lunes, 31 de julio de 2023

Ffffffffffffin. Miguel Ángel Zapata.

No pude resistirme. Ver ahí la espita, tan disimulada y coqueta en aquel rincón del andén, mientras esperaba el metro de cada mañana. Y tirar yo de la espita, soltarla como el que liberta un palomar o un bote de espuma. Y sonar un pitido ensordecedor. Y comenzar a desinflarse entonces el mundo como un globo enorme, arrugándose en trono a la válvula enloquecida.
Alguien debió avisarme, alguien debió evitar que mi mano sucumbiera a la curiosidad de trastear despreocupadamente en aquel cierre del pulmón universal. Junto a la culpa que siento en este instante una pizca de orgullo me cosquillea en el estómago y me impide volver a cerrar la boca del silbante holocausto: yo, el deshacedor del planeta, promotor del fin de los fines, una mañana cualquiera en el andén del metro, mientras el orbe entero y un servidor dentro de él poco a poco nos desinfffffffffff

Baúl de prodigios, 2007.

domingo, 30 de julio de 2023

Devoción. Alejandra Pizarnik.

Debajo de un árbol, frente a la casa, veíase una mesa y sentados a ella, la muerte y la niña tomaban el té. Una muñeca estaba sentada entre ellas, indeciblemente hermosa, y la muerte y la niña la miraban más que al crepúsculo, a la vez que hablaban por encima de ella.
Toma un poco de vino —dijo la muerte.
La niña dirigió una mirada a su alrededor, sin ver, sobre la mesa, otra cosa que té.
No veo que haya vino —dijo.
Es que no hay —contestó la muerte.
¿Y por qué me dijo usted que había? —dijo.
Nunca dije que hubiera sino que tomes —dijo la muerte.
Pues entonces ha cometido usted una incorrección al ofrecérmelo —respondió la niña muy enojada.
Soy huérfana. Nadie se ocupó de darme una educación esmerada —se disculpó la muerte.
La muñeca abrió los ojos.

Prosa completa, 2015.

sábado, 29 de julio de 2023

Las canciones solitarias de Laren Dorr. George R. R. Martin.

