Hay una joven que viaja entre dos
mundos.
Tiene
los ojos grises y la piel clara, o al menos eso cuenta la historia, y
su pelo es una cascada negra como el carbón con destellos rojizos.
Se ciñe las sienes con un aro de metal bruñido, una corona oscura
que le sujeta el cabello y a veces le ensombrece los ojos. Se llama
Sharra; conoce los pórticos.
Hemos
perdido el principio de su historia, junto con el recuerdo del mundo
del que salió. ¿Y el final? El final aún no ha llegado, y cuando
llegue no lo conoceremos.
Solo
tenemos el nudo; mejor dicho, una parte de ese nudo, la parte más
pequeña de la leyenda, un simple fragmento de la búsqueda. Una
breve historia dentro de otra más grande acerca de un mundo donde
Sharra se detuvo, del cantor solitario Laren Dorr y de cómo sus
historias se cruzaron un instante.
Al
principio solo había un valle bañado por la luz tenue del
crepúsculo. El sol poniente se demoraba sobre la cresta de la
montaña, enorme y violáceo; sus rayos sesgados hendían silenciosos
la espesura de árboles de brillantes troncos negros y
fantasmagóricas hojas incoloras. No se oía más sonido que el
gorjeo de las aves plañideras que salían al caer la noche y el
susurro rápido del agua en el arroyo pedregoso que cruzaba el
bosque.
Entonces,
a través de un pórtico invisible, Sharra llegó exhausta y
ensangrentada al mundo de Laren Dorr. Llevaba un sencillo vestido
blanco manchado y empapado de sudor, y una gruesa capa de piel
desgarrada por la espalda. En el brazo izquierdo, delgado y desnudo,
todavía le sangraban tres largos cortes. Apareció junto al arroyo,
temblorosa, y miró a su alrededor con cautela antes de arrodillarse
para curarse las heridas. Pese a correr rápida, el agua era de color
verde, oscura y sucia. No había manera de saber si era salobre, pero
Sharra estaba agotada y sedienta. Bebió, se lavó el brazo como pudo
con aquella agua extraña de aspecto dudoso y se vendó las heridas
con tiras de tela que se arrancó de la ropa. Después, mientras el
sol violeta seguía hundiéndose tras las montañas, Sharra se alejó
del agua, buscó refugio entre los árboles y se dejó vencer por el
sueño.
Se
despertó envuelta por unos brazos, unos brazos fuertes que la
levantaron sin esfuerzo. Sharra forcejeó, pero los brazos la
agarraron con más fuerza y la inmovilizaron.
-Tranquila
-le dijo una voz suave. Vio un rostro en medio de la niebla cada vez
más densa, un rostro de hombre, alargado, no exento de dulzura-.
Estás débil -añadió-, y se acerca la noche. Tenemos que entrar
antes de que oscurezca.
Sharra
sabía que debería resistirse, pero desistió. Llevaba mucho tiempo
luchando y estaba cansada. Se limitó a mirarlo, confusa.
-¿Por
qué? -preguntó. No aguardó respuesta-. ¿Quién eres? ¿Adónde
vamos?
-A
un lugar seguro -replicó él.
-¿A
tu hogar? -preguntó, soñolienta.
-No
-dijo en voz tan baja que apenas lo oyó-. No, a mi hogar no, a mi
hogar nunca. Pero allí estaremos bien.
Luego
oyó un chapoteo, como si cruzaran el arroyo, y ante ellos, en la
cresta de la montaña, divisó la silueta descarnada y retorcida de
un castillo de tres torres que se recortaba contra los últimos
restos de luz solar.
«Qué
extraño -pensó-; antes no estaba ahí.»
Se
quedó dormida.
Cuando
despertó, él estaba mirándola. La había acostado en una cama con
dosel y cortinajes bajo un montón de mantas suaves y cálidas. Las
cortinas estaban corridas, y su anfitrión se hallaba sentado al otro
lado de la estancia en un gran sillón envuelto en sombras. La luz de
la vela le bailaba en los ojos, y tenía las manos entrelazadas bajo
la barbilla.
-¿Te
encuentras mejor? -le preguntó sin moverse.
Sharra
se incorporó y se dio cuenta de que estaba desnuda. Veloz como la
sospecha, más rápida que el pensamiento, se llevó la mano a la
cabeza. Pero la corona oscura seguía allí, en su sitio, intacta; el
frío metal le ceñía la frente. Se relajó, volvió a reclinarse en
las almohadas y se subió las mantas para taparse.
-Mucho
mejor -dijo, y en aquel instante se dio cuenta de que las heridas
habían desaparecido.
El
hombre le dedicó una sonrisa triste. Tenía un rostro fuerte, y el
pelo ensortijado, del color del carbón, le caía sobre los ojos
oscuros muy abiertos. Incluso sentado parecía alto. Y esbelto.
Vestía un traje y una capa de suave cuero gris, y por encima llevaba
la melancolía como si fuera un manto.
-Marcas
de zarpazos -dijo en tono especulativo sin dejar de sonreír-. Las
marcas del brazo son de zarpazos, y casi te habían arrancado la ropa
por la espalda. Por lo visto, hay alguien a quien no le gustas.
-Algo
-replicó Sharra-. Un guardián. Un guardián, en el pórtico -Dejó
escapar un suspiro -. Siempre hay un guardián en el pórtico. A los
Siete no les gusta que vayamos de mundo en mundo. Y yo soy la que
menos les gusta de todos.
El
hombre separó las manos y las apoyó en los brazos de madera tallada
del sillón. Asintió, pero su sonrisa seguía siendo melancólica.
-Ya
entiendo -dijo-. Conoces a los Siete y conoces los pórticos –
Desvió la mirada a su frente-. Y la corona, claro. Tendría que
haberlo adivinado.
