Soy Basil Elton,
guardián del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron
antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre
rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se
vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan, desde
hace un siglo, las naves majestuosas de los siete mares. En los
tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy,
son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese
el último hombre de nuestro planeta.
De lejanas costas
venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas
de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias
en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar
visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él
contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches
de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí
más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron
los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso
que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del
océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o
montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he
observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me
contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos;
pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de
cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A
veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto
para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá;
otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras
y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay
debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o
pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es
más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los
sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía
venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en
el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el
mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el
viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con
su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico
movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy
ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase
con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces
más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en
todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí
el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la
Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras
de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las
horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras
nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella
luna llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció
el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas
tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el
mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles,
entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y
las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos
acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa
tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos
bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y
cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé
que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante
mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas
que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades
fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más
espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de
jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo
supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie
en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva
a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave
Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de
templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una
importante ciudad; y me dijo el hombre barbado:
-Aquélla es
Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos
aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente
desentrañar.
Miré otra vez,
desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había
conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el
cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más
allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles,
por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados
misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas
esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad
fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me
desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de
Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo,
diciendo:
-Muchos son los que
han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero
ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas
entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los
huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la
ciudad.
Así, la Nave Blanca
reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Talarión; y
durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur,
cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había
surgido.
Después llegamos a
una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los
matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras
arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional.
De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y
fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan
deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más,
en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo
nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla
bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los
prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me
hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de
hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a
cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de
aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:
-Ese es Xura, el
País de los Placeres Inalcanzados.
Así, una vez más,
la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y
cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos
día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena,
dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal,
escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a
la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por
los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen
formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y
bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los
rayos de la luna.
En el país de
Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la
muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y
los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los
arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los
templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas
tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más
bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las
gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin
merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en
esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas
entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están
bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas,
desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con
pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y
ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte
infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar
centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el
que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del
memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta
del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras
agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le
hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que
no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las
columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en
ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos
así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:
-Cuídate de esos
mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria.
En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué
hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Al siguiente
plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con
el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares
inexplorados.
Y el pájaro
celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas
basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron
dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me
representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con
espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas
delicias me aguardarían. “Cathuria”, me decía, “es la morada
de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques
son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus
árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en
las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de
mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas
fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música
encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta.
Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus
pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay
extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y
de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con
alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las
tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de
laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios,
construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado
Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de
centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor
de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde
lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca
Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un
dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol
que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen
multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su
techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí
y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes,
que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el
olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él
manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con
peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la
encantadora Cathuria”.
Así hablaba conmigo
mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que
regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es
conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado
nadie.
Y cuando hizo
treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas
basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que
nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual
dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó
nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes
de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír
notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más
dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas;
las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el
País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia
aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba
entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música
y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar
impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se
dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el
tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en
el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la
que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de
nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las
mejillas:
-Hemos despreciado
el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los
dioses son más grandes que los hombres, y han vencido.
Yo cerré los ojos
ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que
agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos
precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no
eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el
frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había
alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi
que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había
partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la
silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas
crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había
apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Y cuando entré en
la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un
calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento
de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del
naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro
muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado,
más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no
ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los
cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave
Blanca del sur no ha vuelto jamás.
jueves, 29 de junio de 2017
miércoles, 28 de junio de 2017
El pájaro azul. Ana María Shua.
Un
hombre persigue al Pájaro de la Felicidad durante meses y años, a
través de nueve montañas y nueve ríos, venciendo endriagos y
tentaciones, tolerando llagas y desdichas. Antepone la búsqueda del
Pájaro a toda otra ambición, necesidad o deseo. El tiempo pasa y
pesa sobre sus hombros pero también el Pájaro envejece, sus plumas
se decoloran y ralean. Lo atrapa en un día frío, desgraciado. El
hombre es anciano y está hambriento. El pájaro está flaco pero es
carne. Le arranca sus plumas todavía azules, con cuidado, lo espeta
en el asador y se lo come. Se siente satisfecho, brevemente feliz.
martes, 27 de junio de 2017
No tengo nada contra usted. David Lagmanovich.
No
tengo nada contra usted, se lo aseguro. He frecuentado a muchos como
usted, me he encariñado con algunos, y ellos me han acompañado a lo
largo de la vida. Si le restrinjo el acceso a mis escritos no es por
hostilidad, sino más bien para no fatigarlo, para que después no se
me acuse de abuso o de falta de consideración. Es cierto que en mi
juventud recurría mucho más que ahora a sus servicios. Pero la vida
me ha enseñado que para mí su utilidad, perdóneme que se lo diga,
no depende de que esté siempre dando vueltas a mi alrededor, sino de
un factor que podemos llamar eficacia. Con esto no quiero ofenderlo
ni hacerlo a menos: mi respeto por usted es absoluto. Podemos decir
que lo considero indispensable, pero en dosis moderadas. Un gran
poeta dijo que usted, cuando no da vida, mata. Y yo no quiero que me
mate ni que mate mis textos, señor adjetivo.
domingo, 25 de junio de 2017
En pos de la simplicidad. Rosalba Campra.
A
los correctores de estilo de las editoriales.
Esta historia no me pertenece. Tampoco puedo decir que como me la contaron yo la cuento, porque para menor afán de los personajes he ido cambiando varias cosas. Así, en mi versión, a la hija recién nacida de la nueva favorita no la roba una concubina despechada y la abandona en un bosque; ni los campesinos que la encuentran la venden a un carbonero; ni la mujer del carbonero, celosa, la cede gratis a uno de los ínfimos burdeles que rodean la ciudad; ni la toman prisionera los piratas cuando por fin ha conseguido escapar; ni el ilusionista que la rescata la usa para probar sus trucos más peligrosos; ni el príncipe heredero que se enamora de ella al verla en un espectáculo en palacio es asesinado cuando, después de haberle ofrecido matrimonio, está regresando a sus habitaciones sin la protección de los guardias; ni ella, de pie bajo la luz de la luna junto al estanque de los lotos empieza a desvestirse para poner fin a sus desdichas ahogándose; ni se oye el grito de la que un tiempo fuera nueva favorita y es ahora emperatriz, que acaba de enterarse del asesinato de su hijo y que, asomándose a la ventana del pabellón especialmente construido para admirar la magnificencia de los lotos en flor, reconoce el lunar en forma de mariposa de aquella hija raptada hace tantos años en la piel blanquísima de la espalda de la desconocida que va entrando en el agua.
Esta historia no me pertenece. Tampoco puedo decir que como me la contaron yo la cuento, porque para menor afán de los personajes he ido cambiando varias cosas. Así, en mi versión, a la hija recién nacida de la nueva favorita no la roba una concubina despechada y la abandona en un bosque; ni los campesinos que la encuentran la venden a un carbonero; ni la mujer del carbonero, celosa, la cede gratis a uno de los ínfimos burdeles que rodean la ciudad; ni la toman prisionera los piratas cuando por fin ha conseguido escapar; ni el ilusionista que la rescata la usa para probar sus trucos más peligrosos; ni el príncipe heredero que se enamora de ella al verla en un espectáculo en palacio es asesinado cuando, después de haberle ofrecido matrimonio, está regresando a sus habitaciones sin la protección de los guardias; ni ella, de pie bajo la luz de la luna junto al estanque de los lotos empieza a desvestirse para poner fin a sus desdichas ahogándose; ni se oye el grito de la que un tiempo fuera nueva favorita y es ahora emperatriz, que acaba de enterarse del asesinato de su hijo y que, asomándose a la ventana del pabellón especialmente construido para admirar la magnificencia de los lotos en flor, reconoce el lunar en forma de mariposa de aquella hija raptada hace tantos años en la piel blanquísima de la espalda de la desconocida que va entrando en el agua.
sábado, 24 de junio de 2017
Vida de perros. Julio Miranda.
Somos
pobres. Nunca hemos podido tener un perro. ¡Y nos gustan tanto! Por
eso decidimos turnarnos: cada uno haría de perro un día entero.
Al principio nos dio un poco de vergüenza, sobre todo a mis padres. Lo imitaban muy mal. Algún ladrido y mucho olfatear. Yo era el que más gozaba, orinando donde quería.
Pero se convirtió en una fiesta. Esperábamos que nos tocara, nerviosos. La noche antes ya se nos escapaba algún grrrr, algún guau. Mamá no se ocupaba de la casa. Papá no iba al trabajo. Yo me salvaba de la escuela. Y ellos se divertían más que yo, saltándose las reglas, mordiéndose y lamiéndose y rascándose y montándose encima y revolcándose, aunque a los dos no les tocara ser perro. Les decía que era trampa. Me mandaban al cuarto.
La casa está hecha un asco. A papá lo botaron. Yo tengo que ir a clases todas las mañanas y luego las tareas. «Otro día haces de perro», me dicen, «otro día», riéndose.
No es justo.
El guardián del museo. Julio Miranda, 1992.
Al principio nos dio un poco de vergüenza, sobre todo a mis padres. Lo imitaban muy mal. Algún ladrido y mucho olfatear. Yo era el que más gozaba, orinando donde quería.
Pero se convirtió en una fiesta. Esperábamos que nos tocara, nerviosos. La noche antes ya se nos escapaba algún grrrr, algún guau. Mamá no se ocupaba de la casa. Papá no iba al trabajo. Yo me salvaba de la escuela. Y ellos se divertían más que yo, saltándose las reglas, mordiéndose y lamiéndose y rascándose y montándose encima y revolcándose, aunque a los dos no les tocara ser perro. Les decía que era trampa. Me mandaban al cuarto.
La casa está hecha un asco. A papá lo botaron. Yo tengo que ir a clases todas las mañanas y luego las tareas. «Otro día haces de perro», me dicen, «otro día», riéndose.
No es justo.
El guardián del museo. Julio Miranda, 1992.
viernes, 23 de junio de 2017
Otro pájaro azul. Francisco Ayala.
“Mira,
mira qué pájaro tan hermoso, allí, en el árbol, allí arriba; qué
colores”, casi gritaste corriendo hacia la ventana, llamándome a
la ventana.
