Jugó
al fútbol de pequeño porque papá decía que el baloncesto era un
deporte de niñas. Estudió ingeniería como agradecimiento a los
desvelos que papá hizo siempre por su porvenir. Se casó por la
iglesia para respetar las creencias religiosas de papá y accedió a
que su primer hijo se llamara Braulio, como papá. Cuando la mala
fortuna lo hizo enfermar y vio que le quedaba poco tiempo llamó a
papá y le dijo, cuida de mi familia.
Papá
los cuidó. El pequeño Braulio fue un buen jugador de fútbol, sacó
la carrera de ingeniero con buenas notas, se casó en la mismísima
catedral y llamó Braulio a su primogénito, como era tradición.
También enfermó.
miércoles, 30 de mayo de 2018
lunes, 28 de mayo de 2018
Kafka y la moneda de un desconocido. Franco Vaccarini.
En
la parada del ómnibus me resuena una frase de los diarios de Kafka.
La leí hace minutos y me neurotizó de un modo opresivo: oh,
bastante esperanza, infinita esperanza, sólo que no para nosotros.
Veo que se acerca el ómnibus y, torpe de mí, se me cae la moneda de un peso a la calle, directo a la panza de los autos. Es mi única moneda. El muchacho que esperaba otro ómnibus, detrás de mí, me da su propia moneda. "Yo tomo la que se te cayó, cuando corte el semáforo”. Subo con la moneda de un desconocido y siento una ola de esperanza, aquí, ahora, para nosotros.
Veo que se acerca el ómnibus y, torpe de mí, se me cae la moneda de un peso a la calle, directo a la panza de los autos. Es mi única moneda. El muchacho que esperaba otro ómnibus, detrás de mí, me da su propia moneda. "Yo tomo la que se te cayó, cuando corte el semáforo”. Subo con la moneda de un desconocido y siento una ola de esperanza, aquí, ahora, para nosotros.
domingo, 27 de mayo de 2018
Historia. Jairo Aníbal Niño.
Ayer
por la tarde fue extraído de las antiguas aguas del Mediterráneo el
cuerpo petrificado de Ícaro. Al ser colocado sobre la cubierta del
barco, sus alas metálicas, limpias y poderosas, lanzaron una
erupción de luz cuando fueron tocadas por el sol de los venados.
Se sospecha que la afirmación de que Ícaro usaba alas de cera, fue propalada por sus asesinos.
Se sospecha que la afirmación de que Ícaro usaba alas de cera, fue propalada por sus asesinos.
sábado, 26 de mayo de 2018
Ley de vida. Jack London.
El viejo Koskoosh
escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún
tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la
inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada
frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah!
Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los
perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés.
Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba
demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo
sentado en la nieve, solitario y desvalido. Había que levantar el
campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría
rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del
deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy
cerca.
Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.
El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve… Sólo debía de quedar en pie la del chamán. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chamán mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.
¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.
-¿Estás bien? – le preguntó.
Y el viejo repuso:
-Estoy bien.
-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.
-Sí, ya nieva.
-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?
-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.
Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.
No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.
Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja…, pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.
Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!
Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.
Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!
Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.
De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.
Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.
Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.
Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.
Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.
Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio… Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio… Y procedía de muy cerca… Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.
Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos… Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía…
-¿Por qué me aferro a la vida? – se preguntó.
Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.
Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.
El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve… Sólo debía de quedar en pie la del chamán. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chamán mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.
¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.
-¿Estás bien? – le preguntó.
Y el viejo repuso:
-Estoy bien.
-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.
-Sí, ya nieva.
-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?
-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.
Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.
No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.
Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja…, pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.
Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!
Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.
Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!
Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.
De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.
Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.
Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.
Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.
Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.
Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio… Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio… Y procedía de muy cerca… Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.
Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos… Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía…
-¿Por qué me aferro a la vida? – se preguntó.
Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.
viernes, 25 de mayo de 2018
Fundación de los vientos marineros. Eduardo Galeano.
Según
los cuentos de la antigua marinería, la mar era quieta, un inmenso
lago sin olas ni olitas, y sólo a remo se podía navegar.
Entonces una canoa, perdida en el tiempo, llegó al otro lado del mundo y encontró la isla donde vivían los vientos. Los marineros los capturaron, se los llevaron y los obligaron a soplar. La canoa se deslizó, empujada por los vientos prisioneros, y los marineros, que llevaban siglos remando y remando, por fin pudieron echarse a dormir.
No despertaron nunca.
La canoa se estrelló contra un peñón.
Desde entonces, los vientos andan en busca de la isla perdida que había sido su casa. En vano deambulan por los siete mares del mundo los alisios y los monzones y los ciclones. Por venganza de aquel secuestro, a veces echan a pique los barcos que se les cruzan en el camino.
Entonces una canoa, perdida en el tiempo, llegó al otro lado del mundo y encontró la isla donde vivían los vientos. Los marineros los capturaron, se los llevaron y los obligaron a soplar. La canoa se deslizó, empujada por los vientos prisioneros, y los marineros, que llevaban siglos remando y remando, por fin pudieron echarse a dormir.
No despertaron nunca.
La canoa se estrelló contra un peñón.
Desde entonces, los vientos andan en busca de la isla perdida que había sido su casa. En vano deambulan por los siete mares del mundo los alisios y los monzones y los ciclones. Por venganza de aquel secuestro, a veces echan a pique los barcos que se les cruzan en el camino.
jueves, 24 de mayo de 2018
Los puercoespines. Arthur Schopenhauer.
Un
día crudísimo de invierno, en el que el viento silbaba cortante,
unos puercoespines se apiñaban, en su madriguera, lo más
estrechamente que podían.
Pero resultaba que, al estrecharse, se clavaban mutuamente sus agudas púas.
Entonces volvían a separarse; pero el frío penetrante los obligaba, de nuevo, a apretujarse.
Volvían a pincharse con sus púas, y volvían a separarse.
Y así una y otra vez, separándose, y acercándose, y volviéndose a separar, estuvieron hasta que, por fin, encontraron una distancia que les permitía soportar el frío del invierno, sin llegar a estar tan cerca unos de otros como para molestarse con sus púas, ni tan separados como para helarse de frío.
A esa distancia justa la llamaron urbanidad y buenos modales.
Pero resultaba que, al estrecharse, se clavaban mutuamente sus agudas púas.
Entonces volvían a separarse; pero el frío penetrante los obligaba, de nuevo, a apretujarse.
Volvían a pincharse con sus púas, y volvían a separarse.
Y así una y otra vez, separándose, y acercándose, y volviéndose a separar, estuvieron hasta que, por fin, encontraron una distancia que les permitía soportar el frío del invierno, sin llegar a estar tan cerca unos de otros como para molestarse con sus púas, ni tan separados como para helarse de frío.
A esa distancia justa la llamaron urbanidad y buenos modales.
miércoles, 23 de mayo de 2018
Lo real y lo imaginario. Kostas Axelos.
Un
padre y una madre centauros observan a su hijo que retoza en una
playa del Mediterráneo. El padre se vuelve hacia la madre y le
pregunta: "¿Debemos decirle que no es más que un mito?".
martes, 22 de mayo de 2018
La loba. Giovanni Verga.
Era alta, flaca,
pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven;
pálida, como si fuera víctima de la malaria, y sobre esa palidez
dos ojos grandes y dos labios frescos y rojos, devoradores.
En el pueblo la llamaban La Loba porque nunca se saciaba de nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar sola, como perra sarnosa, con el paso receloso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios rojos devoraba a sus hijos y maridos en un abrir y cerrar de ojos, y los traía al trote con su sola mirada de Satanás, incluso cuando estaban ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba nunca iba a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angiolino de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella.
La pobre Maricchia, una buena muchacha, lloraba a escondidas porque, al ser hija de La Loba, ninguno querría casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada, como cualquier otra muchacha del pueblo.
Una vez, La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sintiendo que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sintiendo, al mirarlo a los ojos, la sed que se siente en las horas tórridas de junio, en medio de la llanura. Pero él seguía segando tranquilamente y, viendo los montes, le decía:
-¿Qué tiene, doña Pina?
En los campos inmensos, donde sólo se oía el revoloteo de los grillos, cuando el sol caía a plomo, La Loba hacinaba, montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse nunca, sin erguirse un solo momento, sin acercar sus labios a la garrafa, a fin de no alejarse de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de vez en cuando:
-¿Qué quiere, doña Pina?
Y una noche se lo dijo, mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban en el inmenso campo negro:
-¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti!
-Pues yo quiero a su hija, que es soltera -respondió Nanni, sin aguantarse la risa.
La Loba se llevó las manos a la cabeza, se rascó las sienes y, sin decir palabra, se fue. No volvió a aparecer en la era. Pero en octubre, el mes en que se extrae el aceite, volvió a ver a Nanni, porque él trabajaba cerca de su casa y el ruido de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche.
-Coge el costal de aceitunas y ven conmigo -le ordenó a la hija.
Nanni empujaba las aceitunas con una pala, para que cayeran debajo de la muela, y le gritaba “¡Arre!” a la mula, para que no se detuviera.
-¿Quieres a mi hija Maricchia? -le dijo doña Pina.
-¿Qué le va a dar usted a Maricchia? -le preguntó Nanni.
-Tiene lo que le dejó su padre; además, le doy mi casa. A mí me basta con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón.
-De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad -le dijo Nanni.
El joven estaba muy sucio y embarrado de aceite y de aceitunas puestas a fermentar, y Maricchia no lo quería bajo ningún aspecto; pero la madre la agarró por los cabellos, frente al fogón, y, rechinando los dientes, le dijo:
-¡O te casas con él o te mato!
La Loba estaba como enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba aquí y allá, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír, sacaba la imagen de la Virgen y se santiguaba. Maricchia se quedaba en casa, amamantando a sus hijos, mientras su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquiera de ellos, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andan con la cabeza gacha y los hombres duermen de bruces, al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las que ninguna mujer buena sale de paseo, La Loba era la única alma que vagaba por el campo, sobre las piedras ardientes de los senderos, entre los rastrojos requemados, en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se aposentaba en el horizonte.
-¡Despierta! —le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, al lado de un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos-. Despiértate; te traigo vino para que te refresques la garganta.
-¡No! ¡No hay mujer buena entre la víspera y la nona! -gemía Nanni, metiendo la cabeza entre la hierba seca de la zanja, mesándose los cabellos-. ¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era!
Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón.
Pero La Loba regresó a la era muchas veces, y Nanni dejó de protestar. Más aún, cuando ella tardaba en llegar, en las horas que van de la víspera a la nona, él la esperaba en lo más alto del sendero blanco y desierto, con la frente bañada en sudor. Después, volvía a mesarse los cabellos y a gritarle otra vez:
-¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era!
Maricchia lloraba noche y día, y miraba a la madre con ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda.
-¡Malvada! -le decía-. ¡Madre malvada!
-¡Cállate!
-¡Ladrona, ladrona!
-¡Cállate!
-¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir!
-¡Pues ve!
Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin ningún miedo y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora también amaba al marido que le habían impuesto, sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar.
El sargento mandó a llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni se arrancaba los cabellos y sollozaba, pero ni siquiera intentó disculparse.
-¡Es la tentación! –decía-. ¡Es la tentación del infierno!
Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel.
-¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡No deje que vuelva a verla otra vez! ¡Nunca!
-¡No! –contestó por su parte La Loba al sargento-. Sólo tengo un rincón en la cocina, para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy!
Días después, un mulo pateó a Nanni en el pecho y, pese a estar a punto de morir, el párroco no quiso llevarle los santos óleos. La Loba no salía de la casa, y cuando al fin se fue, Nanni pudo prepararse entonces para morir como buen cristiano; se confesó y comulgó, dando tantas muestras de arrepentimiento y contrición, que todos los vecinos y curiosos lloraban ante la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviese a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó.
-¡Déjeme en paz! -le decía a La Loba-. ¡Por caridad, déjeme en paz! He visto a la muerte con mis propios ojos. La pobre Maricchia está desesperada. ¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí…
Y él hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que, cuando se clavaban en los suyos, le hacían sentir que perdía el cuerpo y el alma. Ya no sabía qué hacer para librarse del hechizo. Mandó a decir misas en sufragio de las almas del Purgatorio; fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En la Pascua fue a confesarse, y lamió seis palmos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba no dejaba de incitarlo, le dijo:
-¡Óigame bien! Que no se le ocurra venir a buscarme a la era, porque, como hay un Dios en el cielo, ¡la mato!