-Lo
has adivinado -repuso Sharra, sonriendo-. No; en realidad, lo sabías.
¿Quién eres? ¿Qué mundo es este?
-Mi
mundo -respondió con voz indiferente-. Le he puesto un millar de
nombres, pero ninguno me parece adecuado. Una vez le puse uno que me
gustaba, que le iba bien, pero se me ha olvidado. Fue hace mucho
tiempo. Me llamo Laren Dorr, o ese fue mi nombre alguna vez, cuando
tener un nombre me servía de algo. Ahora mismo es una tontería,
pero al menos aún lo recuerdo.
-Tu
mundo -repitió Sharra-. ¿De modo que eres un rey? ¿O un dios?
-Si
– respondió Laren Dorr con una carcajada-.Todo eso y mucho más.
Soy todo lo que quiera ser. No hay nadie que vaya a disputármelo.
-¿Qué
has hecho con mis heridas? -preguntó.
-Te
las he curado. -Se encogió de hombros como si se disculpara-. Es mi
mundo. Tengo ciertos poderes. Puede que no sean los poderes que me
gustaría tener, pero al menos son poderes.
-Ah
-dijo Sharra, sin convencimiento.
-Crees
que es imposible -siguió Laren, haciendo un además impaciente-. La
corona, claro. Está bien; es verdad solo en parte. Mis… poderes no
pueden hacerte daño mientras la lleves. En cambio, sí que puedo
ayudarte. -Volvió a sonreír, y sus ojos adquirieron una expresión
dulce y soñadora-. En fin, no importa. No te haría daño aunque
pudiera, Sharra. Créeme. Ha pasado mucho tiempo.
-Sabes
mi nombre. ¿Cómo es posible? -preguntó Sharra, sobresaltada.
Laren
sonrió, se levantó, cruzó las estancia y se sentó en la cama
junto a ella. Y antes de responder le cogió la mano y la envolvió
en la suya con ternura, acariciándosela con el pulgar.
-Sí,
sé tu nombre. Eres Sharra, la que viaja entre los mundos. Hace
siglos, cuando las colinas tenían otra forma y el sol estaba al
principio de su ciclo y no ardía de color violeta, sino escarlata,
vinieron a verme y me dijeron que llegarías. Los detesto a todos, a
los Siete, y siempre los detestaré, pero aquella noche agradecí la
visión que me otorgaron. Solo me dijeron tu nombre y que vendrías
aquí, a mi mundo. Y una cosa más, pero con aquello ya tenía
suficiente. Era una promesa, la promesa de un final o de un comienzo,
de un cambio. Y en este mundo, cualquier cambio es bien recibido.
Estoy aquí, solo, desde hace un millar de ciclos solares, Sharra, y
cada ciclo dura siglos. Son pocos los acontecimientos que marcan la
muerte de un tiempo.
Sharra
tenía el ceño fruncido. Sacudió la larga cabellera negra, y los
reflejos rojizos centellearon a la tenue luz de las velas.
-¿Tanta
ventaja me llevan? -preguntó-. ¿Saben qué va a suceder? -Tenía la
voz cargada de preocupación. Lo miró-. ¿Qué más te dijeron?
Laren
le apretó la mano con una suavidad infinita.
-Me
dijeron que te amaría. -Había un tinte de tristeza en su voz-. Como
profecía, no es gran cosa. Yo habría podido decirles exactamente o
mismo. Hace mucho mucho tiempo, tanto que creo que el sol era
amarillo, me di cuenta de que amaría cualquier voz que no fuera un
eco de la mía.
Sharra
se despertó al amanecer, cuando los haces de brillante luz violeta
se derramaron en su habitación por una ventana alta y arqueada que
no estaba allí la noche anterior. Encontró ropa preparada para
ella: una amplia túnica amarilla, un vestido enjoyado de vivo color
carmesí y un traje verde bosque. Eligió el traje y se vistió a
toda prisa. Antes de salir se detuvo un instante para mirar por la
ventana.
Se
encontraba en una torre desde la que se dominaban unas desmoronadas
almenas de piedra y un polvoriento patio triangular. En los otros dos
vértices del triángulo se alzaban sendas torres; eran unas
construcciones con forma de cerilla retorcida y punta cónica. Un
viento fuerte agitaba las hileras de gallardetes grises dispuestos a
lo largo de la muralla, pero, por lo demás, no se movía nada.
Más
allá de la muralla no había ni rastro del valle. El castillo, con
su patio y sus torres retorcidas, se erguía en la cima de una
montaña, totalmente rodeado por montañas todavía más altas que
ofrecían un panorama de barrancos de piedra negra, escarpadas
paredes rocosas y picos cubiertos de hielo límpido que refulgían
con destellos violáceos. La ventana no podía abrirse, pero el
viento tenía un aspecto gélido.
La
puerta de la habitación estaba abierta. Sharra descendió a paso
vivo por una escalera de caracol con peldaños de piedra, salió al
patio y se dirigió al edificio principal, una construcción baja de
madera pegada a la muralla. Atravesó incontables habitaciones,
algunas frías, desiertas y llenas de polvo, y otras con rico
mobiliario, antes de encontrar a Laren Dorr, que estaba desayunando.
Había
una silla vacía a su lado, y la mesa estaba repleta de comida y
bebida. Sharra se sentó y cogió un bollo caliente, sonriendo contra
su voluntad. Laren le devolvió la sonrisa.
-Me
marcho hoy -dijo ella entre bocado y bocado-. Lo siento mucho, Laren.
Tengo que buscar el pórtico.
El
aire de melancolía y desesperanza no lo había abandonado. Nunca lo
abandonaba, en realidad.
-Ya
me lo dijiste anoche -respondió con un suspiro-. Parece que he
esperado mucho tiempo para nada.
Había
carne, varios tipos de bollos, fruta, queso y leche. Sharra se llenó
el plato, cabizbaja. No quería mirar a Laren a los ojos.