Habíamos pasado un rato en silencio, y escuchábamos a los pájaros cantar fuera, en aquella neblina, con aquel viento. “Esos pobres petirrojos se obstinan en cantar –había observado yo-. Por más que llueva y haga un viento frío, ellos cantan: reclaman la primavera prometida.” Y fue entonces cuando viste tú agitarse allá al fondo, grande, azul, en lo alto de una rama, a ese pájaro de belleza única, y me atrajiste a compartir tu admiración, tu júbilo.
Pero en seguida pudimos darnos cuenta de que no era tal ave. Lo que se movía en el árbol extendiendo y agitando con frenesí su oscuro azul, no era un ave; era quizá un trapo, un jirón de tela prendido a las ramas en el viento.
Por consolarte, te dije yo (y así lo sentía): “Querida: es más hermoso y me gusta más que si hubiera sido de verdad, porque ese pájaro lo has creado tú, tú lo has inventado, es obra tuya.” Pero al mismo tiempo que te lo decía me acudió este pensamiento: Si no seré yo también una invención de tus ojos magos, y algún día, en algún momento...
El jardín de las delicias. Francisco Ayala, 1971.
Habíamos pasado un rato en silencio, y escuchábamos a los pájaros cantar fuera, en aquella neblina, con aquel viento. “Esos pobres petirrojos se obstinan en cantar –había observado yo-. Por más que llueva y haga un viento frío, ellos cantan: reclaman la primavera prometida.” Y fue entonces cuando viste tú agitarse allá al fondo, grande, azul, en lo alto de una rama, a ese pájaro de belleza única, y me atrajiste a compartir tu admiración, tu júbilo.
Pero en seguida pudimos darnos cuenta de que no era tal ave. Lo que se movía en el árbol extendiendo y agitando con frenesí su oscuro azul, no era un ave; era quizá un trapo, un jirón de tela prendido a las ramas en el viento.
Por consolarte, te dije yo (y así lo sentía): “Querida: es más hermoso y me gusta más que si hubiera sido de verdad, porque ese pájaro lo has creado tú, tú lo has inventado, es obra tuya.” Pero al mismo tiempo que te lo decía me acudió este pensamiento: Si no seré yo también una invención de tus ojos magos, y algún día, en algún momento...
El jardín de las delicias. Francisco Ayala, 1971.
miércoles, 21 de junio de 2017
Sueño de flautas. Hermann Hesse.
“Toma esto”,
dijo mi padre, y me alcanzó una pequeña flauta de hueso, “tómala
y no olvides a tu anciano padre cuando alegres a la gente con tu
música en países lejanos. Es tiempo de que veas el mundo y aprendas
algo. He mandado hacer esta flauta, porque no te gusta ninguna otra
tarea, excepto cantar. Piensa también que debes tocar siempre
canciones bonitas y amables, de lo contrario sería malgastar el don
que Dios te ha concedido.”
Mi querido padre entendía poco de música, era un erudito. Él pensaba que yo no tenía más que soplar en la linda flauta para que todo anduviera bien. Como no lo quería despojar de su creencia, le agradecí, guardé la flauta y procedí a despedirme.
Nuestro valle me era conocido hasta el gran molino del caserío; detrás comenzaba el mundo, y debo admitir que me gustó mucho. Una abeja fatigada de volar se había posado sobre mi manga, y la llevé conmigo para tener, en mi primer descanso, un mensajero que llevara enseguida mis saludos a la patria que dejaba atrás.
Bosques y praderas acompañaban mi camino, y muy lozano también, el río me acompañaba. Descubrí que el mundo se diferenciaba poco de mi patria. Los árboles y flores, las espigas de trigo y los avellanos me hablaban; yo cantaba sus canciones con ellos, y ellos me comprendían, como en casa. De pronto mi abeja despertó, se arrastró despaciosamente hasta mi hombro, levantó el vuelo y giró dos veces en torno a mí con su zumbido dulce y profundo; luego se orientó rectamente hacia atrás, hacia el hogar.
En eso surgió del bosque una muchacha joven, que llevaba un cesto en el brazo y un sombrero de paja de ala ancha que dejaba en sombras la rubia cabeza.
“Dios te guarde”, le dije, “¿adónde vas?”
“Debo llevar la comida a los segadores”, dijo. Y se puso a caminar a mi lado. “¿Y tú, dónde quieres ir?”
“Voy a conocer el mundo, mi padre me ha enviado. Él cree que yo debo tocar mi flauta en público, ante la gente, pero yo no sé hacerlo bien todavía, antes debo aprender mucho.”
“Bueno, bueno. ¿Y qué sabes hacer en realidad? Porque algo debes saber.”
“Nada en especial. Puedo cantar canciones.”
“¿Qué clase de canciones?”
“De todo tipo, ¿sabes? A la mañana y a la noche, a los árboles, a las bestias, a las flores. Ahora, por ejemplo, podría cantar una canción bonita acerca de una muchacha joven que sale del bosque para llevar comida a los segadores.”
“¿Puedes hacerlo? ¡Cántala entonces!”
“Lo haré, pero, ¿cómo te llamas?”
“Brigitte.”
Entonces entoné la canción de la linda Brigitte con el sombrero de paja, y lo que llevaba en el cesto, y de cómo las flores la miraban cuando pasaba y los vientos azules la seguían a lo largo del cerco del jardín, y todo lo relacionado con ello. Atendió seriamente a la canción, me dijo que era buena. Y cuando le comenté que estaba hambriento, levantó la tapa del cesto y extrajo un pedazo de pan. Mientras yo le echaba el diente con ahínco, al tiempo que continuaba ágilmente la marcha, ella me dijo: “No se debe comer a la carrera. Una cosa y después la otra.” Entonces nos sentamos sobre la hierba, yo comí mi pan y ella se abrazó las rodillas con sus manos bronceadas y me miró.
“¿Quieres volver a cantarme alguna otra cosa?”, preguntó cuando dejé de comer.
“Con gusto. ¿Qué quieres que te cante?”
Algo acerca de una chica que está triste porque ha sido abandonada por su novio.”
“No, no puedo. No conozco eso, y tampoco debe uno estar triste. Mi padre dijo que debo cantar siempre canciones graciosas y amables. Te cantaré algo acerca del cuclillo o de la mariposa.”
“Y de amor, ¿no sabes ninguna?” preguntó luego.
“¿De amor? Oh si, eso es lo más lindo de todo.”
Enseguida empecé una canción acerca de cómo el rayo de sol está enamorado de las rojas amapolas y juega con ellas lleno de alegría. Y de la hembra del pinzón, cuando aguarda al pinzón y al llegar éste vuela como si estuviera asustada. Y seguí cantando acerca de la muchacha de ojos pardos y del joven que llega y canta y recibe un pan de regalo; pero ahora no quiere más pan, quiere un beso de la doncella y quiere ver dentro de sus ojos pardos, y canta y canta hasta que ella empieza a sonreír y le cierra la boca con sus labios.
Entonces Brigitte se inclinó y cerró mi boca con sus labios; luego cerró los ojos y los volvió a abrir. Y yo miré las estrellas cercanas de un dorado oscuro y en ellas estábamos reflejados yo mismo y un par de blancas flores del prado.
“El mundo es muy hermoso”, dije, “mi padre tenía razón. Pero ahora te ayudaré a llevar estas cosas hasta donde está esa gente.”
Tomé su cesto y proseguimos el camino. Su paso sonaba con el mío y su alegría coincidía con la mía,, y el bosque hablaba delicado y fresco desde la montaña. Yo nunca había caminado tan contento. Durante un largo rato canté con fuerza, hasta que tuve que cesar de puro exceso; era demasiado todo lo que susurraba y hablaba desde el valle y la montaña, desde la hierba y el follaje, desde el río y los matorrales.
Entonces pensé: si pudiera comprender y cantar al mismo tiempo las mil canciones del universo, del pasto y las flores, de los hombre y las nubes, de las florestas y el bosque de pinares, y también de los animales. Y así mismo todas las canciones de los mares lejanos y las montañas, de las estrellas y la luna; y si todo eso pudiera simultáneamente resonar en mi interior y ser cantado, entonces yo sería como el buen Dios y cada canción debería ser como una estrella en el cielo.
Pero mientras yo pensaba de este modo, lo cual me había dejado silencioso y maravillado, pues antes jamás se me habían ocurrido cosas así, Brigitte se detuvo y sujetó firmemente el asa del cesto.
“Ahora debo subir”, dijo. “Allá arriba está nuestra gente. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Por qué no vienes conmigo?”
“No, no puedo ir contigo. Tengo que ver el mundo. Muchas gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré en ti.”
Ella tomó su cesto con la comida; y otra vez sus ojos de sombras pardas se inclinaron sobre mí, y sus labios se adhirieron a los míos. Su beso fue tan bueno y dulce, que casi me puse triste de pura felicidad. Entonces le dije adiós y marché presuroso carretera abajo.
La muchacha subió lentamente por la montaña; se detuvo bajo el follaje que caía al borde del bosque, y miró hacia abajo donde yo estaba. Y cuando le hice señas y agité el sombrero sobre mi cabeza, inclinó ella la suya una vez más y desapareció en silencio, como una imagen, entre la sombra de las hayas.
Yo, por mi parte, continué tranquilo el camino sumido en mis pensamientos, hasta que el sendero dio la vuelta en un recodo.
Allí había un molino, y junto al molino se hallaba una barca en el agua. Un hombre sentado en la barca parecía estar esperándome; en efecto, cuando me saqué el sombrero y subí a bordo, la barca comenzó a navegar enseguida río abajo. Me senté en la mitad de la embarcación, y el hombre atrás, al timón. Y cuando le pregunté a dónde íbamos, levantó la vista y me miró con ojos grises y velados.
“Donde quieras”, dijo con voz apagada. “Río abajo hacia el mar o a las grandes ciudades, la elección es tuya. Todo me pertenece.”
“¿Todo te pertenece? ¿Entonces eres el rey?”
“Quizá”, dijo él. “Y tú eres un poeta, según creo. ¡Cántame entonces una canción de viaje!”