Hay una joven que viaja entre dos mundos.
Tiene los ojos grises y la piel clara, o al menos eso cuenta la historia, y su pelo es una cascada negra como el carbón con destellos rojizos. Se ciñe las sienes con un aro de metal bruñido, una corona oscura que le sujeta el cabello y a veces le ensombrece los ojos. Se llama Sharra; conoce los pórticos.
Hemos perdido el principio de su historia, junto con el recuerdo del mundo del que salió. ¿Y el final? El final aún no ha llegado, y cuando llegue no lo conoceremos.
Solo tenemos el nudo; mejor dicho, una parte de ese nudo, la parte más pequeña de la leyenda, un simple fragmento de la búsqueda. Una breve historia dentro de otra más grande acerca de un mundo donde Sharra se detuvo, del cantor solitario Laren Dorr y de cómo sus historias se cruzaron un instante.
Al principio solo había un valle bañado por la luz tenue del crepúsculo. El sol poniente se demoraba sobre la cresta de la montaña, enorme y violáceo; sus rayos sesgados hendían silenciosos la espesura de árboles de brillantes troncos negros y fantasmagóricas hojas incoloras. No se oía más sonido que el gorjeo de las aves plañideras que salían al caer la noche y el susurro rápido del agua en el arroyo pedregoso que cruzaba el bosque.
Entonces, a través de un pórtico invisible, Sharra llegó exhausta y ensangrentada al mundo de Laren Dorr. Llevaba un sencillo vestido blanco manchado y empapado de sudor, y una gruesa capa de piel desgarrada por la espalda. En el brazo izquierdo, delgado y desnudo, todavía le sangraban tres largos cortes. Apareció junto al arroyo, temblorosa, y miró a su alrededor con cautela antes de arrodillarse para curarse las heridas. Pese a correr rápida, el agua era de color verde, oscura y sucia. No había manera de saber si era salobre, pero Sharra estaba agotada y sedienta. Bebió, se lavó el brazo como pudo con aquella agua extraña de aspecto dudoso y se vendó las heridas con tiras de tela que se arrancó de la ropa. Después, mientras el sol violeta seguía hundiéndose tras las montañas, Sharra se alejó del agua, buscó refugio entre los árboles y se dejó vencer por el sueño.
Se despertó envuelta por unos brazos, unos brazos fuertes que la levantaron sin esfuerzo. Sharra forcejeó, pero los brazos la agarraron con más fuerza y la inmovilizaron.
-Tranquila -le dijo una voz suave. Vio un rostro en medio de la niebla cada vez más densa, un rostro de hombre, alargado, no exento de dulzura-. Estás débil -añadió-, y se acerca la noche. Tenemos que entrar antes de que oscurezca.
Sharra sabía que debería resistirse, pero desistió. Llevaba mucho tiempo luchando y estaba cansada. Se limitó a mirarlo, confusa.
-¿Por qué? -preguntó. No aguardó respuesta-. ¿Quién eres? ¿Adónde vamos?
-A un lugar seguro -replicó él.
-¿A tu hogar? -preguntó, soñolienta.
-No -dijo en voz tan baja que apenas lo oyó-. No, a mi hogar no, a mi hogar nunca. Pero allí estaremos bien.
Luego oyó un chapoteo, como si cruzaran el arroyo, y ante ellos, en la cresta de la montaña, divisó la silueta descarnada y retorcida de un castillo de tres torres que se recortaba contra los últimos restos de luz solar.
«Qué extraño -pensó-; antes no estaba ahí.»
Se quedó dormida.
Cuando despertó, él estaba mirándola. La había acostado en una cama con dosel y cortinajes bajo un montón de mantas suaves y cálidas. Las cortinas estaban corridas, y su anfitrión se hallaba sentado al otro lado de la estancia en un gran sillón envuelto en sombras. La luz de la vela le bailaba en los ojos, y tenía las manos entrelazadas bajo la barbilla.
-¿Te encuentras mejor? -le preguntó sin moverse.
Sharra se incorporó y se dio cuenta de que estaba desnuda. Veloz como la sospecha, más rápida que el pensamiento, se llevó la mano a la cabeza. Pero la corona oscura seguía allí, en su sitio, intacta; el frío metal le ceñía la frente. Se relajó, volvió a reclinarse en las almohadas y se subió las mantas para taparse.
-Mucho mejor -dijo, y en aquel instante se dio cuenta de que las heridas habían desaparecido.
El hombre le dedicó una sonrisa triste. Tenía un rostro fuerte, y el pelo ensortijado, del color del carbón, le caía sobre los ojos oscuros muy abiertos. Incluso sentado parecía alto. Y esbelto. Vestía un traje y una capa de suave cuero gris, y por encima llevaba la melancolía como si fuera un manto.
-Marcas de zarpazos -dijo en tono especulativo sin dejar de sonreír-. Las marcas del brazo son de zarpazos, y casi te habían arrancado la ropa por la espalda. Por lo visto, hay alguien a quien no le gustas.
-Algo -replicó Sharra-. Un guardián. Un guardián, en el pórtico -Dejó escapar un suspiro -. Siempre hay un guardián en el pórtico. A los Siete no les gusta que vayamos de mundo en mundo. Y yo soy la que menos les gusta de todos.
El hombre separó las manos y las apoyó en los brazos de madera tallada del sillón. Asintió, pero su sonrisa seguía siendo melancólica.
-Ya entiendo -dijo-. Conoces a los Siete y conoces los pórticos – Desvió la mirada a su frente-. Y la corona, claro. Tendría que haberlo adivinado.
-Lo has adivinado -repuso Sharra, sonriendo-. No; en realidad, lo sabías. ¿Quién eres? ¿Qué mundo es este?
-Mi mundo -respondió con voz indiferente-. Le he puesto un millar de nombres, pero ninguno me parece adecuado. Una vez le puse uno que me gustaba, que le iba bien, pero se me ha olvidado. Fue hace mucho tiempo. Me llamo Laren Dorr, o ese fue mi nombre alguna vez, cuando tener un nombre me servía de algo. Ahora mismo es una tontería, pero al menos aún lo recuerdo.
-Tu mundo -repitió Sharra-. ¿De modo que eres un rey? ¿O un dios?
-Si – respondió Laren Dorr con una carcajada-.Todo eso y mucho más. Soy todo lo que quiera ser. No hay nadie que vaya a disputármelo.
-¿Qué has hecho con mis heridas? -preguntó.
-Te las he curado. -Se encogió de hombros como si se disculpara-. Es mi mundo. Tengo ciertos poderes. Puede que no sean los poderes que me gustaría tener, pero al menos son poderes.
-Ah -dijo Sharra, sin convencimiento.
-Crees que es imposible -siguió Laren, haciendo un además impaciente-. La corona, claro. Está bien; es verdad solo en parte. Mis… poderes no pueden hacerte daño mientras la lleves. En cambio, sí que puedo ayudarte. -Volvió a sonreír, y sus ojos adquirieron una expresión dulce y soñadora-. En fin, no importa. No te haría daño aunque pudiera, Sharra. Créeme. Ha pasado mucho tiempo.
-Sabes mi nombre. ¿Cómo es posible? -preguntó Sharra, sobresaltada.
Laren sonrió, se levantó, cruzó las estancia y se sentó en la cama junto a ella. Y antes de responder le cogió la mano y la envolvió en la suya con ternura, acariciándosela con el pulgar.
-Sí, sé tu nombre. Eres Sharra, la que viaja entre los mundos. Hace siglos, cuando las colinas tenían otra forma y el sol estaba al principio de su ciclo y no ardía de color violeta, sino escarlata, vinieron a verme y me dijeron que llegarías. Los detesto a todos, a los Siete, y siempre los detestaré, pero aquella noche agradecí la visión que me otorgaron. Solo me dijeron tu nombre y que vendrías aquí, a mi mundo. Y una cosa más, pero con aquello ya tenía suficiente. Era una promesa, la promesa de un final o de un comienzo, de un cambio. Y en este mundo, cualquier cambio es bien recibido. Estoy aquí, solo, desde hace un millar de ciclos solares, Sharra, y cada ciclo dura siglos. Son pocos los acontecimientos que marcan la muerte de un tiempo.
Sharra tenía el ceño fruncido. Sacudió la larga cabellera negra, y los reflejos rojizos centellearon a la tenue luz de las velas.
-¿Tanta ventaja me llevan? -preguntó-. ¿Saben qué va a suceder? -Tenía la voz cargada de preocupación. Lo miró-. ¿Qué más te dijeron?
Laren le apretó la mano con una suavidad infinita.
-Me dijeron que te amaría. -Había un tinte de tristeza en su voz-. Como profecía, no es gran cosa. Yo habría podido decirles exactamente o mismo. Hace mucho mucho tiempo, tanto que creo que el sol era amarillo, me di cuenta de que amaría cualquier voz que no fuera un eco de la mía.
Sharra se despertó al amanecer, cuando los haces de brillante luz violeta se derramaron en su habitación por una ventana alta y arqueada que no estaba allí la noche anterior. Encontró ropa preparada para ella: una amplia túnica amarilla, un vestido enjoyado de vivo color carmesí y un traje verde bosque. Eligió el traje y se vistió a toda prisa. Antes de salir se detuvo un instante para mirar por la ventana.
Se encontraba en una torre desde la que se dominaban unas desmoronadas almenas de piedra y un polvoriento patio triangular. En los otros dos vértices del triángulo se alzaban sendas torres; eran unas construcciones con forma de cerilla retorcida y punta cónica. Un viento fuerte agitaba las hileras de gallardetes grises dispuestos a lo largo de la muralla, pero, por lo demás, no se movía nada.
Más allá de la muralla no había ni rastro del valle. El castillo, con su patio y sus torres retorcidas, se erguía en la cima de una montaña, totalmente rodeado por montañas todavía más altas que ofrecían un panorama de barrancos de piedra negra, escarpadas paredes rocosas y picos cubiertos de hielo límpido que refulgían con destellos violáceos. La ventana no podía abrirse, pero el viento tenía un aspecto gélido.
La puerta de la habitación estaba abierta. Sharra descendió a paso vivo por una escalera de caracol con peldaños de piedra, salió al patio y se dirigió al edificio principal, una construcción baja de madera pegada a la muralla. Atravesó incontables habitaciones, algunas frías, desiertas y llenas de polvo, y otras con rico mobiliario, antes de encontrar a Laren Dorr, que estaba desayunando.
Había una silla vacía a su lado, y la mesa estaba repleta de comida y bebida. Sharra se sentó y cogió un bollo caliente, sonriendo contra su voluntad. Laren le devolvió la sonrisa.
-Me marcho hoy -dijo ella entre bocado y bocado-. Lo siento mucho, Laren. Tengo que buscar el pórtico.
El aire de melancolía y desesperanza no lo había abandonado. Nunca lo abandonaba, en realidad.
-Ya me lo dijiste anoche -respondió con un suspiro-. Parece que he esperado mucho tiempo para nada.