-¡Mátame! —le dijo La Loba—. No me importa, porque sin ti no quiero vivir.
Cuando volvió a divisarla a lo lejos, en medio del sembrado verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que pendía de la rama de un olmo. La Loba lo vio llegar, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con la luz del sol; pero ella no se detuvo ni bajó los ojos, y fue a su encuentro, llevando entre las manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con sus ojazos negros.
—¡Ay! ¡Maldita sea su alma! —murmuró Nanni.
Vida de los campos, Giovanni Verga, 1880.
En el pueblo la llamaban La Loba porque nunca se saciaba de nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar sola, como perra sarnosa, con el paso receloso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios rojos devoraba a sus hijos y maridos en un abrir y cerrar de ojos, y los traía al trote con su sola mirada de Satanás, incluso cuando estaban ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba nunca iba a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angiolino de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella.
La pobre Maricchia, una buena muchacha, lloraba a escondidas porque, al ser hija de La Loba, ninguno querría casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada, como cualquier otra muchacha del pueblo.
Una vez, La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sintiendo que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sintiendo, al mirarlo a los ojos, la sed que se siente en las horas tórridas de junio, en medio de la llanura. Pero él seguía segando tranquilamente y, viendo los montes, le decía:
-¿Qué tiene, doña Pina?
En los campos inmensos, donde sólo se oía el revoloteo de los grillos, cuando el sol caía a plomo, La Loba hacinaba, montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse nunca, sin erguirse un solo momento, sin acercar sus labios a la garrafa, a fin de no alejarse de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de vez en cuando:
-¿Qué quiere, doña Pina?
Y una noche se lo dijo, mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban en el inmenso campo negro:
-¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti!
-Pues yo quiero a su hija, que es soltera -respondió Nanni, sin aguantarse la risa.
La Loba se llevó las manos a la cabeza, se rascó las sienes y, sin decir palabra, se fue. No volvió a aparecer en la era. Pero en octubre, el mes en que se extrae el aceite, volvió a ver a Nanni, porque él trabajaba cerca de su casa y el ruido de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche.
-Coge el costal de aceitunas y ven conmigo -le ordenó a la hija.
Nanni empujaba las aceitunas con una pala, para que cayeran debajo de la muela, y le gritaba “¡Arre!” a la mula, para que no se detuviera.
-¿Quieres a mi hija Maricchia? -le dijo doña Pina.
-¿Qué le va a dar usted a Maricchia? -le preguntó Nanni.
-Tiene lo que le dejó su padre; además, le doy mi casa. A mí me basta con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón.
-De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad -le dijo Nanni.
El joven estaba muy sucio y embarrado de aceite y de aceitunas puestas a fermentar, y Maricchia no lo quería bajo ningún aspecto; pero la madre la agarró por los cabellos, frente al fogón, y, rechinando los dientes, le dijo:
-¡O te casas con él o te mato!
La Loba estaba como enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba aquí y allá, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír, sacaba la imagen de la Virgen y se santiguaba. Maricchia se quedaba en casa, amamantando a sus hijos, mientras su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquiera de ellos, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andan con la cabeza gacha y los hombres duermen de bruces, al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las que ninguna mujer buena sale de paseo, La Loba era la única alma que vagaba por el campo, sobre las piedras ardientes de los senderos, entre los rastrojos requemados, en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se aposentaba en el horizonte.
-¡Despierta! —le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, al lado de un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos-. Despiértate; te traigo vino para que te refresques la garganta.
-¡No! ¡No hay mujer buena entre la víspera y la nona! -gemía Nanni, metiendo la cabeza entre la hierba seca de la zanja, mesándose los cabellos-. ¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era!
Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón.
Pero La Loba regresó a la era muchas veces, y Nanni dejó de protestar. Más aún, cuando ella tardaba en llegar, en las horas que van de la víspera a la nona, él la esperaba en lo más alto del sendero blanco y desierto, con la frente bañada en sudor. Después, volvía a mesarse los cabellos y a gritarle otra vez:
-¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era!
Maricchia lloraba noche y día, y miraba a la madre con ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda.
-¡Malvada! -le decía-. ¡Madre malvada!
-¡Cállate!
-¡Ladrona, ladrona!
-¡Cállate!
-¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir!
-¡Pues ve!
Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin ningún miedo y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora también amaba al marido que le habían impuesto, sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar.
El sargento mandó a llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni se arrancaba los cabellos y sollozaba, pero ni siquiera intentó disculparse.
-¡Es la tentación! –decía-. ¡Es la tentación del infierno!
Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel.
-¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡No deje que vuelva a verla otra vez! ¡Nunca!
-¡No! –contestó por su parte La Loba al sargento-. Sólo tengo un rincón en la cocina, para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy!
Días después, un mulo pateó a Nanni en el pecho y, pese a estar a punto de morir, el párroco no quiso llevarle los santos óleos. La Loba no salía de la casa, y cuando al fin se fue, Nanni pudo prepararse entonces para morir como buen cristiano; se confesó y comulgó, dando tantas muestras de arrepentimiento y contrición, que todos los vecinos y curiosos lloraban ante la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviese a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó.
-¡Déjeme en paz! -le decía a La Loba-. ¡Por caridad, déjeme en paz! He visto a la muerte con mis propios ojos. La pobre Maricchia está desesperada. ¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí…
Y él hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que, cuando se clavaban en los suyos, le hacían sentir que perdía el cuerpo y el alma. Ya no sabía qué hacer para librarse del hechizo. Mandó a decir misas en sufragio de las almas del Purgatorio; fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En la Pascua fue a confesarse, y lamió seis palmos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba no dejaba de incitarlo, le dijo:
-¡Óigame bien! Que no se le ocurra venir a buscarme a la era, porque, como hay un Dios en el cielo, ¡la mato!
-¡Mátame! —le dijo La Loba—. No me importa, porque sin ti no quiero vivir.
Cuando volvió a divisarla a lo lejos, en medio del sembrado verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que pendía de la rama de un olmo. La Loba lo vio llegar, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con la luz del sol; pero ella no se detuvo ni bajó los ojos, y fue a su encuentro, llevando entre las manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con sus ojazos negros.
—¡Ay! ¡Maldita sea su alma! —murmuró Nanni.
Vida de los campos, Giovanni Verga, 1880.
lunes, 21 de mayo de 2018
La bici del Ignacio. Miguelángel Flores.
Si
tú piensas mucho en una cosa, al final pasa. Yo imaginaba una bici
como la del Ignacio de la calle nueva. Lo pensaba millones de veces
al día. O más. Al levantarme, antes de comer, durante los anuncios
de la tele. Y me dormía también con la bicicleta en el cerebro. Él
me prestaba la suya algunas tardes, pero sin salirme de su calle. Lo
hizo hasta que se fue al cielo y se la dejó.
Me lo contaron cuando su madre vino a casa. El Ignacio se había caído de la azotea, queriendo alcanzar un panal. Pero al cielo no llegó del rebote, como yo vi clarísimo; mamá me lo aclaró de una bofetada, allí delante. De los nervios. Traía la bicicleta para regalármela. Y a mí me pasó algo muy raro, me alegré con pena. Lloré y me preguntaron si no estaba contento, y respondí que sí. Pero si me hubieran preguntado si estaba triste, les habría dicho lo mismo. No sé si me explico. Ahora tengo bici, pero casi no la uso. Y es que si tú deseas algo mucho, mucho, cuando lo tienes ya no lo quieres igual, igual. Y al revés pasa lo mismo.
Esta noche te cuento, julio, 2015.
Me lo contaron cuando su madre vino a casa. El Ignacio se había caído de la azotea, queriendo alcanzar un panal. Pero al cielo no llegó del rebote, como yo vi clarísimo; mamá me lo aclaró de una bofetada, allí delante. De los nervios. Traía la bicicleta para regalármela. Y a mí me pasó algo muy raro, me alegré con pena. Lloré y me preguntaron si no estaba contento, y respondí que sí. Pero si me hubieran preguntado si estaba triste, les habría dicho lo mismo. No sé si me explico. Ahora tengo bici, pero casi no la uso. Y es que si tú deseas algo mucho, mucho, cuando lo tienes ya no lo quieres igual, igual. Y al revés pasa lo mismo.
Esta noche te cuento, julio, 2015.
domingo, 20 de mayo de 2018
El más largo viaje jamás contado. Eduardo Galeano.
Nadie
los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y
dispararon
toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer
aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en
Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron
rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han
visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y
se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan, apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose
las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a
disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los
arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los
cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro
navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla
hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al
mundo por primera vez.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1982.
Lienzo: Juan Sebastián Elcano.Museo Naval de Madrid.
toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer
aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en
Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron
rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han
visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y
se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan, apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose
las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a
disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los
arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los
cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro
navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla
hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al
mundo por primera vez.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1982.
Lienzo: Juan Sebastián Elcano.Museo Naval de Madrid.
jueves, 17 de mayo de 2018
Multiplicación y muerte de Narciso. Marco Denevi.
Se
cuenta que Vulcano inventó el espejo para que Venus pudiese apreciar
su propia belleza. En una de las tantas trifulcas entre marido y
mujer, Vulcano hizo añicos el espejo y los trozos cayeron a la
Tierra.
El primer hombre que los vio fue Narciso. Al aproximarse, entendió que varios jóvenes de extraordinaria hermosura lo miraban. A todos se les encendió en los ojos el mismo fulgor lascivo, después todos mostraron la misma inflamación del sexo, por fin todos le tendieron los brazos en un mismo ademán de oferta y de demanda. Entonces Narciso corrió hacia ellos y todos, también él, desaparecieron.
El primer hombre que los vio fue Narciso. Al aproximarse, entendió que varios jóvenes de extraordinaria hermosura lo miraban. A todos se les encendió en los ojos el mismo fulgor lascivo, después todos mostraron la misma inflamación del sexo, por fin todos le tendieron los brazos en un mismo ademán de oferta y de demanda. Entonces Narciso corrió hacia ellos y todos, también él, desaparecieron.
martes, 15 de mayo de 2018
Paulita. Federico Gana.
¿Llueve, Paulita?
Le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueño.
-Lloviendo toda la noche sin descansar, señor- me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café. En seguida, cruza los brazos sobre el pecho, y se queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial. Yo, desde mi lecho, diviso confusamente, allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que gorgotean sin término en las charcas.
-Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen- agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida, el paisaje.
Después se vuelve hacia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy puesta como llavera del fundo que es, desde hace largos años.
Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello. Sus cabellos grises, ásperos y fuertes, su color obscuro y bilioso, su estrecha frente y los pómulos y las mandíbulas muy pronunciados, denuncian a las claras su origen araucano. Sólo los ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes.
Por fin le digo:
-¿Y ha sabido de José?
Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:
-¡De José, mi Josecito, mi hijo!, sí, señor, ¡cómo no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de ese hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero. Yo lo decía que Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: “Aquí tiene, madre, para que se compre todas su faltas”. Después cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios… -Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:
-Y ahora, ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?…
-¿Y le ha escrito desde que se fue? ¿Le ha mandado algún recuerdo?
Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, sonriendo pálidamente:
-Si… siempre me escribe…, desde que se fue, ahí tengo las cartas… se las traeré para que las vea… Es tan atento… También me ha mandado algunos engañitos… Dice que no viene, porque no quiere llegar pobre aquí -Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ventana, y continúa:
-Y pensar que va para tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos! -Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:
-¡Ah!, señor, ¡qué crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubiera tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora -termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.
Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos:
-Y él allá… al fin del mundo… y yo tendré que morirme aquí como un perro: ¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!
Se lleva al pecho las dos manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahoga, se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros.
Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio, leyendo tranquilamente los diarios, que acaba de traer el correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros, saludando alegremente al buen tiempo. Grandes, espesas nubes blancas se divisan allá entre los árboles del camino real, destacándose inmóviles sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagante de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi pecho. Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del Cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé que vaga, indefinible esperanza.
