dos sonó el timbre de la puerta. El vecino de Bryce, que vive en el mismo 2º piso, derecha, no izquierda, dijo en bata y con cierta alarma que hacía unos minutos un señor había tocado insistentemente en su departamento; que cuando por fin le abrió, ese señor, apenado sin duda por su equivocación y por haberlo hecho levantar, inventó que en la calle tenía una tortuga; que había dicho que iba por ella, y que si lo conocíamos.
La palabra mágica, 1983.
A las diez de la noche, todavía con sol, nos encontrábamos ya todos reunidos, menos Franz, quien había dicho que antes de llegar pasaría a recoger una tortuga que deseaba obsequiarme en recuerdo de la rapidez con que el Congreso se había desarrollado.
Como a las once y cuarto telefoneó para decir que se hallaba en la estación Saint Germain de Prés y preguntó si Monge era hacia Fort d’Aubervilliers o hacia Mairie d’Ivry. Añadió que pensándolo bien hubiera sido mejor usar un taxi. A las doce llamó nuevamente para informar que ya había salido de Monge, pero que antes tomó la salida equivocada y que había tenido que subir 93 escalones para encontrarse al final con que las puertas de hierro plegadizas que dan a la calle Navarre estaban cerradas desde las ocho treinta, pero que había desandado el camino para salir por la escalera eléctrica y que ya venía con la tortuga, a la que estaba dando agua en un café, a tres cuadras de nosotros. Nosotros bebíamos vino, whisky, coca cola y perrier.
A la una llamó para pedir que lo disculpáramos, que había estado tocando en el número 8 y que nadie había abierto, que el teléfono del que hablaba estaba a una cuadra y que ya se había dado cuenta de que el número de la casa no era el 8 sino el 8 bis.
A las dos sonó el timbre de la puerta. El vecino de Bryce, que vive en el mismo 2º piso, derecha, no izquierda, dijo en bata y con cierta alarma que hacía unos minutos un señor había tocado insistentemente en su departamento; que cuando por fin le abrió, ese señor, apenado sin duda por su equivocación y por haberlo hecho levantar, inventó que en la calle tenía una tortuga; que había dicho que iba por ella, y que si lo conocíamos.
La palabra mágica, 1983.
sábado, 16 de noviembre de 2019
La respiración pulmonar. Juan José Millás.
Al segundo día, mientras regresaba a casa en el metro, sintió que en el vagón no había aire suficiente, o que estaba muy viciado, y tuvo que salir tres o cuatro estaciones antes de la suya. Era consciente, segundo a segundo, de su respiración, hasta el punto, aseguraba, de que si dejaba de pensar en ella, dejaba de respirar. Sobra decir que apenas dormía por miedo a asfixiarse y que empezó a utilizar por su cuenta y riesgo un broncodilatador del que se servía sin medida alguna. Su carta tenía un poder de sugestión increíble, pues mientras la leía yo mismo notaba que me faltaba el aire si dejaba de pensar en los movimientos de los pulmones. De otro lado, describía muy bien sus noches angustiosas en la cocina de su casa, observando atentamente su respiración y los números luminosos del microondas. Aunque su marido y sus hijos le preguntaban si le ocurría algo, ya que tenía cara de susto todo el rato, ella lo achacaba a las jaquecas.
Esa noche soñé que si no respondía a aquella carta agobiante, moriría asfixiado. Soy un poco supersticioso, de modo que decidí escribir a la mujer dándole unos consejos de trámite, para aliviar mi mala conciencia. Lo curioso es que mientras el bolígrafo se deslizaba por la cuartilla, mi respiración mejoraba de manera notable. Me pareció increíble que, habiendo respirado toda la vida, no me hubiera dado cuenta hasta aquel instante de lo importante que era hacerlo bien. El aire se había convertido de súbito en un producto de gourmet. A veces, me detenía a respirar como el que hace un alto en su trabajo para tomar una copa de cava con un montado de caviar.