-Lo
siento mucho – repitió.
-Quédate
un poco más -pidió-. Aunque sea poco tiempo. Creo que no hay nada
que te lo impida. Déjame enseñarte lo que pueda de mi mundo. Déjame
cantar para ti. -Sus ojos, grandes, oscuros y cansados, le
suplicaban, y ella vaciló.
-Bueno…
La verdad es que se tarda en encontrar la puerta.
-Entonces
quédate conmigo un tiempo.
-Pero,
Laren, al final tendré que marcharme. He hecho promesas. ¿Lo
comprendes?
-Sí
-contestó él con una sonrisa, y se encogió de hombros con gesto
desvalido-. Pero, mira… Sé dónde está el pórtico. Puedo
mostrártelo, y te ahorrarías la búsqueda. Quédate conmigo… un
mes. Un mes, tal como tú mides el tiempo. Y después te llevaré al
pórtico. -La miró con atención-. Llevas mucho tiempo cazando,
Sharra, mucho tiempo. Tal vez necesites un descanso.
Ella
se comió una pieza de fruta muy despacio, pensativa, sin dejar de
mirarlo.
-Puede
que sí -dijo al final mientras consideraba la situación-. Y habrá
un guardián, claro. Tú podrías ayudarme. Un mes… no es tanto
tiempo. He pasado mucho más de un mes en otros mundos. -Asintió, y
el rostro se le iluminó progresivamente con una amplia sonrisa-. Sí
-dijo, sin dejar de asentir-.Estaría muy bien.
Laren
le acarició la mano. Y tras el desayuno le enseñó el mundo que le
habían dado.
Estaban
en un pequeño balcón de la cima de la torre más alta. Sharra iba
vestida de verde oscuro, y Laren, alto y gentil, de gris. Ellos no se
movían; era Laren quien movía el mundo a su alrededor. Hizo volar
el castillo sobre mares bravíos en los que asomaban largas y negras
cabezas de serpiente para verlos pasar. Los trasladó bajo tierra, a
una enorme caverna llena de ecos, iluminada por una suave luz
verdosa, donde las estalactitas goteantes acariciaban la parte
superior de las torres, mientras rebaños de cabras blancas y ciegas
balaban alrededor de las almenas. Sonriendo, dio unas palmadas, y los
envolvió la niebla densa de una selva. Los árboles trepaban hacia
el cielo unos sobre otros como escaleras de caucho; había flores
gigantescas de una docena de colores diferentes; monos con largos
colmillos se aferraban a la muralla y chillaban… Dio otra palmada;
los muros desaparecieron, y la tierra del patio se convirtió en
arena. Se encontraron en una playa interminable, a orillas de un
océano gris y sombrío; el único movimiento perceptible eran las
evoluciones pausadas, sobre ellos, de un enorme pájaro azul de alas
finas como la seda. Todas aquellas cosas mostró Laren a Sharra, y
más, muchas más. Y al final, cuando el ocaso los persiguió de un
lugar a otro, llevó el castillo de vuelta a la cumbre desde la que
se dominaba el valle. Y desde el balcón, Sharra contempló el bosque
de árboles de corteza negra donde él la había encontrado, y oyó
los gemidos y sollozos de los pájaros plañideros entre las hojas
transparentes.
-No
es un mal mundo -dijo al tiempo que se volvía hacia él.
-No
-respondió Laren. Sus manos descansaban en la baranda de piedra
fría, y sus ojos, en el valle-. No del todo. Una vez lo exploré
entero, a pie, con una espada y un bastón. Disfruté mucho; fue
verdaderamente emocionante. Detrás de cada colina aguardaba un nuevo
misterio. -Rió entre dientes-. Pero de eso también hace mucho
tiempo. Ahora sé qué hay detrás de cada colina: otro horizonte
desierto. -La miró y se encogió de hombros de aquella manera tan
característica-. En fin, debe de haber infiernos peores. Pero este
es el mío.
-Entonces
ven conmigo -le dijo Sharra-. Busquemos juntos el pórtico y
marchémonos de aquí. Hay otros mundos. Puede que sean menos
extraños y menos hermosos, pero no estarás solo.
-Tal
como dices, parece sencillo -dijo él con tono liviano volviéndose a
encoger de hombros-. Sé dónde está el pórtico, Sharra. Lo he
intentado mil veces. El guardián no me detiene. Lo atravieso, atisbo
un mundo apenas un instante y, de pronto, vuelvo a encontrarme en el
patio. No. No puedo marcharme.
-Es
muy triste. -Sharra le cogió la mano entre las suyas-. Tanta
soledad, durante tanto tiempo… Debes de ser muy fuerte, Laren. Yo
me habría vuelto loca a los pocos años.
Laren
se echó a reír con una carcajada llena de amargura.
-Ay,
Sharra, he perdido la razón mil veces. Pero me curan, mi amor.
Siempre me curan. -De nuevo se encogió de hombros y la rodeó con el
brazo. El viento era frío y cada vez soplaba más fuerte-. Vamos,
tenemos que entrar antes de que oscurezca por completo.
Subieron
a la torre, hasta el dormitorio de Sharra, y se sentaron juntos en la
cama. Laren llevó comida: carne ennegrecida por fuera y roja por
dentro, pan caliente y vino. Comieron y charlaron.
-¿Por
qué estás aquí? -le preguntó Sharra entre bocado y bocado,
regando las palabras con vino-. ¿Cómo los ofendiste? ¿Quién eras
antes?