Me infundía temor ese hombre serio y sombrío, y además nuestra barca navegaba tan rápido y sin ruido río abajo, que saqué fuerzas de flaqueza y canté acerca del río que lleva las naves y en el que se refleja el sol; el río, que es más ruidoso en contacto con las orillas rocosas y termina alegremente su peregrinaje.
El semblante de aquel hombre permanecía impasible; cuando finalicé, asintió silenciosamente, como uno que sueña. Y enseguida, ante mi asombro, él mismo comenzó a cantar. Y también cantó acerca del río y del viaje del río por los valles, y su canción era más bella y vigorosa que la mía, pero todo sonaba muy distinto.
El río, tal como él lo cantaba, bajaba como un ser destructor dando tumbos desde las montañas, hosco y salvaje, rechinando los dientes al sentirse refrenado por los molinos y presionado por los puentes; odiaba a todos los barcos que debía sostener; y bajo sus olas, y entre largas y verdes plantas acuáticas, mecía sonrientes los blancos cuerpos de los ahogados.
Nada de esto me gustaba; pero su tono era tan hermoso y enigmático que quedé completamente confundido y angustiado callé. Si lo que aquel cantor viejo, sutil e inteligente cantaba con voz sofocada era cierto, entonces todas mis canciones habían sido nada más que tonterías, torpes juegos infantiles. Entonces el mundo no era básicamente bueno y lleno de luz, como el corazón de Dios, sino opaco y sufriente, malo y sombrío; los bosques no susurraban de placer, susurraban de dolor.
Seguimos navegando. Las sombras se hicieron más largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar mi voz sonaba menos clara, e iba apagándose. Y cada vez el extraño cantor respondía con una canción que hacía al mundo más y más incomprensible y doloroso, y a mí me dejaba más y más desconcertado y triste.
Me dolía el alma, y sentía no haberme quedado en tierra junto a las flores o al lado de la bella Brigitte; para consolarme, empecé a cantar en la oscuridad creciente, con voz fuerte a través del rojo resplandor del anochecer, la canción de Brigitte y sus besos.
Entonces se inició el ocaso y enmudecí. El hombre al timón cantó, y también él cantó del amor y del placer del amor, de ojos oscuros y ojos azules, de labios rojos y húmedos, y era hermoso y conmovedor lo que cantaba lleno de pena a medida que oscurecía sobre el río. Pero en su canción el amor era también lúgubre y temible, y se había convertido en un secreto mortal, dentro del cual los hombres, extraviados y dolidos, tanteaban entre penurias y anhelos, y se torturaban y mataban los unos a los otros.
Yo escuchaba y quedé fatigado y entristecido, como si hubiera estado viajando durante años a través de la mayor miseria y aflicción. Sentía que del desconocimiento emanaba y se desliaba en mi corazón una permanente, silenciosa, fría corriente de pena y mortal angustia.
“Así que la vida no es lo más elevado y hermoso”, dije finalmente con amargura, “sino muerte. Entonces te ruego, oh triste monarca, que cantes una canción a la muerte.”
El hombre al timón cantó de la muerte, y cantó más bellamente que antes. Pero tampoco era la muerte lo más hermoso y alto, tampoco en ella había consuelo. La muerte era vida, y la vida muerte, y estaban enzarzadas entre sí en un furioso combate de amor, y esto era lo último y el sinsentido del mundo, y de allí se desprendía un resplandor que podía, a pesar de todo, alabar toda miseria, pero también una sombra que enturbiaba todo placer y belleza rodeándolos de tiniebla. Pero desde esa tiniebla ardía el placer más bella e íntimamente, y el amor ardía más profundo en medio de esa noche.
Yo escuchaba y me había quedado totalmente en silencio; no existía en mí otra voluntad que la del extranjero. Su mirada descansó sobre mí, callada y con una cierta bondad melancólica, y sus ojos grises estaban cargados del dolor y la belleza del mundo. Me sonrió, y entonces cobré ánimos y le rogué en mi necesidad: “¡Ah, retorna, por favor! Tengo miedo aquí en la noche, quisiera volver a la casa de mi padre, o volver para encontrar a Brigitte.”
El hombre se levantó y señaló la noche; el farol resplandeció claramente sobre su rostro enjuto e imperturbable. “Ningún camino va hacia atrás”, dijo seria y amablemente, “hay que proseguir siempre hacia delante, si se quiere conocer el mundo. Y de la muchacha de los ojos oscuros ya has tenido lo mejor y más hermoso, y cuanto más te alejes de ella, tanto más hermoso y mejor será. Pero marcha hacia donde quieras; te daré mi lugar al timón.”
Yo me hallaba tremendamente entristecido, pero sabía que él tenía razón. Lleno de nostalgia pensé en Brigitte y en mi país y en todo lo que había sido hasta entonces cercano, luminoso y mío, y en todo lo que había perdido. Pero en ese momento iba a tomar el sitio del extraño y conducir el timón. Así debía ser.
Me levanté en silencio y me dirigí a través de la barca al asiento del timonel; el hombre se acercó a mí también en silencio, y cuando estuvimos el uno frente al otro me miró fijamente a la cara y me dio su farol.
Pero cuando me senté al timón y hube afianzado el farol junto a mí, me encontré solo en la barca; advertí con un profundo estremecimiento que el hombre había desaparecido. Sin embargo, no me sentí asustado, lo había presentido. Me parecía que el hermoso día de viaje, Brigitte, mi padre y la partida habían sido sólo un sueño, y que yo era el viejo apenado y que siemre había viajado a través de aquel río nocturno.
Comprendí que no debía llamar a ese hombre, y el reconocimiento de la verdad se desplomó sobre mí como una helada.
Para saber lo que ya presentía, me incliné sobre el agua y alcé el farol, y desde la negra superficie me miró un rostro penetrante y serio de ojos grises, un rostro viejo y sabio. Era el mío.
Y como ningún camino lleva hacia atrás, continué el viaje por las aguas oscuras a través de la noche.
Mi querido padre entendía poco de música, era un erudito. Él pensaba que yo no tenía más que soplar en la linda flauta para que todo anduviera bien. Como no lo quería despojar de su creencia, le agradecí, guardé la flauta y procedí a despedirme.
Nuestro valle me era conocido hasta el gran molino del caserío; detrás comenzaba el mundo, y debo admitir que me gustó mucho. Una abeja fatigada de volar se había posado sobre mi manga, y la llevé conmigo para tener, en mi primer descanso, un mensajero que llevara enseguida mis saludos a la patria que dejaba atrás.
Bosques y praderas acompañaban mi camino, y muy lozano también, el río me acompañaba. Descubrí que el mundo se diferenciaba poco de mi patria. Los árboles y flores, las espigas de trigo y los avellanos me hablaban; yo cantaba sus canciones con ellos, y ellos me comprendían, como en casa. De pronto mi abeja despertó, se arrastró despaciosamente hasta mi hombro, levantó el vuelo y giró dos veces en torno a mí con su zumbido dulce y profundo; luego se orientó rectamente hacia atrás, hacia el hogar.
En eso surgió del bosque una muchacha joven, que llevaba un cesto en el brazo y un sombrero de paja de ala ancha que dejaba en sombras la rubia cabeza.
“Dios te guarde”, le dije, “¿adónde vas?”
“Debo llevar la comida a los segadores”, dijo. Y se puso a caminar a mi lado. “¿Y tú, dónde quieres ir?”
“Voy a conocer el mundo, mi padre me ha enviado. Él cree que yo debo tocar mi flauta en público, ante la gente, pero yo no sé hacerlo bien todavía, antes debo aprender mucho.”
“Bueno, bueno. ¿Y qué sabes hacer en realidad? Porque algo debes saber.”
“Nada en especial. Puedo cantar canciones.”
“¿Qué clase de canciones?”
“De todo tipo, ¿sabes? A la mañana y a la noche, a los árboles, a las bestias, a las flores. Ahora, por ejemplo, podría cantar una canción bonita acerca de una muchacha joven que sale del bosque para llevar comida a los segadores.”
“¿Puedes hacerlo? ¡Cántala entonces!”
“Lo haré, pero, ¿cómo te llamas?”
“Brigitte.”
Entonces entoné la canción de la linda Brigitte con el sombrero de paja, y lo que llevaba en el cesto, y de cómo las flores la miraban cuando pasaba y los vientos azules la seguían a lo largo del cerco del jardín, y todo lo relacionado con ello. Atendió seriamente a la canción, me dijo que era buena. Y cuando le comenté que estaba hambriento, levantó la tapa del cesto y extrajo un pedazo de pan. Mientras yo le echaba el diente con ahínco, al tiempo que continuaba ágilmente la marcha, ella me dijo: “No se debe comer a la carrera. Una cosa y después la otra.” Entonces nos sentamos sobre la hierba, yo comí mi pan y ella se abrazó las rodillas con sus manos bronceadas y me miró.
“¿Quieres volver a cantarme alguna otra cosa?”, preguntó cuando dejé de comer.
“Con gusto. ¿Qué quieres que te cante?”
Algo acerca de una chica que está triste porque ha sido abandonada por su novio.”
“No, no puedo. No conozco eso, y tampoco debe uno estar triste. Mi padre dijo que debo cantar siempre canciones graciosas y amables. Te cantaré algo acerca del cuclillo o de la mariposa.”
“Y de amor, ¿no sabes ninguna?” preguntó luego.
“¿De amor? Oh si, eso es lo más lindo de todo.”
Enseguida empecé una canción acerca de cómo el rayo de sol está enamorado de las rojas amapolas y juega con ellas lleno de alegría. Y de la hembra del pinzón, cuando aguarda al pinzón y al llegar éste vuela como si estuviera asustada. Y seguí cantando acerca de la muchacha de ojos pardos y del joven que llega y canta y recibe un pan de regalo; pero ahora no quiere más pan, quiere un beso de la doncella y quiere ver dentro de sus ojos pardos, y canta y canta hasta que ella empieza a sonreír y le cierra la boca con sus labios.
Entonces Brigitte se inclinó y cerró mi boca con sus labios; luego cerró los ojos y los volvió a abrir. Y yo miré las estrellas cercanas de un dorado oscuro y en ellas estábamos reflejados yo mismo y un par de blancas flores del prado.