De repente siento que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápidas pisada que yo conozco muy bien resuenan tras de mí sobre la alfombra. Paulita está frente a mí; trae debajo del brazo un pequeño envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante. Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro parece demacrado, pálido y enfermizo; sus grandes ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe enigmática, maliciosa… Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:
-Hoy me ha llegado carta de él, ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea.
-¡Ah! José le ha escrito -le digo.
Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:
-Léamela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí.
Es una breve carta que principia con el sabido: “Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una completa salud; yo quedo aquí bueno, a sus órdenes. Ésta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el mar.
“También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerdo de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo. -José Morales.”
Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.
De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado.
Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:
-José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.
-Ingrato él -me contesta con una expresión de extravío en la mirada -, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda -y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí, sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género obscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!
-Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.
-Sí, ya va a llegar muy pronto -me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.
Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo su paquete.
Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.
Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:
-Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?
-Lo único que hay de nuevo, señor, -me contestó-, es que doña Paulita está en las últimas.
-¡Cómo! -le dije sorprendido-, ¿y qué tiene?
-Hacía tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora, enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho enraba la malura de la cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar… Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que la pusiese la extremaunción y la confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.
-Vamos a verla -le digo, hondamente conmovido con la noticia.
Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.
En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.
Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de la destrucción que se opera por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre.
-Paulita -le digo en voz baja -, ¿me conoce?
Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto. De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil; destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse; su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:
-José… Josecito…, ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo?… Acércate… pero… ¡Tan flaco, tan distinto!! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame… así… ¡Y tan elegante!… ¡Dios te bendiga!… ¿Pero ya te vas?… ¡No vuelves mas!
Después lanza un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso…
Al ponerme en pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:
-Pobre José, ¡cuanto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!
El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:
-José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre…
-¿Cómo? -le digo, mirándolo sorprendido…
-Si, señor -agrega-, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero…
-¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?
-Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.
-¿Y los regalos?
-Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir… ¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer! -y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando, al parecer, con la barba apoyada entre las manos.
El cuento. Revista de la imaginación, nº 143.
-Lloviendo toda la noche sin descansar, señor- me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café. En seguida, cruza los brazos sobre el pecho, y se queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial. Yo, desde mi lecho, diviso confusamente, allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que gorgotean sin término en las charcas.
-Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen- agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida, el paisaje.
Después se vuelve hacia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy puesta como llavera del fundo que es, desde hace largos años.
Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello. Sus cabellos grises, ásperos y fuertes, su color obscuro y bilioso, su estrecha frente y los pómulos y las mandíbulas muy pronunciados, denuncian a las claras su origen araucano. Sólo los ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes.
Por fin le digo:
-¿Y ha sabido de José?
Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:
-¡De José, mi Josecito, mi hijo!, sí, señor, ¡cómo no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de ese hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero. Yo lo decía que Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: “Aquí tiene, madre, para que se compre todas su faltas”. Después cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios… -Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:
-Y ahora, ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?…
-¿Y le ha escrito desde que se fue? ¿Le ha mandado algún recuerdo?
Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, sonriendo pálidamente:
-Si… siempre me escribe…, desde que se fue, ahí tengo las cartas… se las traeré para que las vea… Es tan atento… También me ha mandado algunos engañitos… Dice que no viene, porque no quiere llegar pobre aquí -Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ventana, y continúa:
-Y pensar que va para tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos! -Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:
-¡Ah!, señor, ¡qué crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubiera tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora -termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.
Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos:
-Y él allá… al fin del mundo… y yo tendré que morirme aquí como un perro: ¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!
Se lleva al pecho las dos manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahoga, se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros.
Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio, leyendo tranquilamente los diarios, que acaba de traer el correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros, saludando alegremente al buen tiempo. Grandes, espesas nubes blancas se divisan allá entre los árboles del camino real, destacándose inmóviles sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagante de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi pecho. Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del Cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé que vaga, indefinible esperanza.
De repente siento que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápidas pisada que yo conozco muy bien resuenan tras de mí sobre la alfombra. Paulita está frente a mí; trae debajo del brazo un pequeño envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante. Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro parece demacrado, pálido y enfermizo; sus grandes ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe enigmática, maliciosa… Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:
-Hoy me ha llegado carta de él, ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea.
-¡Ah! José le ha escrito -le digo.
Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:
-Léamela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí.
Es una breve carta que principia con el sabido: “Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una completa salud; yo quedo aquí bueno, a sus órdenes. Ésta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el mar.
“También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerdo de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo. -José Morales.”
Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.
De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado.
Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:
-José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.
-Ingrato él -me contesta con una expresión de extravío en la mirada -, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda -y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí, sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género obscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!
-Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.
-Sí, ya va a llegar muy pronto -me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.
Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo su paquete.
Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.
Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:
-Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?
-Lo único que hay de nuevo, señor, -me contestó-, es que doña Paulita está en las últimas.
-¡Cómo! -le dije sorprendido-, ¿y qué tiene?
-Hacía tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora, enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho enraba la malura de la cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar… Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que la pusiese la extremaunción y la confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.
-Vamos a verla -le digo, hondamente conmovido con la noticia.
Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.
En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.
Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de la destrucción que se opera por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre.
-Paulita -le digo en voz baja -, ¿me conoce?
Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto. De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil; destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse; su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:
-José… Josecito…, ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo?… Acércate… pero… ¡Tan flaco, tan distinto!! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame… así… ¡Y tan elegante!… ¡Dios te bendiga!… ¿Pero ya te vas?… ¡No vuelves mas!
Después lanza un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso…
Al ponerme en pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:
-Pobre José, ¡cuanto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!
El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:
-José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre…
-¿Cómo? -le digo, mirándolo sorprendido…
-Si, señor -agrega-, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero…
-¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?
-Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.
-¿Y los regalos?
-Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir… ¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer! -y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando, al parecer, con la barba apoyada entre las manos.
El cuento. Revista de la imaginación, nº 143.
lunes, 14 de mayo de 2018
La muñeca olvidada. Celso Román.
La
niña jugaba a solas a la mamá con la muñeca en esa edad en que
perder el tiempo en los juegos no es ningún pecado que disminuya la
producción nacional. Todos los días la tomaba en sus brazos y le
daba teterito y cucharaditas de sopa por papá que está en la
oficina por los hermanitos en el colegio por esto y por lo otro, por
las miles de variantes razones para tomar sopita. Como es de suponer,
la muñequita estaba lozana: cachetes rosados, ojos de lucero, labios
de arrebol, etc. Un día la niña empezó a pensar diferente, le
pareció cursi el tal jueguito, fue a fiestas, se enamoró, se hizo
una mujercita y el día del primer brasier ya ni sabía de la
muñequita. Siendo universitaria se puso a escarbar en el baúl donde
su infancia estaba archivada: patines oxidados, monopolios
incompletos, etc., y en el fondo del cajón vio algo que le hizo
retraer el rostro en una mueca de asco: un pequeño esqueleto con el
cráneo blanco, salpicado de mechones amarillos, marchitos, olorosos
a moho y tumba. Unas lágrimas corrieron por sus mejillas (para qué
vamos a negarlo) cuando comprendió que la muñequita había muerto
de hambre.
domingo, 13 de mayo de 2018
El minotauro. Borges y Margarita Guerrero.
La
idea de una casa hecha para que la gente se pierda es tal vez más
rara que la de un hombre con cabeza de toro, pero las dos se ayudan y
la imagen del laberinto conviene a la imagen del minotauro. Queda
bien que en el centro de la casa monstruosa haya un habitante
monstruoso.
El minotauro, medio toro y medio hombre, nació de los amores de Pasifae, reina de Creta, con un toro blanco que Poseidón hizo salir del mar. Dédalo, autor del artificio que permitió que se realizaran tales amores, construyó el laberinto destinado a encerrar y a ocultar al hijo monstruoso. Éste comía carne humana; para su alimento, el rey de Creta exigió anualmente de Atenas un tributo de siete mancebos y de siete doncellas. Teseo decidió salvar a la patria de aquel gravamen y se ofreció voluntariamente. Ariadna, hija del rey, le dio un hilo para que no se perdiera en los corredores; el héroe mató al minotauro y pudo salir del laberinto.
Ovidio en un pentámetro que trata de ser ingenioso, habla del hombre mitad toro y toro mitad hombre; Dante, que conocía las palabras de los antiguos pero no sus monedas y monumentos, imaginó al minotauro con cabeza de hombre y cuerpo de toro (Infierno, XII: 1-30)
El culto del toro y de la doble hacha (cuyo nombre era labrys, que luego pudo dar laberinto) era típico de las religiones prehelénicas, que celebraban tauromaquias sagradas. Formas humanas con cabeza de toro figuraron, a juzgar por las pinturas murales, en la demonología cretense. Probablemente, la fábula griega del minotauro es una tardía y torpe versión de mitos antiquísimos, la sombra de otros sueños aún más horribles.
Libro de los seres imaginarios. Borges y Margarita Guerrero, 1957.
El minotauro, medio toro y medio hombre, nació de los amores de Pasifae, reina de Creta, con un toro blanco que Poseidón hizo salir del mar. Dédalo, autor del artificio que permitió que se realizaran tales amores, construyó el laberinto destinado a encerrar y a ocultar al hijo monstruoso. Éste comía carne humana; para su alimento, el rey de Creta exigió anualmente de Atenas un tributo de siete mancebos y de siete doncellas. Teseo decidió salvar a la patria de aquel gravamen y se ofreció voluntariamente. Ariadna, hija del rey, le dio un hilo para que no se perdiera en los corredores; el héroe mató al minotauro y pudo salir del laberinto.
Ovidio en un pentámetro que trata de ser ingenioso, habla del hombre mitad toro y toro mitad hombre; Dante, que conocía las palabras de los antiguos pero no sus monedas y monumentos, imaginó al minotauro con cabeza de hombre y cuerpo de toro (Infierno, XII: 1-30)
El culto del toro y de la doble hacha (cuyo nombre era labrys, que luego pudo dar laberinto) era típico de las religiones prehelénicas, que celebraban tauromaquias sagradas. Formas humanas con cabeza de toro figuraron, a juzgar por las pinturas murales, en la demonología cretense. Probablemente, la fábula griega del minotauro es una tardía y torpe versión de mitos antiquísimos, la sombra de otros sueños aún más horribles.
Libro de los seres imaginarios. Borges y Margarita Guerrero, 1957.
sábado, 12 de mayo de 2018
Descansos de la escritura. Hipólito G. Navarro.
Para
las horas así, digamos jodidillas, no malas del todo pero pasando un
poco de regulares, pues tenía eso, un botecito de cristal con su
tapón de corcho, y con una cuerda lo colgaba del techo y luego le
daba caña con un palo, no muy fuerte, para no romper el vidrio, pero
sí lo suficiente como para que las moscas dentro del bote se
chocaran violentamente unas con otras y zumbaran como diciendo:
¡hostias, otra vez!
Luego las moscas, con los ojos pegados al cristal, lo veían derrotado en un sofá, sudando, mientras ellas apuraban los últimos vaivenes pendulares, ya más relajadas, antes de contar las bajas.
Luego las moscas, con los ojos pegados al cristal, lo veían derrotado en un sofá, sudando, mientras ellas apuraban los últimos vaivenes pendulares, ya más relajadas, antes de contar las bajas.
jueves, 10 de mayo de 2018
Tráeme tu amor. Charles Bukowski.
Harry bajó las
escaleras hacia el jardín. Muchos de los pacientes estaban allí
afuera. Le habían dicho que Gloria, su mujer, estaba allí afuera.
La vio sentada a una mesa, sola. Se acercó a ella en diagonal, de
refilón por detrás. Dio la vuelta a la mesa y se sentó frente a
ella. Gloria estaba sentada con la espalda muy recta y tenía la cara
muy pálida. Le miró pero no le vio. Después le vio.
-¿Es usted el director?- le preguntó.
-¿El director de qué?
-El director de verosimilitud.
-No.
Estaba pálida, sus ojos eran pálidos, azul pálido.
-¿Cómo te encuentras, Gloria?
La mesa era de hierro, pintada de blanco, una que duraría siglos. Había un pequeño recipiente con flores en el centro, flores marchitas y muertas que colgaban de tallos blandos y tristes.
-Eres un follaputas, Harry. Te follas a las putas.
-Eso no es cierto, Gloria.
-¿Y también te la chupan? ¿Te chupan el pito?