-No
lo recuerdo más que en sueños -le respondió-. Y los sueños… Ha
pasado tanto tiempo que ni siquiera sé decir cuáles son verdaderos
y cuáles visiones fruto de mi locura. -Suspiró-. A veces sueño que
fui un rey, un gran rey en un mundo que no era este, y que mi crimen
fue conseguir hacer feliz a mi pueblo. En su felicidad se volvieron
contra los Siete y abandonaron los templos. Un día me desperté en
mi habitación, en el castillo, y descubrí que los sirvientes habían
desaparecido. Cuando salí, mi pueblo y mi mundo tampoco estaban, ni
tampoco la mujer que dormía a mi lado.
«Pero
también tengo otros sueños. A menudo me parece recordar que fui un
dios. Bueno, casi un dios. Tenía poderes y doctrina, pero no era la
doctrina de los Siete. Me temían porque era un rival a la altura de
cualquiera de ellos. Pero no podía enfrentarme a los Siete juntos, y
a eso fue a lo que me obligaron. Me dejaron con una pequeña fracción
de mi poder y me enviaron aquí. Fue una ironía cruel. Como dios,
enseñaba que las personas debían ayudarse entre sí; que con amor,
risas y charlas podían mantener a raya la oscuridad. Así que eso
fue precisamente lo que me quitaron los Siete.
«Pero
eso no es lo peor. Porque hay otros momentos en los que creo que
siempre he estado aquí, que nací aquí hace un tiempo infinito. Que
todos los recuerdos son falsos, que me los envían para que sufra
todavía más.
Sharra
lo observaba y veía que no la miraba a ella, sino que tenía los
ojos clavado en un punto lejano, lleno de niebla, sueños y recuerdos
moribundos. Las frases eran muy pausadas, y las pronunciaba con una
voz que también era como la niebla, que giraba y se arremolinaba y
ocultaba cosas, y se intuían los misterios, las sombras que
merodeaban y se escabullían, las luces lejanas que jamás podrían
alcanzarse.
De
repente, Laren se detuvo, y sus ojos volvieron a despertar.
-Ay,
Sharra -dijo-. Ten mucho cuidado. Si deciden ir contra ti
directamente, ni la corona te ayudará. Bakkalon, el Niño Pálido,
te desgarrará; Naa-Slas se alimentará de tu dolor, y Saagael, de tu
alma.
Ella
se estremeció y cortó otro trozo de carne. Pero al morderlo lo
sintió frío y duro, y se fijó en que las velas estaban casi
agotadas. ¿Cuánto rato había estado escuchándolo?
-Espera
-le dijo Laren.
Se
levantó y salió por la puerta junto a la que había estado la
ventana. Ya no quedaba ni rastro de ella, solo sólida piedra gris.
Todas las ventanas se transformaban en roca en cuanto desaparecía el
último rayo de sol. Laren no tardó en volver con un instrumento de
madera negra que despedía un brillo tenue, colgado del cuello con un
cordel de cuero. Sharra nunca había visto un instrumento semejante.
Tenía dieciséis cuerdas, cada una de un color, y brillantes trastes
de luz incrustados a todo lo largo de la madera encerada. Laren se
sentó y apoyó la base del instrumento en el suelo; la parte
superior le llegaba justo a la altura del hombro. Lo acarició con
dedos ligeros, tentativos; las luces refulgieron, y de pronto, una
música llenó la estancia y se desvaneció enseguida.
-Es
mi compañero -dijo, con una sonrisa.
Volvió
a tocarlo, y la música nació y murió, notas perdidas sin melodía.
Entonces acarició los trastes de luz, y el mismo aire se estremeció
y cambió de color.
Y
empezó a cantar.
“Soy
el señor de la soledad,
desiertos
están mis dominios…”
Así
empezaba la canción, cantada con aquella voz grave y dulce, lejana y
neblinosa. Sharra escuchó el resto con atención, se aferró a cada
palabra y trató de recordarlas, pero las perdió. La acariciaron, la
tocaron y se disiparon; volvieron a la niebla. Aparecieron y
desaparecieron tan deprisa que no fue capaz de rememorar qué habían
sido. Y lo mismo sucedió con la música triste, melancólica y llena
de secretos; la arrastraba, sollozaba, susurraba promesas de un
millar de historias jamás narradas… Las llamas de la estancia
ardieron más vivamente, y brotaron globos de luz, que danzaban y
flotaban juntos hasta que el aire estuvo lleno de color.
Palabras,
música, luz… Laren Dorr lo tomó todo y tejió una visión para
ella.
Lo
vio como se veía a sí mismo en sus sueños: un rey, alto y fuerte,
todavía con la cabeza bien alta, con el cabello tan negro como el de
ella y los ojos centelleantes. Sus prendas eran de un blanco
deslumbrante; llevaba pantalones ajustados, una camisa de mangas con
el vuelo recogido en los puños y una capa que se movía la viento
como un manto de nieve. Le ceñía la frente una corona de plata tan
brillante como la espada de hoja delgada que le colgaba de la
cintura. Aquel Laren, aquel Laren más joven, aquella visión de
ensueño, se movía sin melancolía, deambulaba en un mundo de
hermosos minaretes de marfil y apacibles canales azules. Y el mundo
se movía a su alrededor, amigos, amantes y una mujer especial a
quien Laren dibujó con palabras y luces de fuego, y los días
sencillos y las risas se sucedían sin fin.
Entonces,
de repente, bruscamente, se hizo la oscuridad. Estaba en aquel mundo
vacío.
La
música gimió; las luces se atenuaron, y las palabras se tornaron
tristes y desamparadas. Sharra vio cómo despertaba Laren en su
castillo de siempre, pero estaba vacío. Lo vio buscar de habitación
en habitación, lo vio salir para enfrentarse a un mundo que jamás
había visto. Lo vio abandonar el castillo y caminar hacia la niebla
de un horizonte lejano con la esperanza de que no fuera niebla, sino
humo. Caminó y caminó; cada día caían nuevos horizontes bajo sus
pies, y el enorme sol pasaba del rojo al naranja y luego al amarillo,
pero su mundo seguía desierto. Pasó por todos los lugares que había
mostrado a Sharra, por todos ellos y por muchos más; y al final,
perdido como siempre y añorando su hogar, el castillo acudió a él.