“El mundo es muy hermoso”, dije, “mi padre tenía razón. Pero ahora te ayudaré a llevar estas cosas hasta donde está esa gente.”
Tomé su cesto y proseguimos el camino. Su paso sonaba con el mío y su alegría coincidía con la mía,, y el bosque hablaba delicado y fresco desde la montaña. Yo nunca había caminado tan contento. Durante un largo rato canté con fuerza, hasta que tuve que cesar de puro exceso; era demasiado todo lo que susurraba y hablaba desde el valle y la montaña, desde la hierba y el follaje, desde el río y los matorrales.
Entonces pensé: si pudiera comprender y cantar al mismo tiempo las mil canciones del universo, del pasto y las flores, de los hombre y las nubes, de las florestas y el bosque de pinares, y también de los animales. Y así mismo todas las canciones de los mares lejanos y las montañas, de las estrellas y la luna; y si todo eso pudiera simultáneamente resonar en mi interior y ser cantado, entonces yo sería como el buen Dios y cada canción debería ser como una estrella en el cielo.
Pero mientras yo pensaba de este modo, lo cual me había dejado silencioso y maravillado, pues antes jamás se me habían ocurrido cosas así, Brigitte se detuvo y sujetó firmemente el asa del cesto.
“Ahora debo subir”, dijo. “Allá arriba está nuestra gente. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Por qué no vienes conmigo?”
“No, no puedo ir contigo. Tengo que ver el mundo. Muchas gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré en ti.”
Ella tomó su cesto con la comida; y otra vez sus ojos de sombras pardas se inclinaron sobre mí, y sus labios se adhirieron a los míos. Su beso fue tan bueno y dulce, que casi me puse triste de pura felicidad. Entonces le dije adiós y marché presuroso carretera abajo.
La muchacha subió lentamente por la montaña; se detuvo bajo el follaje que caía al borde del bosque, y miró hacia abajo donde yo estaba. Y cuando le hice señas y agité el sombrero sobre mi cabeza, inclinó ella la suya una vez más y desapareció en silencio, como una imagen, entre la sombra de las hayas.
Yo, por mi parte, continué tranquilo el camino sumido en mis pensamientos, hasta que el sendero dio la vuelta en un recodo.
Allí había un molino, y junto al molino se hallaba una barca en el agua. Un hombre sentado en la barca parecía estar esperándome; en efecto, cuando me saqué el sombrero y subí a bordo, la barca comenzó a navegar enseguida río abajo. Me senté en la mitad de la embarcación, y el hombre atrás, al timón. Y cuando le pregunté a dónde íbamos, levantó la vista y me miró con ojos grises y velados.
“Donde quieras”, dijo con voz apagada. “Río abajo hacia el mar o a las grandes ciudades, la elección es tuya. Todo me pertenece.”
“¿Todo te pertenece? ¿Entonces eres el rey?”
“Quizá”, dijo él. “Y tú eres un poeta, según creo. ¡Cántame entonces una canción de viaje!”
Me infundía temor ese hombre serio y sombrío, y además nuestra barca navegaba tan rápido y sin ruido río abajo, que saqué fuerzas de flaqueza y canté acerca del río que lleva las naves y en el que se refleja el sol; el río, que es más ruidoso en contacto con las orillas rocosas y termina alegremente su peregrinaje.
El semblante de aquel hombre permanecía impasible; cuando finalicé, asintió silenciosamente, como uno que sueña. Y enseguida, ante mi asombro, él mismo comenzó a cantar. Y también cantó acerca del río y del viaje del río por los valles, y su canción era más bella y vigorosa que la mía, pero todo sonaba muy distinto.
El río, tal como él lo cantaba, bajaba como un ser destructor dando tumbos desde las montañas, hosco y salvaje, rechinando los dientes al sentirse refrenado por los molinos y presionado por los puentes; odiaba a todos los barcos que debía sostener; y bajo sus olas, y entre largas y verdes plantas acuáticas, mecía sonrientes los blancos cuerpos de los ahogados.
Nada de esto me gustaba; pero su tono era tan hermoso y enigmático que quedé completamente confundido y angustiado callé. Si lo que aquel cantor viejo, sutil e inteligente cantaba con voz sofocada era cierto, entonces todas mis canciones habían sido nada más que tonterías, torpes juegos infantiles. Entonces el mundo no era básicamente bueno y lleno de luz, como el corazón de Dios, sino opaco y sufriente, malo y sombrío; los bosques no susurraban de placer, susurraban de dolor.
Seguimos navegando. Las sombras se hicieron más largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar mi voz sonaba menos clara, e iba apagándose. Y cada vez el extraño cantor respondía con una canción que hacía al mundo más y más incomprensible y doloroso, y a mí me dejaba más y más desconcertado y triste.
Me dolía el alma, y sentía no haberme quedado en tierra junto a las flores o al lado de la bella Brigitte; para consolarme, empecé a cantar en la oscuridad creciente, con voz fuerte a través del rojo resplandor del anochecer, la canción de Brigitte y sus besos.
Entonces se inició el ocaso y enmudecí. El hombre al timón cantó, y también él cantó del amor y del placer del amor, de ojos oscuros y ojos azules, de labios rojos y húmedos, y era hermoso y conmovedor lo que cantaba lleno de pena a medida que oscurecía sobre el río. Pero en su canción el amor era también lúgubre y temible, y se había convertido en un secreto mortal, dentro del cual los hombres, extraviados y dolidos, tanteaban entre penurias y anhelos, y se torturaban y mataban los unos a los otros.
Yo escuchaba y quedé fatigado y entristecido, como si hubiera estado viajando durante años a través de la mayor miseria y aflicción. Sentía que del desconocimiento emanaba y se desliaba en mi corazón una permanente, silenciosa, fría corriente de pena y mortal angustia.
“Así que la vida no es lo más elevado y hermoso”, dije finalmente con amargura, “sino muerte. Entonces te ruego, oh triste monarca, que cantes una canción a la muerte.”
El hombre al timón cantó de la muerte, y cantó más bellamente que antes. Pero tampoco era la muerte lo más hermoso y alto, tampoco en ella había consuelo. La muerte era vida, y la vida muerte, y estaban enzarzadas entre sí en un furioso combate de amor, y esto era lo último y el sinsentido del mundo, y de allí se desprendía un resplandor que podía, a pesar de todo, alabar toda miseria, pero también una sombra que enturbiaba todo placer y belleza rodeándolos de tiniebla. Pero desde esa tiniebla ardía el placer más bella e íntimamente, y el amor ardía más profundo en medio de esa noche.
Yo escuchaba y me había quedado totalmente en silencio; no existía en mí otra voluntad que la del extranjero. Su mirada descansó sobre mí, callada y con una cierta bondad melancólica, y sus ojos grises estaban cargados del dolor y la belleza del mundo. Me sonrió, y entonces cobré ánimos y le rogué en mi necesidad: “¡Ah, retorna, por favor! Tengo miedo aquí en la noche, quisiera volver a la casa de mi padre, o volver para encontrar a Brigitte.”
El hombre se levantó y señaló la noche; el farol resplandeció claramente sobre su rostro enjuto e imperturbable. “Ningún camino va hacia atrás”, dijo seria y amablemente, “hay que proseguir siempre hacia delante, si se quiere conocer el mundo. Y de la muchacha de los ojos oscuros ya has tenido lo mejor y más hermoso, y cuanto más te alejes de ella, tanto más hermoso y mejor será. Pero marcha hacia donde quieras; te daré mi lugar al timón.”
Yo me hallaba tremendamente entristecido, pero sabía que él tenía razón. Lleno de nostalgia pensé en Brigitte y en mi país y en todo lo que había sido hasta entonces cercano, luminoso y mío, y en todo lo que había perdido. Pero en ese momento iba a tomar el sitio del extraño y conducir el timón. Así debía ser.
Me levanté en silencio y me dirigí a través de la barca al asiento del timonel; el hombre se acercó a mí también en silencio, y cuando estuvimos el uno frente al otro me miró fijamente a la cara y me dio su farol.
Pero cuando me senté al timón y hube afianzado el farol junto a mí, me encontré solo en la barca; advertí con un profundo estremecimiento que el hombre había desaparecido. Sin embargo, no me sentí asustado, lo había presentido. Me parecía que el hermoso día de viaje, Brigitte, mi padre y la partida habían sido sólo un sueño, y que yo era el viejo apenado y que siemre había viajado a través de aquel río nocturno.
Comprendí que no debía llamar a ese hombre, y el reconocimiento de la verdad se desplomó sobre mí como una helada.
Para saber lo que ya presentía, me incliné sobre el agua y alcé el farol, y desde la negra superficie me miró un rostro penetrante y serio de ojos grises, un rostro viejo y sabio. Era el mío.
Y como ningún camino lleva hacia atrás, continué el viaje por las aguas oscuras a través de la noche.
lunes, 19 de junio de 2017
Guía de extraviados. Juan Gracia Armendáriz.
Ella
y yo nos encontramos una noche en una cafetería. Nunca antes nos
habíamos visto, y al poco tiempo ya vivíamos juntos. El piso no
tiene más de cincuenta metros cuadrados, pero una mañana no nos
encontramos a la hora del desayuno, como era habitual; tampoco en el
comedor, sentados en nuestras sillitas de mimbre. Hace tiempo que no
coincidimos. Ella habita entre el televisor y el dormitorio, y yo me
siento tranquilo a la mesa de trabajo. Algunas noches, cuando todo
está a oscuras, y nada parece perturbar la quietud de la casa, creo
ver una luz en la ranura de la puerta. Quizá es ella, que trata de
comunicarse conmigo por medio de sombras y contraluces. Entonces yo
hago por llamar su atención desde el otro lado del pasillo y prendo
fuego a mi papelera.
domingo, 18 de junio de 2017
Una noche en un hotel. Slawomir Mrozek.
Estaba
a punto de dormirme cuando detrás de la pared se dejó oír un
fuerte golpe.
"Ya está, ahora empezará aquello —pensé—. Será igual que en aquella famosa anécdota. El vecino se quitó un zapato y lo dejó caer al suelo. Ahora no podré dormir hasta que se quite el otro y vete a saber cuánto rato tendré que esperar a que lo haga".