-Iba a traer a tu madre, Gloria, pero estaba en la cama con gripe.
-Esa vieja murciélago siempre está en la cama con algo… ¿Es usted el director?
Los demás pacientes estaban sentados junto a otras mesas o de pie, recostados contra los árboles, o tumbados en la hierba.
Estaban quietos y en silencio.
-¿Qué tal es la comida aquí, Gloria? ¿Tienes amigos?
-Horrible. Y no, follaputas.
-¿Quieres algo para leer? ¿Quieres que te traiga para leer?
Gloria no contestó. Entonces levantó la mano derecha, la miró, cerro el puño y se asestó un golpe en la nariz, muy fuerte. Harry se estiró por encima de la mesa y le cogió ambas manos.
-¡Gloria, por favor!
Ella empezó a llorar.
-¿Por qué no me has traído bombones?
-Pero Gloria, tú me dijiste que odiabas los bombones.
Las lágrimas le caían abundantemente.
-¡No odio los bombones! ¡Me encantan los bombones!
-No llores, Gloria, por favor… Te traeré bombones y todo lo que quieras… Escucha, he alquilado una habitación en un hotel, a un par de manzanas de aquí, sólo para estar cerca de ti.
Sus ojos pálidos se agrandaron.
-¿Una habitación de hotel? ¡Estarás ahí con una jodida puta! Estaréis viendo juntos películas porno y tendréis un espejo de los que ocupan todo el techo!
-Estaré aquí un par de días, Gloria- dijo Harry dulcemente-. Te traeré todo lo que quieras.
–Tráeme tu amor, entonces-gritó-. ¿Por qué demonios no me traes tu amor?
Algunos pacientes se volvieron y miraron.
-Gloria, estoy seguro de que no hay nadie que se preocupe por ti más que yo.
-¿Quieres traerme bombones? Bueno, pues ¡métete los bombones por el culo!
Harry sacó una tarjeta de su cartera. Era del hotel. Se la dio.
-Quiero darte esto antes de que me olvide. ¿Te permiten hacer llamadas? Si quieres cualquier cosa, sólo tienes que llamarme.
Gloria no contestó. Cogió la tarjeta y la dobló. Luego se agachó, se quitó un zapato, metió la tarjeta dentro y volvió a ponerse el zapato.
Entonces Harry vio al doctor Jensen que cruzaba el jardín hacia ellos. El doctor Jensen se acercó sonriendo y diciendo:
-Bueno, bueno, bueno…
-Hola, doctor Jensen -dijo Gloria, sin la menor emoción.
-Puedo sentarme? -preguntó el doctor.
-Claro -dijo Gloria.
El doctor era un hombre corpulento. Rezumaba peso, responsabilidad y autoridad. Sus cejas parecían gruesas y espesas; eran gruesas y espesas. Querían deslizarse y desaparecer dentro de su boca redonda y húmeda pero la vida no se lo permitía.
El doctor miró a Gloria. El doctor miró a Harry.
-Bueno, bueno, bueno -dijo-. Estoy realmente satisfecho de los progresos que hemos hecho hasta el momento…
-Sí, doctor Jensen, justamente le estaba contando a Harry lo mucho más estable que me siento, cuánto me han ayudado las consultas y la terapia de grupo. Esto me ha librado de gran parte de mi furia irracional, de mi frustración inútil y de mucha autocompasión destructiva…
Gloria estaba sentada con las manos entrelazadas sobre la falda, sonriendo.
El doctor sonrió a Harry.
-Gloria ha experimentado una notable recuperación.
-Sí -dijo Harry-, lo he notado.
-Creo que será cuestión de sólo un poquito más de tiempo y Gloria volverá a estar en casa con usted, Harry.
-Doctor- preguntó Gloria-,¿puedo fumarme un cigarrillo?
-Por supuesto, mujer -dijo el doctor, a la vez que sacaba un paquete de cigarrillos exóticos y le daba un golpecito para sacar uno. Gloria lo cogió y el doctor alargó su encendedor dorado y lo accionó con el dedo. Gloria inhaló y soltó el humo.
-Tiene unas manos preciosas, doctor Jensen -dijo ella.
-Ah, gracias, querida.
-Y una bondad que salva, una bondad que cura…
-Bueno, hacemos todo lo que podemos en este viejo edificio… -dijo suavemente el doctor Jensen-. Ahora, si me disculpan, tengo que hablar con algunos pacientes más.
Levantó con facilidad su corpachón de la silla y se dirigió hacia una mesa donde otra mujer estaba visitando a otro hombre.
Gloria miró fijamente a Harry.
-¡Ese gordo cabrón! Se toma la mierda de las enfermeras para almorzar…
-Gloria, me ha encantado verte, pero he estado conduciendo muchas horas y necesito descansar. Y creo que el doctor tiene razón. He notado algunos progresos.
Ella se rió. Pero no era una risa alegre, era una risa teatral, como un papel memorizado.
-No he hecho ningún progreso en absoluto; de hecho, he retrocedido.
-Eso no es cierto, Gloria…
-Yo soy la paciente, cabeza-de-pescado. Yo soy la que mejor puede hacer un diagnóstico.
-¿Qué es eso de cabeza-de-pescado?
-¿Nadie te ha dicho nunca que tienes la cabeza como un pescado?
-No.
-La próxima vez que te afeites, fíjate. Y ten cuidado de no cortarte las agallas.
-Me voy a marchar…, pero mañana volveré a visitarte.
-La próxima vez trae al director.
-¿Estás segura de que no quieres que te traiga nada?
-¡Lo que vas a hacer es volver a esa habitación del hotel a follarte a alguna puta!
-¿Y si te trajera un ejemplar de New York? A ti te gustaba esa revista…
-¡Métete New York por el culo, cabeza-de-pescado! ¡Y después puedes seguir con el TIME!
Harry se inclinó por encima de la mesa y le apretó la mano con la que se había golpeado la nariz.
-Mantén la entereza, sigue intentándolo. Pronto te pondrás bien…
Gloria no dio señal de haberle oído. Harry se levantó lentamente, se volvió y se encaminó hacia la escalera. Cuando había subido la mitad, se volvió y dijo adiós a Gloria con la mano. Ella siguió sentada, inmóvil.
Estaban a oscuras y todo iba bien, cuando sonó el teléfono. Harry siguió con lo suyo, pero el teléfono continuó sonando. Era muy molesto. Enseguida se le puso blanda.
-Mierda -dijo, y se quitó de encima. Encendió la lámpara y cogió el teléfono.
-Dígame?
Era Gloria.
-¿Te estás follando a alguna puta?
-Gloria, ¿te dejan telefonear a estas horas de la noche? ¿No te dan una píldora para dormir o algo?
-¿Por qué has tardado tanto en coger el teléfono?
-¿Tú no cagas nunca? Pues yo estaba a la mitad de una soberbia cagada, me has cogido justo a la mitad.
-Apuesto a que sí… ¿Vas a terminarla después de hablar conmigo?
-Gloria, es tu maldita paranoia extrema la que te ha conducido a donde estás.
-Cabeza-de-pescado, mi paranoia casi siempre ha sido el presagio de una verdad que iba a ocurrir.
-Oye, estás desvariando. Trata de dormir. Mañana iré a verte.
-¡Muy bien! ¡Cabeza-de-pescado, acaba de FOLLAR!
Gloria colgó.
Nan estaba en bata, sentada en el borde de la cama, y tenía un whisky con agua sobre la mesilla. Encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.
-Bueno -dijo-, ¿cómo está tu mujercita?
Harry se sirvió una copa y se sentó a su lado.
-Lo siento, Nan…
-¿Lo sientes por qué? ¿Por quién? ¿Por ella o por mí o por qué?
Harry vació su lingotazo de whisky.
-No hagamos un maldito melodrama de esto.
-¿Ah sí? Bien, ¿qué quieres que hagamos de esto? ¿Un simple revolcón en la hierba? ¿Quieres que volvamos a ello hasta que acabes o prefieres meterte en el cuarto de baño y cascártela?
Harry miró a Nan.
-¡Maldición! No te hagas la lista. Tú conocías la situación tan bien como yo. ¡Tú fuiste la que quiso venir conmigo!
-¡Pero es porque sabía que, si no venía, te traerías a alguna puta!
-Mierda – dijo Harry-, otra vez esa palabra.
-¿Qué palabra? ¿Qué palabra? -Nan vació su vaso y lo tiró contra la pared.
Harry fue hasta allí, recogió el vaso, volvió a llenarlo, se lo dio a Nan, luego llenó el suyo.
Nan bajó la mirada hacia su vaso, dio un trago, lo puso sobre la mesilla.
-¡La voy a llamar, se lo voy a contar todo!
-¡De eso ni hablar! Es una mujer enferma.
-¡Y tú eres un enfermo hijo de puta!
Justo en ese momento el teléfono sonó otra vez. Estaba en el suelo, en el centro de la habitación, donde Harry lo había dejado. Los dos saltaron de la cama hacia el teléfono. Al segundo timbrazo los dos estaban en el suelo, agarrando una parte del auricular cada uno. Giraron una y otra vez sobre la alfombra, respirando pesadamente, con las piernas y los brazos y los cuerpos en una desesperada yuxtaposición. Y así se reflejaban en el espejo que había en el techo de pared a pared.
Hijos de Satanás. Charles Bukowski. 1993.
-¿Es usted el director?- le preguntó.
-¿El director de qué?
-El director de verosimilitud.
-No.
Estaba pálida, sus ojos eran pálidos, azul pálido.
-¿Cómo te encuentras, Gloria?
La mesa era de hierro, pintada de blanco, una que duraría siglos. Había un pequeño recipiente con flores en el centro, flores marchitas y muertas que colgaban de tallos blandos y tristes.
-Eres un follaputas, Harry. Te follas a las putas.
-Eso no es cierto, Gloria.
-¿Y también te la chupan? ¿Te chupan el pito?
-Iba a traer a tu madre, Gloria, pero estaba en la cama con gripe.
-Esa vieja murciélago siempre está en la cama con algo… ¿Es usted el director?
Los demás pacientes estaban sentados junto a otras mesas o de pie, recostados contra los árboles, o tumbados en la hierba.
Estaban quietos y en silencio.
-¿Qué tal es la comida aquí, Gloria? ¿Tienes amigos?
-Horrible. Y no, follaputas.
-¿Quieres algo para leer? ¿Quieres que te traiga para leer?
Gloria no contestó. Entonces levantó la mano derecha, la miró, cerro el puño y se asestó un golpe en la nariz, muy fuerte. Harry se estiró por encima de la mesa y le cogió ambas manos.
-¡Gloria, por favor!
Ella empezó a llorar.
-¿Por qué no me has traído bombones?
-Pero Gloria, tú me dijiste que odiabas los bombones.
Las lágrimas le caían abundantemente.
-¡No odio los bombones! ¡Me encantan los bombones!
-No llores, Gloria, por favor… Te traeré bombones y todo lo que quieras… Escucha, he alquilado una habitación en un hotel, a un par de manzanas de aquí, sólo para estar cerca de ti.
Sus ojos pálidos se agrandaron.
-¿Una habitación de hotel? ¡Estarás ahí con una jodida puta! Estaréis viendo juntos películas porno y tendréis un espejo de los que ocupan todo el techo!
-Estaré aquí un par de días, Gloria- dijo Harry dulcemente-. Te traeré todo lo que quieras.
–Tráeme tu amor, entonces-gritó-. ¿Por qué demonios no me traes tu amor?
Algunos pacientes se volvieron y miraron.
-Gloria, estoy seguro de que no hay nadie que se preocupe por ti más que yo.
-¿Quieres traerme bombones? Bueno, pues ¡métete los bombones por el culo!
Harry sacó una tarjeta de su cartera. Era del hotel. Se la dio.
-Quiero darte esto antes de que me olvide. ¿Te permiten hacer llamadas? Si quieres cualquier cosa, sólo tienes que llamarme.
Gloria no contestó. Cogió la tarjeta y la dobló. Luego se agachó, se quitó un zapato, metió la tarjeta dentro y volvió a ponerse el zapato.
Entonces Harry vio al doctor Jensen que cruzaba el jardín hacia ellos. El doctor Jensen se acercó sonriendo y diciendo:
-Bueno, bueno, bueno…
-Hola, doctor Jensen -dijo Gloria, sin la menor emoción.
-Puedo sentarme? -preguntó el doctor.
-Claro -dijo Gloria.
El doctor era un hombre corpulento. Rezumaba peso, responsabilidad y autoridad. Sus cejas parecían gruesas y espesas; eran gruesas y espesas. Querían deslizarse y desaparecer dentro de su boca redonda y húmeda pero la vida no se lo permitía.
El doctor miró a Gloria. El doctor miró a Harry.
-Bueno, bueno, bueno -dijo-. Estoy realmente satisfecho de los progresos que hemos hecho hasta el momento…
-Sí, doctor Jensen, justamente le estaba contando a Harry lo mucho más estable que me siento, cuánto me han ayudado las consultas y la terapia de grupo. Esto me ha librado de gran parte de mi furia irracional, de mi frustración inútil y de mucha autocompasión destructiva…
Gloria estaba sentada con las manos entrelazadas sobre la falda, sonriendo.
El doctor sonrió a Harry.
-Gloria ha experimentado una notable recuperación.
-Sí -dijo Harry-, lo he notado.
-Creo que será cuestión de sólo un poquito más de tiempo y Gloria volverá a estar en casa con usted, Harry.
-Doctor- preguntó Gloria-,¿puedo fumarme un cigarrillo?
-Por supuesto, mujer -dijo el doctor, a la vez que sacaba un paquete de cigarrillos exóticos y le daba un golpecito para sacar uno. Gloria lo cogió y el doctor alargó su encendedor dorado y lo accionó con el dedo. Gloria inhaló y soltó el humo.
-Tiene unas manos preciosas, doctor Jensen -dijo ella.
-Ah, gracias, querida.
-Y una bondad que salva, una bondad que cura…
-Bueno, hacemos todo lo que podemos en este viejo edificio… -dijo suavemente el doctor Jensen-. Ahora, si me disculpan, tengo que hablar con algunos pacientes más.
Levantó con facilidad su corpachón de la silla y se dirigió hacia una mesa donde otra mujer estaba visitando a otro hombre.
Gloria miró fijamente a Harry.
-¡Ese gordo cabrón! Se toma la mierda de las enfermeras para almorzar…
-Gloria, me ha encantado verte, pero he estado conduciendo muchas horas y necesito descansar. Y creo que el doctor tiene razón. He notado algunos progresos.
Ella se rió. Pero no era una risa alegre, era una risa teatral, como un papel memorizado.
-No he hecho ningún progreso en absoluto; de hecho, he retrocedido.
-Eso no es cierto, Gloria…
-Yo soy la paciente, cabeza-de-pescado. Yo soy la que mejor puede hacer un diagnóstico.
-¿Qué es eso de cabeza-de-pescado?
-¿Nadie te ha dicho nunca que tienes la cabeza como un pescado?
-No.
-La próxima vez que te afeites, fíjate. Y ten cuidado de no cortarte las agallas.
-Me voy a marchar…, pero mañana volveré a visitarte.
-La próxima vez trae al director.
-¿Estás segura de que no quieres que te traiga nada?
-¡Lo que vas a hacer es volver a esa habitación del hotel a follarte a alguna puta!
-¿Y si te trajera un ejemplar de New York? A ti te gustaba esa revista…
-¡Métete New York por el culo, cabeza-de-pescado! ¡Y después puedes seguir con el TIME!
Harry se inclinó por encima de la mesa y le apretó la mano con la que se había golpeado la nariz.
-Mantén la entereza, sigue intentándolo. Pronto te pondrás bien…
Gloria no dio señal de haberle oído. Harry se levantó lentamente, se volvió y se encaminó hacia la escalera. Cuando había subido la mitad, se volvió y dijo adiós a Gloria con la mano. Ella siguió sentada, inmóvil.
Estaban a oscuras y todo iba bien, cuando sonó el teléfono. Harry siguió con lo suyo, pero el teléfono continuó sonando. Era muy molesto. Enseguida se le puso blanda.
-Mierda -dijo, y se quitó de encima. Encendió la lámpara y cogió el teléfono.
-Dígame?
Era Gloria.
-¿Te estás follando a alguna puta?
-Gloria, ¿te dejan telefonear a estas horas de la noche? ¿No te dan una píldora para dormir o algo?
-¿Por qué has tardado tanto en coger el teléfono?
-¿Tú no cagas nunca? Pues yo estaba a la mitad de una soberbia cagada, me has cogido justo a la mitad.
-Apuesto a que sí… ¿Vas a terminarla después de hablar conmigo?
-Gloria, es tu maldita paranoia extrema la que te ha conducido a donde estás.
-Cabeza-de-pescado, mi paranoia casi siempre ha sido el presagio de una verdad que iba a ocurrir.
-Oye, estás desvariando. Trata de dormir. Mañana iré a verte.
-¡Muy bien! ¡Cabeza-de-pescado, acaba de FOLLAR!
Gloria colgó.
Nan estaba en bata, sentada en el borde de la cama, y tenía un whisky con agua sobre la mesilla. Encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.
-Bueno -dijo-, ¿cómo está tu mujercita?
Harry se sirvió una copa y se sentó a su lado.
-Lo siento, Nan…
-¿Lo sientes por qué? ¿Por quién? ¿Por ella o por mí o por qué?
Harry vació su lingotazo de whisky.
-No hagamos un maldito melodrama de esto.
-¿Ah sí? Bien, ¿qué quieres que hagamos de esto? ¿Un simple revolcón en la hierba? ¿Quieres que volvamos a ello hasta que acabes o prefieres meterte en el cuarto de baño y cascártela?
Harry miró a Nan.
-¡Maldición! No te hagas la lista. Tú conocías la situación tan bien como yo. ¡Tú fuiste la que quiso venir conmigo!
-¡Pero es porque sabía que, si no venía, te traerías a alguna puta!
-Mierda – dijo Harry-, otra vez esa palabra.
-¿Qué palabra? ¿Qué palabra? -Nan vació su vaso y lo tiró contra la pared.
Harry fue hasta allí, recogió el vaso, volvió a llenarlo, se lo dio a Nan, luego llenó el suyo.
Nan bajó la mirada hacia su vaso, dio un trago, lo puso sobre la mesilla.
-¡La voy a llamar, se lo voy a contar todo!
-¡De eso ni hablar! Es una mujer enferma.
-¡Y tú eres un enfermo hijo de puta!
Justo en ese momento el teléfono sonó otra vez. Estaba en el suelo, en el centro de la habitación, donde Harry lo había dejado. Los dos saltaron de la cama hacia el teléfono. Al segundo timbrazo los dos estaban en el suelo, agarrando una parte del auricular cada uno. Giraron una y otra vez sobre la alfombra, respirando pesadamente, con las piernas y los brazos y los cuerpos en una desesperada yuxtaposición. Y así se reflejaban en el espejo que había en el techo de pared a pared.
Hijos de Satanás. Charles Bukowski. 1993.
miércoles, 9 de mayo de 2018
Buena acción. Roland Topor.
El
anciano señor Scrouge no conseguía dormirse. Le atormentaban toda
clase de pensamientos extraños, cosa a la que no estaba
acostumbrado. Era como si una bolsa de ideas, guardada intacta
durante setenta y cinco años hubiera reventado de repente.
El anciano señor Scrouge daba vueltas en la cama. Al ritmo de sus movimientos, las imágenes surgían ante ojos abiertos. Pasaba revista, una tras otra, a todas las personas con las que se había relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca hacerse un sólo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con las que nunca quiso mantener una relación íntima, por miedo a perder su precioso y pequeño confort. Recordaba al mendigo al que había rehusado un pedazo de pan, al ciego, perdido en el centro de la calzada, al que deliberadamente había fingido no ver. Ahogó un sollozo.
Tuvo de repente tanto frío que se estremeció. Se envolvió en las mantas e introdujo la cabeza en su interior para reconfortarse con su propio calor. Las doce campanadas de la medianoche llegaron a él, amortiguadas por el espeso tejido de lana. Después le pareció oír que alguien gritaba.
Retiró las mantas bruscamente y escuchó con la máxima atención. No se había equivocado.
Una voz que se debilitaba rápidamente gritó aún varias veces: «¡Socorro!»
El señor Scrouge vivía en un apartamento situado junto al río. La voz provenía, sin duda, de un desgraciado caído al Sena.
Sin hacer caso al frío que hacía temblar sus resecos miembros, se puso apresuradamente el batín y las zapatillas y se precipitó al exterior. Atravesó la calzada y apoyado en el parapeto escrutó el agua negra. Un hombre, como cogido en una trampa de líquido viscoso, se debatía débilmente.
«Soy viejo -se dijo el señor Scrouge-. ¿Qué puedo esperar ya de la vida? Si salvo a este hombre que se está ahogando, obtendré más satisfacciones que las que puedan darme algunos años de vida miserable.»
Franqueó valientemente el parapeto y se lanzó al agua.
Se fue al fondo, porque tenía un corazón de piedra.
El anciano señor Scrouge daba vueltas en la cama. Al ritmo de sus movimientos, las imágenes surgían ante ojos abiertos. Pasaba revista, una tras otra, a todas las personas con las que se había relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca hacerse un sólo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con las que nunca quiso mantener una relación íntima, por miedo a perder su precioso y pequeño confort. Recordaba al mendigo al que había rehusado un pedazo de pan, al ciego, perdido en el centro de la calzada, al que deliberadamente había fingido no ver. Ahogó un sollozo.
Tuvo de repente tanto frío que se estremeció. Se envolvió en las mantas e introdujo la cabeza en su interior para reconfortarse con su propio calor. Las doce campanadas de la medianoche llegaron a él, amortiguadas por el espeso tejido de lana. Después le pareció oír que alguien gritaba.
Retiró las mantas bruscamente y escuchó con la máxima atención. No se había equivocado.
Una voz que se debilitaba rápidamente gritó aún varias veces: «¡Socorro!»
El señor Scrouge vivía en un apartamento situado junto al río. La voz provenía, sin duda, de un desgraciado caído al Sena.
Sin hacer caso al frío que hacía temblar sus resecos miembros, se puso apresuradamente el batín y las zapatillas y se precipitó al exterior. Atravesó la calzada y apoyado en el parapeto escrutó el agua negra. Un hombre, como cogido en una trampa de líquido viscoso, se debatía débilmente.
«Soy viejo -se dijo el señor Scrouge-. ¿Qué puedo esperar ya de la vida? Si salvo a este hombre que se está ahogando, obtendré más satisfacciones que las que puedan darme algunos años de vida miserable.»
Franqueó valientemente el parapeto y se lanzó al agua.
Se fue al fondo, porque tenía un corazón de piedra.
domingo, 6 de mayo de 2018
Cuando caen los muros que nos separan. Alberto Sánchez Argüello.
Yo
estaba leyendo el diario cuando escuchamos un fuerte estruendo.
Salimos al patio y vimos que todos los vecinos también estaban
alarmados. No tardamos en descubrir que uno de los muros del
residencial había cedido después de varias semanas de intensas
lluvias.
Al acercarnos al derrumbe nos dimos cuenta que unas casitas humildes habían sido aplastadas. Alguien llamó a emergencias y tratamos entre varios de mover los grandes trozos de cemento.
"Temblor" gritó alguien y los vecinos salieron corriendo en todas direcciones. Sólo yo me quedé para ver salir a varias familias desde debajo de los escombros. Sus cuerpos cubiertos de lodo, caminando con dificultad por sus piernas rotas y espaldas resquebrajadas.
Recogieron despacio sus pocas pertenencias y recuperaron los restos de plástico negro y zinc que pudieron para irse a reconstruir sus hogares en otro lugar
Yo traté de ofrecerles nuestra casa al menos por esa noche, pero mi mujer me dijo que ya estaban muertos y que no podíamos hacer nada por ellos.
Ahora tienen sus casitas cerca de otro de nuestros muros. Cuando hay viento se cuela un hedor a descomposición por las ventanas, pero nosotros usamos más ambientador y no pasa nada.
Al acercarnos al derrumbe nos dimos cuenta que unas casitas humildes habían sido aplastadas. Alguien llamó a emergencias y tratamos entre varios de mover los grandes trozos de cemento.