Para
entonces, su ropa blanca se había vuelto de un gris marchito. Pero
la canción no terminó. Pasaron días, pasaron años, pasaron
siglos. Laren se agotaba y enloquecía, pero sin envejecer. El sol
brilló verde y morado y de un cruento azul blanquecino, pero a cada
ciclo que pasaba había menos color en el mundo.
Tal
fue la canción de Laren, acerca de días interminables y noches
hueras en las que la música y los recuerdos eran la única fuente de
cordura, y con su canto, Sharra lo sintió todo en su propia carne.
Y
cuando la visión de desvaneció y la música murió, cuando la voz
dulce se derritió en la lejanía por última vez, cuando Laren calló
y sonrió y la miró, Sharra se descubrió temblando.
-Gracias
-le dijo él en voz baja mientras se encogía de hombros.
Se
llevó el instrumento y la dejó a solas.
El
día siguiente amaneció frío y encapotado, pero Laren la llevó de
caza al bosque. La presa era un animal blanco y esbelto, mitad felino
y mitad gacela, demasiado veloz para que pudieran atraparlo y con
demasiados dientes para que pudieran matarlo. A Sharra no le importó.
La persecución era mejor que la muerte de la presa. Aquella carrera
por el bosque umbrío, con un arco que jamás había utilizado y un
carcaj de flechas de la misma madera negra que los árboles adustos
que los rodeaban, le produjo una extraña alegría. Ambos iban
abrigados con pieles grises; Laren le sonreía desde una capucha de
cabeza de lobo. Al correr pisaban las hojas del suelo, transparentes
y frágiles como el cristal, que crujían y crepitaban bajo sus
botas.
Después,
sin haber derramado ni una gota de sangre, regresaron agotados al
castillo, y Laren dispuso un gran banquete en el salón principal. Se
sonrieron, cada uno en un extremo de una mesa de quince metros de
largo, y Sharra contempló cómo corrían las nubes al otro lado de
la ventana, detrás de Laren, y cómo la ventana se transformaba en
piedra después.
-¿Por
qué se transforma? -preguntó-. ¿Y por qué nunca sales de noche?
-Eh…
-Laren se encogió de hombros-. Hay motivos. Aquí, las noches son…
En fin, no son agradables. -Bebió un trago de vino caliente
especiado de una copa grande adornada con piedras preciosas-. En el
mundo del que vienes, el lugar del que partiste… Dime, Sharra,
¿había estrellas?
-Sí.
-Asintió-. Ha pasado mucho tiempo, pero todavía lo recuerdo. Las
noches eran muy oscuras y negras, y las estrellas eran como puntitos
de luz duros, fríos, muy lejanos. A veces formaban figuras. Cuando
eran jóvenes, los hombres de mi mundo ponían nombres a aquellas
figuras y contaban historias fantásticas sobre ellas.
-Creo
que me gustaría tu mundo -dijo Laren-. El mío se le parecía un
poco. Pero nuestras estrellas eran de mil colores y se movían como
lamparillas fantasmales en la noche. A veces se envolvían en velos
para ocultar la luz, y entonces, las noches se volvían tenues y
vaporosas. A menudo, cuando aparecían las estrellas, salía a
navegar con la mujer a quien amaba. Solo apara verlas juntos. Era un
momento maravilloso para cantar. -La voz empezaba a teñírsele de
tristeza.
La
oscuridad se había adueñado de la habitación, la oscuridad y el
silencio. La comida estaba fría, y Sharra apenas divisaba su rostro,
a quince metros de distancia. De modo que se levantó y fue a
sentarse junto a él, risueña. Y Laren asintió y sonrió, y al
momento se oyó un silbido, y a lo largo de las paredes, las
antorchas cobraron vida en todo el salón. Le sirvió más vino, y
los dedos de ella se detuvieron un momento en los suyos cuando aceptó
la copa.
-Nosotros
hacíamos lo mismo -dijo Sharra-. Si la brisa era cálida y los demás
estaban lejos, nos gustaba tumbarnos juntos bajo el cielo. A Kaydar y
a mí.
Sharra
titubeó y lo miró. Los ojos de Laren la escudriñaban.
-¿Kaydar?
-Te
habría caído bien, Laren. Y tú también a él; estoy segura. Era
alto, y tenía el pelo rojo y fuego en los ojos. Kaydar tenía
poderes, igual que yo, pero los suyos eran superiores. ¡Y qué
voluntad! Una noche se lo llevaron. No lo mataron; solo nos lo
arrebataron, a mí y a nuestro mundo. Desde entonces he estado
buscándolo. Conozco los pórticos y llevo la corona oscura. No les
resultará fácil detenerme.
Laren
bebió de su copa de metal y contempló el reflejo de la luz de las
antorchas en ella.
-Hay
una infinidad de mundos, Sharra.
-Tengo
tanto tiempo como haga falta. No envejezco, Laren, no más que tú.
Lo encontraré.
-¿Tanto
lo amabas?
Sharra
luchó por no esbozar una sonrisa tenue y afectuosa, pero no lo
consiguió.
-Sí
-dijo, y entonces fue su voz la que sonó perdida-. Sí, tanto. Me
hizo feliz. Estuvimos juntos muy poco tiempo, pero me hizo feliz. Eso
es algo que los Siete no pueden quitarme. Era maravilloso simplemente
mirarlo, sentir sus brazos en torno a mi cuerpo y ver su sonrisa.
-Vaya.
-Sonrió, aunque en su sonrisa había una pesada sobra de derrota.
El
silencio se hizo muy denso. Al final Sharra lo miró.