Así que cuál no sería mi alivio cuando enseguida se dejó oír el segundo golpe.
Me estaba durmiendo de nuevo cuando detrás de la pared sonó un tercer estrépito que me quitó el sueño.
Eso sí que no me lo esperaba. ¿Acaso mi vecino tenía tres piernas? Imposible. ¿Había vuelto a ponerse un zapato y se lo había quitado de nuevo? Poco probable. Así que, por lo visto, tenía dos vecinos.
Y comenzó mi tormento,justo como lo había previsto. Lo único que me permitía resistir era la esperanza de que de un momento a otro tenía que quitarse el otro zapato. Sin embargo, la noche transcurría y el segundo, es decir, el cuarto ruido no llegaba.
No pegué ojo en toda la noche y por la mañana bajé a desayunar totalmente agotado. Encontré a mi vecino. Busqué con la mirada al otro, pero no estaba, sólo había uno. Ese otro seguramente se había dormido hecho una cuba y continuaba durmiendo con un zapato puesto.
—¿Tiene ratones en su habitación? —inquirió mi vecino—. Porque yo sí los tengo. Hacían tanto ruido que tuve que tirarles un zapato para que pararan.
A partir de entonces dejé de pensar con lógica. Un estúpido ratón tiene más poder que toda la lógica junta, y la lógica sólo provoca insomnio.
El árbol. Slawomir Mrozek, 1998.
"Ya está, ahora empezará aquello —pensé—. Será igual que en aquella famosa anécdota. El vecino se quitó un zapato y lo dejó caer al suelo. Ahora no podré dormir hasta que se quite el otro y vete a saber cuánto rato tendré que esperar a que lo haga".
Así que cuál no sería mi alivio cuando enseguida se dejó oír el segundo golpe.
Me estaba durmiendo de nuevo cuando detrás de la pared sonó un tercer estrépito que me quitó el sueño.
Eso sí que no me lo esperaba. ¿Acaso mi vecino tenía tres piernas? Imposible. ¿Había vuelto a ponerse un zapato y se lo había quitado de nuevo? Poco probable. Así que, por lo visto, tenía dos vecinos.
Y comenzó mi tormento,justo como lo había previsto. Lo único que me permitía resistir era la esperanza de que de un momento a otro tenía que quitarse el otro zapato. Sin embargo, la noche transcurría y el segundo, es decir, el cuarto ruido no llegaba.
No pegué ojo en toda la noche y por la mañana bajé a desayunar totalmente agotado. Encontré a mi vecino. Busqué con la mirada al otro, pero no estaba, sólo había uno. Ese otro seguramente se había dormido hecho una cuba y continuaba durmiendo con un zapato puesto.
—¿Tiene ratones en su habitación? —inquirió mi vecino—. Porque yo sí los tengo. Hacían tanto ruido que tuve que tirarles un zapato para que pararan.
A partir de entonces dejé de pensar con lógica. Un estúpido ratón tiene más poder que toda la lógica junta, y la lógica sólo provoca insomnio.
El árbol. Slawomir Mrozek, 1998.
sábado, 17 de junio de 2017
Ese chico tiene problemas en casa. Ildiko Nassr.
Esta
mañana, en clase, un alumno se transformó en perro. Siempre me
pierdo la acción en mi afán de copiarles la teoría en la pizarra.
Después de la confusión, les pregunté a sus compañeros, disimulando mi curiosidad. Ninguno supo precisar el momento exacto en que ocurrió la transformación. No fue paulatina, sino sorpresiva.
Los adolescentes, en general, no dejan de sorprenderme. Sin embargo, en todos estos años de docencia, jamás había estado tan cerca del alumno-perro. Se transformó descaradamente en mi clase y me lo perdí.
No un cancerbero, ni siquiera un perro negro. Un perro lanudo, común, despeinado, que no llamaría la atención si no supiera que es López, el del tercer banco a la izquierda. No recuerdo su nombre de pila. Sólo su pelo desteñido y despeinado, como si nunca se lo hubiera lavado o peinado. Un chico común, con mirada perdida, como drogado. Un perro común, con mirada de perro, como hambriento.
Hablé con la psicóloga del colegio y me dijo:
-No puedo creer hasta qué extremos está dispuesta a llegar la gente para llamar la atención. Ese chico tiene problemas en su casa.
Vaya si los tiene, pensé.
-Su padre los abandonó cuando él nació, porque era diferente a lo que esperaba. No sé qué quería este tipo, si lo vieras. Creo que se parece al chico, cuando se transforma. Una cara de perro impresionante.
Después de la transformación, el perro escapó del aula y sus compañeros tuvieron que buscarlo. Hasta que volvieron mi hora había terminado.
Definitivamente, siempre me pierdo la acción.
Después de la confusión, les pregunté a sus compañeros, disimulando mi curiosidad. Ninguno supo precisar el momento exacto en que ocurrió la transformación. No fue paulatina, sino sorpresiva.
Los adolescentes, en general, no dejan de sorprenderme. Sin embargo, en todos estos años de docencia, jamás había estado tan cerca del alumno-perro. Se transformó descaradamente en mi clase y me lo perdí.
No un cancerbero, ni siquiera un perro negro. Un perro lanudo, común, despeinado, que no llamaría la atención si no supiera que es López, el del tercer banco a la izquierda. No recuerdo su nombre de pila. Sólo su pelo desteñido y despeinado, como si nunca se lo hubiera lavado o peinado. Un chico común, con mirada perdida, como drogado. Un perro común, con mirada de perro, como hambriento.
Hablé con la psicóloga del colegio y me dijo:
-No puedo creer hasta qué extremos está dispuesta a llegar la gente para llamar la atención. Ese chico tiene problemas en su casa.
Vaya si los tiene, pensé.
-Su padre los abandonó cuando él nació, porque era diferente a lo que esperaba. No sé qué quería este tipo, si lo vieras. Creo que se parece al chico, cuando se transforma. Una cara de perro impresionante.
Después de la transformación, el perro escapó del aula y sus compañeros tuvieron que buscarlo. Hasta que volvieron mi hora había terminado.
Definitivamente, siempre me pierdo la acción.
jueves, 15 de junio de 2017
Anatomía de un milagro. Carlos Salem.
Sotanovsky
es un triste opositor a Notaría que vive esperando que ocurra algo
que cambie su vida. Vive con su madre, que es inválida y se pasa el
día frente al televisor, acariciando al perro. El perro también es
inválido. Sotanovsky no soporta a su madre, pero sigue a su lado
porque ella lo chantajea con la herencia que le dejará al morir.
Madruga, estudia, y sueña. Inventa el rostro de ELLA, una mujer sin
rostro, lee novelas que protagoniza en sueños, se masturba (esto no
mostrarlo, sólo sugerirlo). Cada día, cuando cae la noche, sale a
pasear por el barrio, pero llevando en brazos al perro inválido. El
perro es un San Bernardo. Antes de pasar frente a cada portal,
Sotanovsky siente que se le acelera el corazón, porque desde allí
puede salir el amor de su vida. Una noche, al llegar a la avenida,
divisa en la otra acera la silueta de una mujer que sale de un
portal. Y adivina que es ELLA. Cruza corriendo, entorpecido por el
peso del perro, y es atropellado por un camión. Sotanovsky también
queda inválido pero aprueba las oposiciones y ya es Notario. Su
madre muere y le deja el perro en herencia. Pone un anuncio
solicitando un ayudante y se presenta una mujer. Es ELLA. Sotanovsky
la contrata para que los pasee a él y al perro, pero no le declara
su amor. Una noche, al cruzar la avenida, ELLA reconoce en la otra
acera una silueta: es ÉL, el amor de su vida, el hombre que ha
esperado ver salir de un portal durante años. Corre a su encuentro y
los atropella un camión. El mismo camión. Muere ELLA. Muere ÉL.
Muere Sotanovsky. El perro aúlla lastimero y camina, ante el asombro
de las vecinas que gritan que es un milagro. El camionero, de la
impresión, queda inválido.
Mujeres con gato. Carlos Salem, 2016.
Mujeres con gato. Carlos Salem, 2016.
miércoles, 14 de junio de 2017
Matilde. Eduardo Galeano.
Cárcel
de Palma de Mallorca, otoño de 1942: la oveja descarriada.
Está todo listo. En formación militar, las presas aguardan. Llegan el obispo y el gobernador civil. Hoy Matilde Landa, roja y jefa de rojos, atea convicta y confesa, será convertida a la fe católica y recibirá el santo sacramento del bautismo. La arrepentida se incorporará al rebaño del Señor y Satanás perderá a una de las suyas.
Se hace tarde.
Matilde no aparece.
Está en la azotea, nadie la ve.
Desde allá arriba se arroja.
El cuerpo estalla, como una bomba, contra el patio de la prisión. Nadie se mueve.
Se cumple la ceremonia prevista.
El obispo hace la señal de la Cruz, lee una página de los evangelios, exhorta a Matilde a renunciar al Mal, recita el Credo y toca su frente con agua consagrada.
Está todo listo. En formación militar, las presas aguardan. Llegan el obispo y el gobernador civil. Hoy Matilde Landa, roja y jefa de rojos, atea convicta y confesa, será convertida a la fe católica y recibirá el santo sacramento del bautismo. La arrepentida se incorporará al rebaño del Señor y Satanás perderá a una de las suyas.
Se hace tarde.
Matilde no aparece.
Está en la azotea, nadie la ve.
Desde allá arriba se arroja.
El cuerpo estalla, como una bomba, contra el patio de la prisión. Nadie se mueve.
Se cumple la ceremonia prevista.
El obispo hace la señal de la Cruz, lee una página de los evangelios, exhorta a Matilde a renunciar al Mal, recita el Credo y toca su frente con agua consagrada.
lunes, 12 de junio de 2017
El sueño de un ángel. Rafael García Z.
Miguel
Ángel Buonarroti duerme plácidamente. No, no está descansando;
está creando. Por eso, al despertar, toma sus herramientas, se para
frente al bloque de mármol y comienza a eliminar los pedazos de
realidad que le sobran a su sueño.
El mago natural y otros abracadabras. Rafael García Z, 2008.