Eché la carta al correo y ahí quedó la cosa. A los pocos días me olvidé de la mujer y volví a respirar de forma rutinaria. Pasados unos meses. recibí a través de la revista la carta de un hombre que se identificaba como el marido de aquella mujer. Me contaba que su esposa había muerto de un enfisema pulmonar y que al recoger sus cosas había visto mi carta entre sus pertenencias. Me agradecía los “consejos pulmonares” que le había dado a su mujer y me enviaba también, absurdamente, una fotografía de ella. Calculé que tendría unos treinta años. Su rostro era afilado y enormemente atractivo. Se trata de una foto de carné, con la marca de un sello, como si hubiera sido arrancada del pasaporte o de un documento semejante. La mujer estaba seria y tenía los labios entreabiertos en una expresión de ansiedad.
Lo suyo hubiera sido que me desprendiera de la fotografía, y de la carta, pero un movimiento supersticioso me obligó a guardarla en una caja donde meto las cosas que no me interesan, pero de las que me da miedo desprenderme. A veces, me venía a la memoria la expresión “consejos pulmonares” de aquel hombre y notaba en la boca un gusto raro, como el que siento en el mercado al pasar por delante de la casquería. Escribí varios artículos sobre la respiración pulmonar para ver si se me quitaba la idea de la cabeza y lo cierto es que con el tiempo me olvidé de la mujer, de su marido y de los pulmones.
Un año o dos más tarde, revisando papeles antiguos para hacer una limpia, tropecé con la fotografía de la mujer. No me atrevía a tirarla, pero tampoco quería dejarla en la caja de las cosas que asustan, de modo que le hice un hueco en el álbum familiar. Hace unos días mi mujer estaba ordenando las fotos de nuestro último viaje y descubrió la de la mujer que no respiraba bien. “Quién es esta”, preguntó. “No tengo ni idea”, dije. Tras contemplarla unos segundos, la dejó dentro del álbum, por si fuera alguien.
viernes, 15 de noviembre de 2019
Regla de oro. Etgar Keret.
Por lo general, no nos besamos en público. Cecile, a pesar de todo
lo guay que es, los escotes que lleva y su fuerte carácter de
pelirroja, no deja de ser una rematada tímida. Y yo soy de esos que
se fijan mucho en todo lo que pasa a su alrededor y que nunca
consiguen olvidarse de dónde están. Pero la verdad es que aquella
mañana sí lo conseguí y de repente Cecile y yo nos encontramos
besándonos y abrazándonos sentados a la mesa de un café, como una
pareja de estudiantes de instituto que intenta hacerse con un poco de
intimidad en un lugar público.
Cuando Cecile se fue al lavabo me terminé el café de un trago. El resto del tiempo lo aproveché para arreglarme un poco la ropa y ordenar las ideas.
—Eres un hombre con suerte —oí una voz con un fuerte acento de Texas a mi mismísimo lado.
Volví la cabeza. En la mesa contigua había un hombre mayor con una gorra de béisbol. Todo ese rato que nos habíamos estado besando él había estado allí, hubiese podido tocarnos con sólo alargar la mano, y nosotros habíamos jadeado y gemido casi sobre su beicon y su huevo revuelto sin tan siquiera darnos cuenta de su presencia. Resultaba realmente desconcertante, pero no había manera de disculparse sin empeorar las cosas todavía más. Así que me limité a sonreírle y a asentir con la cabeza.
—No, de veras —continuó el viejo—, es muy raro conseguir conservar el amor después de casados. Normalmente, en cuanto la gente se casa, eso, sencillamente, desaparece.
—Como usted ha dicho —seguí sonriendo—, soy un hombre con suerte.
—Yo también —se rió el viejo, y alzó la mano con la alianza de boda—, yo también. Llevamos juntos cuarenta y dos años y ni tan siquiera hay asomo de desaliento. Mira, por mi trabajo me veo obligado a volar muchísimo y cada vez que me separo de ella, te lo digo, me entran ganas de llorar.
—Cuarenta y dos años —le dije dejando escapar un educado silbido de admiración—, debe de ser una mujer muy especial.
—Sí —lo corroboró el viejo.