-Pero
nos hemos desviado mucho del tema. Todavía no me has dicho por qué
se sellan las ventanas cuando llega la noche.
-Has
recorrido un largo camino. Tú viajas entre los mundos. ¿Has visto
mundos sin estrellas?
-Sí.
Muchos. He visto un universo donde solo hay un mundo y el sol no es
más que una brasa brillante, y de noche los cielos son vastos y
están vacíos. He visto la tierra de los bufones ceñudos, donde no
hay cielo y los soles silbantes arden bajo el océano. He caminado
por los páramos de Carradyne y he visto a oscuros brujos prender
fuego a un arcoíris para iluminar aquella tierra sin sol.
-Este
mundo no tiene estrellas -dijo Laren.
-¿Y
eso te asusta tanto como para encerrarte?
-No.
En su lugar hay otra cosa. -La miró-. ¿Quieres verlo?
Ella
asintió. Las antorchas se extinguieron tan bruscamente como se
habían encendido, y la estancia quedó sumida en la oscuridad.
Sharra se giró para mirar detrás de Laren. Laren no se movió,
pero, a su espalda, las piedras de la ventana se deshicieron como
polvo, y la luz del exterior entró en la sala.
Pese
a que el cielo estaba muy oscuro, se veía perfectamente. Una forma
que emanaba luz se movía contra la oscuridad, y la arena del patio,
las piedras de las almenas y los gallardetes grises brillaban bajo su
resplandor. Sharra, asombrada, alzó la vista.
Algo
le devolvió la mirada. Era más alto que las montañas y ocupaba la
mitad del cielo, y aunque desprendía luz suficiente para iluminar el
castillo entero, Sharra supo que era más oscuro que la propia
oscuridad. La silueta recordaba la de un hombre, y llevaba una capa
larga con capucha que ocultaba una oscuridad aún más terrible que
el resto. Los únicos sonidos que se oían eran la respiración suave
de Laren, el latido del corazón de Sharra y el sollozo distante de
un pájaro plañidero, pero ella escuchó una risa demoníaca en su
mente.
La
forma del cielo la miró, miró en su interior. Sharra sintió la
oscuridad fría que albergaba su propia alma. Estaba paralizada; no
podía mover los ojos. Pero la sombra sí se movió. Se volvió y
levantó una mano, y de repente apareció algo allí arriba, a su
lado: la diminuta figura de un hombre con ojos de fuego que se
retorcía, gritaba y la llamaba.
Sharra
chilló y se volvió de espaldas. Cuando miró de nuevo, la ventana
ya no estaba; solo un muro de piedra segura, inofensiva, y una hilera
de antorchas encendidas, y Laren, que la sujetaba con brazos fuertes.
-Solo
ha sido una visión -le dijo. La estrechó contra él y le acarició
el pelo-. Hubo un tiempo en que intenté hacerles frente por las
noches -dijo, más para sí mismo que para ella-. Pero ¿para qué?
Los Siete se turnan para vigilarme, me observan. Los he visto muchas
veces. Arden con luz negra contra el cielo límpido de la noche,
tienen a aquellos a los que quise. Ahora ya no miro. Me quedo aquí
dentro, canto, y mis ventanas son de la piedra de la noche.
-Me
siento… sucia -susurró, todavía temblorosa.
-Vamos
-le dijo-. Arriba hay agua; puedes limpiarte el frío. Luego cantaré
para ti.
La
tomó de la mano y subieron por la torre.
Sharra
se dio un baño caliente mientras Laren preparaba el instrumento y lo
afinaba en el dormitorio. Ya estaba listo cuando volvió Sharra,
envuelta de la cabeza a los pies en una enorme y esponjosa toalla
marrón. Se sentó en la cama y se secó el pelo mientras esperaba.
Y
Laren le regaló visiones.
En
aquella ocasión le cantó su otro sueño, aquel en el que era un
dios enemigo de los Siete. La música era un martilleo indómito
salpicado de relámpagos y temblores de miedo, y las luces se
fundieron para formar un campo de batalla escarlata donde Laren,
vestido de un blanco cegador, luchaba contra una pesadilla de sombras
y figuras. Eran siete y formaban un círculo en torno a él; lo
acosaban, lo apuñalaban con lanzas de negrura absoluta, y Laren les
respondía con fuego y tormenta. Pero al final lo doblegaron. La luz
se desvaneció; la canción volvió a ser suave y triste, y la visión
se hizo borrosa a medida que pasaban los siglos solitarios.
Apenas
cayeron del aire las últimas notas, apenas murieron los últimos
destellos, Laren empezó a cantar de nuevo. Se trataba de una
canción diferente, una que no conocía tan bien. Sus dedos ágiles y
finos titubearon y rectificaron más de una vez; además le temblaba
la voz, porque iba componiendo la letra sobre la marcha. Sharra
pronto supo por qué. En aquella ocasión cantaba sobre ella; era la
balada de su viaje. De su amor ardiente y su búsqueda sin fin, de
mundos y más mundos, de coronas oscuras y guardianes a la espera que
luchaban con garras, trampas y mentiras. Tomó cada palabra que ella
había pronunciado, las utilizó todas, las transformó todas. En el
dormitorio nacieron paisajes deslumbrantes donde soles blancos ardían
bajo océanos eternos y siseaban entre nubes de vapor, donde hombres
tan viejos como el tiempo encendían arcoíris para ahuyentar la
oscuridad. Y cantó a Kaydar, y en cierto modo lo cantó tal como
era, y atrapó el fuego que había sido el amor de Sharra y lo pintó
y lo hizo revivir.
La
canción, sin embargo, terminaba con una pregunta. El final quedó
suspendido en el aire, resonando y resonando como un eco. Ambos
esperaron algo más, pero ambos sabían que no había nada. De
momento.
