lunes, 30 de marzo de 2020

La tía Eloísa. Ángeles Mastretta.

Desde muy joven la tía Eloísa tuvo a bien declararse atea. No le fue fácil dar con un marido que estuviera de acuerdo con ella, pero buscando, encontró un hombre de sentimientos nobles y maneras suaves, al que nadie le había amenazado la infancia con asuntos como el temor a Dios.
Ambos crecieron a sus hijos sin religión, bautismo ni escapularios. Y los hijos crecieron sanos, hermosos y valientes, a pesar de no tener detrás la tranquilidad que otorga saberse protegido por la Santísima Trinidad.
Sólo una de las hijas creyó necesitar del auxilio divino y durante los años de su tardía adolescencia buscó auxilio en la iglesia anglicana. Cuando supo de aquel Dios y de los himnos que otros le entonaban, la muchacha quiso convencer a la tía Eloísa de cuán bella y necesaria podía ser aquella fe.
Ay, hija —le contestó su madre, acariciándola mientras hablaba—, si no he podido creer en la verdadera religión ¿cómo se te ocurre que voy a creer en una falsa?

Mujeres de ojos grandes, 1990.
 

domingo, 29 de marzo de 2020

La senda. Khalil Gibrán.

Una mujer y su hijo vivían entre las colinas; este era su primer y único hijo.
El niño murió de una fiebre mientras el médico lo vigilaba.
La madre, destruida por la tristeza, gritó al médico:
-Dime, dime, ¿qué es lo que hizo aquietar su fortaleza y silenciar su canción?
Y el médico respondió:
-Fue la fiebre.
Y la madre dijo:
-¿Qué es la fiebre?
Y también el médico respondió:
-No puedo explicártelo. Es algo infinitamente pequeño que visita el cuerpo y que no podemos ver con nuestros ojos humanos.
Luego el médico se fue y ella continuó repitiendo para sí:
-Algo infinitamente pequeño que no podemos ver con nuestros ojos humanos.
Por la tarde el sacerdote llegó para consolarla. Y ella lloró y gritó diciendo:
-¡Oh! ¿Por qué he perdido a mi hijo, mi único hijo, mi primer hijo?
Y el sacerdote respondió:
-Hija mía, es la voluntad de Dios.
-¿Qué es Dios y dónde está Dios? -preguntó entonces la mujer-. Quiero ver a Dios y rasgarme el pecho delante de Él y hacerme brotar sangre de mi corazón a sus pies. Dime dónde encontrarlo.
-Dios es infinitamente grande -contestó el sacerdote-. No puede ser visto con nuestros ojos humanos.
-¡Lo infinitamente pequeño asesinó a mi hijo por voluntad de lo infinitamente grande! -gritó la mujer-. Dime, ¿qué somos nosotros?
En ese momento entró la madre de la mujer con el sudario para el niño muerto, y oyó las palabras del sacerdote y el llanto de su hija. Depositó el sudario y tomó entre sus manos la mano de su hija y le dijo:
-Hija mía, nosotros mismos somos lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, y somos la senda entre ambos.

El vagabundo, 1976.
 

sábado, 28 de marzo de 2020

Helicón. Cristina Fernández Cubas.

Si la memoria no me engaña y puedo considerarme aún un hombre cuerdo, con la normal capacidad para interpretar los signos del calendario y del reloj, precisaré que fue hace diez días y nueve horas exactamente cuando cometí el error.
El error, la torpeza, el desatino, pueden parecer nimios y excusables. Pero no lo son, y de poco me ha servido, en este fin de semana de absoluto retiro, achacar la culpa a otros, a los amigos, al azar, al temible helicón (del que hablaré luego) o a cierta irritante familiaridad que se crea en los bares. Porque el hecho es que conocí a Ángela, Ángela me gustó, y en lugar de invitarla a un lugar cualquiera, un café confortable y anodino, no se me ocurrió nada mejor que llevarla al menos anónimo de los antros: el bar en el que no me hace falta quedar con antelación para encontrarme con mi gente. Sí, digo bien, mi gente. Esa gente que sabe -o por lo menos cree saber lo suficiente acerca de uno mismo como para, con la mayor naturalidad, hablar más de la cuenta en el momento menos oportuno. Pero, como he dicho antes, les excuso. La culpa es mía, sólo mía y de mi timidez, quise llevar a Ángela al altillo del Griffith, el bar de encima de un cine en el que me reúno con mi gente, para demostrarle tal vez un par de cosas. Primero, que Aureliana, le encargada del local, me conoce. (¡Qué tontería!, podría pensar más de uno. Pero no, sabiendo de mi timidez, no les parecería ninguna tontería.) Ángela, pensé, esta chica fabulosa con la que me acabo de encontrar, se sentirá como en su casa en el bar del Griffith. Aureliana me conoce, sabe lo que bebo, la cantidad exacta de hielo con el whisky, el medio dedo de agua que unas veces necesito y otras no. Y luego aparecerán los amigos, pensé. Pensé en los amigos en abstracto y pensé también: “Me encantará que Ángela conozca a mis amigos y mis amigos a Ángela, después de un tiempo prudencial, cuando hayamos hablado ya de todo lo hablable y se acerque el momento de proponer otra copa en otro lugar, momento en que suelen asaltarme infinidad de dudas e inseguridades”. De modo que llegamos a las once en punto, una hora discreta. Pedí un whisky con hielo y, mientras ella se preguntaba lo que iba a consumir, me propuse interrogarla sobre su vida, sobre su trabajo, sobre cualquier cosa.
-Un batido de plátano -dijo de pronto.
Me disgustó que Ángela no probara el alcohol. Eso ponía las cosas un poco difíciles. Yo diciendo tontería tras tontería, y ella, cada vez más sobria, más nutrida y vitaminada, observándome -observándonos, porque pronto llegarían los amigos- como un juez implacable y justiciero. Me había ocurrido en alguna ocasión y los resultados no podían haber sido más desalentadores. Pensé en aquellos momentos en hacerme con una guía nocturna de granjas y cafeterías, cuando Aureliana se aproximó con un vaso largo de color repulsivo y lo depositó sobre la mesa.
-Está muy cargado -dijo sonriendo.
Ángela no entendió el chiste, tal vez quien no lo entendiera fuese yo o, seguramente, había poco que entender. Pero Aureliana -¿por qué se me habría ocurrido acudir aquella noche al Griffith?- quiso mostrarse encantadora y añadió:
-Me refiero a que he utilizado un plátano doble. Espero que te guste.
A Ángela no le gustó. Aguardó a que Aureliana regresara canturreando a la barra y me miró con una extraña expresión entre divertida y nauseabunda.
-Un plátano gemelo -murmuró-. Ha querido decir plátanos gemelos…
Y enseguida, como accionada por un resorte, empezó a enumerar toda suerte de fenómenos, para ella repugnantes, con los que nos mortificaba la Madre Naturaleza. Primero está el plátano, aquellos plátanos siameses que Aureliana acababa de dejar sobre la mesa en forma de batido. Y ahora recordaba de pronto una ocasión, de pequeña, en el comedor del colegio… La monja le había servido de la cesta una fruta de esas características y ella se negó a probarla, a tocarla, a mirarla siquiera. En el mercado -porque a menudo, me contó era ella quien se encargaba de hacer la compara para la familia- no permitía jamás que le vendieran los productos en bolsas precintadas. Todo lo contrario. Ella misma seleccionaba las piezas una a una -aunque en algunos puestos estuviera prohibido tocar el género y más de una vez hubiera sido reprendida por la vendedora-, no fuera que la monstruosidad apareciera luego en su casa en forma de patata, de tomate, de berenjena… Pero había algo peor. Le había ocurrido hacía muy poco y todavía no podía evocarlo sin estremecerse. (Le ofrecí un sorbito de whisky y Ángela lo bebió como una autómata.) Sí, existían algunos productos contra los que no valían precauciones ni cautelas. Porque el otro día, ese día aciago, acababa de adquirir como siempre una docena de huevos. Y luego, ya en la cocina, cuando se disponía a hacerse una tortilla, no tuvo más remedio que comprobar con horror que aquella inofensiva e nocente cáscara contenía en su interior nada menos que dos yemas. Dos. Exactamente iguales. Repulsiva e insospechadamente iguales.
En aquel mismo instante, supongo, hubiera debido reaccionar, dejar el importe de nuestras consumiciones sobre la mesa y llevarme a Ángela lo más lejos posible de Aureliana y del Griffith. Pero no fui lo suficientemente rápido. Oí mi nombre, me volví y reconocí consternado, a través del cristal, los mitones rojos de Violeta Imbert lanzándome un saludo desde el vestíbulo del cine. Demasiado tarde. Ya Violeta Imbert y Toni Pujol subían a toda prisa el tramo de escaleras que les separaba del bar. Me había puesto pálido. Ángela, para mi desgracia, no se daba cuenta de nada. Miraba hacia el vacío y proseguía impertérrita:
-He dicho “exactamente iguales”. Pero no es del todo cierto. Mientras las dos yemas convivieron en el interior de la cáscara, es decir, toda su vida, estaba condenadas a contemplarse la una en la otra. Una, en cierta forma, era parte de la otra. Y su fin, el lógico fin para el que nacieron, para el que estaban destinadas, parecía todavía más angustioso: fundirse fatalmente en una tortilla, abandonar sus rasgos primigenios -iguales, idénticos, calcados-, entregarse a un abrazo mortal y reparador, y volver a lo que nunca fueron pero tenían que haber sido. Un Algo Único, Indivisible… O, tal vez, todo lo contrario -aquí Ángela bajó misteriosamente el tono-: reproducir, sobre la sartén, su dualidad congénita e inquietante.
No sé si me encogí de hombros, si asentí con la cabeza o si no hice nada en absoluto. Me sentía nervioso.
-Me refiero -continuó poniendo buen cuidado en mediar sus palabras- a que, en lugar de una tortilla, podría haber estado pensando en un huevo frito. Si, ¿por qué no? Un huevo frito. Y entonces las dos yemas hubieran perecido de la misma forma en la que siempre vivieron. Una al lado de la otra. Aprisionadas ahora por la clara. Dos hermanitas vestidas de organdí…
Mis amigos acababan de sentarse en aquel instante. Hice las presentaciones de rigor un poco alterado. Violeta, Toni, Ángela, Marcos… Marcos soy yo. Recurrí a esa estupidez con toda la intención del mundo. Había observado en algunos tímidos -y también en algunos imbéciles- cierta extraña obsesión por presentarse a sí mismos seguida de una media sonrisa de complicidad. En realidad era como decir: “Somos tan amigos...”. O esperar a que los otros añadiera: “Mucho gusto. ¡Quién lo iba a sospechar!”. Me daba igual que Violeta o Toni decidieran que me había vuelto idiota; que me hallaba azorado ante la belleza de mi nueva amiga y que intentaba disimular mi torpeza con semejante intervención. Lo único que pretendía era acabar con el amenazante monólogo de Ángela, desviarla cuanto antes del asunto. Y si ellos, los recién llegado, concluían lo que había imaginado antes, mejor que mejor. Violeta se las ingeniaría para dejarnos solos y las cosas no pasarían de ahí. Luego yo me llevaría a Ángela a cualquier discoteca.
-Me parece que interrumpimos -dijo Violeta.
-No, claro que no -intervino Ángela-. Hablábamos de tonterías.
Respiré aliviado. Ángela hurgaba ahora en el interior de su bolso. Supuse que buscaba una polvera, un pintalabios, una agenda… Sacó un recorte de prensa.
-Apareció en el periódico de ayer -dijo- y, no sé por qué, pero… en esta noticia hay algo que me impresiona.
Se caló unas gafas de montura metálica y arrugó la nariz. La encontré mucho más atractiva aún que horas antes, cuando todavía no se me había ocurrido la feliz idea de invitarla al Griffith. Hice un gesto a Aureliana para que me trajera otra copa.
-Veréis -dijo Ángela-, escuchadme. Venía en la sección de sucesos.
Y, acto seguido, me dirigió una mirada, que devolví con una sonrisa, y leyó.


DOS HERMANAS GEMELAS APARECEN MUERTAS EN EL DORMITORIO DE SU CASA. EL SUICIDIO SE PRODUJO HACE SIETE MESES.


Los cadáveres de María Asunción y María de las Mercedes Puig Llofriu presentaban el aspecto de dos momias. Dejé exhausto la copa sobre la mesa.


“...Los cadáveres de María Asunción y María de las Mercedes Puig Llofriu presentaban el aspecto de dos momias cuando, en la mañana de ayer, fueron descubiertas por la policía tras forzar las puertas del piso. Hacía siete meses que no se sabía nada de ellas. Impresos y facturas se amontonaban en el buzón y las ventanas exteriores de la vivienda aparecían cerradas desde entonces. Esos extremos, sin embargo, no habían puesto en guardia a los vecinos. Las gemelas, solteras y de unos cincuenta años de edad, no solían relacionarse con nadie, apenas ventilaban la casa y, en los últimos años, les había sido cortado el suministro de luz y de agua. Todo parece indicar que, incapaces de solventar su penosa situación económica, optaron, a mediados de agosto, por poner fin a sus vidas.”


Bien. Ángela se revelaba un tanto monotemática, era cierto, aunque ese pequeño detalle, en otras circunstancias, tal vez no hubiera dejado de tener su gracia. En otras circunstancias, desde luego. Ahora yo me sentía intranquilo y molesto, deseando con todas mis fuerzas que llegara alguien más, alguien completamente ebrio o alguien con mucho que contar. Un accidente, una película… Que Aureliana, ofendida, recogiera el batido despreciado y, entonces, antes de que se volviera sobre el motivo del rechazo, antes de que regresáramos a las verduras, a las frutas o a las yemas, yo aprovecharía para proponer un cambio, un lugar repleto de gente en el que no pudiésemos hacer otra cosa que beber. Pero Ángela seguía hablando. Acababa de doblar el recorte y se preguntaba en voz alta, con cierta soltura de especialista, por el medio empleado por las gemelas suicidas. ¿Veneno? ¿Corte de venas? ¿Inanición pretendida y constante? En todo caso, lo más probable es que murieran con escasos minutos de diferencia. El término de un ciclo fatal iniciado el mismo día de su nacimiento. La perfecta simetría: dos camas iguales, dos camisones vaporosos y amarillentos… Aunque tampoco resultaba aventurado sospechar que existiera una pequeña, casi imperceptible discrepancia. Porque la vida tenía que haber dejado forzosamente sus huellas en aquellas antiguas muñecas encantadoras, hoy cincuentonas momificadas. Ángela estaba dispuesta a jurar por su honor que no murieron en idéntica posición. Una de ellas -¿María Asunción acaso?-, rígida perfecta, como en el fondo debió de haber sido siempre. La otra -¿María de las Mercedes?-, un tanto más desmadejada y omisa, como nunca pudo dejar de ser… En aquel momento mi amiga se tomó un respiro. Pero tampoco esta vez fui lo suficientemente rápido. Toni soltó una risita de complicidad.
-Habéis estado hablando de Cosme, claro.
No. No habíamos estado hablando de Cosme, ni veía la razón por la que tenía que haberle hablado a Ángela de Cosme. Pero ahora ya no había remedio.
-Cosme es mi hermano -dije sonriendo-. Mi hermano gemelo.
No recuerdo con demasiada precisión lo que sucedió después. Sé que me dediqué a consumir whisky tras whisky mientras Ángela, presa de una sed insaciable, deglutía refresco tras refresco. Todo lo que había temido estaba empezando a ocurrir. Pero Ángela no me miraba con ojos censores e implacables ni parecí ya demasiado interesada en proseguir con su interminable discurso. Violeta Imbert acababa de tomar el mando de la situación. En realidad, ahora me daba cuenta, debía de haberse sentido un tanto inquieta hasta aquel momento. En guardia, al acecho. Como siempre que se trataba de demostrar a un extraño su posición en el grupo de amigos. Violeta nos conocía a todos desde hacía años. Incluso Cosme. Por eso ella, sólo ella, se permitía, sin temor a ofenderme, desvelar las rarezas de mi doble, relatar su secreta afición a las noches sin luna o compadecerse, en un fastidioso tono lastimero, de lo terrible que tenía que resultar para mí el hecho de que mi propio hermano hubiera perdido el juicio. No añadió: “ en cierta forma es como si una parte de Marcos estuviera enloqueciendo...”, pero adiviné enseguida que era eso precisamente lo que estaba pensando Ángela. Yo seguí sonriendo con cara de estúpido, intentando demostrar que me hallaba muy por encima del problema, de problema, hasta que llegaron otros amigos, cambiamos de tema y de bar, y al fin, olvidado de Cosme y de Ángela, y dominado por los vapores del alcohol, alcancé ese punto de brumas envidiable en el que uno ya no sabe si tiene un hermano o tiene cinco porque, para su felicidad, ni tan siquiera se acuerda demasiado de quién es él.
Al día siguiente desperté en mi cuarto con un tremendo dolor de cabeza y, al tiempo, una deliciosa sensación de placidez. Ángela, acostada a mi lado, me observaba con los ojos entreabiertos.
-¿En qué piensas?- preguntó.
No supe decirle en qué estaba pensando. Lo que hubiera podido ocurrir la noche anterior se me aparecía demasiado confuso, enmarañado y enigmático para atreverme a pronunciar palabra. Intenté atar cabos en silencio. Primero, el batido; después, sus precauciones en el mercado; luego…
-La historia de las dos pobres yemas -dije. Y me detuve en seco. Estaba empezando a recordar.
-Angela se incorporó levemente. Su aspecto era tan fresco y descansado como la noche anterior.
-Si es por eso -dijo-, no debes preocuparte. Terminaron bien.
Iba a abrazarme, pero se detuvo. Sus ojos volvieron a perderse en el vacío.
-Me olvidé de la tortilla, de la sartén… y las eché por el fregadero. Una tras otra. Una por el sumidero de la derecha; la otra por el de la izquierda. En ese punto culminante alcanzaron la felicidad. Venció la diferencia, ¿sabes?… Porque una, la primera, pereció burdamente aplastada contra la rejilla. La otra, en cambio, sinuosa, incitante, se deslizó con envidiable elegancia por la tubería.
Después me miró arrobada y acercó sus labios a los mío. Era obvio que, tras aquel desigual desfile de modelos en el fregadero, Ángela veía en mí la reencarnación de la rema B, la sinuosa maniquí del sumidero de la izquierda. Era obvio también que aquella maravillosa mujer que yacía en mi lecho estaba completamente chiflada.


Mi problema, el problema del que había llegado a olvidarme, resurgía de pronto, por obra y gracia de Toni, Violeta y el Griffith -por mi falta de previsión, vaya-, y a mí no me quedaba otra salida que afrontarlo de una vez por todas. Porque nunca he tenido un hermano, menos aún gemelo, ni nadie en la familia que se llame Cosme. La ciudad en la que vivo es grande, lo suficiente como para que los amigos de uno no hayan visto en su vida a los progenitores del otro, a sus tíos, a sus sobrinos, a sus hermanos. Pero también condenadamente pequeña para que a a alguien, a menudo una persona comedida y prudente (no tiene nada que ver), se le escape, en el momento más inesperado, la información inoportuna y nefasta. Sin embargo, no desearía cargar las tintas en detrimento de Toni Pujol. Era casi imposible que , aquella noche, en el Griffith, no terminara diciendo lo que dijo. Ángela se lo había puesto en bandeja, es cierto. Y también, por una vez, excuso a Violeta. Porque ella, de todos los amigos, era la única que se permitía alardear de conocer personalmente a mi familia. Y entonces, ¿cómo iba a permanecer callada cuando Toni acababa de mencionar a Cosme, yo ratificaba con sonrisas de estúpido su existencia, y Ángela nos miraba a todos, ansiosa y radiante (porque Ángela había dejado de hablar para mirarnos a todos, ansiosa y radiante) con la noticia de las gemelas suicidas doblada aún cuidadosamente junto al batido de plátano? Sí, la excuso. Pero sólo por aquella noche. Porque la temible Violeta estaba, al igual que yo, empantanada hasta el fondo en el origen de la historia: el momento fatídico en el que (de eso hará tres o cuatro años) cometí la solemne estupidez de prestarle mis llaves.
Me explicaré. Cuando un hombre entrega las llaves de su piso a una mujer -la réplica de las llaves de su piso, para ser exactos- lo hace con la intención manifiesta de probar ciertos extremos. Amistad, generosidad, confianza… Pero, también, íntimamente convencido de que esa mujer, como contrapartida a tanta amistad, generosidad y confianza, llamará antes a la puerta, avisará a través del interfono, o se tomará el trabajo, por puro formalismo, de utilizar la cabina de la esquina para anunciar su llegada. Nunca alguien como Violeta Imbert. Jamás una mujer como Violeta Imbert… Las dos únicas veces que le rogué que me aguardara en casa, es más, que todo estaba listo para que así sucediera -mi mejor poema sobre la máquina de escribir, la enternecedora carta de de una supuesta admiradora arrugada junto a la papelera, y otras pruebas menores de las cualidades de mi alma-, Violeta se empecinó en esperarme en la tasca de abajo. De poco me sirvió entonces invocar el mal tiempo reinante o la posibilidad de que me demorara. Sólo después, mucho después, cuando ocurrió lo inevitable, comprendería que la actitud de mi amiga no tenía nada de respetuosa o discreta. A violeta le arrebataba irrumpir en las casas a las horas más peregrinas. Como aquel lunes por la mañana, en el que yo la hacía en la facultad o durmiendo plácidamente en el piso de sus padres, y sin embargo estaba allí con los zapatos en una de las manos, el manojo de llaves tintineando en la otra, y una expresión de terror tal que me encontré ante mi asombro acogiendo su presencia con un aullido. Aquel día empezó la pesadilla.
¿Cómo pude incurrir en la insensatez de confiar en Violeta? ¿Cómo no pensé en introducir mi llave en la parte interior de la cerradura o echar por lo menos, la cadena de seguridad? Poco importa. Estas y otras tantas preguntas no me las formularía hasta mucho después del terrible día de autos. Porque lo cierto es que por aquellas fechas yo me sentí aun hombre relativamente feliz, sin interrogantes, sin dudas, y ciertos pasatiempos, a los que me entregaba muy de vez en cuando, no me parecían otra cosa que el encuentro obligado y saludable con uno mismo, la parcela de privacidad absolutamente necesaria para que uno disfrute, por unos momentos, de la insustituible compañía de sí mismo.
¿Tenía algo de raro, de inquietante, de espectacular que me gustara deambular desnudo por el piso? ¿Que dejara transcurrir los días sin darme un baño, observara complacido cómo la cerveza discurría por mi pecho o acumulara basuras y basuras durante semanas? Rotundamente no. Aquéllos no eran sino actos ineludibles y preparatorios, condiciones previas para que se produjera lo que yo deseaba. Porque cuando de algunas dependencias de la casa surgían, primero con timidez, como una breve insinuación, después con ánimo avasallador e implacable, ciertos efluvios putrefactos y pestilentes, cuando mi cuerpo empezaba a presentar el aspecto viscoso y el tacto imposible que me proponía, entonces sabía que había llegado el momento, que el ambiente no podía resultarme más favorecedor, y me disponía, sin mayores treguas ni aplazamientos, a regalarme con una sesión única, incompartible, deliciosamente privada. Mi helicón. El helicón al que antes hice referencia, despertado de su apacible letargo en el armario ropero, majestuoso, reluciente, recuerdo de tantas bandas y orquestas callejeras, admiración en todos los tiempos de los niños del mundo. Y ahora mío. El instrumento más gigantesco y fascinante de todos los desfiles obraba en mi poder, desde hacía ya unos años, adquirido a un chamarilero ignorante, aguardando a que me lo enrollara al cuerpo, lo apoyara en mi hombro y, tomando aliento, me decidiera a jugar con esos bajos amenazadores y sombríos a los que, tan sólo en ciertos estados, había logrado arrancarles lo que me proponía: las tonalidades más burdas, más tétricas, más impensables.
Era un extraño placer al que recurría muy rara vez, cuando notaba llegado el momento, que exigía una aplicada preparación y sobre el que, como he dicho, no me formulaba demasiadas preguntas. Pero ahora sé que era muy semejante a descender a los infiernos; que, sin proponérmelo, los gruñidos que brotaban del helicón, mi propio aspecto, las terribles miasmas que surgían del baño, de la cocina, de la ropa hedionda amontonada en cualquier rincón de la casa, operaban como invocaciones a elementales, a íncubos de la más baja estofa, a poderes de la peor categoría. Y ellos, los invocados, obedeciendo mis secretos mandatos, correteaban de aquí para allá, emborrachándome de delirio y de gozo, de vanidad y de soberbia. Todo esto lo supe de golpe. Supe lo que mi arte tenía de vil, rastrero, impresentable y bochornoso. Y comprendí también por qué después de aquellos trances me sentía renacido, puro, el Marcos amable y tímido que conocían los demás. El Marcos que acababa de regresar de las profundidades del abismo… Lo supe de golpe, he dicho. Cuando la palabra abyección fue la única que me escupieron aquellos ojos redondeados por el espanto, por la vergüenza, por el asco. Violeta me miraba consternada. Había entrado de puntillas en la habitación, tras abrir la puerta del piso con sumo cuidado, después de seguir por el pasillo la llamada de mi música infernal. Y al observarme, al sentirme observado, desnudo, despeinado y pringoso, al aspirar la atmósfera nauseabunda que señoreaba la casa, comprendí por primera vez que abyección era el término exacto, propio e insustituible. Entonces Violeta gritó, y yo, presa del terror frente a mí mismo, me uní como en un espejo a su alarido.
Afortunadamente el terror, la vergüenza ante la vergüenza, no duraron más que algunos segundos. Violeta se apoyó en la jamba de la puerta y me miró con incredulidad. Y yo supe aprovechar aquel instante. Porque no había dicho aún “Marcos...”. Y a juzgar por su expresión, ahora que nos encontrábamos cara a cara, en el más absoluto silencio, no iba a decidirse a pronunciar mi nombre sin acompañarlo de una leve entonación de duda, de interrogante, de burla. Aquello me alarmó todavía más. Antes de que Violeta empezara a comprender, antes de que circulara por el Griffith mi particular interpretación de Jekyll-Hyde, antes de desmayarme o caer de bruces implorando piedad, antes, en fin, de perderme para siempre, una voz gutural, gangosa y desconocida acudió en mi ayuda.
-Marcos no está en casa -grité.
Y luego, algo más tranquilo, añadí:
-Soy su hermano. Y tengo todo el derecho del mundo a saber cómo has llegado hasta aquí.
Este fue mi gran triunfo. El bochorno, la asfixiante vergüenza que me embargaba desde el instante en que me sentí descubierto, acababa de desplazarse hasta la intrusa. Seguía descalza, con los zapatos de tacón en la mano y las llaves tintineando en la otra. Ahora quien estaba en falso era ella, y su delito -su delito mayor- no consistía tanto en haber pasado por alto la existencia de un timbre, sino en sus pies desnudos, deslizantes, en los zapatos delatores que yo miraba fijamente -y ella no podía ocultar ya-, y que se erigían de pronto en la prueba irrefutable de su impudor y osadía. Violeta estaba roja como la grana. En otras circunstancias me hubiera deleitado con la visión. Pero no había tiempo que perder. Avancé unos pasos con resolución; ella retrocedió contrita y balbuceó un ingenuo: “Perdona. Marcos no me había dicho que tenía un hermano”. Y asustada ante lo que acaba de insinuar -lo que corroboraba yo con mis ojos desorbitados-, es decir que a nadie, a nadie normal por lo menos, le gustaría hablar de aquel hermano, dejó caer las llaves sobre una mesa, desapareció por la puerta y bajó los escalones de dos en dos.
Lo demás apenas si tiene importancia: que me duchara con la rapidez del rayo, vistiera ropa limpia y planchada, me perfumara incluso, tomara un taxi y le prometiera al chófer el doble del importe si se saltaba todos los semáforos; que llegara el Griffith segundos antes de que ella lo hiciera o que Violeta me contara consternada lo que acababa de presenciar y omitiera, eso sí, el pequeño detalle de los pies descalzos. Lo único importante es que aquel triste día entre Violeta y yo nos inventamos a Cosme.
Ahora comprendo, con el saber inútil y tardío que suele conceder la distancia, que lo mejor que podía haber hecho era dejar las cosas como estaban. Después de todo, ¿quién no tiene algo que ocultar por mínimo que sea? ¿Quién no ha sido sorprendido alguna vez hablando solo por la calle, contemplándose embelesado frente al espejo o entregándose a astutas discusiones con interlocutores inexistentes? Sí, pero sé también que ellos, sorprendidos, en una inverosímil pero comprensible alteración de valores, recurrirían de buen grado a toda serie de actos reprobables para borrar su falta. No estaba pensando en el asesinato (aunque, en verdad, la muerte accidental de Violeta, en aquellos momentos, me hubiera dejado indiferente), pero sí en paliar con un despliegue de locura mayor aquello que, en resumidas cuentas, no interesaba a nadie más que a mí mismo. Lo cierto es que un buen día me vestí de Cosme -es decir, me puse una gabardina polvorienta y arrugada, un calcetín a cuadros, otro a rayas, y un pastizal de alheña en la cabeza-, y resolví oler a Cosme -no importaba tanto que los otros lo captaran como que yo lo percibiera- y decidí deambular por la ciudad, en una noche sin luna, tal y como, de existir, hubiera hecho Cosme. Pero, aunque la opacidad de las gafas tras las que me ocultaba me hacía, a ratos, tambalearme como un invidente, no vagué a ciegas por cualquier barrio. Mi itinerario tenía una finalidad, un recorrido preciso y un objeto. Dejarme ver a una hora determinada y frente a un lugar concreto. Y enseguida comprobé que había logrado mi propósito. Porque, pese a la deficiente información que me proporcionaban los ojos, no tardé en percatarme del efecto de mi espectral apariencia tras los cristales del Griffith. Tal como había calculado, ahí estaban todos, agrupados ahora en la ventana de nuestra mesa favorita, inmóviles, atónitos, y, aunque nada podía oír, sí adiviné a Violeta, como la maestra de ceremonias que había sido siempre, reafirmar, con mi paso dubitativo y mi aspecto estrambótico, la última de sus increíbles aventuras siniestras: “¿No os lo dije? Es Cosme. Anda buscando a su hermano. Disimulemos. Cosme es un perturbado peligroso”.
Cosme, pues, entró en escena unas cuantas veces. Siempre en lugares puntuales, a horas convenidas. La aptitud fabuladora de Violeta, una cualidad que no había valorado lo suficiente, me ayudó a alcanzar mis objetivos. Pronto me enteré, no sin cierto deleite, de que mi monstruosa réplica no se había contentado con amenazar de palabra a la inocente intrusa. Un amago de estrangulamiento, desgarrones brutales en su delicado traje de seda, y una pasión y un deseo capaces de aterrorizar a la mujer más bregada componían ahora el cuadro de sufrimientos y penalidades por los que había pasado la dulce heroína. Porque si el hermano normal -es decir, Marcos- se sentía, como todos sabían, vigorosamente atraído por los encantos de Violeta, ¿qué no iba a manifestar aquella copia ruin y abyecta, aquel animal desbocado para quien no existía la convención, la moral o el freno a sus instintos? Resultaba gracioso. Violeta se estaba enfangando tanto como yo, y a mí no me quedaba más que dar por zanjado el asunto. Así que interné a Cosme en un sanatorio, condené al helicón al eterno ostracismo en la oscura soledad del armario ropero y me juré a mí mismo que aquellas extrañas sesiones que tanto me alborozaran no volverían a repetirse en la vida. Tampoco, aunque estaba plenamente convencido de lo intachable de mi futura conducta, permitiría en adelante que nadie, ni por asomo, se hiciera con las llaves del piso.
Pero ahora aparecía Ángela. Cuando ya a nadie, ni siquiera en los días de insoportable aburrimiento, se le ocurría interesarse por la salud o las desventuras de Cosme, aparecía Ángela. Y mi nueva amiga, asesorada por la complicidad de Violeta, lograba resucitar un problema que yo creía definitivamente enterrado. Tampoco esta vez, en honor a la verdad, podía culpar íntegramente a la sabuesa de pies descalzos. Ángela, junto a ciertas virtudes innegables, poseía un empecinamiento que todavía no me había atrevido a catalogar. Es cierto que en la tarde que siguió a la noche de nuestro encuentro se cuidó muy bien de mencionar a mi hermano, compadecerse de su suerte o recordar el destino de las ociosas yemas en desigual desfile por el fregadero. Pero su discurso, versara sobre lo que versara -y no me parece casualidad-, se hallaba indefectiblemente plagado de palabras como binomio, dicotomía, dualidad, reflejo, bisección… e incluso fotocopia. Sabía que, a la larga, su desmedida afición al tema podía convertirse en una pesadilla. Y de nuevo debía adelantarme. Pero en esta ocasión no incurriría en errores pasados ni veía motivo suficiente para cargar el resto de mis días con vergüenzas familiares que nunca tuvieron que existir. “En efecto”, podría decirle, “la historia del helicón es cierta. Pero jamás he tenido un hermano.” Y acto seguido, antes de que mis carcajadas la pusieran sobre la pista de la que precisamente la quería desviar, añadiría: “No sabía cómo escarmentar a Violeta, ¿entiendes?”. Sí, la adorable Ángela comprendería de inmediato. Una trampa, una estratagema inaudita para liberarme del acoso y de la asiduidad de una chica molesta. Y después reiríamos los dos. Reiríamos como ahora yo reía. Porque, visto con la debida distancia y al calor de las copas con las que en esos momentos me regalaba en una tabernucha del barrio antiguo, la magnífica interpretación de Cosme decía mucho de mi genialidad, de mi autosuficiencia. Y a Ángela, una auténtica teórica en la materia, no le quedaría otra salida que admirarme sin reservas.
Salí del tugurio tan feliz, sumido en estas o parecidas cavilaciones, que posiblemente, sin reparar en lo avanzado de la hora, debí de proferir un grito de júbilo, cantar, bailar o manifestar de algún modo ostentoso mi alegría. No sé lo que pude hacer. De repente un chorro de agua turbia y de olor nausaebundo cayó sobre mi cabeza y, cuando la alcé, sólo acerté a vislumbrar en cabello cano aguijoneado de bigudíes y una tosca pancarta: RESPETEN EL DESCANSO DE LOS VECINOS. En otra ocasión me hubiese puesto furioso. Pero aquella noche las callejas del barrio antiguo me parecieron de una lógica aplastante. El casco viejo -al que sólo acudía para beber y meditar en soledad- me garantizaban, con sus increíbles garrafones, una ebriedad segura. El casco viejo, por mano de los insomnes vecinos, me devolvía la lucidez. Miré con agradecimiento hacia el balcón del tercer piso donde se agazapaba la viejecita de los bigudíes regodeándose en su obra, deseé de todo corazón las buenas noches al vecindario y me sacudí los restos de acelgas, garbanzos y alubias que resbalaban ahora por mi gabardina. Después, con la intención de rematar mi felicidad a la salud de la incauta Violeta, me encaminé hacia un bar, pero mi imagen, reflejada en el cristal de la puerta, me aconsejó desistir del empeño. No traspasaría el umbral de aquel antro ni, muchísimo menos, cambiaría de barrio y me instalaría en el Grifith. Aquella noche concluiría como empezó, a solas conmigo mismo. Anduve eufórico hasta una avenida, pensé complacido en el baño reparador que me esperaba en casa y llamé a un taxi. El chófer se detuvo a medio metro, pero, al verme, arrancó de nuevo. Tampoco su actitud me alteró lo más mínimo. Aguardaría otro menos escrupuloso o emprendería la marcha a pie. No me importaba. Eché a andar canturreando por lo bajo.
-¡Cosme! -oí al rato. Sonreí. Casualidad, coincidencia, el famoso rey de Roma…
-¡Cosme! -oí de nuevo.
Dejé de cantar e, incrédulo, aminoré el paso.
-Cosme -susurró una voz a pocos centímetros de mi oreja.
No tuve más remedio que volverme, parpadear y retroceder unos pasos para convencerme de que lo que estaba viendo no era una alucinación. Ángela se hallaba junto a mí, sudorosa, despeinada, jadeante.
-Tenía muchas ganas de conocerte -dijo sonriendo.
Y enseguida, sin que yo pudiera hacer otra cosa que mirarla como a una aparición sin darme tiempo a desear fundirme en el asfalto, Ángela me rodeó con sus brazos y aprisionó mi boca con la suya. Ignoro cuánto duró aquel singular secuestro en el que no pude pensar, protestar o respirar siguiera. Pero sí recuerdo con precisión el momento liberador en que ella, con un brillo salvaje en las pupilas, apartó su rostro descompuesto y aflojó la presión de sus brazos en mi cuello.
-Nos veremos pronto -dijo como un susurro-. Te lo prometo.
Y luego, mientras, atónito, me llevaba las manos a los labios sangrantes, ella repitió: “Nos veremos” y, apretando a correr, se perdió en la oscuridad de la noche.


La irritante evidencia de que, una vez más, acababa de meterme en un buen lío no dejó de atormentarme durante las largas horas en las que vanamente intenté conciliar el sueño. Pero,en contra de lo previsible, no amanecí agotado o confundido, sino furioso. De todas las hipótesis barajadas en mi noche insomne sólo dos permanecían incólumes con las primeras luces del día. Era un señal, pensé. Sin lugar a dudas era un señal, me repetí. Porque en esta ocasión, por fin, la ira no iba ya contra mí mismo -contra la incapacidad de conocer los oscuros recovecos de las mujeres, contra el hecho, sin duda inquietante, de que un simple accidente fortuito (un caldo de hortalizas, por ejemplo) bastara para convertirme en Cosme a los ojos de los otros...-, sino contra Ángela. Y su incalificable actitud sólo podía interpretarse de acuerdo con dos supuestos. Supuesto uno: Ángela era el ser más morboso que había conocido en mi vida (y algunos rasgos de su carácter abonaban tal apreciación). Supuesto dos: Ángela era una psicóloga ejemplar, completamente obnubilada por su especialidad, por su inminente tesina (Los gemelos cigóticos, podría llamarse). Y también, para ser sincero, demasiados datos corroboraban esta sospecha. Tanto en la primera hipótesis -que me asustaba ligeramente, he de confesarlo- como en la segunda -que me reducía al humillante papel de conejillo de Indias-, Ángela, de mujer deseada, pasaba a convertirse en mujer odiada, y a su lado, en cambio, Violeta Imbert adquiría de pronto el aspecto de una pastorcilla atontolinada e ingenua. Tal vez, me decía ahora, el día en que irrumpió con los pies descalzos en mi intimidad tan sólo pretendía darme una inocente sorpresa.
Me estaba liando de nuevo, no es ningún secreto, pero había aprendido ya algo sobre ciertas mujeres para sucumbir a la estupidez, a la piedad o al remordimiento. En aquellos instantes detestaba a Ángela, pero, por primera vez en mucho tiempo, me sabía dueño absoluto e indesbancable de la situación. Esta vez dejaría las cosas tal como estaban, esperaría a que mi amiga mostrara primero sus cartas y luego obraría en consecuencia. Estaba empezando a divertirme, cierto, pero sabía también que esa sensación no solía conducirme a nada bueno. Me olvidé del pasado.
Mi agenda, en la que anotaba escrupulosamente cuanto se me ocurría, me confirmó lo que creía recordar. Era miércoles, día de mi cumpleaños, y en letras mayúsculas y de trazo firme venía escrito: “Comer en casa con Ángela”. No anulé le cita por teléfono, pero tampoco me molesté en adquirir los ingredientes del almuerzo que detallaba a continuación y con el que posiblemente pretendía deslumbrar a mi invitada. Mi arma iba a ser el silencio. Y la indiferencia. Me envolví relajado entre las sábanas y dormí como un niño hasta las dos en punto. En aquel momento sonó el despertador y yo recordé que debía mantenerme alerta. Enseguida, tal como esperaba, oí el interfono.
-Soy yo -dijo Ángela.
Di paso a mi víctima sin pronunciar palabra, dejé la puerta abierta y me acosté de nuevo.
-Qué mala cara tienes -añadió al entrar.
Y luego, mientras se desprendía de una cazadora de cuero y me miraba indolentemente:
-¿Qué te ha pasado en la boca?
Ninguna de sus intervenciones había aportado hasta ahora el dato preciso para mi inminente ataque. Ni tan siquiera la tercera. Porque tras aquella aparente preocupación por el estado de mis labios podía ocultarse cualquiera de las dos hipótesis antes mencionadas. En el supuesto uno: Ángela no era consciente de la fogosidad de sus arrebatos. En el supuesto dos: “era consciente pero esperaba de mí, de mis palabras, una confirmación a sus expectativas científicas. Que dijera por ejemplo: “No lo sé. Ayer debí de morderme sin darme cuenta”. O quizá: “Fue muy extraño. A las tantas de la noche empecé a sangrar. No puedo explicármelo”. Y ella consignaría mentalmente: S-I-N-T-O-N-I-Z-A-C-I-Ó-N. La tan traída y llevada sintonización entre los hermanos de nuestras características. A distancia. Una prueba más para su querido trabajo.
-No hay comida -dije simplemente.
Ángela no pareció afectarse por mi rudeza. Se quitó los zapatos y se acurrucó a los pies de la cama. Después me besó en la frente y empezó a ronronear como un gato. No recuerdo la sarta de estupideces con que me obsequiaba entre murmullo y murmullo, pero sí su beso. Un beso insípido, cortés, un beso de muchachita bien rangée. Un beso distante años luz de los que reservaba para mi hermano Cosme.
-¿No tenías que contarme algo? -dije repeliendo aquellas zalamerías molestas y ridículas.
Ángela me miró con sorpresa. Luego bajó la cara avergonzada. Yo me refugié en un silencio tenso.
-Te has enterado ya -dijo al rato.
No me molesté siquiera en asentir con un gesto. Ángela se había calzado los zapatos y paseaba inquieta por la habitación. De vez en cuando peinaba con las manos su impecable melena. Por un instante me olvidé de mi propósito y admiré sus andares felinos. Casi enseguida regresé al acecho. Ángela, de un momento a otro, iba a poner las cartas sobre la mesa.
-No pude impedirlo -dijo mientras sacudía su cazadora-, pero, de todas formas, hubiese preferido que te enteraras por mí misma.
Había un deje de reproche en sus últimas palabras -hacia mí, hacia mi hermano, hacia el mundo-, y yo comprendí que me encontraba frente a una oponente de cierta envergadura. Si la dejaba continuar, si me limitaba a escucharla en silencio, ella no tardaría en crecerse. Sí, fuste, me dije. Temple. Tal vez todo podría reducirse a pura y simple caradura.
-Cometiste un error -añadió ante mi creciente admiración-. Si me hubieras contado que tu hermano no estaba en el manicomio…
-Sanatorio -corregí, pero no me paré a pensar por qué, de repente, acudía en defensa de la honorabilidad de Cosme. Estaba furioso.
-Comprendo que te sientas irritado. Tampoco para mí es fácil, entiéndelo. Aunque, si le damos la vuelta… -aquí sonrió tímidamente-, la cosa no deja de tener su gracia, ¿no crees?
No. No compartía su opinión acerca de lo jocoso de aquel imposible triángulo. Pero Ángela seguía sin decantarse hacia la hipótesis uno o hacia la dos. Me armé de paciencia durante un buen rato. “No pude impedirlo”, seguía diciendo ella. Y también: “No querría por nada del mundo que algo tan insignificante estropee nuestra relación”. Aquella serie de lamentos, aquellos vanos intentos exculpatorios, estaban empezando a marearme. Odiaba a Ángela, su hipocresía, su voz lastimera, a la inefable Violeta, al idiota de Toni Pujol y al tarado de mi hermano Cosme. Tal vez por eso decidí rematar la función con un exabrupto.
-¡Fuera! -grité levantándome de la cama.
Y al punto empecé con mi retahíla de exigencias. Discutiríamos este asunto en el momento y el lugar que yo quisiera: no había comida en la asa y no veía por qué su presencia tenía que prolongarse un segundo más; le concedía la caballerosidad de unas cuantas horas para hilvanar su defensa; acababa de decidir que el encuentro sería aquella misma tarde a las seis. Y así hasta que no supe qué decir. A la altura de la exigencia número quince me sorprendí añadiendo:
-Y, por si no ha quedado claro apareceré con mi hermano Cosme.
Ángela bajó la cabeza. Yo le anoté la dirección de una cervecería cercana y ella recogió el papel y lo guardó en el bolso.
-Eres aficionado a las fotonovelas -dijo aún al desaparecer por la puerta. Su osadía era encomiable-. Pero bien, si éste es tu deseo…
La despedí con un cabeceo indiferente. Me sentía orgulloso, tremendamente orgulloso de mí mismo.


A las siete en punto, una hora después de lo acordado, me dirigí a la cervecería y me detuve en la puerta. Mi estrategia consistía precisamente en carecer de estrategia, en ceder la iniciativa a aquella mujer derrotada por la espera. Así y todo quise reservarme unos minutos para estudiar el rostro alterado de Ángela, su expresión azorada y recrearme en su creciente nerviosismo. La observé complacido. Su desaforada pasión por la simetría la había conducido a sentarse frente al espejo,junto a dos sillas vacías. ¿Qué podía hacer yo? ¿Ocupar la de la derecha, probablemente reservada a Marcos? ¿O acomodarme en la de la izquierda, con una media sonrisa entre inquietante y compasiva? Cedí el paso a una mujer entrada en carnes, después a su escuálido marido, más tarde a una caterva de niños malcriados y vociferantes, y me dispuse a no demorar ni un segundo más mi triunfante irrupción en el establecimiento. Pero no llegué a hacerlo. De pronto el rostro en el que me recreaba había adquirido un aspecto demasiado alterado, demasiado violento para no empezar a temer por el éxito de mi empresa. Y enseguida, mientras un sudor frío empezaba a deslizarse por mi frente, comprendí consternado que en aquella mesa del rincón, frente a Ángela y a las dos sillas que me aguardaban, no había existido jamás un espejo.


Hice a continuación lo único que mis piernas tambaleantes me permitieron hacer. Retrocedí unos pasos, me apoyé en algo que resultó ser una cabina telefónica y entré. Por fortuna llevaba la agenda en el bolsillo y no me costó, a pesar de mi estado, dar con el número del establecimiento en el que nunca iba a producirse el encuentro. Tampoco me iba a resultar difícil que el atareado camarero identificara al instante a Ángela. Indiqué su nombre, la mesa del rincón y el dato revelador de que se trataba de dos hermanas. No pronuncie la palabra fatal porque ya el camarero me la escupía con inocente desenvoltura. “Ah, las gemelas”, oí. Saqué la cabeza fuera de la cabina hasta donde me permitía la longitud del cable. El camarero se había acercado a la mesa del rincón y Ángela acaba de ponerse en pie. Al volverse para cruzar el salón y dirigirse al teléfono, observé sus andares, la perfección del atuendo, de su peinado, la serenidad de su porte. Hasta que desapareció de mi punto de mira y yo volví a introducirme en la cabina.
-Sabía que no vendrías -dijo-, que no te atreverías. Que todo esto es demasiado ridículo para que lo puedas aceptar. Pero entonces… ¿Por qué propusiste esta cita?
Mi respuesta fue una vez más el silencio. Pero esta vez un silencio obligado. No sabía qué decir. Me limité a carraspear.
-Insisto en que la culpa no fue mía. Te lo quise explicar esta mañana, pero estabas demasiado ofendido.
Y entonces empezó a deshacerse en excusas, a manifestarme su amor, a reprenderme -de nuevo se estaba creciendo- por mi falta de comprensión, por mi cobardía ante unos hechos que, aunque sorprendentes, no dejaban de ser normales, lógicos, previsibles. Después de todo, ¿qué tenía de extraño que ella, Ángela, se avergonzara de su doble, de ese reflejo distorsionado que se veía obligada a soportar a diario, de la posibilidad de que los demás detectaran en la otra lo que no habían podido percibir en ella? ¿No me ocurría a mí lo mismo con mi hermano Cosme? Y también, ¿no le quería yo a pesar de todo? ¿No había sido mi compañero de juegos infantiles, la persona con la que no hace falta hablar para compartir emociones, alegrías, estado de ánimo? Y luego la casualidad, el azar. No pudo hacer nada por evitarlo. Estaban las dos en un bar del casco antiguo contándose sus cosas. Porque, a pesar de vivir juntas, con la familia, solían en más de una ocasión rememorar viejos tiempos y salir solas, como dos amigas, como las hermanas inseparables que habían sido de pequeñas. Y esa noche se le había ocurrido hablarle de mí, de las afinidades que milagrosamente nos unían. Y también se había permitido una tímida referencia a mi hermano Cosme, tan sólo una breve alusión a su existencia, a su desequilibrio, a su internamiento, cuando, de pronto, descubrió a través de los cristales una inquietante y siniestra figura que al instante reconoció. Porque era yo y no era yo. Y entonces, sin poder contenerse, se llevó la mano a los labios y murmuró: “Cosme...”. Era tanto su estupor que al principio no reparó en la expresión embelesada con que su hermana se incorporó del asiento y pegó la cabeza a la ventana. Y después, cuando quiso reaccionar, ya Eva había salido corriendo del local. Y más tarde, a su regreso, Eva estaba transportada, feliz como no la había visto en la vida. Eva se había enamorado. Eva...
Eva. Volví a asomarme fuera de la cabina y observé a Eva. Se estaba hurgando la nariz con toda la tranquilidad del mundo.
-Tómatelo como un chiste. No tiene por qué influir en nuestra historia.
Ángela seguía hablando, pero yo no oía más que un lejano murmullo. Me hallaba prácticamente fuera de la cabina, sujetando el auricular con la mano izquierda y observaba de nuevo a Eva. Su parecido tenía algo de indignante, indecente, obsceno. Un parecido cigótico, pensé. Pero ¿me hubiera podido interesar por Eva en el caso de haberla conocido antes que a su hermana? Me fijé en el tirante de color crudo o beige o crema que acaba de deslizarse por uno de sus brazos y decidí que ciertas mujeres, ciertas mujeres como Eva, por ejemplo, no podían permitirse el lujo de escoger su ropa interior a tientas y a ciegas. Ese engañoso color, por lo menos. Cuánto mejor un blanco nítido, un negro sobrio y discreto… ¿Y quién me aseguraba que Ángela, en algún momento, tras un disgusto, una jornada agotadora, una simple gripe, no adquiría el aspecto de Eva? Ángela me había aleccionado espléndidamente durante todos aquellos días y ya no podía ignorar que Eva, entre otras cosas, era la cara oculta de su hermana.
-¿Estás ahí? -bramaba una voz metálica a través del teléfono.
No, no estaba ahí. El auricular se balanceaba de un lado a otro de la cabina y yo acababa de emprender una loca carrera hasta mi casa.


¿Qué interés puede tener lo que sucediera luego? Que desconectara teléfonos y timbres o desoyera los golpes a la puerta. Que me sumergiera en profundos ejercicios de meditación y fuera visitado en sueños por espantosas imágenes en las que aparecía mi cuerpo demedido, dos hermanas enfebrecidas disputándose el botín, la estupefacción primera y alegría posterior de Violeta Imbert o las imparables carcajadas de Aureliana, tras la barra del Griffith, recordando el histórico batido de plátano. Fue hace diez días y nueve horas exactamente cuando cometí el error, eso ya lo he dicho. Pero hace veinticuatro horas escasas decidí enmendarlo. Me permitiría unos días de descanso. En el mar, en el campo, en la montaña. Y me aceptaría tal como soy. Sin tapujos ni simulaciones. Con la verdad por delante.
Alcancé una maleta y me puse a hacer el equipaje. Todo me parecía superfluo, innecesario. Revolví un cajón olvidado, me hice con una llave herrumbrosa y la introduje en la cerradura del armario ropero. ¿Me atrevería? Lo abrí. Helicón, el causante de todos mis desafueros, seguía allí, desterrado desde el día en que cobardemente me asusté ante el mundo, ante los amigos, ante mí mismo. Ahora o nunca, me dije, Terminemos con esta odiosa pesadilla.
Y marqué un número. Un número que conocía de memoria. Un número para el que no necesitaba papeles ni agendas.
-¿Sí? -dijo Ángela al otro lado del auricular.
Parecía triste y abatida. No supe por dónde empezar y, como tantas veces en los últimos tiempos, me refugié en el silencio.
-¿Marcos? -ahora en su voz había un deje de ilusión-. Porque eres Marcos, ¿verdad?
-No -dije con voz firme.
Y pregunté por Eva.

El ángulo del horror, 1990.
 

jueves, 26 de marzo de 2020

El agente de la Interpol. Juan José Millás.

El padre de mi mejor amigo, durante el bachillerato, era ferretero, pero a su hijo le parecía poca cosa y un día, en secreto, me dijo que la ferretería era una tapadera.
-En realidad -añadió-, es agente de la Interpol.
Yo me asomaba a veces al establecimiento y siempre lo veía allí, contando tuercas o tornillos, o despachando bombillas de 40 vatios, y me preguntaba de dónde sacaba el hombre tiempo para interpolar, aunque quizá lo hacía los domingos, durante los cuales, en aquella época al menos, sólo trabajaban los espías.
Pasado el tiempo, ya de adultos, mi amigo y yo estábamos comiendo un día juntos, cuando le recordé aquella mentira de adolescente. Al principio nos reímos mucho, pero luego él se puso serio y me confesó que aquel padre irreal, el agente de la Interpol, había sido más importante en su vida que el verdadero.
-¿Qué quieres decir? -pregunté.
-Exactamente lo que oyes. Yo sé que mi padre, objetivamente hablando, no fue más que un humilde tendero de barrio, pero ese padre apenas ha influido en mi educación. El que de verdad me hizo fue el imaginario. Él me dio los mejores consejos y orientó mi vida de tal modo que sin su existencia yo habría sido diferente. No sé si mejor o peor, pero diferente.
Me gustó aquella confesión, pues siempre he mantenido que las cosas irreales han determinado nuestras vidas muchos más que las reales. Mi amigo era un ejemplo vivo. Le animé a que continuara hablando de la relación real con un ser inexistente y mi amigo me contó que aquel padre hipotético le había prohibido fumar, mientras que el de verdad le ofreció un cigarrillo al cumplir los dieciocho años.
-Imagínate -añadió-, si llego a hacer caso al ferretero, ahora sería un fumador empedernido. ¿Recuerdas la época en que me dio por practicar deporte?
-Claro.
-Pues fue gracias al padre falso también. Me aseguró que el deporte era lo mejor para evitar malos rollos, y tenía razón.
Continuamos hablado del asunto mientras nos servían el café y entonces me confesó que un día, encontrándose al borde de la muerte el padre real, mi amigo se acercó a él y le dijo:
-Papá, tú no has sido para mí un simple ferretero. Quiero que sepas que fuieste un agente de la Interpol.
-¿Un agente de qué? -preguntó el padre un pie en el más allá.
-De la Interpol. Una especie de espía. Un policía internacional encargado de velar por el orden mundial.
Por lo visto, su padre se quedó mirándolo unos segundo, con un rostro pensativo, y finalmente dijo:
-Pues algo había notado yo.
O sea, que no sabemos.

Articuentos escogidos, 2012.
 

miércoles, 25 de marzo de 2020

La gallina ciega. Juan Yanes.

Me vendaban los ojos, como para jugar a la gallina ciega, y me decían, da un paso hacia adelante, y yo lo daba, y no pasaba nada y reían. Luego se ponían a gritar como si hubieran enloquecido y me volvían a decir, a que no das otro paso adelante, y yo lo daba, no me importaba y no pasaba nada. Entonces me empujaron y caí al suelo, me pusieron los pies encima y empezaron a pegarme con las manos en la cabeza y siguieron gritando muy fuerte, como para jalearme, nerviosos. Se hizo un silencio, yo continuaba con los ojos tapados y las cosas se confundían con el negro. Me volvieron a decir si era capaz de dar un paso más. Y yo les dije que sí, y lo di y caí al vacío. Un vacío insondable en el que oía la voz de mi madre gritar y maldicirlos a todos.

 

Del blog del autor. Máquina de coser palabras.

martes, 24 de marzo de 2020

Chaplin. Eduardo Galeano.

En el principio fueron los trapos.
De los desperdicios de los estudios Keystone, Charles Chaplin eligió las prendas más inútiles, por demasiado grandes o demasiado pequeñas o demasiado feas, y unió, como quien junta basura, un pantalón de gordo, una chaqueta de enano, un sombrero hongo y unos ruinosos zapatones. Cuando tuvo todo eso, agregó un bigote de utilería y un bastón. Y entonces, ese montoncito de despreciados harapos se alzó y saludó a su autor con una ridícula reverencia y se echó a caminar a paso de pato. A poco andar, chocó con un árbol y le pidió disculpas sacándose el sombrero.
Y así fue lanzado a la vida Carlitos el Vagabundo, paria y poeta.

Memoria del fuego III. El siglo del viento. 1986.

 

lunes, 23 de marzo de 2020

Vanka. Antón Chéjov.

Vanka Yúkov, un chico de nueve años enviado tres meses antes como aprendiz del zapatero Aliajin, no se acostó la noche de Navidad. Esperó a que los amos y los oficiales se fueran a la misa del gallo, entonces sacó del armario del patrón un frasco de tinta y una pluma con la plumilla enmohecida, puso delante una hoja arrugada y comenzó a escribir.
Antes de dibujar la primera letra, miró atemorizado a la puerta y a las ventanas en varias ocasiones, observó el oscuro icono flanqueado por estantes con hormas, y suspiró. El papel estaba en un banco y se arrodillo frente a él.
“Querido abuelo Konstantín Makárich -escribió-: Te escribo una carta. Te deseo Feliz Navidad y que Dios Nuestro Señor te dé todo lo mejor. No tengo padre ni madre, sólo me quedas tú».
Vanka dirigió sus ojos hacia la ventana oscura en la que se reflejaba la sombra oscilante de su vela y se imaginó vivamente a su abuelo Konstantín Makárich, empleado como guarda de noche en casa de los señores Yiraviov. Era un viejo de unos sesenta y cinco años, pequeño y enjuto, pero extraordinariamente ágil y vivaz, con cara siempre sonriente y ojos de borracho. De día dormía en la cocina del servicio o bromeaba con las cocineras, y de noche, envuelto en una pelliza ancha, recorría la hacienda y daba golpes con su chuzo. Tras él, con la cabeza gacha, iban la vieja perra Kashtanka y el joven perro Viún, al que llamaron así por su color negro y su cuerpo alargado, como el de una comadreja. Ese Viún era muy cariñoso e infundía mucho respeto, miraba con igual ternura a propios y extraños, pero no inspiraba confianza. Bajo su aspecto respetable y pacífico se escondía la malicia más jesuítica. Nadie sabía mejor que él acechar y morder la pierna, entrar en la alacena o robar una gallina a un mujik. Le habían lastimado las patas traseras varias veces, casi le ahorcan en dos ocasiones, cada semana le apaleaban hasta dejarlo medio muerto, pero siempre sobrevivía.
Seguro que el abuelo está ahora junto al portón, y con los ojos entornados mira las luces brillantes y rojas de la iglesia de la aldea y sacude el suelo con sus botas de fieltro. Lleva el chuzo atado al cinturón. Mueve las manos, se encoge de frío y con su risa de viejo, pellizca ya a la doncella ya a la cocinera.
-¿Queréis oler tabaco? -dice, ofreciendo su tabaquera a las mujeres.
Las mujeres aspiran y estornudan. El abuelo se entusiasma, ríe a carcajadas y grita:
-¡Quítatelo, que se te ha pegado!
Dan a oler el tabaco a los perros. Kashtanka estornuda, mueve el hocico y, humillada, se aparta a un lado. Viún, por respeto, no estornuda y mueve el rabo. El tiempo es magnífico. El aire es suave, transparente y fresco. Hace una noche oscura, pero se ve toda la aldea con sus tejados blancos y las columnas de humo que salen de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha y los montones de nieve. Todo el cielo está sembrado de estrellas que centellean alegremente y la Vía Láctea se dibuja con tanta claridad como si para las fiestas la hubieran lavado y frotado con nieve…
Vanka suspiró, mojó la pluma y siguió escribiendo:
“Ayer me dieron una paliza. El amo me cogió de los pelos y me arrastró hasta el patio y me zurró con la correa porque meciendo la cuna de su bebé me quedé dormido en un descuido. La semana pasada la dueña me ordenó limpiar un arenque, yo empecé por la cola y ella lo cogió y se puso a darme en el morro con la cabeza del arenque. Los oficiales se ríen de mí, me mandan a la taberna a por vodka y me obligan a robar pepinos a los amos. El amo me pega con lo primero que encuentra. Y de comida, no hay nada. Por la mañana me dan pan, al almuerzo, gachas y para la cena, también pan. El té y la sopa lo toman los amos. Me mandan a dormir en el zaguán, pero cuando el bebé llora, yo no duermo y mezo la cuna. Querido abuelo, ten misericordia, llévame a casa, a la aldea, ya no puedo más… Me pongo a tus pies y rogaré por ti eternamente, sácame de aquí o me moriré…”
Vanka torció la boca, se secó los ojos con su puño negro y sollozó.
“Te picaré el tabaco –continuó-, rezaré a Dios, y si pasa algo, azótame con todas tus fuerzas. Y si piensas que no puedo ocuparme de nada, por Cristo que le pediré al mayoral que me tome como limpiabotas, o iré de zagal en lugar de Fedka. Querido abuelo, aquí nada es posible, sólo la muerte. Quisiera ir andando a la aldea, pero no tengo botas y me dan miedo las heladas. Cuando sea mayor te daré de comer y no dejaré que nadie te haga daño y cuando mueras, rezaré por el descanso de tu alma, igual que por la de mi madre Pelagueya.
“Moscú es una ciudad grande. Las casas son todas de señores y hay muchos caballos, pero no hay ovejas y los perros no son malos. Los niños no cantan villancicos y no dejan cantar a nadie en el coro. Una vez vi en el escaparate de una tienda que vendían anzuelos con sedal para todos los peces, muy caros, hasta hay un anzuelo que valdría para un pez de más de un pud. Y he visto tiendas donde hay escopetas como las que llevan los señores, que cuestan más de cien rublos cada una… Y en las carnicerías hay urogallos, ortegas y liebres, pero los tenderos no te dicen dónde las cazan.
“Querido abuelo: cuando los señores pongan el árbol de Navidad con dulces y golosinas, cógeme una nuez dorada y guárdala en el baúl verde. Pídesela a la señorita Olga Ignátievna, dile que es para Vanka”.
Vanka suspiró profundamente y de nuevo fijó su mirada en la ventana. Recordó que el abuelo iba siempre al bosque para cortar el árbol de Navidad y se llevaba al nieto. ¡Qué tiempos tan felices! El abuelo carraspeaba, el hielo crujía y Vanka les miraba y carraspeaba. Antes de cortar el abeto, el abuelo solía encender su pipa, y olía el tabaco un buen rato y se reía de Vanka, que tiritaba.
Los jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, se elevan inmóviles y esperan a cuál de ellos le tocará morir. De repente, una liebre cruza como una flecha los montones de nieve… Y el abuelo no puede dejar de gritar:
-¡Cógela, cógela… cógela! ¡Maldita liebre!
El abuelo llevaba el abeto cortado a la casa de los señores y allí se ponían a adornarlo… Quien más empeño ponía era la señorita Olga Ignátievna, la preferida de Vanka. Cuando aún vivía Pelagueya, la madre de Vanka, y trabajaba como sirvienta en casa de los señores, Olga Ignátievna le daba caramelos a Vanka y, como no tenía nada que hacer, le enseñó a leer, a escribir, a contar hasta cien incluso a bailar la cuadrilla. Cuando Pelagueya murió, llevaron al huérfano Vanka a la cocina del servicio, con el abuelo, y de la cocina a Moscú a casa del zapatero Aliajin…
“Querido abuelo: ven -prosiguió Vanka-, te lo suplico por el amor de Dios, llévame de aquí. Ten piedad de este pobre huérfano. Todos me pegan, paso mucha hambre, ni te cuento cuánto me aburro, no paro de llorar. Hace unos días el amo me dio un golpe en la cabeza con una horma, tan fuerte que me caí y me costó mucho levantarme. Mi vida es un asco, es peor que la de un perro… También saludo a Aliona, al tuerto Yegorka y al cochero, y no des a nadie mi acordeón. Se despide de ti tu nieto Iván Yúkov. Querido abuelo, ven”.
Vanka dobló en cuatro partes la hoja escrita y la metió en un sobre que había comprado la víspera por un kopek… Tras pensar un poco, mojó la pluma y escribió la dirección:
“A la aldea de mi abuelo”.
Luego se rascó la cabeza, pensó otro poco y añadió: “Para Konstantín Makárich”. Contento de que no le hubieran molestado mientras escribía, se puso el gorro y, sin echarse por encima la pelliza, salió a la calle en mangas de camisa.
Los dependientes de la carnicería, a los que había preguntado el día anterior, le dijeron que las cartas se echan en los buzones de correos, y que desde esos buzones las reparten por todo el mundo en troikas de correos con cocheros borrachos y cascabeles que suenan. Vanka corrió hasta el primer buzón de correos y metió la valiosa carta por la ranura…
Mecido por dulces esperanzas, se durmió profundamente al cabo de una hora… Soñó con una estufa. Sobre la estufa estaba sentado el abuelo, descalzo, con las piernas colgando, y leía la carta a las cocineras… Junto a la estufa andaba Viún y movía el rabo…

 

domingo, 22 de marzo de 2020

El juego de la luz. Miguelángel Flores.

Hay unos niños que juegan a atrapar con las manos la luz que entra por una rendija. El reflejo, como una mariposa, se mueve sin parar, como si los retara. De pronto se detiene.
-La he cogido, aquí la tengo -grita uno de ellos agitando el puño.
-A ver, a ver -repiten todos.
-No, si la abro se me escapa -contesta poniéndose muy serio.
-Pero tendrás que enseñarla, porque si no, es como si fuera mentira.
-Ya, pero no lo es, es de verdad -dice sin moverse.
Todos observan su mano, su cara. Él no mira nada.
-Te estás poniendo blanco, y es porque mientes - se atreve a decir uno.
-No, no es por eso -responde con un hilo de voz.
A medida que él palidece su voz se ha ido apagando hasta dejar de oírse. De tan blanco casi se trasluce. Se transparenta. La carne se disipa. Se vuelve claridad, y finalmente, destello. Todos observan el brillo quieto que antes era niño. Hay un desconcierto callado. Uno, dos, tres segundos vacíos. Y sin más, como salvajes, se lanzan a por él, que ahora es luz que se mueve. Iniciándose de nuevo el juego de atrapar.

 

sábado, 21 de marzo de 2020

La siembra. Susana Revuelta.

Toca este año cultivo de maíz, pero como si fuese de patatas o remolacha: el pronóstico dice que no caerá una gota de agua, otra cosecha perdida. Pese a todo ahí sigue Desideria, removiendo la tierra, cavando zanjas, quitando caracoles, arrancando zarzas.
Budapest, ¡qué preciosidad! Vio una foto del puente en el escaparate de una agencia de viajes un jueves que bajaba al mercado con sus hortalizas. Incluso a Cáceres se hubiese ido ella de luna de miel. Pero su boda se hizo a toda prisa y luego fue la campaña de la fresa, la de la aceituna y entonces llegó Genaro. Sietemesino, repetía la abuela, pese a los cuatro kilos largos que arrojó la balanza. Uno tras otro fueron naciendo Chelo, Rosaura, Juanillo, Tomasa, Chiqui y Nandín. Y, a lo último, aquellos dos pingajos de piel transparente, que hasta se les veían las venas, y que se le escurrieron entre los muslos mientras tendía la colada. Los enterró bajo la tierra amarilla sin contarle a nadie nada.
Piensa en esto y en acordarse de zurcir unos calcetines mientras se mete en el bolsillo del mandil unos huesecillos que han salido de la tierra con la última palada.

 Esta noche te cuento. Junio, 2019.

viernes, 20 de marzo de 2020

El grillo maestro. Augusto Monterroso.

Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.
Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y muy sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.

La oveja negra y otras fábulas, 1969.
 

jueves, 19 de marzo de 2020

Super-Neutrón. Isaac Asimov.

En la séptima reunión de la honorable Sociedad de Ananías tuvimos el mayor susto de nuestras vidas, y después elegimos presidente vitalicio a Gilbert Hayes.
La Sociedad no tiene muchos afiliados. Antes de la elección de Hayes éramos cuatro, solamente: John Sebastián, Simon Murfreee, Morris Levin y yo. El primer domingo de cada mes comíamos juntos, y en tales ocasiones justificábamos el nombre de nuestra sociedad jugándonos el pago de la cuenta al juego de quién mentía mejor.
Resultaba un proceso bastante complicado, con reglas parlamentarias estrictas. Un miembro soltaba un relato,en cada reunión, cuando le tocaba el turno; aunque ateniéndose a dos condiciones; tal relato había de ser un embuste descarado, complicado y fantástico; pero había de parecer real. Los demás socios tenían derecho -y lo ejercían- a atacar todos y cada uno de los puntos del relato haciendo preguntas o pidiendo explicaciones.
¡Ay del narrador que no respondiera a todas la preguntas inmediatamente, o que, al contestar, incurriese en una contradicción! ¡Cargaba con la cuenta! La pérdida financiera no era grande; el deshonor sí.
Y entonces tuvo lugar aquella séptima reunión… y llegó Gilbert Hayes. Hayes era uno de los diversos no-socios que asistían de vez en cuando para escuchar la tanda de mentiras de sobremesa, pagándose cada cual su comida, y, naturalmente, sin voz ni voto en lo que sucediera. Pero en esta ocasión era el único del dicho grupo que asistía.
La comida había terminado. Fui elegido presidente de la asamblea (me tocaba por turno regular) y se había leído el acta, cuando he aquí que Hayes se inclinó sobre la mesa y dijo en voz baja:
-Caballeros, hoy desearía que me diesen una oportunidad.
-A los ojos de la Sociedad -repliqué yo, arrugando el ceño-, usted no existe, señor Hayes. Es imposible que tome parte.
-Entonces, permítame solamente que haga una declaración -repuso él-. El Sistema Solar llegará a su fin a las dos y siete minutos y medio de esta tarde, exactamente.
Todo el grupo sufrió una sacudida infernal. Yo levanté los ojos hacia el reloj eléctrico que había sobre el televisor. Era la una y catorce minutos.
-Si tiene algo en qué sustanciar tan extraordinaria declaración -dije, titubeando-, será sin duda muy interesante. Hoy le toca el turno a Levin; pero si está dispuesto a renunciar, y el resto de la Sociedad lo acepta…
Levin sonrió, asintiendo, y los demás se le sumaron.
Yo di el golpe de ritual con el mazo.
-El señor Hayes tiene la palabra.


Hayes encendió un cigarro puro y se quedó mirándolo pensativamente.
-Dispongo de poco más de una hora, caballeros, a pesar de lo cual empezaré por el principio, que se remonta a unos quince años atrás. Aunque luego dimití, por aquellas fechas era yo un astrofísico del Observatorio de Yerkes; era joven pero ya una promesa. Y me afanaba persiguiendo la solución de uno de los enigmas perennes de la astrofísica: la fuente de los rayos cósmicos. Además, estaba lleno de ambición.
Hizo una pausa, y continuó en tono distinto:
-Ya saben, es raro que, con todo nuestro bagaje científico, en estos dos siglos últimos no hayamos encontrado dicha misteriosa fuente ni tampoco la igualmente misteriosa razón de que una estrella explote. Son los dos enigmas eternos, y sabemos tan poca cosa de ellos en la actualidad como sabíamos en tiempos de Einstein, Eddington y Millikan.
“Sin embargo, como decía, yo pensaba llegar a donar el rayo cósmico, y en consecuencia, me puse a verificar mis ideas mediante la observación, para lo cual tenía que salir al espacio exterior. De todos modos, la operación no resultaba tan sencilla. Vean ustedes, estábamos en el año 2129, recién terminada la última guerra, y el Observatorio estaba casi destrozado… ¿Acaso no lo estábamos todos?
“Saqué el mejor partido posible a la situación. Alquilé un modelo 07 viejo y de segunda mano, amontoné dentro mis aparatos y emprendí el vuelo solo. Es más, tuve que salir a hurtadillas del aeropuerto, sin los documentos de rigor, pues no tenía ganas de someterme al papeleo que el ejército de ocupación me habría impuesto. Era ilegal, pero yo quería recoger los datos que necesitaba, por lo que me dirigí en ángulo recto hacia la eclíptica, en dirección al Polo Sur Celeste, aproximadamente, y dejé al Sol a ciento sesenta mil millones de kilómetros detrás de mí.
“El viaje y los datos que recogí carecen de importancia. Jamás informé a nadie de uno ni de los otros. El meollo del relato está en el planeta que encontré.
En este punto, Murfree enarcó aquellas pobladas cejas que tenía y refunfuñó:
-Quisiera advertir al caballero, señor presidente, que hasta la fecha ningún socio de esta Sociedad ha salido sin despellejar, si quiso inventarse un planeta de mentirijillas.
Hayes sonrió tristemente.
-Correré el riesgo -dijo-. Y seguiré explicando que el decimoctavo día de mi viaje descubrí por primera vez el mencionado planeta, en forma de un distintivo color naranja del tamaño de un guisante. Naturalmente, un planeta en aquella parte del espacio causa verdadera sensación. Me dirigí hacia allá, y al momento descubrí que no había arañado siquiera la corteza de la singularidad de aquel planeta. El simple hecho de que se encontrara allí resultaba fenomenal…, pero es que, además, no poseía campo gravitatorio alguno, en absoluto.
El vaso de vino de Levin se estrelló contra el suelo.
-Señor presidente -exclamó en un aliento de voz-, no puede existir masa alguna que no deforme el espacio en sus proximidades, creando así un campo gravitatorio. El caballero ha hecho una afirmación imposible; por lo tanto,debe ser descalificado -Levin tenía el rostro encarnado de cólera.
Pero Hayes levantó la mano.
-Pido tiempo, señor presidente. La explicación vendrá a su debido momento. Darla ahora sería complicar las cosas. Por favor, ¿puedo continuar?
Yo consideré el caso.
-En vista del carácter de su relato, me siento dispuesto a ser benigno. Se le concede un plazo, pero tenga la bondad de recordar que, a su debido tiempo, deberá dar una explicación. Si no la diera, perdería.
-De acuerdo -dijo Hayes-. Por el momento, ustedes tendrán que aceptar mi declaración de que el planeta no poseía gravedad alguna. Es un hecho incuestionable, porque yo llevaba en mi nave un equipo astronómico completo, y aunque mis instrumentos eran de una sensibilidad extraordinaria, registraron siempre un cero absoluto.
“También la recíproca era cierta, porque el planeta era completamente indiferente a la gravedad de otras masas. De nuevo, hago hincapié en que no le afectaba nada, en absoluto. Lo que voy a decir no pude determinarlo en aquellos momentos, pero el caso es que la observación subsiguiente, a lo largo de un período de años, me demostró que el planeta se desplazaba en línea recta y a velocidad constante. Hallándose como se hallaba dentro del campo de influencia del Sol, el hecho de que su órbita no fuera elíptica ni hiperbólica y de que, si bien acercándose al Sol, no se acelerase, demostraba que era independiente de la gravedad solar.
-Espere un poco, Hayes -Sebastian hizo una mueca tan pronunciada que se vio el destello de su premolar de oro-. ¿Qué era lo que mantenía unido al tal planeta? Sin gravedad, ¿cómo no se partía y dispersaba?
-En primer lugar, ¡pura inercia! -fue la réplica inmediata-. No había nada que pudiera partirlo. Una colisión con otro cuerpo de tamaño similar habría podido obrar tal efecto…, eso sin tomar en cuenta la posibilidad de que el planeta estuviera dotado de una fuerza de cohesión peculiar suya.
Y continuó, con un suspiro:
-Con eso no hemos agotado las propiedades de aquel cuerpo. Su color rojo anaranjado y su bajo poder de reflexión, o albedo, me pusieron sobre otra pista, y descubrí que el planeta era absolutamente transparente para todo el espectro electro-magnético, desde las ondas de la radio hasta los rayos cósmicos. Solo en la región del rojo y el amarillo de la gama de la luz visible era moderadamente opaco. De ahí procedía su color.
-¿Cómo se explica eso? -pidió Murfree.
Hayes me miró.
-La pregunta no es razonable, señor presidente. Sostengo que lo mismo podrían preguntarme por qué el vidrio es enteramente transparente para todo lo que esté por encima o por debajo de la región ultravioleta. Esto es propiedad de la sustancia misma, y debe aceptarse sin explicación de ninguna clase.
Yo di un golpe con el mazo.
-¡Declaro inadecuada la pregunta!
-Me opongo -objetó Murfree-. Hayes no ha dado una explicación satisfactoria. No hay nada perfectamente transparente. El vidrio, si tiene el grosor suficiente, detendrá hasta los rayos cósmicos. ¿osará decirnos, pues, que la luz azul, o el calor, por ejemplo, podrían atravesar un planeta entero?
-¿Por qué no? -respondió Hayes-. El hecho de que la transparencia perfecta no exista en las sustancias que usted conoce no significa que no pueda existir en ninguna parte. En verdad, ninguna ley científica sostiene tal principio. El planeta que digo era perfectamente transparente, salvo por una pequeña región del espectro. Ese es un hecho concreto, sacado de la observación.
Mi mazo golpeó de nuevo.
-Declaro satisfactoria la explicación. Continúe, Hayes.
El cigarro se le había apagado; Hayes hizo una pausa para encenderlo de nuevo. Después prosiguió:
-En otros aspectos, el planeta era normal. No era tan grande como Saturno…, su diámetro estaría, quizá, entre el de éste y el de Neptuno. Experimentos posteriores demostraron que poseía masa, aunque resultaba difícil averiguar cuánta…, si bien pasaba del doble de la de la Tierra. Poseyendo masa, tenía las propiedades habituales de la inercia y el movimiento mecánico…, pero carecía de gravedad.
Eran en ese instante la una y treinta y cinco.
Hayes siguió el movimiento de mis ojos y dijo:
-Sí, sólo nos quedan tres cuartos de hora. ¡Me daré prisa…! Naturalmente, un planeta tan raro me dio que pensar, lo cual, sumado al hecho de que yo había elaborado ya ciertas teorías relativas a los rayos cósmicos y las novas, me condujo a una interesante solución.
Hizo otra pausa para inspirar profundamente:
-Imagínense (si pueden) nuestro cosmos como una nube de… de, pues, unos superátomos que…
-Perdone -exclamó Sebastian, poniéndose en pie-, ¿se propone fundar toda o parte de su explicación en el trazado de analogías entre estrellas y átomos, o entre sistemas solares y orbitas electrónicas?
-¿Por qué lo pregunta? -interrogó a su vez Hayes, sin levantar la voz.
-Porque, si lo intenta, pido que le descalifiquen inmediatamente. La creencia de que los átomos son sistemas solares en miniatura se puede equiparar a la idea ptolomeica del universo. Tal supuesto no ha sido nunca aceptado por los científicos, ni siquiera en los mismos albores de la teoría atómica.
-El caballero tiene razón -asentí-. No se permitirá ninguna analogía de esta especie como parte de la explicación.
-Ahora protesto yo -exclamó Hayes-. Ustedes recordarán que en el curso de física elemental que les dieron en la escuela, se simulaba muy a menudo (para ilustrar algún punto determinado) que las moléculas de gas eran diminutas bolitas de billar. ¿Significa ello que las moléculas de los gases sean realmente bolas de billar?
-No -admitió Sebastian.
-Significa únicamente -fue diciendo Hayes- que las moléculas de los gases se comportan en ciertos aspectos de modo parecido a las bolas de billar. De este modo si visualiza mejor el comportamiento de unas, estudiando el de las otras… Pues bien, yo sólo trato de señalar un fenómeno en nuestro universo de estrellas, y con la única finalidad de dar una imagen fácil, lo comparo a un fenómeno similar, y mejor conocido, del mundo de los átomos. Lo cual no significa que las estrellas sean átomos gigantescos.


Me había convencido.
-El punto está bien enfocado -dije-. Puede continuar su explicación, pero si la presidencia considera que la analogía deriva por mal camino, quedará usted descalificado.
-De acuerdo -aceptó Hayes-, pero, de momento, pasemos a otro punto. ¿Se acuerda alguno de ustedes de las primeras centrales atómicas, de hace ciento setenta años, y de cómo funcionaban?
-Creo -murmuró Levin- que como energía utilizaban el método clásico de fisión del uranio. Bombardeaban uranio con neutrones lentos y lo descomponían en masurio bario, rayos gamma y más neutrones, estableciendo así un proceso cíclico.
-¡En efecto! Bien, imaginen que el universo estelar actuase en ciertas cosas (fíjense bien, esto es una metáfora; no hay que tomarlo al pie de la letra) como un conjunto compuesto de átomos de uranio, e imagínense ese universo estelar bombardeando desde el exterior con objetos que pudieran actuar en algunos sentidos de manera similar a como actúan los neutrones a escala atómica.
“Uno de tales super-neutrones, al chocar contra un sol, provocaría la explosión de éste, convirtiéndolo en radiaciones y nuevos super-neutrones. En otras palabras, tendrían ustedes una nova. -Hayes paseó la mirada por el concurso, en espera de objeciones.
-¿Cómo justifica tal idea? -preguntó Levin.
-De dos maneras: una, lógica; otra, por la observación. Primero, la lógica. Las estrellas se encuentran esencialmente en un equilibrio materia-energía, y sin embargo, repentinamente, sin que se haya podido observar ningún cambio, ni espectral ni de otra clase, alguna que otra vez, explotan. Una explosión indica inestabilidad; pero ¿dónde? No será en el interior de la estrella, porque ha estado en equilibrio durante millones de años. No será desde un determinado punto del interior del universo, porque las novas se reparten, más o menos por igual, por todo el universo. Así pues, por eliminación, hemos de concluir que desde un punto de fuera del universo.
“Segundo, por la observación. ¡Yo me topé con uno de esos super-neutrones!
Murfree protestó, indignado:
-Supongo que se refiere al planeta sin gravedad que se encontró.
-En efecto.
-Entonces, ¿qué le hace pensar que se trata de un super-neutrón? No puede utilizar su teoría como prueba, porque precisamente está aprovechando el propio super-neutrón para sostener su teoría. Aquí no nos permitimos argumentar en círculos.
-Lo sé -declaró Hayes, mosqueado-. Emplearé nuevamente la lógica. El mundo de los átomos posee una fuerza cohesiva en la carga electromagnética de electrones y protones. El mundo de las estrellas posee una fuerza cohesiva en la gravedad. Las dos fuerzas sólo se parecen de una manera muy general. Por ejemplo, hay dos clases de cargas eléctricas, y en cambio sólo existe una clase de gravedad… y queda todavía un sinfín de otras diferencias menores. Sin embargo, hasta este punto me parece permisible una analogía. Un neutrón, a escala atómica, es una masa privada de la fuerza cohesiva atómica: la carga eléctrica. Un super-neutrón, a escala estelar, abría de ser una masa sin la fuera cohesiva estelar: la gravedad. Por consiguiente, si encuentro un cuerpo sin gravedad, parece razonable suponerlo un super-neutrón.
-¿Considera lo dicho una prueba rigurosamente científica? -preguntó con sarcasmo Sebastián.
-No -admitió Hayes-, pero es lógico, no contradice los hechos científicos que yo conozco, y nos proporciona una explicación consistente de las novas. Lo cual debería bastar para nuestro objetivo inmediato.
Murfree tenía la vista clavada en las uñas.
-¿Y adónde se dirige precisamente ese super-neutrón?
-Veo que se adelanta a los acontecimientos -dijo Hayes con acento sombrío-. Fue lo que me pregunté yo entonces. Hoy, a las dos y nueve minutos y medio, chocará de frente con el Sol, y ocho minutos después, la radiación resultante del estallido borrará a la Tierra del número de los planetas.
-¿Cómo no informó de todo eso? -ladró Sebastian.
-¿Para qué? No se podía cambiar nada. No podemos manejar masas astronómicas. Ni siguiera toda la energía que pudiera reunirse en la Tierra habría bastado par desviar de su trayectoria ese enorme cuerpo. Además, no se puede escapar a otro punto del Sistema Solar porque Neptuno y Plutón se convertirán en gas lo mismo que los otros planetas, y los viajes interestelares todavía son absolutamente imposibles. Por consiguiente, como el hombre no puede existir independientemente en el espacio, está sentenciado.
“¿Para que ir a explicar estas cosas? ¿Qué habría conseguido convenciendo a los que me escucharan de que la condena a muerte ya estaba firmada? Suicidios, oleadas de crímenes, orgías, mesías, evangelistas y todo lo malo y baladí que puedan ustedes imaginarse. Además, ¿es tan terrible la muerte a consecuencia de una nova? Es una muerte instantánea y limpia. A las dos diecisiete minutos estás aquí, a las dos dieciocho minutos eres una tenue masa de gas. Es una muerte tan rápida y fácil que casi no significa morir.
Estas palabras fueron seguidas de un prolongado silencio. Yo me sentía inquieto. Hay mentiras y mentiras, pero ésta sonaba muy verídica. En Hayes no se observaba aquel leve doblar el labio ni el destellito en los ojos que constituyen la señal del triunfo cuando uno ha logrado colar una de las gordas. Estaba serio, terriblemente serio. Comprendí que los demás pensaban lo mismo. Levin bebía sorbitos de vino, y la mano le temblaba.
Por fin Sebastian tosió ruidosamente.
-¿Cuándo descubrió ese super-neutrón, y dónde?
-Hace quince años, a más de ciento cincuenta mil millones de kilómetros del Sol.
-¿Y durante todo ese tiempo esa masa ha venido acercándose al Sol?
-Sí, a la velocidad constante de tres kilómetros y tres décimas por segundo.
-¡Magnífico, ya le he cogido! -Sebastian casi reía de alivio-. ¿Y cómo no lo han localizado los astrónomos en todo este tiempo?
-¡Dios mío! -respondió impaciente Hayes-. Se ve claramente que usted no es astrónomo. Veamos, ¿qué tonto intentaría mirar hacia el Polo Sur Celeste en busca de un planeta, si sólo se los encuentra en la eclíptica?
-No obstante -indicó Sebastián-, aquella región la estudian igualmente. La fotografían.
-¡Sin duda! Por lo que me consta al super-neutrón lo han fotografiado un centenar de veces (un millar de veces, si lo prefiere), aunque el Polo Sur es la región menos observada del cielo. Pero ¿qué hay que lo diferencie de una estrella? Con su bajo albedo, nunca pasó de la onceava magnitud en luminosidad. Al fin y al cabo, bastante cuesta ya, en todos los casos, detectar un planeta. A Urano lo localizaron muchísimas veces antes de que Herschel se diera cuenta de que era un planeta. A Plutón costó años enteros encontrarlo, a pesar de que iban buscándolo. Recuerden además que, no poseyendo gravedad, no causa perturbaciones planetarias, y que esta carencia de perturbaciones elimina la indicación más palmaria de su presencia.
-Pero -insistió Sebastian, desesperadamente- al acercarse al Sol, su tamaño aparente aumentaría y empezaría a notarse un disco bien perceptible en un telescopio. Aunque poseyera una luz reflejada muy débil, oscurecería, sin duda alguna, las estrellas que se encontraran detrás.
-Cierto -reconoció Hayes-. No diré que un cartografiado completo y riguroso de la Región Polar no lo hubiera descubierto, pero tal cartografiado lo llevaron a cabo mucho tiempo atrás, y las someras investigaciones actuales en busca de novas, tipos espectrales especiales, etc., etc., no son exhaustivas, ni mucho menos. Luego, cuando el super-neutrón se acerca al Sol, empieza a aparecer solamente al alba y al anochecer -a la manera de la estrella matutina y vespertina- con lo cual se hace más difícil observarlo. Y por ello no lo ha observado nadie…, que es lo que se podía esperar.
Nuevo silencio. Yo me di cuenta de que el corazón me martilleaba. Eran las dos, y no habíamos podido contradecir el relato de Hayes. Debíamos demostrar sin tardanza que era un embuste, o yo iba a morir de puro intrigado. Todos estábamos mirando el reloj.
Levin emprendió la pelea.
-Es una coincidencia extremadamente rara que el super-neutrón se dirija hacia el Sol, en línea recta. ¿Qué probabilidades hay en contra? Piénselo, enumerarlas sería lo mismo que recitar las que hay en contra de la verdad de su relato.
-La objeción es improcedente, Levin -interpuse yo-. No basta con alegar la improbabilidad, por grande que sea. Sólo la imposibilidad total o demostrar la inconsistencia de los argumentos pueden servir para descalificar.
Pero Hayes había levantado la mano.
-No importa. Permítame que conteste. Si consideramos un solo super-neutrón y una sola y determinada estrella, las probabilidades de un choque directo, frontal, son poquísimas. Sin embargo, estadísticamente, si usted dispara bastantes super-neutrones hacia el interior del universo, entonces, tomando el lapso de tiempo suficiente, todas y cada una de las estrellas habrían de sufrir un impacto, más pronto o más tarde. El espacio ha de estar poblado de un enjambre de super-neutrones (digamos uno por cada mil parsecs cúbicos), de manera que a pesar de las grandes distancias entre las estrellas y la relativa pequeñez de los blancos, en nuestra Galaxia se producen veinte novas por año…, es decir, cada año ocurren veinte colisiones entre super-neutrones y estrellas.
“La situación no es distinta, en realidad, a lo que ocurre con el uranio cuando lo bombardean con neutrones corrientes. De cada cien millones de éstos, solo uno puede dar en el blanco, pero, con el tiempo, todos los núcleos estallan. Si existen fuera del universo inteligencias que dirigen este bombardeo (esto es pura hipótesis y no forma parte de mi argumentación, por favor) un año nuestro podría ser para ellas una infinitésima de segundo. Los blancos, para ellas, deben producirse a un promedio de miles de millones por cada segundo de los suyos. Acaso se vaya produciendo energía hasta el punto de que el material que compone este universo se haya calentado hasta pasar al estado gaseoso…, o como le llamen allá. Ustedes ya lo saben, el universo se expande… como un gas.
-No obstante, eso de que el primer super-neutrón que entra en nuestro sistema se lance de cabeza contra el Sol parece… -Levin terminó con un tartamudeo débil.
-¡Santo Dios! -atajó Hayes-. ¿Quién le ha dicho que éste ha sido el primero? Durante los tiempos geológicos pueden haber atravesado el sistema centenares de ellos. En los últimos mil años pueden haber cruzado uno o dos. ¿Cómo podríamos saberlo? Además, cuando uno se dirige hacia el Sol, los astrónomos tampoco lo descubren. Acaso éste sea el único que haya pasado desde cuando se inventó el telescopio, y antes aun, por supuesto… Y no olviden que, como no poseen gravedad, pueden atravesar por en medio del sistema sin afectar a los planetas. Lo único que lo haría notar sería un impacto contra el Sol, y entonces ya no quedaría quien lo contase -dirigió una mirada a su reloj-. ¡Las dos y cinco! Ahora deberíamos verlo sobre el Sol. -Hayes se puso en pie y levantó la persiana. La amarilla luz solar penetró en la estancia, y yo me aparté de su polvoriento rectángulo. Tenía la boca seca como arena del desierto. Murfree se secaba la frente, pero en las mejillas y el cuello continuaba ostentando gotas de sudor.
Hayes sacó varios trozos de celuloide fotográfico impresionados y nos los entregó.
-Como ven, he venido preparado -a continuación levantó uno hacia el Sol-. Ahí está -comentó plácidamente-. Mis cálculos manifestaron que a la hora de la colisión se hallaría en tránsito con respecto a la Tierra. ¡Muy conveniente!
Yo también miraba al Sol, y noté que el corazón me fallaba un latido. Allí, perfectamente clara sobre el fondo luminoso del Sol, se veía una manchita negra, perfectamente circular.
-¿Cómo no se vaporiza? -balbuceó Murfree-. Ha de encontrarse ya casi en la atmósfera del Sol.
No creo que quisiera impugnar la versión de Hayes. Esto había quedado muy atrás. Murfree pedía datos, sinceramente.
-Les he dicho -explicó Hayes- que es transparente para casi todas las radiaciones solares. Sólo se puede convertir en calor la radiación que absorba, y sólo absorbe un porcentaje muy pequeño de la que recibe. Además, no está formado de una materia corriente. Es, probablemente, más refractario que la Tierra, y la superficie solar no pasa de los seis mil grados centígrados.
Con el pulgar, Hayes señaló por encima del hombro.
-Son las dos y nueve minutos y medio, caballeros. El super-neutrón ha chocado ya; la muerte está en camino. Disponemos de ocho minutos.
Todos estábamos mudos a causa de, pura y simplemente, un terror insoportable. Recuerdo la voz de Hayes, cuando decía, con toda tranquilidad:
-¡Mercurio acaba de evaporarse! -unos minutos después-: ¡Venus ha desaparecido! -y finalmente-: ¡Nos quedan treinta segundos, caballeros!
Los segundos se hacían siglos; pero transcurrieron por fin. Y pasaron otros treinta segundos, y otros más…


Por la faz de Hayes se fue extendiendo e intensificando una expresión de asombro. Levantó el reloj y lo miró fijamente; después volvió a observar el Sol a través de la película.
-¡Se ha ido! -se volvió y nos miró-. Es increíble. Se me había ocurrido la idea, pero no osaba llevar demasiado lejos la analogía atómica. Ya saben que no todos los núcleos estallan al ser golpeados por un neutrón. Algunos, los de cadmio, por ejemplo, los absorben uno tras otro, como las esponjas absorben el agua. Yo…
Hizo otra pausa, inspiró profundamente y continuó meditando:
-Hasta el bloque de uranio más puro contiene vestigios de todos los demás elementos. Y en un universo de trillones de estrellas que se comportan como uranio, ¡qué representa un escaso millón de estrellas que se comporten como el cadmio…? ¡Nada! ¡Pero el Sol es una de ellas! ¡El género humano no merecía eso!
Hayes continuaba hablando; pero, por fin, nos había invadido gran alivio, y ya no le escuchábamos. Con frenesí casi histérico elegimos a Gilbert Hayes, por aclamación entusiasta, presidente vitalicio, y decidimos por votación que aquel relato era la mentira más retumbante que se hubiera contado jamás.
Aunque, hay una cosa que me desazona. Hayes desempeña bien el cargo, y la sociedad florece más que nunca…, pero yo creo que deberíamos haberle descalificado, después de todo. Su relato cumplía bien la segunda condición, sonaba como si fuese verdad. Pero no creo que satisfaciese la primera.
¡Yo creo que era realmente verdad!