Vi que dudaba si sacar una foto o no y me sentí aliviado cuando renunció a la idea. La situación se estaba volviendo cada vez más incómoda, a pesar de que estaba más que claro que su intención era buena.
—Tengo tres reglas —sonrió el viejo—, tres reglas de oro que me ayudan a mantener vivo nuestro amor. ¿Quieres oírlas?
—Pues claro que quiero —le dije, mientras le hacía señas a la camarera para que me trajera otro café.
—Primera regla —habló el viejo blandiendo un dedo en el aire—: todos los días intento encontrar algo nuevo que me guste de ella, aunque sea un detalle muy pequeño, ya sabes, la manera que tiene de contestar al teléfono, la forma que tiene de elevar la voz cuando simula no entender lo que digo y cosas por el estilo.
—¿Todos los días? —me admiré yo—. ¡Eso tiene que ser muy difícil!
—No tanto —se rio el viejo—, todo es ponerse a ello. Segunda regla: cada vez que veo a nuestros hijos, y ahora también a nuestros nietos, me digo a mí mismo que la mitad del amor que siento por ellos lo siento en realidad por ella. Porque la mitad de ellos son ella. Y última regla —siguió enumerando cuando Cecile, que ya volvía del lavabo, se sentó a mi lado—: cuando vuelvo de un viaje siempre le traigo un regalo a mi mujer. Aunque solamente me haya ido por un día.
Asentí con la cabeza y le dije que lo recordaría. Cecile nos miraba a los dos algo confusa porque yo no soy precisamente el tipo de persona que entabla conversación en un sitio público con un desconocido, y el viejo, que por lo visto se dio cuenta de ello, se puso de pie dispuesto a marcharse. Se tocó el ala del sombrero y me dijo:
—No cambies.
A continuación le hizo una pequeña reverencia a Cecile y se fue.
—¿Mi mujer? —se rió por lo bajo Cecile haciendo una mueca—. ¿No cambies?
—Olvídalo —le dije acariciándole la mano—, es que ha visto mi alianza de boda.
—Ah... —dijo Cecile dándome un beso en la mejilla—, tenía un aspecto un poco raro.
En el vuelo de vuelta a Israel estuve solo, tres asientos para mí, pero como de costumbre no pude dormir.
Pensé en el negocio con esa compañía suiza con la que no estaba muy seguro de que fuera a cuajar el acuerdo, y en la Play Station que le había comprado a Roí con el mando inalámbrico y todo. Y al pensar en Roí intenté recordar todo el rato que la mitad de mi amor por él era en realidad por Mira, y después intenté pensar en algún detalle que me gustara de ella, esa cara que pone como de indiferencia cuando me pesca en una mentira. Hasta le compré un regalo en el Duty Free del avión, un perfume francés nuevo que la joven y sonriente azafata dijo que ahora todos compran y que incluso ella usa.
—Compruébalo tú mismo —dijo la azafata y me tendió el bronceado dorso de la mano—, ¿no huele divino?
Y la verdad es que la mano le olía maravillosamente bien.
Un hombre sin cabeza, 2011.
Cuando Cecile se fue al lavabo me terminé el café de un trago. El resto del tiempo lo aproveché para arreglarme un poco la ropa y ordenar las ideas.
—Eres un hombre con suerte —oí una voz con un fuerte acento de Texas a mi mismísimo lado.
Volví la cabeza. En la mesa contigua había un hombre mayor con una gorra de béisbol. Todo ese rato que nos habíamos estado besando él había estado allí, hubiese podido tocarnos con sólo alargar la mano, y nosotros habíamos jadeado y gemido casi sobre su beicon y su huevo revuelto sin tan siquiera darnos cuenta de su presencia. Resultaba realmente desconcertante, pero no había manera de disculparse sin empeorar las cosas todavía más. Así que me limité a sonreírle y a asentir con la cabeza.
—No, de veras —continuó el viejo—, es muy raro conseguir conservar el amor después de casados. Normalmente, en cuanto la gente se casa, eso, sencillamente, desaparece.
—Como usted ha dicho —seguí sonriendo—, soy un hombre con suerte.
—Yo también —se rió el viejo, y alzó la mano con la alianza de boda—, yo también. Llevamos juntos cuarenta y dos años y ni tan siquiera hay asomo de desaliento. Mira, por mi trabajo me veo obligado a volar muchísimo y cada vez que me separo de ella, te lo digo, me entran ganas de llorar.
—Cuarenta y dos años —le dije dejando escapar un educado silbido de admiración—, debe de ser una mujer muy especial.
—Sí —lo corroboró el viejo.
Vi que dudaba si sacar una foto o no y me sentí aliviado cuando renunció a la idea. La situación se estaba volviendo cada vez más incómoda, a pesar de que estaba más que claro que su intención era buena.
—Tengo tres reglas —sonrió el viejo—, tres reglas de oro que me ayudan a mantener vivo nuestro amor. ¿Quieres oírlas?
—Pues claro que quiero —le dije, mientras le hacía señas a la camarera para que me trajera otro café.
—Primera regla —habló el viejo blandiendo un dedo en el aire—: todos los días intento encontrar algo nuevo que me guste de ella, aunque sea un detalle muy pequeño, ya sabes, la manera que tiene de contestar al teléfono, la forma que tiene de elevar la voz cuando simula no entender lo que digo y cosas por el estilo.
—¿Todos los días? —me admiré yo—. ¡Eso tiene que ser muy difícil!
—No tanto —se rio el viejo—, todo es ponerse a ello. Segunda regla: cada vez que veo a nuestros hijos, y ahora también a nuestros nietos, me digo a mí mismo que la mitad del amor que siento por ellos lo siento en realidad por ella. Porque la mitad de ellos son ella. Y última regla —siguió enumerando cuando Cecile, que ya volvía del lavabo, se sentó a mi lado—: cuando vuelvo de un viaje siempre le traigo un regalo a mi mujer. Aunque solamente me haya ido por un día.
Asentí con la cabeza y le dije que lo recordaría. Cecile nos miraba a los dos algo confusa porque yo no soy precisamente el tipo de persona que entabla conversación en un sitio público con un desconocido, y el viejo, que por lo visto se dio cuenta de ello, se puso de pie dispuesto a marcharse. Se tocó el ala del sombrero y me dijo:
—No cambies.
A continuación le hizo una pequeña reverencia a Cecile y se fue.
—¿Mi mujer? —se rió por lo bajo Cecile haciendo una mueca—. ¿No cambies?
—Olvídalo —le dije acariciándole la mano—, es que ha visto mi alianza de boda.
—Ah... —dijo Cecile dándome un beso en la mejilla—, tenía un aspecto un poco raro.
En el vuelo de vuelta a Israel estuve solo, tres asientos para mí, pero como de costumbre no pude dormir.
Pensé en el negocio con esa compañía suiza con la que no estaba muy seguro de que fuera a cuajar el acuerdo, y en la Play Station que le había comprado a Roí con el mando inalámbrico y todo. Y al pensar en Roí intenté recordar todo el rato que la mitad de mi amor por él era en realidad por Mira, y después intenté pensar en algún detalle que me gustara de ella, esa cara que pone como de indiferencia cuando me pesca en una mentira. Hasta le compré un regalo en el Duty Free del avión, un perfume francés nuevo que la joven y sonriente azafata dijo que ahora todos compran y que incluso ella usa.
—Compruébalo tú mismo —dijo la azafata y me tendió el bronceado dorso de la mano—, ¿no huele divino?
Y la verdad es que la mano le olía maravillosamente bien.
Un hombre sin cabeza, 2011.
miércoles, 13 de noviembre de 2019
El sueño de María. María Elena Lorenzin.