-Ahora
me toca a mí darte las gracias -dijo Sharra entre lágrimas-. Por
devolverme a Kaydar.
-No
ha sido más que una canción -dijo al tiempo que se encogía de
hombros-. Hacía mucho que no tenía una canción nueva.
La
dejó otra vez a solas, pero antes de atravesar el umbral se detuvo y
le acarició la mejilla. Luego Sharra, aún envuelta en la toalla,
cerró la puerta y fue de vela en vela convirtiendo la luz en
oscuridad con su aliento. Dejó la toalla en una silla, se metió
bajo las mantas y estuvo largo rato despierta antes de dejarse llevar
por el sueño.
Todavía
reinaba la oscuridad cuando se despertó sin saber por qué. Abrió
los ojos y miró a su alrededor. No había nada; nada había
cambiado. ¿O sí?
Entonces
lo vio, sentado en el sillón, al otro lado de la estancia, con las
manos entrelazadas bajo la barbilla, tal como lo había visto la
primera vez, quieto como una estatua, con los ojos serenos e
inmóviles, muy abiertos, muy oscuros en la habitación llena de
noche.
-¿Laren?
-llamó en voz baja, no del todo segura de si la forma negra era él.
-Sí
-respondió. Siguió sin moverse-. También te contemplé anoche
mientras dormías. He estado solo más tiempo del que puedas
imaginar, y muy pronto volveré a estarlo. Incluso dormida, tu mera
presencia es una maravilla.
-Oh,
Laren -dijo.
Se
hizo un silencio, una pausa, una ponderación, una conversación sin
palabras. Luego, Sharra apartó las mantas, y Laren acudió a ella.
Los
dos habían visto el paso de los siglos. Un mes y un instante venían
a ser lo mismo.
Durmieron
juntos todas las noches, y todas las noches Laren le cantó
canciones, y Sharra las escuchó. Pasaban las horas de oscuridad
conversando, y de día nadaban desnudos en aguas cristalinas que
reflejaban el esplendoroso violeta del cielo. Hicieron el amor en
playas de arena fina y blanca, y hablaron mucho del amor.
Pero
nada cambió. Y por fin se acercó el momento. La víspera del día
que significaba el final, al anochecer, pasearon juntos por el bosque
umbrío donde la había encontrado.
Durante
aquel mes con Sharra, Laren había aprendido a reír, pero en ese
momento volvió a aguardar silencio. Caminaba despacio, con la mano
de ella apretada en la suya y un talante más gris que la suave
camisa de seda que vestía. Se sentó a la orilla del arroyo que
surcaba el valle y la atrajo para que se sentara también. Se
quitaron las botas y dejaron que el agua fría les acariciara los
pies. Era un atardecer cálido; soplaba una brisa inquieta y
solitaria, y ya se oían los primeros pájaros plañideros.
-Tienes
que marcharte -le dijo sin soltarle la mano, pero también sin
mirarla. No era una pregunta, sino una afirmación.
-Si
-dijo, y la melancolía también la había invadido a ella, y en su
voz había ecos lóbregos.
-Las
palabras me han abandonado Sharra -dijo Laren-. Si pudiera cantar una
visión para ti, cantaría. Sería la visión de un mundo antes
vacío, pero que nosotros y nuestros hijos habríamos llenado. Podría
ofrecértelo. Mi mundo contiene belleza, maravillas y misterios; solo
faltan ojos que los vean. Y si las noches son terribles… Bueno, no
sería la primera vez que los hombres se han enfrentado a noches
oscuras, en otros mundos y en otros tiempos. Te amaría, Sharra, te
amaría tanto como soy capaz. Trataría por todos los medios de
hacerte feliz.
-Laren…
-empezó, pero él le pidió silencio con una mirada.
-No.
Podría decirte todo eso y mucho más, pero no lo haré. No tengo
derecho. Kaydar te hace feliz. Solo un estúpido egoísta te pediría
que renunciaras a esa felicidad para compartir mi desgracia. Kaydar
es todo fuego y risas, mientras que yo soy humo, soy canción, soy
tristeza. Llevo demasiado tiempo solo. El gris se ha convertido en
parte de mi alma, y no quiero oscurecerte a ti. Pero…
Ella
le cogió la mano con las suyas, se la llevó a los labios y le dio
un beso rápido. Luego se la soltó y apoyó la cabeza en su hombro
firme.
-Intenta
venir conmigo, Laren -le pidió-. Cógete de mi mano cuando pasemos
por la puerta. Puede que la corona oscura te proteja.
-Intentaré
cualquier cosa que me pidas. Pero no me pidas que crea que va a salir
bien. -Dejó escapar un suspiro-. Te esperan incontables mundos,
Sharra, y no veo tu final. Pero sé que no está aquí. De eso estoy
seguro. Puede que sea lo mejor. Yo ya no sé nada, si es que alguna
vez supe algo. Recuerdo vagamente qué era el amor, creo que soy
capaz de rememorar cómo era, y lo que recuerdo es que no dura para
siempre. Aquí, los dos juntos, inmutables e inmortales, ¿cómo
podríamos escapar del aburrimiento? ¿Llegaríamos a detestarnos?
Eso no lo querría. Creo que estás tan enamorada de Kaydar porque
solo estuviste un periodo breve con él. Tal vez mi actitud sea
retorcida e insidiosa. Pero, al encontrar a Kaydar, lo perderás.
Amor mío, algún día se apagará el fuego y la magia morirá. Y
puede que ese día te acuerdes de Laren Dorr.
Sharra
empezó a llorar con un llanto suave y silencioso. Laren la estrechó
contra él y la besó.
-No
-le susurró con dulzura.
Ella
le devolvió el beso, y se abrazaron sin palabras.
Cuando
por fin la penumbra violeta casi se había convertido en negra,
volvieron a calzarse las botas y se levantaron. Laren la abrazó y
sonrió.
-Debo
irme -dijo Sharra-. Debo. Pero es muy duro, Laren, créeme.
-Te
creo -dijo-. Supongo que te amo porque te vas a ir. Porque no puedes
olvidar a Kaydar, porque no olvidas las promesas que hiciste. Tú
eres Sharra, la que viaja entre los mundos, y creo que los Siete te
temen mucho más que al dios que tal vez fui. Si no fueras tú, no
sentiría por ti lo que siento.
-¿No?
Pues dijiste que amarías cualquier voz que no fuera un eco de la
tuya.
-Como
te he dicho tantas veces, amor mío -dijo Laren encogiéndose de
hombros-, eso fue hace mucho tiempo.
Antes
de que oscureciera por completo volvieron al castillo para una última
cena, una última noche, una última canción. Aquella noche no
durmieron, y Laren volvió a cantar para ella justo antes del
amanecer. No fue una buena canción; era una divagación sin rumbo
acerca de un juglar errante en un mundo cualquiera a quien rara vez
le sucedía nada de interés. Sharra no entendió la canción, y
Laren la cantó a desgana. Como despedida era un tanto extraña, pero
los dos estaban transidos de dolor.
Cuando
salió el sol, la dejó a solas y le prometió que se reuniría con
ella en el patio tras cambiarse de ropa. Y así fue, allí la
esperaba cuando llegó, sonriéndole tranquilo y seguro. Iba vestido
de blanco inmaculado: pantalones ceñidos, camisa de mangas con el
vuelo recogido en el puño y una capa larga y pesada que un viento
incipiente hinchaba y azotaba. Pero el sol violeta lo manchaba con
sus rayos sombríos.
Sharra
se acercó a él y le cogió la mano. Vestía ropas de cuero duro y
llevaba un cuchillo en el cinto para enfrentarse al guardián. El
cabello negro como azabache con destellos rojos y purpúreos le
ondeaba tan libre como la capa de Laren, y llevaba bien encajada la
corona oscura.
-Adiós,
Laren -dijo-. Me habría gustado darte más.
-Me
has dado mucho. En los siglos venideros, en todos los ciclos solares
que me esperan, te recordaré. Mi tiempo se regirá por ti, Sharra.
Cuando un día salga el sol y su color sea azul fuego, lo miraré y
diré: «Sí, este es el primer
sol azul después de que Sharra viniera a mí».
-He
hecho una nueva promesa. Algún día encontraré a Kaydar. Y si
consigo liberarlo, vendremos juntos aquí, volveremos a buscarte y
enfrentaremos mi corona y los fuegos de Kaydar a la oscuridad de los
Siete.
-Muy
bien. -Laren se encogió de hombros-. Si ves que no estoy, déjame un
mensaje. -Y sonrió.
-Bien…
El pórtico… Dijiste que me enseñarías dónde está.
Laren
se volvió y señaló la torre más baja, una edificación cubierta
de hollín donde Sharra no había entrado. En la base había una
puerta ancha de madera. Laren sacó una llave.
-¿Aquí?
-preguntó, desconcertada-. ¿En el castillo?
-Aquí
-corroboró Laren.
Atravesaron
el patio hasta la puerta. Laren introdujo la pesada llave metálica y
empezó a forcejear con la cerradura. Mientras tanto, Sharra echó el
último vistazo a su alrededor, y la tristeza le pesó en el alma
como una losa. Las torres parecían desoladas y muertas; el patio,
abandonado, y más allá de las altas montañas nevadas tan solo
había un horizonte desierto. No se oía más sonidos que el del
forcejeo de la cerradura; no había más movimiento que el del viento
que barría la arena del patio y azotaba los siete gallardetes grises
clavados en los muros. Sharra se estremeció con una repentina
sensación de soledad.
Laren
abrió la puerta. Al otro lado no había ninguna habitación; solo
una cortina de niebla que se agitaba, una niebla sin color, sin
sonido, sin luz.
-Vuestro
pórtico, mi señora -dijo el cantor.
Sharra
se quedó mirando el pórtico como siempre que se enfrentaba a uno
nuevo. ¿Qué mundo sería el siguiente?, se preguntó. Nunca lo
sabía. Pero tal vez en aquel encontraría a Kaydar. Sintió la mano
de Laren en el hombro.
-Estás
dudando -le dijo con voz tierna.
-Falta
el guardián -dijo Sharra de repente llevándose la mano al
cuchillo-. Siempre hay un guardián.
Registró
el patio con miradas breves, veloces. Laren suspiró.
-Si.
Siempre. Unos tratan de despedazarte a zarpazos; otros intentan que
te pierdas; otros quieren engañarte para que cruces el pórtico
incorrecto… Unos te detienen con armas; otros, con cadenas; otros,
con mentiras. Y hay unos, al menos uno, que quiso detenerte con amor.
Pero siempre fue sincero y jamás te cantó una mentira.
Laren
se encogió de hombros con aire impotente, y la empujó con cariño
al otro lado del pórtico.
¿Lo
encontró al final? ¿Encontró a su amado de ojos de fuego? ¿O
todavía sigue buscándolo? ¿Cuál fue el siguiente guardián al que
se enfrentó?
Cuando
camina de noche, forastera en tierra solitaria, ¿hay estrellas en el
cielo?
Yo
no lo sé. Él tampoco. Puede que ni los Siete lo sepan. Son
poderosos, sí, pero no todo el poder les pertenece, y los mundos son
tantos que ni ellos pueden contarlos.
Hay
una joven que viaja entre los mundos, pero su camino se ha perdido en
la leyenda. Tal vez esté muerta, tal vez no. Las noticias viajan
despacio entre los mundos, y no todas son ciertas.
Pero
una cosa sí sabemos: en un castillo desierto, bajo un sol violeta,
un juglar solitario espera y canta sobre ella.