Había carne, varios tipos de bollos, fruta, queso y leche. Sharra se llenó el plato, cabizbaja. No quería mirar a Laren a los ojos.
-Lo siento mucho – repitió.
-Quédate un poco más -pidió-. Aunque sea poco tiempo. Creo que no hay nada que te lo impida. Déjame enseñarte lo que pueda de mi mundo. Déjame cantar para ti. -Sus ojos, grandes, oscuros y cansados, le suplicaban, y ella vaciló.
-Bueno… La verdad es que se tarda en encontrar la puerta.
-Entonces quédate conmigo un tiempo.
-Pero, Laren, al final tendré que marcharme. He hecho promesas. ¿Lo comprendes?
-Sí -contestó él con una sonrisa, y se encogió de hombros con gesto desvalido-. Pero, mira… Sé dónde está el pórtico. Puedo mostrártelo, y te ahorrarías la búsqueda. Quédate conmigo… un mes. Un mes, tal como tú mides el tiempo. Y después te llevaré al pórtico. -La miró con atención-. Llevas mucho tiempo cazando, Sharra, mucho tiempo. Tal vez necesites un descanso.
Ella se comió una pieza de fruta muy despacio, pensativa, sin dejar de mirarlo.
-Puede que sí -dijo al final mientras consideraba la situación-. Y habrá un guardián, claro. Tú podrías ayudarme. Un mes… no es tanto tiempo. He pasado mucho más de un mes en otros mundos. -Asintió, y el rostro se le iluminó progresivamente con una amplia sonrisa-. Sí -dijo, sin dejar de asentir-.Estaría muy bien.
Laren le acarició la mano. Y tras el desayuno le enseñó el mundo que le habían dado.
Estaban en un pequeño balcón de la cima de la torre más alta. Sharra iba vestida de verde oscuro, y Laren, alto y gentil, de gris. Ellos no se movían; era Laren quien movía el mundo a su alrededor. Hizo volar el castillo sobre mares bravíos en los que asomaban largas y negras cabezas de serpiente para verlos pasar. Los trasladó bajo tierra, a una enorme caverna llena de ecos, iluminada por una suave luz verdosa, donde las estalactitas goteantes acariciaban la parte superior de las torres, mientras rebaños de cabras blancas y ciegas balaban alrededor de las almenas. Sonriendo, dio unas palmadas, y los envolvió la niebla densa de una selva. Los árboles trepaban hacia el cielo unos sobre otros como escaleras de caucho; había flores gigantescas de una docena de colores diferentes; monos con largos colmillos se aferraban a la muralla y chillaban… Dio otra palmada; los muros desaparecieron, y la tierra del patio se convirtió en arena. Se encontraron en una playa interminable, a orillas de un océano gris y sombrío; el único movimiento perceptible eran las evoluciones pausadas, sobre ellos, de un enorme pájaro azul de alas finas como la seda. Todas aquellas cosas mostró Laren a Sharra, y más, muchas más. Y al final, cuando el ocaso los persiguió de un lugar a otro, llevó el castillo de vuelta a la cumbre desde la que se dominaba el valle. Y desde el balcón, Sharra contempló el bosque de árboles de corteza negra donde él la había encontrado, y oyó los gemidos y sollozos de los pájaros plañideros entre las hojas transparentes.
-No es un mal mundo -dijo al tiempo que se volvía hacia él.
-No -respondió Laren. Sus manos descansaban en la baranda de piedra fría, y sus ojos, en el valle-. No del todo. Una vez lo exploré entero, a pie, con una espada y un bastón. Disfruté mucho; fue verdaderamente emocionante. Detrás de cada colina aguardaba un nuevo misterio. -Rió entre dientes-. Pero de eso también hace mucho tiempo. Ahora sé qué hay detrás de cada colina: otro horizonte desierto. -La miró y se encogió de hombros de aquella manera tan característica-. En fin, debe de haber infiernos peores. Pero este es el mío.
-Entonces ven conmigo -le dijo Sharra-. Busquemos juntos el pórtico y marchémonos de aquí. Hay otros mundos. Puede que sean menos extraños y menos hermosos, pero no estarás solo.
-Tal como dices, parece sencillo -dijo él con tono liviano volviéndose a encoger de hombros-. Sé dónde está el pórtico, Sharra. Lo he intentado mil veces. El guardián no me detiene. Lo atravieso, atisbo un mundo apenas un instante y, de pronto, vuelvo a encontrarme en el patio. No. No puedo marcharme.
-Es muy triste. -Sharra le cogió la mano entre las suyas-. Tanta soledad, durante tanto tiempo… Debes de ser muy fuerte, Laren. Yo me habría vuelto loca a los pocos años.
Laren se echó a reír con una carcajada llena de amargura.
-Ay, Sharra, he perdido la razón mil veces. Pero me curan, mi amor. Siempre me curan. -De nuevo se encogió de hombros y la rodeó con el brazo. El viento era frío y cada vez soplaba más fuerte-. Vamos, tenemos que entrar antes de que oscurezca por completo.
Subieron a la torre, hasta el dormitorio de Sharra, y se sentaron juntos en la cama. Laren llevó comida: carne ennegrecida por fuera y roja por dentro, pan caliente y vino. Comieron y charlaron.
-¿Por qué estás aquí? -le preguntó Sharra entre bocado y bocado, regando las palabras con vino-. ¿Cómo los ofendiste? ¿Quién eras antes?
-No lo recuerdo más que en sueños -le respondió-. Y los sueños… Ha pasado tanto tiempo que ni siquiera sé decir cuáles son verdaderos y cuáles visiones fruto de mi locura. -Suspiró-. A veces sueño que fui un rey, un gran rey en un mundo que no era este, y que mi crimen fue conseguir hacer feliz a mi pueblo. En su felicidad se volvieron contra los Siete y abandonaron los templos. Un día me desperté en mi habitación, en el castillo, y descubrí que los sirvientes habían desaparecido. Cuando salí, mi pueblo y mi mundo tampoco estaban, ni tampoco la mujer que dormía a mi lado.
«Pero también tengo otros sueños. A menudo me parece recordar que fui un dios. Bueno, casi un dios. Tenía poderes y doctrina, pero no era la doctrina de los Siete. Me temían porque era un rival a la altura de cualquiera de ellos. Pero no podía enfrentarme a los Siete juntos, y a eso fue a lo que me obligaron. Me dejaron con una pequeña fracción de mi poder y me enviaron aquí. Fue una ironía cruel. Como dios, enseñaba que las personas debían ayudarse entre sí; que con amor, risas y charlas podían mantener a raya la oscuridad. Así que eso fue precisamente lo que me quitaron los Siete.
«Pero eso no es lo peor. Porque hay otros momentos en los que creo que siempre he estado aquí, que nací aquí hace un tiempo infinito. Que todos los recuerdos son falsos, que me los envían para que sufra todavía más.
Sharra lo observaba y veía que no la miraba a ella, sino que tenía los ojos clavado en un punto lejano, lleno de niebla, sueños y recuerdos moribundos. Las frases eran muy pausadas, y las pronunciaba con una voz que también era como la niebla, que giraba y se arremolinaba y ocultaba cosas, y se intuían los misterios, las sombras que merodeaban y se escabullían, las luces lejanas que jamás podrían alcanzarse.
De repente, Laren se detuvo, y sus ojos volvieron a despertar.
-Ay, Sharra -dijo-. Ten mucho cuidado. Si deciden ir contra ti directamente, ni la corona te ayudará. Bakkalon, el Niño Pálido, te desgarrará; Naa-Slas se alimentará de tu dolor, y Saagael, de tu alma.
Ella se estremeció y cortó otro trozo de carne. Pero al morderlo lo sintió frío y duro, y se fijó en que las velas estaban casi agotadas. ¿Cuánto rato había estado escuchándolo?
-Espera -le dijo Laren.
Se levantó y salió por la puerta junto a la que había estado la ventana. Ya no quedaba ni rastro de ella, solo sólida piedra gris. Todas las ventanas se transformaban en roca en cuanto desaparecía el último rayo de sol. Laren no tardó en volver con un instrumento de madera negra que despedía un brillo tenue, colgado del cuello con un cordel de cuero. Sharra nunca había visto un instrumento semejante. Tenía dieciséis cuerdas, cada una de un color, y brillantes trastes de luz incrustados a todo lo largo de la madera encerada. Laren se sentó y apoyó la base del instrumento en el suelo; la parte superior le llegaba justo a la altura del hombro. Lo acarició con dedos ligeros, tentativos; las luces refulgieron, y de pronto, una música llenó la estancia y se desvaneció enseguida.
-Es mi compañero -dijo, con una sonrisa.
Volvió a tocarlo, y la música nació y murió, notas perdidas sin melodía. Entonces acarició los trastes de luz, y el mismo aire se estremeció y cambió de color.
Y empezó a cantar.
Soy el señor de la soledad,
desiertos están mis dominios…
Así empezaba la canción, cantada con aquella voz grave y dulce, lejana y neblinosa. Sharra escuchó el resto con atención, se aferró a cada palabra y trató de recordarlas, pero las perdió. La acariciaron, la tocaron y se disiparon; volvieron a la niebla. Aparecieron y desaparecieron tan deprisa que no fue capaz de rememorar qué habían sido. Y lo mismo sucedió con la música triste, melancólica y llena de secretos; la arrastraba, sollozaba, susurraba promesas de un millar de historias jamás narradas… Las llamas de la estancia ardieron más vivamente, y brotaron globos de luz, que danzaban y flotaban juntos hasta que el aire estuvo lleno de color.
Palabras, música, luz… Laren Dorr lo tomó todo y tejió una visión para ella.
Lo vio como se veía a sí mismo en sus sueños: un rey, alto y fuerte, todavía con la cabeza bien alta, con el cabello tan negro como el de ella y los ojos centelleantes. Sus prendas eran de un blanco deslumbrante; llevaba pantalones ajustados, una camisa de mangas con el vuelo recogido en los puños y una capa que se movía la viento como un manto de nieve. Le ceñía la frente una corona de plata tan brillante como la espada de hoja delgada que le colgaba de la cintura. Aquel Laren, aquel Laren más joven, aquella visión de ensueño, se movía sin melancolía, deambulaba en un mundo de hermosos minaretes de marfil y apacibles canales azules. Y el mundo se movía a su alrededor, amigos, amantes y una mujer especial a quien Laren dibujó con palabras y luces de fuego, y los días sencillos y las risas se sucedían sin fin.
Entonces, de repente, bruscamente, se hizo la oscuridad. Estaba en aquel mundo vacío.
La música gimió; las luces se atenuaron, y las palabras se tornaron tristes y desamparadas. Sharra vio cómo despertaba Laren en su castillo de siempre, pero estaba vacío. Lo vio buscar de habitación en habitación, lo vio salir para enfrentarse a un mundo que jamás había visto. Lo vio abandonar el castillo y caminar hacia la niebla de un horizonte lejano con la esperanza de que no fuera niebla, sino humo. Caminó y caminó; cada día caían nuevos horizontes bajo sus pies, y el enorme sol pasaba del rojo al naranja y luego al amarillo, pero su mundo seguía desierto. Pasó por todos los lugares que había mostrado a Sharra, por todos ellos y por muchos más; y al final, perdido como siempre y añorando su hogar, el castillo acudió a él.
Para entonces, su ropa blanca se había vuelto de un gris marchito. Pero la canción no terminó. Pasaron días, pasaron años, pasaron siglos. Laren se agotaba y enloquecía, pero sin envejecer. El sol brilló verde y morado y de un cruento azul blanquecino, pero a cada ciclo que pasaba había menos color en el mundo.
Tal fue la canción de Laren, acerca de días interminables y noches hueras en las que la música y los recuerdos eran la única fuente de cordura, y con su canto, Sharra lo sintió todo en su propia carne.
Y cuando la visión de desvaneció y la música murió, cuando la voz dulce se derritió en la lejanía por última vez, cuando Laren calló y sonrió y la miró, Sharra se descubrió temblando.
-Gracias -le dijo él en voz baja mientras se encogía de hombros.
Se llevó el instrumento y la dejó a solas.
El día siguiente amaneció frío y encapotado, pero Laren la llevó de caza al bosque. La presa era un animal blanco y esbelto, mitad felino y mitad gacela, demasiado veloz para que pudieran atraparlo y con demasiados dientes para que pudieran matarlo. A Sharra no le importó. La persecución era mejor que la muerte de la presa. Aquella carrera por el bosque umbrío, con un arco que jamás había utilizado y un carcaj de flechas de la misma madera negra que los árboles adustos que los rodeaban, le produjo una extraña alegría. Ambos iban abrigados con pieles grises; Laren le sonreía desde una capucha de cabeza de lobo. Al correr pisaban las hojas del suelo, transparentes y frágiles como el cristal, que crujían y crepitaban bajo sus botas.
Después, sin haber derramado ni una gota de sangre, regresaron agotados al castillo, y Laren dispuso un gran banquete en el salón principal. Se sonrieron, cada uno en un extremo de una mesa de quince metros de largo, y Sharra contempló cómo corrían las nubes al otro lado de la ventana, detrás de Laren, y cómo la ventana se transformaba en piedra después.
-¿Por qué se transforma? -preguntó-. ¿Y por qué nunca sales de noche?
-Eh… -Laren se encogió de hombros-. Hay motivos. Aquí, las noches son… En fin, no son agradables. -Bebió un trago de vino caliente especiado de una copa grande adornada con piedras preciosas-. En el mundo del que vienes, el lugar del que partiste… Dime, Sharra, ¿había estrellas?
-Sí. -Asintió-. Ha pasado mucho tiempo, pero todavía lo recuerdo. Las noches eran muy oscuras y negras, y las estrellas eran como puntitos de luz duros, fríos, muy lejanos. A veces formaban figuras. Cuando eran jóvenes, los hombres de mi mundo ponían nombres a aquellas figuras y contaban historias fantásticas sobre ellas.
-Creo que me gustaría tu mundo -dijo Laren-. El mío se le parecía un poco. Pero nuestras estrellas eran de mil colores y se movían como lamparillas fantasmales en la noche. A veces se envolvían en velos para ocultar la luz, y entonces, las noches se volvían tenues y vaporosas. A menudo, cuando aparecían las estrellas, salía a navegar con la mujer a quien amaba. Solo apara verlas juntos. Era un momento maravilloso para cantar. -La voz empezaba a teñírsele de tristeza.
La oscuridad se había adueñado de la habitación, la oscuridad y el silencio. La comida estaba fría, y Sharra apenas divisaba su rostro, a quince metros de distancia. De modo que se levantó y fue a sentarse junto a él, risueña. Y Laren asintió y sonrió, y al momento se oyó un silbido, y a lo largo de las paredes, las antorchas cobraron vida en todo el salón. Le sirvió más vino, y los dedos de ella se detuvieron un momento en los suyos cuando aceptó la copa.
-Nosotros hacíamos lo mismo -dijo Sharra-. Si la brisa era cálida y los demás estaban lejos, nos gustaba tumbarnos juntos bajo el cielo. A Kaydar y a mí.
Sharra titubeó y lo miró. Los ojos de Laren la escudriñaban.
-¿Kaydar?
-Te habría caído bien, Laren. Y tú también a él; estoy segura. Era alto, y tenía el pelo rojo y fuego en los ojos. Kaydar tenía poderes, igual que yo, pero los suyos eran superiores. ¡Y qué voluntad! Una noche se lo llevaron. No lo mataron; solo nos lo arrebataron, a mí y a nuestro mundo. Desde entonces he estado buscándolo. Conozco los pórticos y llevo la corona oscura. No les resultará fácil detenerme.
Laren bebió de su copa de metal y contempló el reflejo de la luz de las antorchas en ella.
-Hay una infinidad de mundos, Sharra.
-Tengo tanto tiempo como haga falta. No envejezco, Laren, no más que tú. Lo encontraré.
-¿Tanto lo amabas?
Sharra luchó por no esbozar una sonrisa tenue y afectuosa, pero no lo consiguió.
-Sí -dijo, y entonces fue su voz la que sonó perdida-. Sí, tanto. Me hizo feliz. Estuvimos juntos muy poco tiempo, pero me hizo feliz. Eso es algo que los Siete no pueden quitarme. Era maravilloso simplemente mirarlo, sentir sus brazos en torno a mi cuerpo y ver su sonrisa.
-Vaya. -Sonrió, aunque en su sonrisa había una pesada sobra de derrota.
El silencio se hizo muy denso. Al final Sharra lo miró.
-Pero nos hemos desviado mucho del tema. Todavía no me has dicho por qué se sellan las ventanas cuando llega la noche.
-Has recorrido un largo camino. Tú viajas entre los mundos. ¿Has visto mundos sin estrellas?
-Sí. Muchos. He visto un universo donde solo hay un mundo y el sol no es más que una brasa brillante, y de noche los cielos son vastos y están vacíos. He visto la tierra de los bufones ceñudos, donde no hay cielo y los soles silbantes arden bajo el océano. He caminado por los páramos de Carradyne y he visto a oscuros brujos prender fuego a un arcoíris para iluminar aquella tierra sin sol.
-Este mundo no tiene estrellas -dijo Laren.
-¿Y eso te asusta tanto como para encerrarte?
-No. En su lugar hay otra cosa. -La miró-. ¿Quieres verlo?
Ella asintió. Las antorchas se extinguieron tan bruscamente como se habían encendido, y la estancia quedó sumida en la oscuridad. Sharra se giró para mirar detrás de Laren. Laren no se movió, pero, a su espalda, las piedras de la ventana se deshicieron como polvo, y la luz del exterior entró en la sala.
Pese a que el cielo estaba muy oscuro, se veía perfectamente. Una forma que emanaba luz se movía contra la oscuridad, y la arena del patio, las piedras de las almenas y los gallardetes grises brillaban bajo su resplandor. Sharra, asombrada, alzó la vista.
Algo le devolvió la mirada. Era más alto que las montañas y ocupaba la mitad del cielo, y aunque desprendía luz suficiente para iluminar el castillo entero, Sharra supo que era más oscuro que la propia oscuridad. La silueta recordaba la de un hombre, y llevaba una capa larga con capucha que ocultaba una oscuridad aún más terrible que el resto. Los únicos sonidos que se oían eran la respiración suave de Laren, el latido del corazón de Sharra y el sollozo distante de un pájaro plañidero, pero ella escuchó una risa demoníaca en su mente.
La forma del cielo la miró, miró en su interior. Sharra sintió la oscuridad fría que albergaba su propia alma. Estaba paralizada; no podía mover los ojos. Pero la sombra sí se movió. Se volvió y levantó una mano, y de repente apareció algo allí arriba, a su lado: la diminuta figura de un hombre con ojos de fuego que se retorcía, gritaba y la llamaba.
Sharra chilló y se volvió de espaldas. Cuando miró de nuevo, la ventana ya no estaba; solo un muro de piedra segura, inofensiva, y una hilera de antorchas encendidas, y Laren, que la sujetaba con brazos fuertes.
-Solo ha sido una visión -le dijo. La estrechó contra él y le acarició el pelo-. Hubo un tiempo en que intenté hacerles frente por las noches -dijo, más para sí mismo que para ella-. Pero ¿para qué? Los Siete se turnan para vigilarme, me observan. Los he visto muchas veces. Arden con luz negra contra el cielo límpido de la noche, tienen a aquellos a los que quise. Ahora ya no miro. Me quedo aquí dentro, canto, y mis ventanas son de la piedra de la noche.
-Me siento… sucia -susurró, todavía temblorosa.
-Vamos -le dijo-. Arriba hay agua; puedes limpiarte el frío. Luego cantaré para ti.
La tomó de la mano y subieron por la torre.
Sharra se dio un baño caliente mientras Laren preparaba el instrumento y lo afinaba en el dormitorio. Ya estaba listo cuando volvió Sharra, envuelta de la cabeza a los pies en una enorme y esponjosa toalla marrón. Se sentó en la cama y se secó el pelo mientras esperaba.
Y Laren le regaló visiones.
En aquella ocasión le cantó su otro sueño, aquel en el que era un dios enemigo de los Siete. La música era un martilleo indómito salpicado de relámpagos y temblores de miedo, y las luces se fundieron para formar un campo de batalla escarlata donde Laren, vestido de un blanco cegador, luchaba contra una pesadilla de sombras y figuras. Eran siete y formaban un círculo en torno a él; lo acosaban, lo apuñalaban con lanzas de negrura absoluta, y Laren les respondía con fuego y tormenta. Pero al final lo doblegaron. La luz se desvaneció; la canción volvió a ser suave y triste, y la visión se hizo borrosa a medida que pasaban los siglos solitarios.
Apenas cayeron del aire las últimas notas, apenas murieron los últimos destellos, Laren empezó a cantar de nuevo. Se trataba de una canción diferente, una que no conocía tan bien. Sus dedos ágiles y finos titubearon y rectificaron más de una vez; además le temblaba la voz, porque iba componiendo la letra sobre la marcha. Sharra pronto supo por qué. En aquella ocasión cantaba sobre ella; era la balada de su viaje. De su amor ardiente y su búsqueda sin fin, de mundos y más mundos, de coronas oscuras y guardianes a la espera que luchaban con garras, trampas y mentiras. Tomó cada palabra que ella había pronunciado, las utilizó todas, las transformó todas. En el dormitorio nacieron paisajes deslumbrantes donde soles blancos ardían bajo océanos eternos y siseaban entre nubes de vapor, donde hombres tan viejos como el tiempo encendían arcoíris para ahuyentar la oscuridad. Y cantó a Kaydar, y en cierto modo lo cantó tal como era, y atrapó el fuego que había sido el amor de Sharra y lo pintó y lo hizo revivir.
La canción, sin embargo, terminaba con una pregunta. El final quedó suspendido en el aire, resonando y resonando como un eco. Ambos esperaron algo más, pero ambos sabían que no había nada. De momento.
-Ahora me toca a mí darte las gracias -dijo Sharra entre lágrimas-. Por devolverme a Kaydar.
-No ha sido más que una canción -dijo al tiempo que se encogía de hombros-. Hacía mucho que no tenía una canción nueva.
La dejó otra vez a solas, pero antes de atravesar el umbral se detuvo y le acarició la mejilla. Luego Sharra, aún envuelta en la toalla, cerró la puerta y fue de vela en vela convirtiendo la luz en oscuridad con su aliento. Dejó la toalla en una silla, se metió bajo las mantas y estuvo largo rato despierta antes de dejarse llevar por el sueño.
Todavía reinaba la oscuridad cuando se despertó sin saber por qué. Abrió los ojos y miró a su alrededor. No había nada; nada había cambiado. ¿O sí?
Entonces lo vio, sentado en el sillón, al otro lado de la estancia, con las manos entrelazadas bajo la barbilla, tal como lo había visto la primera vez, quieto como una estatua, con los ojos serenos e inmóviles, muy abiertos, muy oscuros en la habitación llena de noche.
-¿Laren? -llamó en voz baja, no del todo segura de si la forma negra era él.
-Sí -respondió. Siguió sin moverse-. También te contemplé anoche mientras dormías. He estado solo más tiempo del que puedas imaginar, y muy pronto volveré a estarlo. Incluso dormida, tu mera presencia es una maravilla.
-Oh, Laren -dijo.
Se hizo un silencio, una pausa, una ponderación, una conversación sin palabras. Luego, Sharra apartó las mantas, y Laren acudió a ella.
Los dos habían visto el paso de los siglos. Un mes y un instante venían a ser lo mismo.
Durmieron juntos todas las noches, y todas las noches Laren le cantó canciones, y Sharra las escuchó. Pasaban las horas de oscuridad conversando, y de día nadaban desnudos en aguas cristalinas que reflejaban el esplendoroso violeta del cielo. Hicieron el amor en playas de arena fina y blanca, y hablaron mucho del amor.
Pero nada cambió. Y por fin se acercó el momento. La víspera del día que significaba el final, al anochecer, pasearon juntos por el bosque umbrío donde la había encontrado.
Durante aquel mes con Sharra, Laren había aprendido a reír, pero en ese momento volvió a aguardar silencio. Caminaba despacio, con la mano de ella apretada en la suya y un talante más gris que la suave camisa de seda que vestía. Se sentó a la orilla del arroyo que surcaba el valle y la atrajo para que se sentara también. Se quitaron las botas y dejaron que el agua fría les acariciara los pies. Era un atardecer cálido; soplaba una brisa inquieta y solitaria, y ya se oían los primeros pájaros plañideros.
-Tienes que marcharte -le dijo sin soltarle la mano, pero también sin mirarla. No era una pregunta, sino una afirmación.
-Si -dijo, y la melancolía también la había invadido a ella, y en su voz había ecos lóbregos.
-Las palabras me han abandonado Sharra -dijo Laren-. Si pudiera cantar una visión para ti, cantaría. Sería la visión de un mundo antes vacío, pero que nosotros y nuestros hijos habríamos llenado. Podría ofrecértelo. Mi mundo contiene belleza, maravillas y misterios; solo faltan ojos que los vean. Y si las noches son terribles… Bueno, no sería la primera vez que los hombres se han enfrentado a noches oscuras, en otros mundos y en otros tiempos. Te amaría, Sharra, te amaría tanto como soy capaz. Trataría por todos los medios de hacerte feliz.
-Laren… -empezó, pero él le pidió silencio con una mirada.
-No. Podría decirte todo eso y mucho más, pero no lo haré. No tengo derecho. Kaydar te hace feliz. Solo un estúpido egoísta te pediría que renunciaras a esa felicidad para compartir mi desgracia. Kaydar es todo fuego y risas, mientras que yo soy humo, soy canción, soy tristeza. Llevo demasiado tiempo solo. El gris se ha convertido en parte de mi alma, y no quiero oscurecerte a ti. Pero…
Ella le cogió la mano con las suyas, se la llevó a los labios y le dio un beso rápido. Luego se la soltó y apoyó la cabeza en su hombro firme.
-Intenta venir conmigo, Laren -le pidió-. Cógete de mi mano cuando pasemos por la puerta. Puede que la corona oscura te proteja.
-Intentaré cualquier cosa que me pidas. Pero no me pidas que crea que va a salir bien. -Dejó escapar un suspiro-. Te esperan incontables mundos, Sharra, y no veo tu final. Pero sé que no está aquí. De eso estoy seguro. Puede que sea lo mejor. Yo ya no sé nada, si es que alguna vez supe algo. Recuerdo vagamente qué era el amor, creo que soy capaz de rememorar cómo era, y lo que recuerdo es que no dura para siempre. Aquí, los dos juntos, inmutables e inmortales, ¿cómo podríamos escapar del aburrimiento? ¿Llegaríamos a detestarnos? Eso no lo querría. Creo que estás tan enamorada de Kaydar porque solo estuviste un periodo breve con él. Tal vez mi actitud sea retorcida e insidiosa. Pero, al encontrar a Kaydar, lo perderás. Amor mío, algún día se apagará el fuego y la magia morirá. Y puede que ese día te acuerdes de Laren Dorr.
Sharra empezó a llorar con un llanto suave y silencioso. Laren la estrechó contra él y la besó.
-No -le susurró con dulzura.
Ella le devolvió el beso, y se abrazaron sin palabras.
Cuando por fin la penumbra violeta casi se había convertido en negra, volvieron a calzarse las botas y se levantaron. Laren la abrazó y sonrió.
-Debo irme -dijo Sharra-. Debo. Pero es muy duro, Laren, créeme.
-Te creo -dijo-. Supongo que te amo porque te vas a ir. Porque no puedes olvidar a Kaydar, porque no olvidas las promesas que hiciste. Tú eres Sharra, la que viaja entre los mundos, y creo que los Siete te temen mucho más que al dios que tal vez fui. Si no fueras tú, no sentiría por ti lo que siento.
-¿No? Pues dijiste que amarías cualquier voz que no fuera un eco de la tuya.
-Como te he dicho tantas veces, amor mío -dijo Laren encogiéndose de hombros-, eso fue hace mucho tiempo.
Antes de que oscureciera por completo volvieron al castillo para una última cena, una última noche, una última canción. Aquella noche no durmieron, y Laren volvió a cantar para ella justo antes del amanecer. No fue una buena canción; era una divagación sin rumbo acerca de un juglar errante en un mundo cualquiera a quien rara vez le sucedía nada de interés. Sharra no entendió la canción, y Laren la cantó a desgana. Como despedida era un tanto extraña, pero los dos estaban transidos de dolor.
Cuando salió el sol, la dejó a solas y le prometió que se reuniría con ella en el patio tras cambiarse de ropa. Y así fue, allí la esperaba cuando llegó, sonriéndole tranquilo y seguro. Iba vestido de blanco inmaculado: pantalones ceñidos, camisa de mangas con el vuelo recogido en el puño y una capa larga y pesada que un viento incipiente hinchaba y azotaba. Pero el sol violeta lo manchaba con sus rayos sombríos.
Sharra se acercó a él y le cogió la mano. Vestía ropas de cuero duro y llevaba un cuchillo en el cinto para enfrentarse al guardián. El cabello negro como azabache con destellos rojos y purpúreos le ondeaba tan libre como la capa de Laren, y llevaba bien encajada la corona oscura.
-Adiós, Laren -dijo-. Me habría gustado darte más.
-Me has dado mucho. En los siglos venideros, en todos los ciclos solares que me esperan, te recordaré. Mi tiempo se regirá por ti, Sharra. Cuando un día salga el sol y su color sea azul fuego, lo miraré y diré: «Sí, este es el primer sol azul después de que Sharra viniera a mí».
-He hecho una nueva promesa. Algún día encontraré a Kaydar. Y si consigo liberarlo, vendremos juntos aquí, volveremos a buscarte y enfrentaremos mi corona y los fuegos de Kaydar a la oscuridad de los Siete.
-Muy bien. -Laren se encogió de hombros-. Si ves que no estoy, déjame un mensaje. -Y sonrió.
-Bien… El pórtico… Dijiste que me enseñarías dónde está.
Laren se volvió y señaló la torre más baja, una edificación cubierta de hollín donde Sharra no había entrado. En la base había una puerta ancha de madera. Laren sacó una llave.
-¿Aquí? -preguntó, desconcertada-. ¿En el castillo?
-Aquí -corroboró Laren.
Atravesaron el patio hasta la puerta. Laren introdujo la pesada llave metálica y empezó a forcejear con la cerradura. Mientras tanto, Sharra echó el último vistazo a su alrededor, y la tristeza le pesó en el alma como una losa. Las torres parecían desoladas y muertas; el patio, abandonado, y más allá de las altas montañas nevadas tan solo había un horizonte desierto. No se oía más sonidos que el del forcejeo de la cerradura; no había más movimiento que el del viento que barría la arena del patio y azotaba los siete gallardetes grises clavados en los muros. Sharra se estremeció con una repentina sensación de soledad.
Laren abrió la puerta. Al otro lado no había ninguna habitación; solo una cortina de niebla que se agitaba, una niebla sin color, sin sonido, sin luz.
-Vuestro pórtico, mi señora -dijo el cantor.
Sharra se quedó mirando el pórtico como siempre que se enfrentaba a uno nuevo. ¿Qué mundo sería el siguiente?, se preguntó. Nunca lo sabía. Pero tal vez en aquel encontraría a Kaydar. Sintió la mano de Laren en el hombro.
-Estás dudando -le dijo con voz tierna.
-Falta el guardián -dijo Sharra de repente llevándose la mano al cuchillo-. Siempre hay un guardián.
Registró el patio con miradas breves, veloces. Laren suspiró.
-Si. Siempre. Unos tratan de despedazarte a zarpazos; otros intentan que te pierdas; otros quieren engañarte para que cruces el pórtico incorrecto… Unos te detienen con armas; otros, con cadenas; otros, con mentiras. Y hay unos, al menos uno, que quiso detenerte con amor. Pero siempre fue sincero y jamás te cantó una mentira.
Laren se encogió de hombros con aire impotente, y la empujó con cariño al otro lado del pórtico.


¿Lo encontró al final? ¿Encontró a su amado de ojos de fuego? ¿O todavía sigue buscándolo? ¿Cuál fue el siguiente guardián al que se enfrentó?
Cuando camina de noche, forastera en tierra solitaria, ¿hay estrellas en el cielo?
Yo no lo sé. Él tampoco. Puede que ni los Siete lo sepan. Son poderosos, sí, pero no todo el poder les pertenece, y los mundos son tantos que ni ellos pueden contarlos.
Hay una joven que viaja entre los mundos, pero su camino se ha perdido en la leyenda. Tal vez esté muerta, tal vez no. Las noticias viajan despacio entre los mundos, y no todas son ciertas.
Pero una cosa sí sabemos: en un castillo desierto, bajo un sol violeta, un juglar solitario espera y canta sobre ella.


viernes, 28 de julio de 2023

Samuel Taylor Coleridge. Enrique Anderson Imbert.

Samuel Taylor Coleridge soñó que recorría el Paraíso y que un ángel le daba una flor como prueba de que había estado allí.
Cuando Coleridge despertó y se encontró con esa flor en la mano comprendió que la flor era del infierno y que se la dieron nada más que para enloquecerlo.

El gato de Cheshire, 1965.

jueves, 27 de julio de 2023

A la hora del té. Laura Elisa Vizcaíno.

Mi nombre es Johny y soy un fox terrier. mis raíces británicas me han heredado un pelaje lacio, así como una combinación muy estética entre el blanco y el café. Sin embargo la vida es dura conmigo: habito en un cuarto de azotea, mi trabajo consiste en cuidar un colchón y una virgen de porcelana, me alimentan con patas de pollo o cueritos de cerdo.
Lo peor es que todas las tardes llega la anciana con su bastón, arrastrando la pierna se me acerca, su ropa huele a coladera y, mientras llora en mi espalda, yo quisiera ladrarle, suplicarle, por favor, dígame Johny, no Juanito.

miércoles, 26 de julio de 2023

Jerséis y cazadoras. Beatriz Alonso Aranzábal.

En el armario familiar, las cazadoras de mi padre abrazaban los jerseys de mi madre, y los tacones de ella pisaban las botas de él. Al cabo de unos años, lo cambiaron y compraron uno de dos cuerpos y, de paso, sustituyeron la cama matrimonial por dos colchones de látex. Ahora, cada uno tiene su propia habitación, su propio armario, y sus calcetines se enredan, muy de vez en cuando, en la lavadora.

martes, 25 de julio de 2023

Visión de Juan Panadero. Rafael Alberti.

1.
¡Ay, cuánta pus, cuánta podre,
cuánta metífica charca
y cuántos años salobres!


2.
Juan Panadero, dormido,
ve a tanto español que a tumbos
va por el túnel perdido.


3.
¿Dónde está la luz? El cielo
se les ha muerto en los ojos
y el alma toda es de yelo.


4.
¿Adónde ir? Pensarán
que andan por algún camino…
Y ya ni vienen ni van.


5.
¡Qué castigo! Es un desierto
sin sol, sin aire, sin agua…
Un mudo arenal de muertos.


6.
Fría ciudad. Por las calles
todos se dicen adiós…
Y no se responde a nadie.


7.
Ya no hay tardes ni mañanas.
Llueve cal de las esquinas
y cera de las ventanas.


8.
¡Qué larga noche! Los muros
se han cerrado como losas
de un gran cementerio oscuro.


9.
Mas caminan. Pero son
ciegos difuntos que arrastran
polvo por un callejón.


10.
Juan Panadero despierta.
Y sobre una España viva
ve andar una España muerta.

Poemas del destierro y de la espera, 1976.

lunes, 24 de julio de 2023

Padre e hija. Daniil Jarms.

Natasha tenía dos caramelos. Entonces se comió un caramelo y solo le quedó uno. Natasha dejó el caramelo en la mesa que tenía delante y se echó a llorar.
De repente miró y vio que había otra vez dos caramelos encima de la mesa.
Natasha se comió un caramelo y una vez más se echó a llorar.
Natasha lloraba, pero con el rabillo del ojo miraba a la mesa, no fuera a aparecer otra vez el segundo caramelo. Pero ese segundo caramelo no aparecía.
Natasha dejó de llorar y se puso a cantar. Cantaba y cantaba, y de repente se murió.
Llegó el papá de Natasha, la cogió y se la llevó al administrador del edificio.
-Mire -dijo el papá de Natasha-, haga el favor de certificar la defunción.
El administrador sopló en su sello y se lo estampó a Natasha en la frente.
-Gracias -dijo el papá de Natasha, y se llevó a Natasha al cementerio.
Pero en el cementerio estaba Matvéi, el vigilante. Matvéi no se movía de la puerta y no dejaba pasar a nadie, de manera que a los difuntos había que enterrarlos en plena calle.
El papá de Natasha enterró a su hija en la calle, se quitó el sombrero, lo dejó justo donde había enterrado a Natasha y se fue para casa.
Llegó a casa, y Natasha ya estaba allí. ¿Qué había pasado? Pues muy sencillo: había salido de la tierra y se había marchado corriendo a casa.
¡Menuda historia! El padre estaba tan desconcertado que le dio un ataque y se murió.
Natasha llamó al administrador y le dijo:
-Haga el favor de certificar la defunción.
El administrador sopló en su sello y lo estampó en una hoja, y después en esa misma hoja anotó unas palabras: «Por la presente certifico que Fulano de tal ha muerto efectivamente».
Cogió Natasha la hoja y se la llevó al cementerio para enterrarla. Pero el vigilante Matvéi le dijo a Natasha:
-Tú aquí no pasas por nada del mundo.
Le dice Natasha:
-Yo solo quiero enterrar esta hoja.
Y el vigilante:
-Mejor no insistas.
Natasha enterró la hoja en la calle, dejó los calcetines en el lugar donde la había enterrado y se fue para casa.
Llegó a casa, y allí estaba su padre, jugando solo a un pequeño billar con bolas metálicas.
Natasha se sorprendió, pero no dijo nada y se marchó a su cuarto a seguir creciendo.
Creció y creció, y cuatro años más tarde ya era toda una señorita. Y el papá de Natasha había envejecido y andaba encogido. Pero, cada vez que se acordaban de cómo cada uno de ellos había dado al otro por muerto, se echaban en el sofá y se partían de risa. A veces se pasaban veinte minutos riéndose.
Y los vecinos, en cuanto oían las risas, se ponían corriendo el abrigo y se marchaban al cine. Y un día se largaron así y ya no volvieron. Por lo visto, los atropelló un coche.


1 de septiembre de 1936.

Me llaman capuchino, 2006.

domingo, 23 de julio de 2023

Borrado. Ana Vida.

A Manu Espada


Cuando tenía todo preparado para empezar, de mi lapicero brotó un hombre menudo y flacucho. Un mindundi, pensé, porque no parecía tener mucho carácter. Sonrió tímidamente y se acercó a la punta, agarró de ella y sacó a una muchacha muy linda que le miraba con pasión. Se besaron como si yo no estuviera delante y después me quitaron el lápiz entre los dos. Yo me resistí como pude, sin saber muy bien por qué, pero dos pueden más que uno. Entonces le dieron la vuelta y me borraron, dejando una mancha gris y virutas de goma en el aire.


 

sábado, 22 de julio de 2023

La ventana tapiada. Ambrose Bierce.

En 1830, a solo unas pocas millas de donde hoy se levanta la gran ciudad de Cincinatti, se extendía un inmenso e impenetrable bosque. La región entera fue poblada por gente de la frontera, incansables almas que, tan pronto como construyeron hogares habitables fuera de la naturaleza salvaje y algún grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, impelidos por algún misterioso impulso de su naturaleza, abandonaron todo y se dirigieron hacía el oeste lejano para encontrar nuevos peligros y privaciones en un esfuerzo por lograr de nuevo las exiguas comodidades a las que habían renunciado voluntariamente. Muchos de ellos habían dejado ya esa región de los antiguos asentamientos, pero entre aquellos que permanecieron hubo uno que había sido de los primeros en llegar. Él vivía solo en una cabaña de troncos rodeada por todas partes por el bosque, de cuya lobreguez y silencio pareció ser parte, ya que nadie jamás le vio sonreír o decir una palabra innecesaria. Sus simples necesidades fueron suplidas por la venta o el trueque de pieles de animales salvajes del río, pero no por cosas que él hizo sobre la tierra, que si hubiera sido necesario, podría haber reclamado como propias por derecho. Hubo evidencias de "mejoras", unos pocos acres de terreno a un lado de la casa en el que se habían talado algunos de sus árboles; los deteriorados tocones cubiertos a medias por los nuevos brotes que nacían a pesar de la destrucción producida por el hacha. El entusiasmo del hombre por la agricultura había aparentemente ardido con una lánguida llama, expirando en penitenciales cenizas.
La pequeña cabaña, con su chimenea de troncos, su techo de tejas arqueadas, atravesadas por maderos y sellados con barro, tenía una sola puerta y, opuesta a la misma, una sola ventana, que estaba tapiada. Nadie podía recordar un tiempo en que no lo estuviera, y nadie nunca supo el porqué; ciertamente no por el desagrado del ocupante hacia la luz y el aire. En aquellas raras ocasiones en que un cazador había pasado por aquel solitario lugar, el recluso comúnmente era visto tomando sol en la puerta, si es que el cielo le proveía con sus rayos. Yo creo que unas pocas personas quedan con vida que conocen el secreto de esta ventana, y soy uno de ellos, como ustedes podrán verlo.
El nombre del hombre se decía que era Murlock. Aparentaba setenta años, pero realmente tenía unos cincuenta. Algo que no eran los años había influido en su envejecimiento. Su pelo y su larga barba eran blancas, y sus ojos, grises, como sin lustre, hundidos; su rostro excepcionalmente mostraba arrugas que parecían formar parte de dos sistemas que se cruzaban. Su figura era alta y parca, y tenía los hombros un poco encorvados, como si estuviera cargando algo. Yo nunca lo vi, sino que supe todo esto a través del relato del abuelo, quien me contó la historia cuando era niño; él lo había conocido cuando vivía cerca de allí, en aquellos años.
Un día Murlock fue encontrado en su cabaña, muerto. No era el momento ni el lugar para jueces de instrucción y periódicos, y supongo que todos asumieron que había muerto por causas naturales ya que, de no ser así, me lo habrían dicho y debería recordarlo. Sólo se que con lo que probablemente fuera un sentido de idoneidad, el cuerpo fue enterrado cerca de la cabaña, junto a la tumba de su esposa, quien le había precedido por tantos años que la tradición local casi no recordaba su existencia. Esto finaliza el último capítulo de esta historia real, exceptuando el hecho de que muchos años después, con un parecido espíritu intrépido, yo entré en ese lugar y me acerqué lo suficiente a la cabaña en ruinas como para lanzar una piedra sobre ella, y entonces corrí huyendo del fantasma que todo chico bien informado sabía que habitaba el lugar. Pero existe un capítulo anterior contado por mi abuelo.
Cuando Murlock construía su cabaña empezó decididamente a conformar la granja trabajando con su hacha, sirviéndose del rifle como un apoyo, él era joven, fuerte y lleno de esperanza. Se había casado en aquel país del Este de donde procedía, como era costumbre, con una joven devota y honesta que compartía con él los peligros y las privaciones de rigor siempre con un espíritu alegre. No se recuerda su nombre; la tradición guarda silencio en cuanto a sus encantos personales aunque la duda se mantiene; ¡pero Dios prohíbe que yo la comparta! De su afecto y felicidad hay evidentes muestras en todos y cada uno de los días de viudedad vividos por el hombre; ¿qué sino el magnetismo de unos benditos recuerdos podría haber encadenado un espíritu aventurero a un lugar como ese?
Un día Murlock regresó de una cacería en un lugar distante del bosque y encontró a su mujer postrada con fiebre y delirando. No había médico en millas, no había vecinos, tampoco ella estaba en condición de carecer de atención. Así que él ejerció también la tarea de atenderla y curarla, pero al tercer día entró en coma y falleció, aparentemente sin jamás regresar a su sano juicio.
Por lo que yo sé de una naturaleza como la de él, podemos aventurar algunos detalles del perfil dibujado por mi abuelo. Cuando se convenció de que ella estaba muerta, Murlock tuvo aún sentido como para recordar que la muerte debe ser seguida por el entierro. En preparativos para su sacra labor, cometió un error tras otro, haciendo algunas cosas de manera incorrecta y otras que había hecho correctamente, las volvió a hacer una y otra vez. Sus fallas ocasionales en llevar a término cosas simples y ordinarias lo llenaron de estupor como el de un borracho que se cuestiona por la suspensión de las leyes familiares naturales. También se sorprendió por no llorar - sorprendido y un poco avergonzado -; seguro que no es bueno no llorar por los muertos. "Mañana", dijo en voz alta, "tengo que hacer el ataúd y enterrarla, y entonces la echaré de menos, cuando no la vea más; pero ahora, ella está muerta, por supuesto, pero todo está bien; de alguna manera debe ser así. Las cosas no pueden ser tan malas como parecen"
Él permaneció sobre el cadáver por la noche, ajustando el cabello y dándole los últimos cuidados, haciéndolo de manera muy mecánica, con un cuidado casi desalmado, y con un sentido de convicción en su mente de que todo aquello estaba bien, como si la fuera a tener de nuevo consigo, y todo fuera explicado. Nunca había experimentado el dolor; su capacidad de sentirlo no había sido utilizada jamás, ni su corazón ni su mente podían concebirlo. No sabía lo que era un golpe bajo; este conocimiento vendría después y jamás se marcharía. El Dolor es un artista de poderes tan variados como los instrumentos con los que interpreta sus cantos fúnebres hacia los muertos, evocando desde las más agudas y finas notas hasta los acordes más graves y bajos que pulsan el lento y recurrente latido de un tambor distante. Algunos se asustan, otros se quedan pasmados. Para este viene como un flechazo certero, punzando toda la sensibilidad de una vida entusiasta; para el otro como el golpe de una maza, que aplasta todo e inmoviliza todo. Vamos a concebir que Murlock se vio afectado de esta manera, por (y aquí estamos en un campo de no mayor seguridad que la de la mera conjetura) que ni bien terminó su pía labor, se sentó en una silla a un lado de la mesa en la que yacía el cuerpo, y depositó sus brazos en el borde de la mesa, dejando caer su cara en ellos, sin lágrimas y en exceso cansado. En ese momento provino desde la ventana abierta un sonido como de aullido de un chico perdido en las lejanías del oscuro bosque. Pero el hombre no se movió. De nuevo, y más cercano que antes, sonó el aullido sobrenatural. Quizás era una bestia salvaje; quizás era un sueño. Para Murlock estaba dormida.
Algunas horas después, como luego se supo, el desgraciado vigía se despertó y deslizó su cabeza de los brazos, intentando escuchar sin saber por qué. Allí en la negra oscuridad al lado de la muerte, recordando todo sin asustarse, forzó la vista para ver mejor, no sabía el qué. Todos sus sentidos estaban alerta, su respiración se suspendió, la sangre se le detuvo en las venas como respaldando al silencio. ¿Quién o qué lo había despertado, y dónde estaba?
Súbitamente la mesa crujió bajo sus brazos, y al mismo tiempo escuchó, o creyó escuchar, un ligero, un paso suave, otro; ¡suena como si fuera de un pie desnudo sobre el suelo!
Estaba aterrorizado, paralizado, sin poder gritar o moverse. Necesariamente esperó, esperó allí en la oscuridad lo que parecieron siglos de un espanto tal que, hasta donde sabemos, nadie ha vivido nunca para contarlo. Trató en vano de pronunciar el nombre de la mujer muerta, también en vano su mano se estiró y palpó la mesa, para ver si ella estaba allí. Su garganta estaba atenazada y sus brazos y manos eran como plomo. Entonces ocurrió lo más espeluznante. Un cuerpo pesado pareció ser arrojado violentamente contra la mesa, con un tal ímpetu que lo empujó contra su pecho tan fuertemente como para tumbarlo. Al mismo tiempo oyó y sintió el impacto de algo sobre el piso, algo que chocó con tanta violencia que la casa entera se movió por el impacto. Siguió una reyerta, y una sucesión de sonidos imposibles de describir. Murlock se levantó. El miedo excesivo pasó a tomar control de sus facultades. Pasó su mano sobre la mesa. ¡No había nada ahí!
Hay un punto en que el terror puede conducir a la locura, y la locura incita a la acción. Sin ninguna intención definida, sin ningún motivo, pero con el obstinado impulso de un loco, Murlock pegó un brinco hacia la pared, donde estaba su arma cargada, y la descargó sin apuntar a ningún sitio concreto. Con el relámpago que iluminó la estancia, vio una enorme pantera arrastrando el cadáver de su mujer a través de la ventana, los dientes clavados en su garganta. Luego hubo una oscuridad más negra que la de antes y silencio; y cuando regresó a la consciencia, el sol brillaba y los pájaros cantaban en los árboles del bosque.
El cuerpo quedó cerca de la ventana, donde la bestia lo dejó antes de partir asustada por el fogonazo y la detonación del rifle. Las ropas estaban despedazadas, el largo cabello desordenado, las piernas quedaron desparramadas. Desde la garganta, horriblemente lacerada, había un manchón sanguinolento que todavía no había coagulado. La cinta con la que había vendado las muñecas estaba rota; las manos fuertemente crispadas. Entre los dientes tenía un fragmento de la oreja del animal.


 

jueves, 20 de julio de 2023

Libro del desasosiego. Fragmento 39. Fernando Pessoa.

De repente, como si un destino médico me hubiera operado de una ceguera antigua con grandes resultados súbitos, levanto la cabeza, desde mi vida anónima, hacia el conocimiento claro de cómo existo. Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño y de locura. Me maravillo de lo que conseguí no ver. Extraño cuanto fui y que ahora veo que al final no soy.
Contemplo, como en una extensión al sol que rompe nubes, mi vida pasada; y noto con un pasmo metafísico, que todos mis gestos más seguros, mi ideas más claras, y mis propósitos más lógicos, no fueron, al final, más que solemne borrachera, locura natural, gran desconocimiento. Ni siquiera representé. Me representaron. Fui, no el actor, sino sólo sus gestos.
Todo cuanto he hecho, pensado, sido, es una suma de subordinaciones, o a un ente falso que consideré mío, porque actué desde él hacia fuera, o al peso de unas circunstancias que supuse que era el aire que respiraba. Soy, en este momento de ver, un solitario repentino, que se reconoce desterrado donde se halló siempre ciudadano. En lo más íntimo de lo que pensé nunca fui yo.
Me sobreviene entonces un terror sarcástico de la vida, un desaliento que traspasa los límites de mi individualidad consciente. Sé que fui error y descamino, que nunca viví, que existí sólo porque llené tiempo con conciencia y pensamiento. Y mi sensación de mí es la de quien despierta después de un sueño lleno de sueños reales, o la de quien es liberado, por un terremoto, de la luz de la cárcel a la que se había habituado.
Me pesa, me pesa de verdad, como una condena de anuncio inminente, esta noción repentina de mi individualidad verdadera, de ese que siempre anduvo viajando soñolientamente entre lo que siente y lo que ve.
Es tan difícil describir lo que se siente cuando se siente que realmente se existe, y que el alma es una entidad real, que no sé cuáles son las palabras humanas con las que pueda describirlo. No sé si tengo fiebre, como es mi sentir, o si dejé de tener fiebre de ser durmiente de la vida. Sí, lo repito, soy como un viajante que de repente se encuentra en una villa extraña sin saber cómo ha llegado allí; y me suceden casos de esos de quienes pierden la memoria, y son otros durante mucho tiempo. Fui otro durante mucho tiempo -desde el nacimiento y la conciencia-, y me despierto ahora en medio del puente, asomado al río, y sabiendo que existo más firmemente de lo que fui hasta ahora. Pero la ciudad me es desconocida, las calles nuevas, y el mal sin cura. Espero, pues, inclinado sobre el puente, a que me pase la verdad, y yo me restablezca nulo y ficticio, inteligente y natural.
Fue un momento, y ya pasó. Ya veo los muebles que me rodean, los dibujos del papel gastado de las paredes, el sol por la vidrieras polvorientas. Vi la verdad por un momento. Fui un momento, con la conciencia, lo que los grandes hombres son con la vida. ¿Con la vida? Recuerdo sus actos y palabras, y no sé si no fueron también tentados vencedoramente por el Demonio de la Realidad. No saber de sí mismo es vivir. Saber mal de sí mismo es pensar. Saber de sí mismo, de repente, como en este momento lustral, es tener súbitamente la noción de la mónada íntima, de la palabra mágica del alma. Pero esa luz súbita lo chamusca todo, todo lo consume, nos deja desnudos hasta de nosotros mismos.
Fui sólo un momento, y me vi. Después ya ni siquiera sé decir lo que fui. Y, por fin, tengo sueño, porque, no sé por qué, me parece que lo juicioso es dormir.

Libro del desasosiego, 1982.

lunes, 17 de julio de 2023

El crujido de la seda. Lilian Elphick.

-Entonces, ¿qué arma prefiere?
- Navaja.
- ¿Dónde?
- Aquí.
- Ahí sale más caro.
- No importa. ¿El cheque se lo hago cruzado o abierto?
El hombre rió.
-Sólo efectivo. Mire, allí hay un dispensador de dinero. La espero. No tengo apuro.
La mujer puso el fajo de billetes en el bolsillo de la chaqueta del hombre. Él la llevó a un callejón sin salida para proceder con el encargo. Ella se sacó el pañuelo de la cabeza. Estaba totalmente calva. El hombre sintió lástima y fue rápido. Recogió el pañuelo haciéndolo crujir; luego, lo puso en la cara de la mujer y caminó hasta el terminal de buses. Antes, le regaló sus guantes a un pordiosero. 

El crujido de la seda. 2016.

domingo, 16 de julio de 2023

Era la séptima vez que me mandaba copiar aquella carta. Max Aub.

Era la séptima vez que me mandaba copiar aquella carta. Yo tengo mi diploma, soy una mecanógrafa de primera. Y una vez por un punto y seguido, que él dijo que era aparte, otra porque cambió un «quizás» por un «tal vez», otra porque se fue una v por una b, otra porque se le ocurrió añadir un párrafo, otras no sé por qué, la cosa es que la tuve que escribir siete veces. Y cuando se la llevé, me miró con esos ojos hipócritas de jefe de administración y empezó, otra vez: —«Mire, usted, señorita…». No lo dejé acabar. Hay que tener más respeto con los trabajadores.

Crímenes ejemplares, 1957.

sábado, 15 de julio de 2023

Romance sonámubulo. Federico García Lorca.

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas le están mirando
y ella no puede mirarlas.


*


Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.


*


Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los montes de Cabra.
Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
dejadme subir, dejadme,
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.


*


Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal,
herían la madrugada.


*


Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento, dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está mi niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!


*


Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche su puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos,
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

Romancero gitano, 1928.