El mago natural y otros abracadabras. Rafael García Z, 2008.
domingo, 11 de junio de 2017
Ganas de dormir. Antón Chéjov.
Es de noche. La
niñera Varka, una muchacha de unos trece años, mece la cuna en la
que está acostado el niño y canturrea con voz apenas audible:
“Duérmete, niño, al son de la nana…”
Ante el icono arde una lamparilla verde; una cuerda, de la que cuelgan pañales y unos grandes pantalones negros, se extiende de un extremo al otro de la habitación. La lamparilla dibuja en el techo una gran mancha verde, mientras los pañales y los pantalones proyectan largas sombras sobre la estufa, la cuna y Varka. Cuando la lamparilla empieza a parpadear, la mancha y las sombras se animan y se ponen en movimiento, como azuzadas por el viento. El ambiente es sofocante. Huele a sopa de repollo y a material de zapatería.
El niño llora. Hace ya un buen rato que se ha quedado ronco y agotado de tanto llorar, pero sigue chillando y no hay manera de saber cuándo se calmará. Y Varka tiene sueño. Los ojos se le cierran, la cabeza se le dobla, el cuello le duele. No puede mover los párpados ni los labios y tiene la impresión de que su rostro está seco y rígido, de que su cabeza se ha vuelto tan pequeña como la de un alfiler.
-Duérmete, niño -canturrea-, y te prepararé la papilla…
En la estufa canta el grillo. En la habitación contigua, al otro lado de la puerta, roncan el dueño y el aprendiz Afanasi… La cuna emite quejumbrosos chirridos, Varka canturrea y todo se funde en esa música nocturna y adormecedora tan grata de oír cuando se va uno a la cama. Pero en ese momento esa música sólo consigue irritar y enfadar a la muchacha, porque la adormece y ella no debe dormirse; si Varka se quedara dormida, Dios no lo quiera, los dueños la azotarían.
La lamparilla parpadea. La mancha verde y las sombras se ponen en movimiento, se insinúan en los ojos entornados e inmóviles de Varka y se transforman, en su cerebro medio dormido, en nebulosas ensoñaciones. Ve nubes oscuras que se persiguen en el cielo y gritan como el niño. Pero, de pronto, se levanta una ráfaga de viento, las nubes desaparecen y Varka ve una ancha carretera, cubierta de barro líquido, por la que avanzan carros, se arrastran hombres con alforjas al hombro y se desplazan sombras arriba y abajo; a ambos lados, a través de la fría y sombría niebla, se divisan bosques. De pronto, los hombres de las alforjas y las sombras se desploman en el barro líquido.
-¿Por qué hacéis eso? -les pregunta Varka.
-¡Para dormir! -le responden.
Y un sueño profundo y dulce se apodera de ellos, mientras los grajos y las urracas posados en el hilo del telégrafo gritan como el niño y tratan de despertarlos.
-Duérmete, niño, al son de la nana… -canturrea Varka, viéndose ahora en una isba oscura y sofocante.
En el suelo se revuelve su difunto padre Yefim Stepánov. Ella no lo ve, pero oye cómo se retuerce de dolor y gime. Como dice él, “la hernia está haciendo de las suyas”. El dolor es tan intenso que no puede pronunciar palabra y sólo es capaz de aspirar grandes bocanadas de aire y de rechinar los dientes en una especie de redoble de tambor.
-Bu-bu-bu…
Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda para decir a los señores que Yefim Stepánovich está muriéndose. Hace tiempo que se ha marchado y ya debería haber regresado. Varka está tumbada sobre la estufa, sin dormir, escuchando el “bu-bu-bu” de su padre. De pronto, se oye el rumor de un coche que se acerca. Los señores envían a un joven médico de la ciudad que está de visita en su casa. El médico entra en la isba; la oscuridad vela su rostro, pero se le oye toser y abrir la puerta con un chirrido.
-Necesito luz -dice.
-Bu-bu-bu… -responde Yefim.
Pelagueia se precipita sobre la estufa y se pone a buscar el pedazo de barro en donde se guardan las cerillas. Pasa un minuto en silencio. El médico, tras rebuscar en los bolsillos, enciende una de las suyas.
-Ahora mismo, padrecito, ahora mismo -dice Pelagueia; sale corriendo de la isba y vuelve al poco rato con un cabo de vela.
Yefim tiene las mejillas sonrosadas, los ojos acuosos y una mirada especialmente penetrante, que parece atravesar la casa y el médico.
-¿Y bien? ¡Mira que ponerte enfermo! -dice el médico, inclinándose sobre él-. ¡Ah! ¿Hace tiempo que estás así?
-¿Qué? Ha llegado mi hora, excelencia… No saldré de ésta…
-Deja de decir tonterías… ¡Te curarás!
-Como usted diga, excelencia, se lo agradezco humildemente, pero me parece que… Cuando llega la muerte, no se puede hacer nada.
El médico examina a Yefim durante un cuarto de hora; luego se pone en pie y dice:
-No puedo hacer nada… Hay que llevarte al hospital, allí te operarán. Vete enseguida… ¡Vete sin falta! Es algo tarde y en el hospital todo el mundo duerme, pero no importa, te daré una nota. ¿Me oyes?
-¿Y cómo va a ir, padrecito? -pregunta Pelagueia-. No tenemos ningún caballo.
-No importa, se lo pediré a los señores y ellos os lo darán.
El médico se marcha, la vela se apaga y de nuevo se oye: “Bu-bu-bu…”. Al cabo de media hora llega un coche enviado por los señores para llevarlo al hospital. Yefim se prepara y se marcha…
Al poco rato nace una hermosa y despejada mañana de verano. Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital para saber qué ha pasado con Yefim. Un niño llora en algún lugar y Varka oye que alguien canta con su propia voz:
-Duérmete, niño, al son de la nana…
Pelagueia regresa; se santigua y susurra:
-Esta noche le pusieron todo en su sitio, pero por la mañana ha entregado el alma a Dios… Que el Señor le conceda el Reino de los Cielos, descanse en paz… Dicen que era demasiado tarde… Habría que haberlo llevado antes…
Varka va al bosque para llorar, pero, de pronto, alguien la golpea en la nuca con tanta violencia que su frente choca con un abedul. Levanta la vista y ve delante de ella a su amo, el zapatero.
-¿Qué haces, sarnosa? -le dice-. ¡El niño está llorando y tú duermes!
Le tira con fuerza de la oreja; ella sacude la cabeza, mece la cuna y entona su canción. La mancha verde, las sombras del pantalón y los pañales se balancean, le hacen guiños y pronto vuelven a apoderarse de su cerebro. De nuevo vislumbra una carretera cubierta de barro líquido. Los hombres de las alforjas al hombro y las sombras se han tumbado y duermen profundamente. Al verlos, Varka siente unos deseos enormes de dormir; de buena gana se iría a la cama, pero su madre Pelagueia camina a su lado y le mete prisa. Ambas se dirigen a buen paso a la ciudad para buscar colocación.
-¡Una limosna, por el amor de Dios! -pide la madre a las personas que le salen al encuentro-. ¡Tengan compasión, buenas gentes!
-¡Dame al niño! -le responde una voz conocida-. ¡Dame al niño! -repite la misma voz, esta vez con enfado e irritación-. ¿Me oyes, miserable?
Varka pega un brinco, mira a su alrededor y comprende lo que sucede: no hay ninguna carretera, Pelagueia no está a su lado, no se cruzan con nadie; en medio de la habitación sólo está el ama, que ha venido a amamantar al pequeño. Mientras el ama, gruesa y de anchas espaldas, da el pecho y calma al niño, Varka, de pie, la mira y espera a que termine. Fuera, el aire se tiñe ya de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen a ojos vistas. Pronto llegará la mañana.
-¡Toma! -dice el ama, abotonándose la camisa-. Está llorando. Seguro que le han echado mal de ojo.
Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y vuelve a mecerlo. La mancha verde y las sombras desaparecen poco a poco y ya nadie se desliza en su cabeza ni enturbia su cerebro. No obstante, tiene tantas ganas de dormir como antes, ¡unas ganas enormes! Varka apoya la cabeza en el borde de la cuna y se balancea con todo el cuerpo para vencer el sueño, pero los ojos se le cierran y a cada instante siente un peso mayor en la cabeza.
-¡Varka, enciende la estufa! -le grita el amo desde el otro lado de la puerta.
Eso significa que es hora de levantarse y ponerse a trabajar. Varka deja la cuna y va corriendo al cobertizo a por la leña. Se siente contenta. Cuando corre o camina, no tiene tantas ganas de dormir como cuando está sentada. Trae la leña, enciende la estufa y siente que los músculos rígidos de su cara se desentumecen y que sus ideas se aclaran.
-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.
Varka parte unas astillas, pero apenas ha tenido tiempo de encenderlas y ponerlas en el samovar cuando oye una nueva orden:
-¡Varka, limpia los chanclos del amo!
Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo agradable que sería apoyar la cabeza en uno de ellos, grande y profundo, y echar una cabezadita… De pronto, el chanclo crece, se hincha y ocupa toda la habitación; Varka suelta el cepillo, pero enseguida sacude la cabeza, abre mucho los ojos y trata de mirar las cosas de manera que no crezcan ni se muevan delante de ella.
-¡Varka, friega la escalera; está tan sucia que da vergüenza cuando viene algún cliente.
Varka friega la escalera, limpia las habitaciones, luego enciende la otra estufa y va corriendo a la tienda. Tiene tanto trabajo que no le queda ni un solo minuto libre.
Pero nada le cansa tanto como estar de pie en un mismo sitio, ante la mesa de la cocina, pelando patatas. La cabeza se inclina sobre la mesa, la patata gira ante sus ojos, el cuchillo se le escapa de las manos, mientras a su alrededor la gruesa y colérica ama, arremangada, va de un lado para otro, hablando tan alto que los oídos le zumban. También le causa mucha fatiga servir la mesa, lavar la ropa, coser. Hay momentos en que siente ganas de tumbarse en el suelo y dormir, sin reparar en nada.
El día pasa. Al ver cómo las ventanas se oscurecen, Varka se aprieta las sienes entumecidas y sonríe sin saber por qué. La neblina de la tarde le acaricia los ojos semicerrados, prometiéndole un sueño próximo y reparador. Por la noche llegan invitados.