"Temblor" gritó alguien y los vecinos salieron corriendo en todas direcciones. Sólo yo me quedé para ver salir a varias familias desde debajo de los escombros. Sus cuerpos cubiertos de lodo, caminando con dificultad por sus piernas rotas y espaldas resquebrajadas.
Recogieron despacio sus pocas pertenencias y recuperaron los restos de plástico negro y zinc que pudieron para irse a reconstruir sus hogares en otro lugar
Yo traté de ofrecerles nuestra casa al menos por esa noche, pero mi mujer me dijo que ya estaban muertos y que no podíamos hacer nada por ellos.
Ahora tienen sus casitas cerca de otro de nuestros muros. Cuando hay viento se cuela un hedor a descomposición por las ventanas, pero nosotros usamos más ambientador y no pasa nada.
sábado, 5 de mayo de 2018
Cuando nos ahogó una cortina. Ramón Gómez de la Serna.
Alguna
vez hemos estado como fuera de la vida, en el espacio laberíntico
entre la vida y la muerte, y fue cuando nos envolvió una cortina o
bien se nos desprendió encima o porque no supimos encontrar la
salida entre sus grandes pliegues.
Envueltos en la cortina y rizados en su rizo nos perdimos en un interregno entre ópera y baile de máscaras, entre negro y blanco, sin saber qué podía ser de nosotros, en manos del verdugo de terciopelo.
Envueltos en la cortina y rizados en su rizo nos perdimos en un interregno entre ópera y baile de máscaras, entre negro y blanco, sin saber qué podía ser de nosotros, en manos del verdugo de terciopelo.
jueves, 3 de mayo de 2018
Vientos alisios. Julio Cortázar.
Vaya a saber a quién
se le había ocurrido, tal vez a Vera la noche de su cumpleaños
cuando Mauricio insistía en que empezaran otra botella de champaña
y entre copa y copa bailaban en el salón pegajoso de humo de cigarro
y medianoche, o quizá a Mauricio en ese momento en que Blues in
Thirds les traía desde tan antes el recuerdo de los primeros
tiempos, de los primeros discos cuando los cumpleaños eran más que
una ceremonia cadenciosa y recurrente. Como un juego, hablar mientras
bailaban, cómplices sonrientes en la modorra paulatina del alcohol y
del humo, decirse que por qué no, puesto que al fin y al cabo, ya
que podían hacerlo y allá sería el verano, habían mirado juntos e
indiferentes el prospecto de la agencia de viajes, de golpe la idea,
Mauricio o Vera, simplemente telefonear, irse al aeropuerto, probar
si el juego valía la pena, esas cosas se hacen de una vez o no, al
fin y al cabo qué, en el peor de los casos volverse con la misma
amable ironía que los había devuelto de tantos viajes aburridos,
pero probar ahora de otra manera, jugar el juego, hacer el balance,
decidir.
Porque esta vez (y ahí estaba lo nuevo, la idea que se le había ocurrido a Mauricio pero que bien podía haber nacido de una reflexión casual de Vera, veinte años de vida en común, la simbiosis mental, las frases empezadas por uno y completadas desde el otro extremo de la mesa o el otro teléfono), esta vez podía ser diferente, no había más que codificarlo, divertirse desde el absurdo total de partir en diferentes aviones y llegar como desconocidos al hotel, dejar que el azar los presentara en el comedor o en la playa al cabo de uno o dos días, mezclarse con las nuevas relaciones del veraneo, tratarse cortésmente, aludir a profesiones y familias en la rueda de los cócteles, entre tantas otras profesiones y otras vidas que buscarían como ellos el leve contacto de las vacaciones. A nadie iba a llamarle la atención la coincidencia de apellido puesto que era un apellido vulgar, sería tan divertido graduar el lento conocimiento mutuo, ritmándolo con el de los otros huéspedes, distraerse con la gente cada uno por su lado, favorecer el azar de los encuentros y de cuando en cuando verse a solas y mirarse como ahora mientras bailaban Blues in Thirds y por momentos se detenían para alzar las copas de champaña y las chocaban suavemente con el ritmo exacto de la música, corteses y educados y cansados y ya la una y media entre tanto humo y el perfume que Mauricio había querido poner esa noche en el pelo de Vera, preguntándose si no se habría equivocado de perfume, si Vera alzaría un poco la nariz y aprobaría, la difícil y rara aprobación de Vera.
Siempre habían hecho el amor al final de sus cumpleaños, esperando con amable displicencia la partida de los últimos amigos, y esta vez en que no había nadie, en que no habían invitado a nadie porque estar con gente los aburría más que estar solos, bailaron hasta el final del disco y siguieron abrazados, mirándose en una bruma de semisueño, salieron del salón manteniendo todavía un ritmo imaginario, perdidos y casi felices y descalzos sobre la alfombra del dormitorio, se demoraron en un lento desnudarse al borde de la cama, ayudándose y complicándose y besos y botones y otra vez el encuentro con las inevitables preferencias, el ajuste de cada uno a la luz de la lámpara que los condenaba a la repetición de imágenes cansadas, de murmullos sabidos, el lento hundirse en la modorra insatisfecha después de la repetición de las fórmulas que volvían a las palabras y a los cuerpos como un necesario, casi tierno deber.
Por la mañana era domingo y lluvia, desayunaron en la cama y lo decidieron en serio; ahora había que legislar, establecer cada fase del viaje para que no se volviera un viaje más y sobre todo un regreso más. Lo fijaron contando con los dedos: irían separadamente, uno, vivirían en habitaciones diferentes sin que nada les impidiera aprovechar del verano, dos, no habría censuras ni miradas como las que tanto conocían, tres, un encuentro sin testigos permitiría cambiar impresiones y saber si valía la pena, cuatro, el resto era rutina, volverían en el mismo avión puesto que ya no importarían los demás (o sí, pero eso se vería con arreglo al artículo cuatro), cinco. Lo que iba a pasar después no estaba numerado, entraba en una zona a la vez decidida e incierta, suma aleatoria en la que todo podía darse y de la que no había que hablar. Los aviones para Nairobi salían los jueves y los sábados, Mauricio se fue en el primero después de un almuerzo en el que comieron salmón por si las moscas, recitándose brindis y regalándose talismanes, no te olvides de la quinina, acordate que siempre dejás en casa la crema de afeitar y las sandalias.
Divertido llegar a Mombasa, una hora de taxi y que la llevaran al Trade Winds, a un bungalow sobre la playa con monos cabriolando en los cocoteros y sonrientes caras africanas, ver de lejos a Mauricio ya dueño de casa, jugando en la arena con una pareja y un viejo de patillas rojas. La hora de los cócteles los acercó en la veranda abierta sobre el mar, se hablaba de caracoles y arrecifes, Mauricio entró con una mujer y dos hombres jóvenes, en algún momento quiso saber de dónde venía Vera y explicó que él llegaba de Francia y que era geólogo. A Vera le pareció bien que Mauricio fuera geólogo y contestó las preguntas de los otros turistas, la pediatría que cada tanto le reclamaba unos días de descanso para no caer en la depresión, el viejo de las patillas rojas era un diplomático jubilado, su esposa se vestía como si tuviera veinte años pero no le quedaba tan mal en un sitio donde casi todo parecía una película en colores, camareros y monos incluidos y hasta el nombre Trade Winds que recordaba a Conrad y a Somerset Maugham, los cócteles servidos en cocos, las camisas sueltas, la playa por la que se podía pasear después de la cena bajo una luna tan despiadada que las nubes proyectaban sus movientes sombras sobre la arena para asombro de gentes aplastadas por cielos sucios y brumosos.
Los últimos serán los primeros, pensó Vera cuando Mauricio dijo que le habían dado una habitación en la parte más moderna del hotel, cómoda pero sin la gracia de los bungalows sobre la playa. Se jugaba a las cartas por la noche, el día era un diálogo interminable de sol y sombra, mar y refugio bajo las palmeras, redescubrir el cuerpo pálido y cansado a cada chicotazo de las olas, ir a los arrecifes en piragua para sumergirse con máscaras y ver los corales azules y rojos, los peces inocentemente próximos. Sobre el encuentro con dos estrellas de mar, una con pintas rojas y la otra llena de triángulos violeta, se habló mucho el segundo día, a menos que ya fuera el tercero, el tiempo resbalaba como el tibio mar sobre la piel, Vera nadaba con Sandro que había surgido entre dos cócteles y se decía harto de Verona y de automóviles, el inglés de las patillas rojas estaba insolado y el médico vendría de Mombasa para verlo, las langostas eran increíblemente enormes en su última morada de mayonesa y rodajas de limón, las vacaciones. De Anna sólo se había visto una sonrisa lejana y como distanciadora, la cuarta noche vino a beber al bar y llevó su vaso a la veranda donde los veteranos de tres días la recibieron con informaciones y consejos, había erizos peligrosos en la zona norte, de ninguna manera debía pasear en piragua sin sombrero y algo para cubrirse los hombros, el pobre inglés lo estaba pagando caro y los negros se olvidaban de prevenir a los turistas porque para ellos, claro, y Anna agradeciendo sin énfasis, bebiendo despacio su martini, casi mostrando que había venido para estar sola desde algún Copenhague o Estocolmo necesitado de olvido. Sin siquiera pensado Vera decidió que Mauricio y Anna, seguramente Mauricio y Anna antes de veinticuatro horas, estaba jugando al ping-pong con Sandro cuando los vio irse al mar y tenderse en la arena, Sandro bromeaba sobre Anna que le parecía poco comunicativa, las nieblas nórdicas, ganaba fácilmente las partidas pero el caballero italiano cedía de cuando en cuando algunos puntos y Vera se daba cuenta y se lo agradecía en silencio, veintiuno a dieciocho, no había estado mal, hacía progresos, cuestión de aplicarse.
En algún momento antes del sueño Mauricio pensó que después de todo lo estaban pasando bien, casi cómico decirse que Vera dormía a cien metros de su habitación en el envidiable bungalow acariciado por las palmeras, qué suerte tuviste, nena. Habían coincidido en una excursión a las islas cercanas y se habían divertido mucho nadando y jugando con los demás; Anna tenía los hombros quemados y Vera le dio una crema infalible, usted sabe que un médico de niños termina por saber todo sobre las cremas, retorno vacilante del inglés protegido por una bata celeste, de noche la radio hablando de Yomo Kenyatta y de los problemas tribales, alguien sabía mucho sobre los Massai y los entretuvo a lo largo de muchos tragos con leyendas y leones, Karen Blixen y la autenticidad de los amuletos de pelo de elefante, nilón puro y así iba todo en esos países. Vera no sabía si era miércoles o jueves, cuando Sandro la acompañó al bungalow después de un largo paseo por la playa donde se habían besado como esa playa y esa luna lo requerían, ella lo dejó entrar apenas él le apoyó una mano en el hombro, se dejó amar toda la noche, oyó extrañas cosas, aprendió diferencias, durmió lentamente, saboreando cada minuto del largo silencio bajo un mosquitero casi inconcebible. Para Mauricio fue la siesta, después de un almuerzo en que sus rodillas habían encontrado los muslos de Anna, acompañarla a su piso, murmurar un hasta luego frente a la puerta, ver cómo Anna demoraba la mano en el pestillo, entrar con ella, perderse en un placer que sólo los liberó por la noche, cuando ya algunos se preguntaban si no estarían enfermos y Vera sonreía inciertamente entre dos tragos, quemándose la lengua con una mezcla de Campari y ron keniano que Sandro batía en el bar para asombro de Moto y de Nikuku, esos europeos acabarían todos locos.
El código fijaba el sábado a las siete de la tarde, Vera aprovechó un encuentro sin testigos en la playa y mostró a la distancia un palmeral propicio. Se abrazaron con un viejo cariño, riéndose como chicos, acatando el artículo cuatro, buena gente. Había una blanda soledad de arena y ramas secas, cigarrillos y ese bronceado del quinto o sexto día en que los ojos se ponen a brillar como nuevos, en que hablar es una fiesta. Nos está yendo muy bien, dijo Mauricio casi enseguida, y Vera sí, claro que nos está yendo muy bien, se te ve en la cara y en el pelo, por qué en el pelo, porque te brilla de otra manera, es la sal, burra, puede ser pero la sal más bien apelmaza la pilosidad, la risa no los dejaba hablar, era bueno no hablar mientras se reían y se miraban, un último sol acostándose velozmente, el trópico, mirá bien y verás el rayo verde legendario, ya hice la prueba desde mi balcón y no vi nada, ah, claro, el señor tiene un balcón, sí señora un balcón pero usted goza de un bungalow para ukeleles y orgías. Resbalando sin esfuerzo, con otro cigarrillo, de verdad, es maravilloso, tiene una manera que. Así será, si vos lo decís. Y la tuya, hablá. No me gusta que digas la tuya, parece una distribución de premios. Es. Bueno, pero no así, no Anna. Oh, qué voz tan llena de glucosa, decís Anna como si le chuparas cada letra. Cada letra no, pero. Cochino. Y vos, entonces. En general no soy yo la que chupa, aunque. Me lo imaginaba, esos italianos vienen todos del decamerón. Momento, no estamos en terapia de grupo, Mauricio. Perdón, no son celos, con qué derecho. Ah, good boy. ¿Entonces sí? Entonces sí, perfecto, lentamente, interminablemente perfecto. Te felicito, no me gustaría que te fuera menos bien que a mí. No sé cómo te va a vos pero el artículo cuatro manda que. De acuerdo, aunque no es fácil convertirlo en palabras, Anna es una ola, una estrella de mar. ¿La roja o la violeta? Todas juntas, un río dorado, los corales rosa. Este hombre es un poeta escandinavo. Y usted una libertina veneciana. No es de Venecia, de Verona. Da lo mismo, siempre se piensa en Shakespeare. Tenés razón, no se me había ocurrido. En fin, así vamos, verdad. Así vamos, Mauricio, y todavía nos quedan cinco días. Cinco noches, sobre todo, aprovechalas bien. Creo que sí, me ha prometido iniciaciones que él llama artificios para llegar a la realidad. Me los explicarás, espero. En detalle, imaginate, y vos me contarás de tu río de oro y los corales azules. Corales rosa, chiquita. En fin, ya ves que no estamos perdiendo el tiempo. Eso habrá que verlo, en todo caso no perdemos el presente y hablando de eso no es bueno que nos quedemos mucho en el artículo cuatro. ¿Otro remojón antes del whisky? Del whisky, qué grosería, a mí me dan Carpano combinado con ginebra y angostura. Oh, Perdón. No es nada, los refinamientos llevan tiempo, vamos en busca del rayo verde, en una de ésas quién te dice.
Viernes, día de Robinson, alguien lo recordó entre dos tragos y se habló un rato de islas y naufragios, hubo un breve y violento chubasco caliente que plateó las palmeras y trajo más tarde un nuevo rumor de pájaros, las migraciones, el viejo marinero y su albatros, era gente que sabía vivir, cada whisky venía con su ración de folklore, de viejas canciones de las Hébridas o de Guadalupe, al término del día Vera y Mauricio pensaron lo mismo, el hotel merecía su nombre, era la hora de los vientos alisios para ellos, Anna la dadora de vértigos olvidados, Sandro el hacedor de máquinas sutiles, vientos alisios devolviéndolos a otros tiempos sin costumbres, cuando habían tenido también un tiempo así, invenciones y deslumbramientos en el mar de las sábanas, solamente que ahora, solamente que ya no ahora y por eso, por eso los alisios que soplarían aún hasta el martes, exactamente hasta el final del interregno que era otra vez el pasado remoto, un viaje instantáneo a las fuentes aflorando otra vez, bañándolos de una delicia presente pero ya sabida, alguna vez sabida antes de los códigos, de Blues in Thirds.
No hablaron de eso a la hora de encontrarse en el Boeing de Nairobi, mientras encendían juntos el primer cigarrillo del retorno. Mirarse como antes los llenaba de algo para lo que no había palabras y que los dos callaron entre tragos y anécdotas del Trade Winds, de alguna manera había que guardar el Trade Winds, los alisios tenían que seguir empujándolos, la buena vieja querida navegación a vela volviendo para destruir las hélices, para acabar con el sucio lento petróleo de cada día contaminando las copas de champaña del cumpleaños, la esperanza de cada noche. Vientos alisios de Anna y de Sandro, seguir bebiéndolos en plena cara mientras se miraban entre dos bocanadas de humo, por qué Mauricio ahora si Sandro seguía siempre ahí, su piel y su pelo y su voz afinando la cara de Mauricio como la ronca risa de Anna en pleno amor anegaba esa sonrisa que en Vera valía amablemente como una ausencia. No había artículo seis pero podían inventarlo sin palabras, era tan natural que en algún momento él invitara a Anna a beber otro whisky que ella, aceptándolo con una caricia en la mejilla, dijera que sí, dijera sí, Sandro, sería tan bueno tomarnos otro whisky para quitamos el miedo de la altura, jugar así todo el viaje, ya no había necesidad de códigos para decidir que Sandro se ofrecería en el aeródromo para acompañar a Anna hasta su casa, que Anna aceptaría con el simple acatamiento de los deberes caballerescos, que una vez en la casa fuera ella quien buscara las llaves en el bolso e invitara a Sandro a tomar otro trago, le hiciera dejar la maleta en el zaguán y le mostrara el camino del salón, disculpándose por las huellas de polvo y el aire encerrado, corriendo las cortinas y trayendo hielo mientras Sandro examinaba con aire apreciativo las pilas de discos y el grabado de Friedlander. Eran más de las once de la noche, bebieron las copas de la amistad y Anna trajo una lata de paté y bizcochos, Sandro la ayudó a hacer canapés y no llegaron a probarlos, las manos y las bocas se buscaban, volcarse en la cama y desnudarse ya enlazados, buscarse entre cintas y trapos, arrancarse las últimas ropas y abrir la cama, bajar las luces y tomarse lentamente, buscando y murmurando, sobre todo esperando y murmurándose la esperanza.
Vaya a saber cuándo volvieron los tragos y los cigarrillos, las almohadas para sentarse en la cama y fumar bajo la luz de la lámpara en el suelo. Casi no se miraban, las palabras iban hasta la pared y volvían en un lento juego de pelota para ciegos, y ella la primera preguntándose como a sí misma qué sería de Vera y de Mauricio después del Trade Winds, qué sería de ellos después del regreso.
-Ya se habrán dado cuenta -dijo él-. Ya habrán comprendido y después de eso no podrán hacer más nada.
-Siempre se puede hacer algo -dijo ella-, Vera no se va a quedar así, bastaba con verla.
-Mauricio tampoco -dijo él-, lo conocí apenas pero era tan evidente. Ninguno de los dos se va a quedar así y casi es fácil imaginar lo que van a hacer.
-Sí, es fácil, es como verlo desde aquí.
-No habrán dormido, igual que nosotros, y ahora estarán hablándose despacio, sin mirarse. Ya no tendrán nada que decirse, creo que será Mauricio el que abra el cajón y saque el frasco azul. Así, ves, un frasco azul como éste.
-Vera las contará y las dividirá -dijo ella-. Le tocaban siempre las cosas prácticas, lo hará muy bien. Dieciséis para cada uno, ni siquiera el problema de un número impar.
-Las tragarán de a dos, con whisky y al mismo tiempo, sin adelantarse.
-Serán un poco amargas -dijo ella.
-Mauricio dirá que no, más bien ácidas.
-Sí, puede que sean ácidas. Y después apagarán la luz, no se sabe por qué.
-Nunca se sabe por qué, pero es verdad que apagarán la luz y se abrazarán. Eso es seguro, sé que se abrazarán.
-En la oscuridad -dijo ella buscando el interruptor-. Así, verdad.
-Así -dijo él.
Alguien que anda por ahí. Julio Cortázar, 1977.
Porque esta vez (y ahí estaba lo nuevo, la idea que se le había ocurrido a Mauricio pero que bien podía haber nacido de una reflexión casual de Vera, veinte años de vida en común, la simbiosis mental, las frases empezadas por uno y completadas desde el otro extremo de la mesa o el otro teléfono), esta vez podía ser diferente, no había más que codificarlo, divertirse desde el absurdo total de partir en diferentes aviones y llegar como desconocidos al hotel, dejar que el azar los presentara en el comedor o en la playa al cabo de uno o dos días, mezclarse con las nuevas relaciones del veraneo, tratarse cortésmente, aludir a profesiones y familias en la rueda de los cócteles, entre tantas otras profesiones y otras vidas que buscarían como ellos el leve contacto de las vacaciones. A nadie iba a llamarle la atención la coincidencia de apellido puesto que era un apellido vulgar, sería tan divertido graduar el lento conocimiento mutuo, ritmándolo con el de los otros huéspedes, distraerse con la gente cada uno por su lado, favorecer el azar de los encuentros y de cuando en cuando verse a solas y mirarse como ahora mientras bailaban Blues in Thirds y por momentos se detenían para alzar las copas de champaña y las chocaban suavemente con el ritmo exacto de la música, corteses y educados y cansados y ya la una y media entre tanto humo y el perfume que Mauricio había querido poner esa noche en el pelo de Vera, preguntándose si no se habría equivocado de perfume, si Vera alzaría un poco la nariz y aprobaría, la difícil y rara aprobación de Vera.
Siempre habían hecho el amor al final de sus cumpleaños, esperando con amable displicencia la partida de los últimos amigos, y esta vez en que no había nadie, en que no habían invitado a nadie porque estar con gente los aburría más que estar solos, bailaron hasta el final del disco y siguieron abrazados, mirándose en una bruma de semisueño, salieron del salón manteniendo todavía un ritmo imaginario, perdidos y casi felices y descalzos sobre la alfombra del dormitorio, se demoraron en un lento desnudarse al borde de la cama, ayudándose y complicándose y besos y botones y otra vez el encuentro con las inevitables preferencias, el ajuste de cada uno a la luz de la lámpara que los condenaba a la repetición de imágenes cansadas, de murmullos sabidos, el lento hundirse en la modorra insatisfecha después de la repetición de las fórmulas que volvían a las palabras y a los cuerpos como un necesario, casi tierno deber.
Por la mañana era domingo y lluvia, desayunaron en la cama y lo decidieron en serio; ahora había que legislar, establecer cada fase del viaje para que no se volviera un viaje más y sobre todo un regreso más. Lo fijaron contando con los dedos: irían separadamente, uno, vivirían en habitaciones diferentes sin que nada les impidiera aprovechar del verano, dos, no habría censuras ni miradas como las que tanto conocían, tres, un encuentro sin testigos permitiría cambiar impresiones y saber si valía la pena, cuatro, el resto era rutina, volverían en el mismo avión puesto que ya no importarían los demás (o sí, pero eso se vería con arreglo al artículo cuatro), cinco. Lo que iba a pasar después no estaba numerado, entraba en una zona a la vez decidida e incierta, suma aleatoria en la que todo podía darse y de la que no había que hablar. Los aviones para Nairobi salían los jueves y los sábados, Mauricio se fue en el primero después de un almuerzo en el que comieron salmón por si las moscas, recitándose brindis y regalándose talismanes, no te olvides de la quinina, acordate que siempre dejás en casa la crema de afeitar y las sandalias.
Divertido llegar a Mombasa, una hora de taxi y que la llevaran al Trade Winds, a un bungalow sobre la playa con monos cabriolando en los cocoteros y sonrientes caras africanas, ver de lejos a Mauricio ya dueño de casa, jugando en la arena con una pareja y un viejo de patillas rojas. La hora de los cócteles los acercó en la veranda abierta sobre el mar, se hablaba de caracoles y arrecifes, Mauricio entró con una mujer y dos hombres jóvenes, en algún momento quiso saber de dónde venía Vera y explicó que él llegaba de Francia y que era geólogo. A Vera le pareció bien que Mauricio fuera geólogo y contestó las preguntas de los otros turistas, la pediatría que cada tanto le reclamaba unos días de descanso para no caer en la depresión, el viejo de las patillas rojas era un diplomático jubilado, su esposa se vestía como si tuviera veinte años pero no le quedaba tan mal en un sitio donde casi todo parecía una película en colores, camareros y monos incluidos y hasta el nombre Trade Winds que recordaba a Conrad y a Somerset Maugham, los cócteles servidos en cocos, las camisas sueltas, la playa por la que se podía pasear después de la cena bajo una luna tan despiadada que las nubes proyectaban sus movientes sombras sobre la arena para asombro de gentes aplastadas por cielos sucios y brumosos.
Los últimos serán los primeros, pensó Vera cuando Mauricio dijo que le habían dado una habitación en la parte más moderna del hotel, cómoda pero sin la gracia de los bungalows sobre la playa. Se jugaba a las cartas por la noche, el día era un diálogo interminable de sol y sombra, mar y refugio bajo las palmeras, redescubrir el cuerpo pálido y cansado a cada chicotazo de las olas, ir a los arrecifes en piragua para sumergirse con máscaras y ver los corales azules y rojos, los peces inocentemente próximos. Sobre el encuentro con dos estrellas de mar, una con pintas rojas y la otra llena de triángulos violeta, se habló mucho el segundo día, a menos que ya fuera el tercero, el tiempo resbalaba como el tibio mar sobre la piel, Vera nadaba con Sandro que había surgido entre dos cócteles y se decía harto de Verona y de automóviles, el inglés de las patillas rojas estaba insolado y el médico vendría de Mombasa para verlo, las langostas eran increíblemente enormes en su última morada de mayonesa y rodajas de limón, las vacaciones. De Anna sólo se había visto una sonrisa lejana y como distanciadora, la cuarta noche vino a beber al bar y llevó su vaso a la veranda donde los veteranos de tres días la recibieron con informaciones y consejos, había erizos peligrosos en la zona norte, de ninguna manera debía pasear en piragua sin sombrero y algo para cubrirse los hombros, el pobre inglés lo estaba pagando caro y los negros se olvidaban de prevenir a los turistas porque para ellos, claro, y Anna agradeciendo sin énfasis, bebiendo despacio su martini, casi mostrando que había venido para estar sola desde algún Copenhague o Estocolmo necesitado de olvido. Sin siquiera pensado Vera decidió que Mauricio y Anna, seguramente Mauricio y Anna antes de veinticuatro horas, estaba jugando al ping-pong con Sandro cuando los vio irse al mar y tenderse en la arena, Sandro bromeaba sobre Anna que le parecía poco comunicativa, las nieblas nórdicas, ganaba fácilmente las partidas pero el caballero italiano cedía de cuando en cuando algunos puntos y Vera se daba cuenta y se lo agradecía en silencio, veintiuno a dieciocho, no había estado mal, hacía progresos, cuestión de aplicarse.
En algún momento antes del sueño Mauricio pensó que después de todo lo estaban pasando bien, casi cómico decirse que Vera dormía a cien metros de su habitación en el envidiable bungalow acariciado por las palmeras, qué suerte tuviste, nena. Habían coincidido en una excursión a las islas cercanas y se habían divertido mucho nadando y jugando con los demás; Anna tenía los hombros quemados y Vera le dio una crema infalible, usted sabe que un médico de niños termina por saber todo sobre las cremas, retorno vacilante del inglés protegido por una bata celeste, de noche la radio hablando de Yomo Kenyatta y de los problemas tribales, alguien sabía mucho sobre los Massai y los entretuvo a lo largo de muchos tragos con leyendas y leones, Karen Blixen y la autenticidad de los amuletos de pelo de elefante, nilón puro y así iba todo en esos países. Vera no sabía si era miércoles o jueves, cuando Sandro la acompañó al bungalow después de un largo paseo por la playa donde se habían besado como esa playa y esa luna lo requerían, ella lo dejó entrar apenas él le apoyó una mano en el hombro, se dejó amar toda la noche, oyó extrañas cosas, aprendió diferencias, durmió lentamente, saboreando cada minuto del largo silencio bajo un mosquitero casi inconcebible. Para Mauricio fue la siesta, después de un almuerzo en que sus rodillas habían encontrado los muslos de Anna, acompañarla a su piso, murmurar un hasta luego frente a la puerta, ver cómo Anna demoraba la mano en el pestillo, entrar con ella, perderse en un placer que sólo los liberó por la noche, cuando ya algunos se preguntaban si no estarían enfermos y Vera sonreía inciertamente entre dos tragos, quemándose la lengua con una mezcla de Campari y ron keniano que Sandro batía en el bar para asombro de Moto y de Nikuku, esos europeos acabarían todos locos.
El código fijaba el sábado a las siete de la tarde, Vera aprovechó un encuentro sin testigos en la playa y mostró a la distancia un palmeral propicio. Se abrazaron con un viejo cariño, riéndose como chicos, acatando el artículo cuatro, buena gente. Había una blanda soledad de arena y ramas secas, cigarrillos y ese bronceado del quinto o sexto día en que los ojos se ponen a brillar como nuevos, en que hablar es una fiesta. Nos está yendo muy bien, dijo Mauricio casi enseguida, y Vera sí, claro que nos está yendo muy bien, se te ve en la cara y en el pelo, por qué en el pelo, porque te brilla de otra manera, es la sal, burra, puede ser pero la sal más bien apelmaza la pilosidad, la risa no los dejaba hablar, era bueno no hablar mientras se reían y se miraban, un último sol acostándose velozmente, el trópico, mirá bien y verás el rayo verde legendario, ya hice la prueba desde mi balcón y no vi nada, ah, claro, el señor tiene un balcón, sí señora un balcón pero usted goza de un bungalow para ukeleles y orgías. Resbalando sin esfuerzo, con otro cigarrillo, de verdad, es maravilloso, tiene una manera que. Así será, si vos lo decís. Y la tuya, hablá. No me gusta que digas la tuya, parece una distribución de premios. Es. Bueno, pero no así, no Anna. Oh, qué voz tan llena de glucosa, decís Anna como si le chuparas cada letra. Cada letra no, pero. Cochino. Y vos, entonces. En general no soy yo la que chupa, aunque. Me lo imaginaba, esos italianos vienen todos del decamerón. Momento, no estamos en terapia de grupo, Mauricio. Perdón, no son celos, con qué derecho. Ah, good boy. ¿Entonces sí? Entonces sí, perfecto, lentamente, interminablemente perfecto. Te felicito, no me gustaría que te fuera menos bien que a mí. No sé cómo te va a vos pero el artículo cuatro manda que. De acuerdo, aunque no es fácil convertirlo en palabras, Anna es una ola, una estrella de mar. ¿La roja o la violeta? Todas juntas, un río dorado, los corales rosa. Este hombre es un poeta escandinavo. Y usted una libertina veneciana. No es de Venecia, de Verona. Da lo mismo, siempre se piensa en Shakespeare. Tenés razón, no se me había ocurrido. En fin, así vamos, verdad. Así vamos, Mauricio, y todavía nos quedan cinco días. Cinco noches, sobre todo, aprovechalas bien. Creo que sí, me ha prometido iniciaciones que él llama artificios para llegar a la realidad. Me los explicarás, espero. En detalle, imaginate, y vos me contarás de tu río de oro y los corales azules. Corales rosa, chiquita. En fin, ya ves que no estamos perdiendo el tiempo. Eso habrá que verlo, en todo caso no perdemos el presente y hablando de eso no es bueno que nos quedemos mucho en el artículo cuatro. ¿Otro remojón antes del whisky? Del whisky, qué grosería, a mí me dan Carpano combinado con ginebra y angostura. Oh, Perdón. No es nada, los refinamientos llevan tiempo, vamos en busca del rayo verde, en una de ésas quién te dice.
Viernes, día de Robinson, alguien lo recordó entre dos tragos y se habló un rato de islas y naufragios, hubo un breve y violento chubasco caliente que plateó las palmeras y trajo más tarde un nuevo rumor de pájaros, las migraciones, el viejo marinero y su albatros, era gente que sabía vivir, cada whisky venía con su ración de folklore, de viejas canciones de las Hébridas o de Guadalupe, al término del día Vera y Mauricio pensaron lo mismo, el hotel merecía su nombre, era la hora de los vientos alisios para ellos, Anna la dadora de vértigos olvidados, Sandro el hacedor de máquinas sutiles, vientos alisios devolviéndolos a otros tiempos sin costumbres, cuando habían tenido también un tiempo así, invenciones y deslumbramientos en el mar de las sábanas, solamente que ahora, solamente que ya no ahora y por eso, por eso los alisios que soplarían aún hasta el martes, exactamente hasta el final del interregno que era otra vez el pasado remoto, un viaje instantáneo a las fuentes aflorando otra vez, bañándolos de una delicia presente pero ya sabida, alguna vez sabida antes de los códigos, de Blues in Thirds.
No hablaron de eso a la hora de encontrarse en el Boeing de Nairobi, mientras encendían juntos el primer cigarrillo del retorno. Mirarse como antes los llenaba de algo para lo que no había palabras y que los dos callaron entre tragos y anécdotas del Trade Winds, de alguna manera había que guardar el Trade Winds, los alisios tenían que seguir empujándolos, la buena vieja querida navegación a vela volviendo para destruir las hélices, para acabar con el sucio lento petróleo de cada día contaminando las copas de champaña del cumpleaños, la esperanza de cada noche. Vientos alisios de Anna y de Sandro, seguir bebiéndolos en plena cara mientras se miraban entre dos bocanadas de humo, por qué Mauricio ahora si Sandro seguía siempre ahí, su piel y su pelo y su voz afinando la cara de Mauricio como la ronca risa de Anna en pleno amor anegaba esa sonrisa que en Vera valía amablemente como una ausencia. No había artículo seis pero podían inventarlo sin palabras, era tan natural que en algún momento él invitara a Anna a beber otro whisky que ella, aceptándolo con una caricia en la mejilla, dijera que sí, dijera sí, Sandro, sería tan bueno tomarnos otro whisky para quitamos el miedo de la altura, jugar así todo el viaje, ya no había necesidad de códigos para decidir que Sandro se ofrecería en el aeródromo para acompañar a Anna hasta su casa, que Anna aceptaría con el simple acatamiento de los deberes caballerescos, que una vez en la casa fuera ella quien buscara las llaves en el bolso e invitara a Sandro a tomar otro trago, le hiciera dejar la maleta en el zaguán y le mostrara el camino del salón, disculpándose por las huellas de polvo y el aire encerrado, corriendo las cortinas y trayendo hielo mientras Sandro examinaba con aire apreciativo las pilas de discos y el grabado de Friedlander. Eran más de las once de la noche, bebieron las copas de la amistad y Anna trajo una lata de paté y bizcochos, Sandro la ayudó a hacer canapés y no llegaron a probarlos, las manos y las bocas se buscaban, volcarse en la cama y desnudarse ya enlazados, buscarse entre cintas y trapos, arrancarse las últimas ropas y abrir la cama, bajar las luces y tomarse lentamente, buscando y murmurando, sobre todo esperando y murmurándose la esperanza.
Vaya a saber cuándo volvieron los tragos y los cigarrillos, las almohadas para sentarse en la cama y fumar bajo la luz de la lámpara en el suelo. Casi no se miraban, las palabras iban hasta la pared y volvían en un lento juego de pelota para ciegos, y ella la primera preguntándose como a sí misma qué sería de Vera y de Mauricio después del Trade Winds, qué sería de ellos después del regreso.
-Ya se habrán dado cuenta -dijo él-. Ya habrán comprendido y después de eso no podrán hacer más nada.
-Siempre se puede hacer algo -dijo ella-, Vera no se va a quedar así, bastaba con verla.
-Mauricio tampoco -dijo él-, lo conocí apenas pero era tan evidente. Ninguno de los dos se va a quedar así y casi es fácil imaginar lo que van a hacer.
-Sí, es fácil, es como verlo desde aquí.
-No habrán dormido, igual que nosotros, y ahora estarán hablándose despacio, sin mirarse. Ya no tendrán nada que decirse, creo que será Mauricio el que abra el cajón y saque el frasco azul. Así, ves, un frasco azul como éste.
-Vera las contará y las dividirá -dijo ella-. Le tocaban siempre las cosas prácticas, lo hará muy bien. Dieciséis para cada uno, ni siquiera el problema de un número impar.
-Las tragarán de a dos, con whisky y al mismo tiempo, sin adelantarse.
-Serán un poco amargas -dijo ella.
-Mauricio dirá que no, más bien ácidas.
-Sí, puede que sean ácidas. Y después apagarán la luz, no se sabe por qué.
-Nunca se sabe por qué, pero es verdad que apagarán la luz y se abrazarán. Eso es seguro, sé que se abrazarán.
-En la oscuridad -dijo ella buscando el interruptor-. Así, verdad.
-Así -dijo él.
Alguien que anda por ahí. Julio Cortázar, 1977.