Aburrida
de tanta paz celestial, la Virgen María coge el nuevo Diccionario
Salamanca de la Lengua Española. Lo abre en la letra M. Allí
encuentra: "María s.f. 1. coloquial; peyorativo. Mujer
sencilla, de poco nivel cultural: "El mercado estaba lleno de
marías". Sin. maruja 2. coloquial, peyorativo. Asignatura de
poca importancia o fácil de aprobar. 3. Coloquial. Tipo de galleta
redonda y plana. 4. Jergal. Marihuana". La Virgen cierra el
diccionario. Abre su laptop, se enchufa a Internet y le manda un
e-mail al Director. Se desconoce el contenido del correo mariano,
pero es probable que en una nueva edición del diccionario figure
alguna rectificación.
martes, 12 de noviembre de 2019
Cocina rápida. José Luis Zárate.
Prisas.
Prisas. 12 Invitados. Miró su reloj. Se había hartado de comer
sola, por ello esta cena. Pero el tiempo, el maldito tiempo. Leyó
las instrucciones. Sopa.
Tres cubitos. Añadir agua. Menos mal que se auto calentaba. Pollo. Sacó el paquete. Marcó en el formateador: Pierna y Muslo. En cocción frito. ¿Qué más? Frutas. No debía olvidar las frutas. Sacó los tubos de 100% natural y los exprimió en el plato. Sonrió. Todo iba a salir bien.
Faltaba algo... ¿qué? Estuvo a punto de abandonar la cocina cuando se acordó.
Que tonta. Añadió los invitados en polvo al hidratador, marcó 12 y mientras estaban listos se fue a vestir...
Tres cubitos. Añadir agua. Menos mal que se auto calentaba. Pollo. Sacó el paquete. Marcó en el formateador: Pierna y Muslo. En cocción frito. ¿Qué más? Frutas. No debía olvidar las frutas. Sacó los tubos de 100% natural y los exprimió en el plato. Sonrió. Todo iba a salir bien.
Faltaba algo... ¿qué? Estuvo a punto de abandonar la cocina cuando se acordó.
Que tonta. Añadió los invitados en polvo al hidratador, marcó 12 y mientras estaban listos se fue a vestir...
domingo, 10 de noviembre de 2019
En el bosque. Juan Armando Epple.
La
Abuela encuentra al Leñador oculto entre las sábanas y lo
interpela: ¿qué buscas aquí, viejo libidinoso, disfrazado de
Lobo?
El Lobo le responde: lo mismo que tú, vieja curiosa, disfrazada con esa ridícula capa de niñita.
Con tinta sangre, 2004.
El Lobo le responde: lo mismo que tú, vieja curiosa, disfrazada con esa ridícula capa de niñita.
Con tinta sangre, 2004.
sábado, 9 de noviembre de 2019
Jardín de infancia. Naguib Mahfuz.
-Papá…
-¿Qué?
-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.
-Claro, mujer, porque es tu amiga.
-En clase… en el recreo… a la hora de comer…
-Estupendo… es una niña buena y juiciosa.
-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra.
Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también:
-Sí… pero sólo en la clase de religión…
-¿Y por qué, papá?
-Porque tú eres de una religión y ella de otra.
-Pero, ¿por qué, papá?
-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.
-¿Y por qué, papá?
-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás…
-No, ¡soy mayor!
-No, eres pequeña, cariñito…
-¿Y por qué soy musulmana?
Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:
-Porque papá es musulmán… mamá es musulmana…
-¿Y Nadia?
-Porque su papá es cristiano y su mamá también…
-¿Porque su papá lleva gafas?
-No… Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y…
Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó:
-¿Cuál es mejor?
Dudó un momento antes de contestar:
-Las dos…
-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!
-Es que las dos lo son.
-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia?
-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá…
-¿Y por qué?
Francamente: la pedagogía moderna es tiránica.
-¿Por qué no esperas a ser mayor?
-No. ¡Ahora!
-Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana.
-¿Nadia tiene mal gusto?
Dios te confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de todas las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella.
-Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá…
-¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?
Salió al paso:
-Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios.
-¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra?
-Porque ella lo adora de una manera y tú de otra.
-¿Y cuál es la diferencia, papá?
-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que el Islam y el Cristianismo adoran a Dios.
-¿Y quién es Dios, papá?
Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones:
-¿Qué os ha dicho Abla?
-Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá?
Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego:
-Es el Creador del mundo.
-¿De todo?
-De todo.
-¿Qué quiere decir Creador, papá?
-Quiere decir que lo ha hecho todo.
-¿Cómo, papá?
-Con su sumo poder.
-¿Y dónde vive?
-En todo el mundo.
-¿Y antes del mundo?
-Arriba…
-¿En el cielo?
-Sí…
-Quiero verlo.
-No se puede.
-¿Ni en la televisión?
-No.
-¿Y no lo ha visto nadie?
-Nadie.
-¿Y por qué sabes que está arriba?
-Porque sí.
-¿Quién adivinó que estaba arriba?
-Los profetas.
-¿Los profetas?
-Sí, como nuestro profeta Mahoma.
-¿Y cómo, papá?
-Por una gracia especial.
-¿Tenía Mahoma los ojos muy grandes?
-Sí.
-¿Y por qué, papá?
-Porque Dios lo creó así.
-¿Y por qué, papá?
Contestó tratando de no perder la paciencia:
-Porque puede hacer lo que quiera…
-¿Y cómo dices que es?
-Muy grande, muy fuerte, todo lo puede…
-¿Como tú, papá?
Contestó disimulando una sonrisa:
-No se puede comparar.
-¿Y por qué vive arriba?
-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo.
Se distrajo un momento, pero volvió:
-Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra.
-No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes.
-Y también me ha dicho que la gente lo mató.
-No, está vivo, no ha muerto.
-Pues Nadia me ha dicho que lo mataron.
-Qué va, cariño, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo.
-¿El abuelo también está vivo?
-No, el abuelo murió.
-¿Lo han matado?
-No, se murió.
-¿Cómo?
-Se puso enfermo y se murió.
-Entonces ¿mi hermana va a morirse?
Frunció las cejas y contestó, advirtiendo un movimiento de reproche por parte de la madre:
-Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere…
-¿Por qué se murió entonces el abuelo?
-Porque cuando se puso enfermo era ya mayor.
-¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto!
La madre lo miró enfadada. Luego, intranquila, pasó la vista de uno a otra. Él dijo:
-Nos morimos cuando Dios lo dispone.
-¿Y por qué dispone Dios que nos muramos?
-Porque es libre de hacer lo que quiere.
-¿Es bonito morirse?
-Qué va, mi vida.
-¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita?
-Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno.
-Pero tú acabas de decir que no lo es.
-Me he equivocado, querida.
-¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué no te habías muerto?
-Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera.
-¿Y por qué no, papá?
-Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva.
-¿Y por qué, papá?
-Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos.
-¿Y por qué no nos quedamos siempre?
-Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra.
-¿Y dejamos todas las cosas buenas?
-Sí, por otras mucho mejores.
-¿Dónde están?
-Arriba.
-¿Con Dios?
-Sí.
-¿Y lo veremos?
-Sí.
-¿Y eso es bonito?
-Claro.
-Entonces, ¡vámonos!
-Pero aún no hemos hecho todas las cosas buenas.
-¿El abuelo las había hecho?
-Sí.
-¿Cuáles?
-Construir una casa, plantar un jardín…
-¿Y qué había hecho el primo Totó?
Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego contestó:
-Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse…
-Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas…
-Es que él ha nacido anormal.
-¿Y cuándo va a morirse?
-Cuando Dios quiera.
-¿Aunque no haga cosas buenas?
-Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno.
Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó:
-¡Yo quiero estar siempre con Nadia!
La miró inquisitivo y ella declaró:
-¡En la clase de religión también!
Se rio estrepitosamente, la madre también rio, él dijo bostezando:
-Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel…
Habló la mujer:
-Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades.
Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.
-¿Qué?
-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.
-Claro, mujer, porque es tu amiga.
-En clase… en el recreo… a la hora de comer…
-Estupendo… es una niña buena y juiciosa.
-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra.
Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también:
-Sí… pero sólo en la clase de religión…
-¿Y por qué, papá?
-Porque tú eres de una religión y ella de otra.
-Pero, ¿por qué, papá?
-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.
-¿Y por qué, papá?
-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás…
-No, ¡soy mayor!
-No, eres pequeña, cariñito…
-¿Y por qué soy musulmana?
Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:
-Porque papá es musulmán… mamá es musulmana…
-¿Y Nadia?
-Porque su papá es cristiano y su mamá también…
-¿Porque su papá lleva gafas?
-No… Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y…
Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó:
-¿Cuál es mejor?
Dudó un momento antes de contestar:
-Las dos…
-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!
-Es que las dos lo son.
-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia?
-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá…
-¿Y por qué?
Francamente: la pedagogía moderna es tiránica.
-¿Por qué no esperas a ser mayor?
-No. ¡Ahora!
-Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana.
-¿Nadia tiene mal gusto?
Dios te confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de todas las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella.
-Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá…
-¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?
Salió al paso:
-Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios.
-¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra?
-Porque ella lo adora de una manera y tú de otra.
-¿Y cuál es la diferencia, papá?
-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que el Islam y el Cristianismo adoran a Dios.
-¿Y quién es Dios, papá?
Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones:
-¿Qué os ha dicho Abla?
-Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá?
Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego:
-Es el Creador del mundo.
-¿De todo?
-De todo.
-¿Qué quiere decir Creador, papá?
-Quiere decir que lo ha hecho todo.
-¿Cómo, papá?
-Con su sumo poder.
-¿Y dónde vive?
-En todo el mundo.
-¿Y antes del mundo?
-Arriba…
-¿En el cielo?
-Sí…
-Quiero verlo.
-No se puede.
-¿Ni en la televisión?
-No.
-¿Y no lo ha visto nadie?
-Nadie.
-¿Y por qué sabes que está arriba?
-Porque sí.
-¿Quién adivinó que estaba arriba?
-Los profetas.
-¿Los profetas?
-Sí, como nuestro profeta Mahoma.
-¿Y cómo, papá?
-Por una gracia especial.
-¿Tenía Mahoma los ojos muy grandes?
-Sí.
-¿Y por qué, papá?
-Porque Dios lo creó así.
-¿Y por qué, papá?
Contestó tratando de no perder la paciencia:
-Porque puede hacer lo que quiera…
-¿Y cómo dices que es?
-Muy grande, muy fuerte, todo lo puede…
-¿Como tú, papá?
Contestó disimulando una sonrisa:
-No se puede comparar.
-¿Y por qué vive arriba?
-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo.
Se distrajo un momento, pero volvió:
-Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra.
-No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes.
-Y también me ha dicho que la gente lo mató.
-No, está vivo, no ha muerto.
-Pues Nadia me ha dicho que lo mataron.
-Qué va, cariño, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo.
-¿El abuelo también está vivo?
-No, el abuelo murió.
-¿Lo han matado?
-No, se murió.
-¿Cómo?
-Se puso enfermo y se murió.
-Entonces ¿mi hermana va a morirse?
Frunció las cejas y contestó, advirtiendo un movimiento de reproche por parte de la madre:
-Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere…
-¿Por qué se murió entonces el abuelo?
-Porque cuando se puso enfermo era ya mayor.
-¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto!
La madre lo miró enfadada. Luego, intranquila, pasó la vista de uno a otra. Él dijo:
-Nos morimos cuando Dios lo dispone.
-¿Y por qué dispone Dios que nos muramos?
-Porque es libre de hacer lo que quiere.
-¿Es bonito morirse?
-Qué va, mi vida.
-¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita?
-Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno.
-Pero tú acabas de decir que no lo es.
-Me he equivocado, querida.
-¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué no te habías muerto?
-Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera.
-¿Y por qué no, papá?
-Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva.
-¿Y por qué, papá?
-Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos.
-¿Y por qué no nos quedamos siempre?
-Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra.
-¿Y dejamos todas las cosas buenas?
-Sí, por otras mucho mejores.
-¿Dónde están?
-Arriba.
-¿Con Dios?
-Sí.
-¿Y lo veremos?
-Sí.
-¿Y eso es bonito?
-Claro.
-Entonces, ¡vámonos!
-Pero aún no hemos hecho todas las cosas buenas.
-¿El abuelo las había hecho?
-Sí.
-¿Cuáles?
-Construir una casa, plantar un jardín…
-¿Y qué había hecho el primo Totó?
Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego contestó:
-Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse…
-Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas…
-Es que él ha nacido anormal.
-¿Y cuándo va a morirse?
-Cuando Dios quiera.
-¿Aunque no haga cosas buenas?
-Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno.
Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó:
-¡Yo quiero estar siempre con Nadia!
La miró inquisitivo y ella declaró:
-¡En la clase de religión también!
Se rio estrepitosamente, la madre también rio, él dijo bostezando:
-Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel…
Habló la mujer:
-Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades.
Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.
viernes, 8 de noviembre de 2019
En el olvido. Nélida Magdalena González de Tapia.
Nos
llaman los malditos sin ninguna razón. Por las noches, a la misma
hora, todos salimos a visitar nuestros antiguos hogares. Nos sentimos
desilusionados, nuestras moradas están totalmente abandonadas.
Nadie se ocupa de nosotros y ni siquiera piensan que somos parte de su pasado. Cada uno regresa a su antigua residencia y la recorre en busca de un poco de amor. Nos presienten y se asustan. Nosotros no queremos atemorizarlos, queremos su compañía y su amor.
A veces, cuando nos reunimos al regresar, nos preguntamos si realmente existió algún afecto. Pero nadie encuentra respuesta. Recorremos durante la noche todo aquello que nos hizo feliz, nuestros lugares favoritos y aquello que la vida nos dio y que perdimos.
No entendemos tanta desidia, hicimos todo lo que pudimos y dimos todo lo que estaba a nuestro alcance. Pero por lo visto no alcanzó, no fue suficiente para ellos.
¿Nosotros somos los malditos porque queremos estar con ellos? No tenemos la culpa de estar en el lugar que estamos, ni tampoco de que nos intuyan y sientan un temor inexplicable.
Volvemos a nuestro lugar antes del amanecer, muy tristes. Nunca nadie trae una buena noticia, solamente compartimos los comentarios que escuchamos maldiciendo nuestra presencia.
Somos almas abandonadas, que deambulan en la noche, pero como dije antes no somos nosotros los malditos. Nos dejaron tirados en una fosa y se olvidaron. Nosotros los fantasmas pedimos un poco de cariño y que alguna vez alguien nos lleve una flor silvestre para poder descansar en paz, pensando que algún ser nos tuvo afección.
Internacional Microcuentista, 2011.
Nadie se ocupa de nosotros y ni siquiera piensan que somos parte de su pasado. Cada uno regresa a su antigua residencia y la recorre en busca de un poco de amor. Nos presienten y se asustan. Nosotros no queremos atemorizarlos, queremos su compañía y su amor.
A veces, cuando nos reunimos al regresar, nos preguntamos si realmente existió algún afecto. Pero nadie encuentra respuesta. Recorremos durante la noche todo aquello que nos hizo feliz, nuestros lugares favoritos y aquello que la vida nos dio y que perdimos.
No entendemos tanta desidia, hicimos todo lo que pudimos y dimos todo lo que estaba a nuestro alcance. Pero por lo visto no alcanzó, no fue suficiente para ellos.
¿Nosotros somos los malditos porque queremos estar con ellos? No tenemos la culpa de estar en el lugar que estamos, ni tampoco de que nos intuyan y sientan un temor inexplicable.
Volvemos a nuestro lugar antes del amanecer, muy tristes. Nunca nadie trae una buena noticia, solamente compartimos los comentarios que escuchamos maldiciendo nuestra presencia.
Somos almas abandonadas, que deambulan en la noche, pero como dije antes no somos nosotros los malditos. Nos dejaron tirados en una fosa y se olvidaron. Nosotros los fantasmas pedimos un poco de cariño y que alguna vez alguien nos lleve una flor silvestre para poder descansar en paz, pensando que algún ser nos tuvo afección.
Internacional Microcuentista, 2011.