-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.
El samovar de los amos es pequeño, de manera que hay que calentarlo cuatro o cinco veces antes de que los invitados se sacien. Después del té, Varka pasa una hora entera en el mismo sitio, mirando a los invitados y esperando órdenes.
-¡Varka, vete a comprar tres botellas de cerveza!
Ella sale a toda prisa y corre con todas sus fuerzas para ahuyentar el sueño.
-¡Varka, vete por vodka! Varka, ¿en dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia los arenques!
Por fin los invitados se marchan; las luces se apagan y los amos se van a dormir.
-¡Varka, acuna al niño! -oye aún una última orden.
El grillo canta en la estufa; la mancha verde del techo y las sombras del pantalón y los pañales vuelven a deslizarse por los ojos entornados de Varka, haciéndole guiños y enturbiando su cabeza.
-Duérmete, niño -canturrea Varka-, al son de la nana…
El niño chilla hasta no poder más. Varka vuelve a ver una carretera embarrada, hombres con alforjas; reconoce a Pelagueia y a su padre Yefim. Lo entiende todo, reconoce a todo el mundo; sólo una cosa le resulta incomprensible en medio de ese duermevela: la fuerza que le sujeta los brazos y las piernas, la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, la busca para librarse de ella, pero no la encuentra. Por último, extenuada, haciendo acopio de todas sus energías y aguzando la vista, contempla la mancha verde y parpadeante y, prestando oídos al grito, descubre al enemigo que le impide vivir.
Su enemigo es el niño.
Se ríe. Se sorprende: ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta antes de algo tan evidente? La mancha verde, las sombras y el grillo también parecen reír y sorprenderse.
Varka se deja ganar por una alucinación. Se levanta del taburete y, con una amplia sonrisa, sin parpadear, pasea por la habitación. La idea de que en ese mismo instante va a librarse del niño que le inmoviliza los brazos y las piernas, le causa un agradable cosquilleo… Matar al niño y luego dormir, dormir, dormir…
Riendo, haciendo guiños y amenazando a la mancha verde con el dedo, Varka se acerca con sigilo a la cuna y se inclina sobre el niño. Nada más estrangularlo, se tumba en el suelo, riendo de alegría ante la perspectiva del sueño; al cabo de un minuto duerme ya profundamente, como una muerta…
“Duérmete, niño, al son de la nana…”
Ante el icono arde una lamparilla verde; una cuerda, de la que cuelgan pañales y unos grandes pantalones negros, se extiende de un extremo al otro de la habitación. La lamparilla dibuja en el techo una gran mancha verde, mientras los pañales y los pantalones proyectan largas sombras sobre la estufa, la cuna y Varka. Cuando la lamparilla empieza a parpadear, la mancha y las sombras se animan y se ponen en movimiento, como azuzadas por el viento. El ambiente es sofocante. Huele a sopa de repollo y a material de zapatería.
El niño llora. Hace ya un buen rato que se ha quedado ronco y agotado de tanto llorar, pero sigue chillando y no hay manera de saber cuándo se calmará. Y Varka tiene sueño. Los ojos se le cierran, la cabeza se le dobla, el cuello le duele. No puede mover los párpados ni los labios y tiene la impresión de que su rostro está seco y rígido, de que su cabeza se ha vuelto tan pequeña como la de un alfiler.
-Duérmete, niño -canturrea-, y te prepararé la papilla…
En la estufa canta el grillo. En la habitación contigua, al otro lado de la puerta, roncan el dueño y el aprendiz Afanasi… La cuna emite quejumbrosos chirridos, Varka canturrea y todo se funde en esa música nocturna y adormecedora tan grata de oír cuando se va uno a la cama. Pero en ese momento esa música sólo consigue irritar y enfadar a la muchacha, porque la adormece y ella no debe dormirse; si Varka se quedara dormida, Dios no lo quiera, los dueños la azotarían.
La lamparilla parpadea. La mancha verde y las sombras se ponen en movimiento, se insinúan en los ojos entornados e inmóviles de Varka y se transforman, en su cerebro medio dormido, en nebulosas ensoñaciones. Ve nubes oscuras que se persiguen en el cielo y gritan como el niño. Pero, de pronto, se levanta una ráfaga de viento, las nubes desaparecen y Varka ve una ancha carretera, cubierta de barro líquido, por la que avanzan carros, se arrastran hombres con alforjas al hombro y se desplazan sombras arriba y abajo; a ambos lados, a través de la fría y sombría niebla, se divisan bosques. De pronto, los hombres de las alforjas y las sombras se desploman en el barro líquido.
-¿Por qué hacéis eso? -les pregunta Varka.
-¡Para dormir! -le responden.
Y un sueño profundo y dulce se apodera de ellos, mientras los grajos y las urracas posados en el hilo del telégrafo gritan como el niño y tratan de despertarlos.
-Duérmete, niño, al son de la nana… -canturrea Varka, viéndose ahora en una isba oscura y sofocante.
En el suelo se revuelve su difunto padre Yefim Stepánov. Ella no lo ve, pero oye cómo se retuerce de dolor y gime. Como dice él, “la hernia está haciendo de las suyas”. El dolor es tan intenso que no puede pronunciar palabra y sólo es capaz de aspirar grandes bocanadas de aire y de rechinar los dientes en una especie de redoble de tambor.
-Bu-bu-bu…
Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda para decir a los señores que Yefim Stepánovich está muriéndose. Hace tiempo que se ha marchado y ya debería haber regresado. Varka está tumbada sobre la estufa, sin dormir, escuchando el “bu-bu-bu” de su padre. De pronto, se oye el rumor de un coche que se acerca. Los señores envían a un joven médico de la ciudad que está de visita en su casa. El médico entra en la isba; la oscuridad vela su rostro, pero se le oye toser y abrir la puerta con un chirrido.
-Necesito luz -dice.
-Bu-bu-bu… -responde Yefim.
Pelagueia se precipita sobre la estufa y se pone a buscar el pedazo de barro en donde se guardan las cerillas. Pasa un minuto en silencio. El médico, tras rebuscar en los bolsillos, enciende una de las suyas.
-Ahora mismo, padrecito, ahora mismo -dice Pelagueia; sale corriendo de la isba y vuelve al poco rato con un cabo de vela.
Yefim tiene las mejillas sonrosadas, los ojos acuosos y una mirada especialmente penetrante, que parece atravesar la casa y el médico.
-¿Y bien? ¡Mira que ponerte enfermo! -dice el médico, inclinándose sobre él-. ¡Ah! ¿Hace tiempo que estás así?
-¿Qué? Ha llegado mi hora, excelencia… No saldré de ésta…
-Deja de decir tonterías… ¡Te curarás!
-Como usted diga, excelencia, se lo agradezco humildemente, pero me parece que… Cuando llega la muerte, no se puede hacer nada.
El médico examina a Yefim durante un cuarto de hora; luego se pone en pie y dice:
-No puedo hacer nada… Hay que llevarte al hospital, allí te operarán. Vete enseguida… ¡Vete sin falta! Es algo tarde y en el hospital todo el mundo duerme, pero no importa, te daré una nota. ¿Me oyes?
-¿Y cómo va a ir, padrecito? -pregunta Pelagueia-. No tenemos ningún caballo.
-No importa, se lo pediré a los señores y ellos os lo darán.
El médico se marcha, la vela se apaga y de nuevo se oye: “Bu-bu-bu…”. Al cabo de media hora llega un coche enviado por los señores para llevarlo al hospital. Yefim se prepara y se marcha…
Al poco rato nace una hermosa y despejada mañana de verano. Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital para saber qué ha pasado con Yefim. Un niño llora en algún lugar y Varka oye que alguien canta con su propia voz:
-Duérmete, niño, al son de la nana…
Pelagueia regresa; se santigua y susurra:
-Esta noche le pusieron todo en su sitio, pero por la mañana ha entregado el alma a Dios… Que el Señor le conceda el Reino de los Cielos, descanse en paz… Dicen que era demasiado tarde… Habría que haberlo llevado antes…
Varka va al bosque para llorar, pero, de pronto, alguien la golpea en la nuca con tanta violencia que su frente choca con un abedul. Levanta la vista y ve delante de ella a su amo, el zapatero.
-¿Qué haces, sarnosa? -le dice-. ¡El niño está llorando y tú duermes!
Le tira con fuerza de la oreja; ella sacude la cabeza, mece la cuna y entona su canción. La mancha verde, las sombras del pantalón y los pañales se balancean, le hacen guiños y pronto vuelven a apoderarse de su cerebro. De nuevo vislumbra una carretera cubierta de barro líquido. Los hombres de las alforjas al hombro y las sombras se han tumbado y duermen profundamente. Al verlos, Varka siente unos deseos enormes de dormir; de buena gana se iría a la cama, pero su madre Pelagueia camina a su lado y le mete prisa. Ambas se dirigen a buen paso a la ciudad para buscar colocación.
-¡Una limosna, por el amor de Dios! -pide la madre a las personas que le salen al encuentro-. ¡Tengan compasión, buenas gentes!
-¡Dame al niño! -le responde una voz conocida-. ¡Dame al niño! -repite la misma voz, esta vez con enfado e irritación-. ¿Me oyes, miserable?
Varka pega un brinco, mira a su alrededor y comprende lo que sucede: no hay ninguna carretera, Pelagueia no está a su lado, no se cruzan con nadie; en medio de la habitación sólo está el ama, que ha venido a amamantar al pequeño. Mientras el ama, gruesa y de anchas espaldas, da el pecho y calma al niño, Varka, de pie, la mira y espera a que termine. Fuera, el aire se tiñe ya de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen a ojos vistas. Pronto llegará la mañana.
-¡Toma! -dice el ama, abotonándose la camisa-. Está llorando. Seguro que le han echado mal de ojo.
Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y vuelve a mecerlo. La mancha verde y las sombras desaparecen poco a poco y ya nadie se desliza en su cabeza ni enturbia su cerebro. No obstante, tiene tantas ganas de dormir como antes, ¡unas ganas enormes! Varka apoya la cabeza en el borde de la cuna y se balancea con todo el cuerpo para vencer el sueño, pero los ojos se le cierran y a cada instante siente un peso mayor en la cabeza.
-¡Varka, enciende la estufa! -le grita el amo desde el otro lado de la puerta.
Eso significa que es hora de levantarse y ponerse a trabajar. Varka deja la cuna y va corriendo al cobertizo a por la leña. Se siente contenta. Cuando corre o camina, no tiene tantas ganas de dormir como cuando está sentada. Trae la leña, enciende la estufa y siente que los músculos rígidos de su cara se desentumecen y que sus ideas se aclaran.
-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.
Varka parte unas astillas, pero apenas ha tenido tiempo de encenderlas y ponerlas en el samovar cuando oye una nueva orden:
-¡Varka, limpia los chanclos del amo!
Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo agradable que sería apoyar la cabeza en uno de ellos, grande y profundo, y echar una cabezadita… De pronto, el chanclo crece, se hincha y ocupa toda la habitación; Varka suelta el cepillo, pero enseguida sacude la cabeza, abre mucho los ojos y trata de mirar las cosas de manera que no crezcan ni se muevan delante de ella.
-¡Varka, friega la escalera; está tan sucia que da vergüenza cuando viene algún cliente.
Varka friega la escalera, limpia las habitaciones, luego enciende la otra estufa y va corriendo a la tienda. Tiene tanto trabajo que no le queda ni un solo minuto libre.
Pero nada le cansa tanto como estar de pie en un mismo sitio, ante la mesa de la cocina, pelando patatas. La cabeza se inclina sobre la mesa, la patata gira ante sus ojos, el cuchillo se le escapa de las manos, mientras a su alrededor la gruesa y colérica ama, arremangada, va de un lado para otro, hablando tan alto que los oídos le zumban. También le causa mucha fatiga servir la mesa, lavar la ropa, coser. Hay momentos en que siente ganas de tumbarse en el suelo y dormir, sin reparar en nada.
El día pasa. Al ver cómo las ventanas se oscurecen, Varka se aprieta las sienes entumecidas y sonríe sin saber por qué. La neblina de la tarde le acaricia los ojos semicerrados, prometiéndole un sueño próximo y reparador. Por la noche llegan invitados.
-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.
El samovar de los amos es pequeño, de manera que hay que calentarlo cuatro o cinco veces antes de que los invitados se sacien. Después del té, Varka pasa una hora entera en el mismo sitio, mirando a los invitados y esperando órdenes.
-¡Varka, vete a comprar tres botellas de cerveza!
Ella sale a toda prisa y corre con todas sus fuerzas para ahuyentar el sueño.
-¡Varka, vete por vodka! Varka, ¿en dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia los arenques!
Por fin los invitados se marchan; las luces se apagan y los amos se van a dormir.
-¡Varka, acuna al niño! -oye aún una última orden.
El grillo canta en la estufa; la mancha verde del techo y las sombras del pantalón y los pañales vuelven a deslizarse por los ojos entornados de Varka, haciéndole guiños y enturbiando su cabeza.
-Duérmete, niño -canturrea Varka-, al son de la nana…
El niño chilla hasta no poder más. Varka vuelve a ver una carretera embarrada, hombres con alforjas; reconoce a Pelagueia y a su padre Yefim. Lo entiende todo, reconoce a todo el mundo; sólo una cosa le resulta incomprensible en medio de ese duermevela: la fuerza que le sujeta los brazos y las piernas, la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, la busca para librarse de ella, pero no la encuentra. Por último, extenuada, haciendo acopio de todas sus energías y aguzando la vista, contempla la mancha verde y parpadeante y, prestando oídos al grito, descubre al enemigo que le impide vivir.
Su enemigo es el niño.
Se ríe. Se sorprende: ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta antes de algo tan evidente? La mancha verde, las sombras y el grillo también parecen reír y sorprenderse.
Varka se deja ganar por una alucinación. Se levanta del taburete y, con una amplia sonrisa, sin parpadear, pasea por la habitación. La idea de que en ese mismo instante va a librarse del niño que le inmoviliza los brazos y las piernas, le causa un agradable cosquilleo… Matar al niño y luego dormir, dormir, dormir…
Riendo, haciendo guiños y amenazando a la mancha verde con el dedo, Varka se acerca con sigilo a la cuna y se inclina sobre el niño. Nada más estrangularlo, se tumba en el suelo, riendo de alegría ante la perspectiva del sueño; al cabo de un minuto duerme ya profundamente, como una muerta…
sábado, 10 de junio de 2017
Naturaleza muerta. Rubén Darío.
He
visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas
pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes
amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los
príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su
lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas de
té.
Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo, y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña.
Acerqueme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal.
La otra mirada, antología del microrrelato hispánico. David Lagmanovich, 2005.
Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo, y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña.
Acerqueme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal.
La otra mirada, antología del microrrelato hispánico. David Lagmanovich, 2005.
jueves, 8 de junio de 2017
Cuento de verano. Antonio Toribios.
Yo
había visto muchas escenas de película en que el chico besa a la
chica aprovechando una tormenta. Están por el campo, estalla el
cielo en tromba y corren a buscar donde meterse. Siempre encuentran
una gruta o una cabaña abandonada, y la chica cae en sus brazos,
aprovechado la laxitud del encontrarse a salvo mientras afuera las
furias se enseñorean del mundo. Pero a mí con Paquita no me pasaba.
Paseábamos, salíamos de merienda, nos sentábamos a hablar de
nuestras ciudades respectivas, pero no caía ni una maldita gota. Yo
miraba al cielo y me hacía ilusiones en cuanto unos cúmulos se
aborregaban un poco y tomaban cierto tono oscuro. Pero, al poco el
aire los deshacía en guedejas que se desparramaban como vilanos por
el cielo inmenso. Ese verano no hubo ni una sola tormenta. Ni los más
viejos recordaban cosa parecida. Así es que se acercaba septiembre y
ya me veía, de regreso a las clases, con la nostalgia de lo no
vivido pesándome en el alma. Menos mal que, el último domingo,
pusieron en el cine “El hombre tranquilo” y la escena del
aguacero nos pilló guarecidos muy al fondo del patio de butacas.
Antonio Toribios. Esta noche te cuento, marzo, 2011.
Antonio Toribios. Esta noche te cuento, marzo, 2011.
miércoles, 7 de junio de 2017
Recuperarla. Isabel Wageman. Microlocas.
Nuestra
casa está invadida por tus pelos. Desde que te fuiste, no hago más
que limpiar. ¿Recuerdas la aspiradora que compramos? En su caja
transparente cae todo. Se está llenando de ti y poco a poco, pelo a
pelo, te habré recogido entera.
Pelos. Microlocas, 2016.
Pelos. Microlocas, 2016.
lunes, 5 de junio de 2017
El más extraño de los animales prodigiosos. René Avilés Fabila.
Dentro
de esa jaula de grandes proporciones pasta tranquilamente una rara
especie. Ningún letrero la anticipa. Algunos expertos en zoología
señalan que se trata de un pegaso sin alas, otros afirman que es un
unicornio sin cuerno. La gente sencilla, que se arremolina en el
lugar, prefiere decirle caballo.
El más extraño de los animales prodigiosos. René Avilés Fabila, 1995.
El más extraño de los animales prodigiosos. René Avilés Fabila, 1995.
sábado, 3 de junio de 2017
Lemmings. Richard Matheson.
—¿De
dónde vienen? —preguntó Reordon.
—De todas partes —replicó Carmack.
Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y paragolpe contra paragolpe. La carretera formaba una sólida masa con ellos.
—Ahí vienen unos cuantos más —señaló Carmack.
Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.
—No lo comprendo —dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario—. No puedo comprenderlo.
Carmack se encogió de hombros.
—No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.
—¡Pero es una locura!
—Sí, pero ahí van —replicó Carmack.
Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.
Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.
—¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? —preguntó Reordon.
—Hasta que todos se hayan ido, supongo —replicó Carmack.
—Pero..., ¿por qué?
—¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?
—No.
—Son unos roedores que viven en los Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.
—¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?
—Es posible —replicó Carmack.
—¡Las personas no son roedores! —gritó Reordon, airado.
Carmack no respondió. Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie más.
—¿Dónde están? —preguntó Reordon.
—Tal vez se hayan ido.
—¿Todos?
—Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos. Reordon se estremeció. Volvió a repetir:
—Todos...
—No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.
—¡Dios mío…! —murmuró Reordon.
Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Bueno —dijo—. Y ahora, ¿qué?
Reordon suspiró:
—¿Nosotros?
—Ve tú primero —replicó Carmack—. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.
—De acuerdo —Reordon extendió su mano—. Adiós, Carmack —dijo.
Los dos hombres cambiaron un apretón de manos.
—Adiós, Reordon —se despidió Carmack.
Y permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le cubrió la cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.
Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor. Luego él también se metió en el agua.
A lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos.
—De todas partes —replicó Carmack.
Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y paragolpe contra paragolpe. La carretera formaba una sólida masa con ellos.
—Ahí vienen unos cuantos más —señaló Carmack.
Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.
—No lo comprendo —dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario—. No puedo comprenderlo.
Carmack se encogió de hombros.
—No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.
—¡Pero es una locura!
—Sí, pero ahí van —replicó Carmack.
Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.
Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.
—¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? —preguntó Reordon.
—Hasta que todos se hayan ido, supongo —replicó Carmack.
—Pero..., ¿por qué?
—¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?
—No.
—Son unos roedores que viven en los Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.
—¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?
—Es posible —replicó Carmack.
—¡Las personas no son roedores! —gritó Reordon, airado.
Carmack no respondió. Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie más.
—¿Dónde están? —preguntó Reordon.
—Tal vez se hayan ido.
—¿Todos?
—Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos. Reordon se estremeció. Volvió a repetir:
—Todos...
—No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.
—¡Dios mío…! —murmuró Reordon.
Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Bueno —dijo—. Y ahora, ¿qué?
Reordon suspiró:
—¿Nosotros?
—Ve tú primero —replicó Carmack—. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.
—De acuerdo —Reordon extendió su mano—. Adiós, Carmack —dijo.
Los dos hombres cambiaron un apretón de manos.
—Adiós, Reordon —se despidió Carmack.
Y permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le cubrió la cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.
Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor. Luego él también se metió en el agua.
A lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos.