Cuando volvió a
quedar embarazada, creyó que se volvería loca.
Así
y todo, muerta de miedo, dio a luz. Y el miedo fue incluso mayor al
ver que la criatura viviría. Era su hijo número trece.
Trece,
la cifra que temía más que a la vida o la muerte.
Entonces,
temerosa de una inminente desgracia, mató con sus propias manos a
los otros doce hijos.
viernes, 30 de septiembre de 2022
La cifra. Jacques Sternberg.
jueves, 29 de septiembre de 2022
Suspendidas en el cielo. Isabel Moreno García.
Vivía en el piso
de abajo y poseía una personalidad tan exuberante que muchas mañanas
le pedíamos a su abuela que la dejase venir con nosotros a la playa.
No había cumplido los cinco años. También nos acompañaba durante
algunos paseos. Era afectuosa y divertida. Aquella noche calurosa la
noria gigantesca empezó a girar.
La
niña iba sentada frente a mí embriagada de alegría, pero la
maquinaria se detuvo después de dar sólo unas vueltas. Quedamos
situadas en la cúspide. Tuve que controlar el miedo cuando la
pequeña se puso a celebrar locamente la avería. Las estrellas
brillaban en el firmamento mientras oscilaba la cabina. En balde
procuraba con mi actitud pausada aplacar su agitación. Gritando, iba
de su asiento al mío. Me esforcé para neutralizar la punzada
terrible del vértigo. Según pasaban los minutos, sentía que se
incrementaba el peligro. El vaivén era tan pronunciado que imaginé
la posibilidad de una caída. Yo nunca había transmitido tanta
serenidad partiendo de la angustia. Nos llegaba el aroma salado del
mar y lamentaba en lo más profundo no poder disfrutar de aquella
circunstancia inédita. Mi desasosiego lo único que avistaba era un
riesgo oscuro. De pronto, vi en ella una expresión de horror. Cuando
los técnicos repararon la atracción y pisamos suelo firme, me dijo,
más apaciguada, que no le gustaban los ángeles que había visto.
Pasos, 2013.
martes, 27 de septiembre de 2022
Peor que la muerte. Eduardo Vaquerizo.
Se lo llevaron esta mañana. Daba un poco de pena las últimas
semanas, sentado en su silla frente a la ventana, apenas sin poder
moverse, dejando que los rayos del sol de la mañana le calentasen la
piel, esa piel arrugada, tan vieja. Sin embargo su cabeza estaba
bien, no podía casi hablar, pero eso era por el pecho, el pulmón
que le quedaba casi corroído del todo no le daba aliento suficiente
con el que hablar. Mentalmente estaba sano, muy sano. Mi padre
siempre había tenido la cabeza llena de números, de ideas, de esas
raras, aquellas que florecían en los viejos tiempos. Sabía incluso
leer, fíjate en esos viejos tomos amarillentos, colección nova,
antiquísimos. Solo pensar en desgastar la vista en ellos me cansa.
Aunque ahora estaba muy separado de los tiempos era divertido. Se
pillaba unos rebotes morrocotudos viendo la tele, empezaba a
despotricar contra la programación actual. No sé qué tiene de
malo, a mí me gustan las ejecuciones, son divertidas y educativas, y
a la niña también le gustan, se ríe mirándolas.
Por una parte da
pena, a pesar que estaba ya muy mal, era lo único que me quedaba de
mi juventud, aquellos años locos y felices, me gustaba sentarme
frente a él y recordarle mucho más joven, los dos paseando por el
retiro un domingo, viendo los títeres, el sol, las barcas, mucha
gente riendo. Por otra parte, tenía que hacerlo, es lo normal,
además de él dijeron que tenía un coeficiente 1,4, muy alto, no se
puede desperdiciar un coeficiente 1,4. Yo apenas llego al uno. La
niña, jugaban juntos... hoy me ha preguntado por él, ¿Dónde está
el abuelo? Pobre, tendrá que aprender que yo soy lo único que le
queda.
Nos hemos quedado
sin su pensión, y volver a trabajar, no.. no lo logro, lo he
intentando todo menos venderme.... tampoco es que me fueran a dar
mucho, pero ahora las cosas cambiarán, tendremos dinero hasta para
un médico y un colegio.
Es triste, no
debería estar contenta, al fin y al cabo a él le hubiera gustado
ayudarnos, me lo decía, que, si no fuera por la parálisis, por el
asma, se levantaría y le ajustaría no sé qué cuentas a no sé
cuántos opresores. No se daba cuenta el pobre de los beneficios de
esta sociedad, la competitividad que nos hace mejores. Me acuerdo
cómo se cabreó el día que Juan se marchó. Luego me arrepentí,
por el dinero claro, pero entonces me sentí orgullosa de él. Hacía
poco que había llegado a casa a vivir con nosotros. Juan se había
mantenido al margen, refunfuñando, yo sabía que aquello no duraría,
que Juan no tardaría en cabrearse de haber traído a mi padre a
casa, a pesar de que su pensión era mayor que su sueldo de
economista o quizás por eso mismo. Siempre se metía con él, cuando
no le oía, claro. ¡Viejo de mierda! Era lo más suave. El viernes
vino tarde, bebido, él y los de la oficina habían estado de cañas.
Sabía lo que iba a pasar, lo sabía, sin embargo le dejé entrar, no
sé por qué, quizás porque no me sentía tan desamparada con mi
padre en casa. Entró y la emprendió a golpes con todo, incluida yo
misma. No era la primera vez, solo que la rabia era mayor, los golpes
más sañudos. No sabía ni dónde estaba, tendida en un charco de mi
propia sangre bajo la mesa de la cocina, sin embargo lo vi
perfectamente. Erguido, todavía fuerte pese a su vejez, plantándole
cara a Juan, a la mala bestia de Juan. Bastó una mirada para
acojonarlo, yo sentía la furia de mi padre, una furia que no era
solo contra Juan, de alguna manera él era un símbolo de todo, la
amargura de su vida actual. Fue rápido con el taburete, golpeó a
Juan justo en la cabeza, partiendo el plástico, cómo disfruté de
ese momento... a pesar de que sabía que Juan se marcharía
llevándose su sueldo, el futuro de la niña. Un momento de felicidad
por años de terribles sacrificios. Con la pensión y el sueldo
malvivíamos, solo con la pensión fue duro, muy duro.
A veces lo pienso...
¿Descansarán? ¿Sentirán? ¿Qué será de sus pensamientos tras la
muerte? Dicen que no sienten nada, están muertos, pero dicen tantas
mentiras, como que aquellas sustancias con las que trabajó mi padre
eran inocuas. Tantos años después le comieron por dentro
destruyendo sus nervios, sus pulmones, pero no su cabeza, su mirada
altiva y clara aún en la silla de ruedas mientras lo limpiaba, le
daba de comer, como desafiando a la misma muerte.
Creo que él lo
sabía, lo sospechaba, y por supuesto se oponía. Si hubiera tenido
fuerzas para matarse quizás lo hubiera hecho cuando la niña y yo
estuviéramos fuera, para que al encontrarle estuviese ya demasiado
frío. Era a lo único que temía.
Con su sueldo ahora
viviremos mejor, casi tendremos suficiente para una casa mejor,
debería estar feliz, pero no lo estoy. Debería sentirme a gusto,
una muerte eficaz para la sociedad, como dice el anuncio de la tele.
Solo que la gente de la tele siempre es feliz y las personas reales,
rara vez.
Por lo menos fueron
rápidos, vinieron en cuanto les llamé, apenas dos minutos y estaban
aquí con aquel tanque helado que desprendía vaho blanco. Me
hicieron firmar y después se pusieron a trabajar. No quise mirar,
abracé a la niña y fuimos a la otra habitación. No paraba de
decirme "él quería lo mejor para nosotras", "él
quería lo mejor para nosotras", "él quería lo mejor para
nosotras", "él quería lo mejor para nosotras". Se lo
llevaron y un señor trajeado, muy amable, nos pidió los datos de la
cuenta, y acordamos la cantidad, el sueldo mensual por su trabajo. No
sé si hice bien en contratar con esa compañía. Hay varias, no
entiendo mucho, quizás en otra me hubieran pagado más, Juan hubiera
sabido sacar mejor partido, pero mejor que esté lejos, que no haya
vuelto en estos diez años. Le pregunté tímidamente en qué
consistía aquel trabajo, qué iban a hacer con él y el señor
trajeado me explicó que era algo completamente legal: el trabajo
postmortem. Se toma el cerebro todavía sin daños de un recién
fallecido, se le alimenta por métodos artificiales, se le mantiene
vivo y se le reprograma hasta que se convierte en un potente
ordenador biológico. Luego su uso concreto es difícil de
determinar. “Su padre, dado su alto coeficiente de computación
trabajará en proyectos grandes, junto a enormes baterías de
cerebros en paralelo que investigan o diseñan.”
También me dijo con
una sonrisa deslumbrante que no sufrían, que en realidad su
personalidad se perdía con la muerte y la reprogramación, y que el
seguir llamándole persona y pagándole un sueldo era consecuencia de
leyes anticuadas, pero que se mantenían porque de alguna manera
ayudaban a otras personas, como nosotras. Le creí, al principio sin
dudas, luego tuve pesadillas, recordé las mentiras que personas
trajeadas nos han contado en múltiples ocasiones y empecé a dudar,
a imaginar que mi padre despertaba en una oscuridad total, un
silencio de piedra, la ausencia de todo estímulo, con pensamientos
extraños taladrándole la consciencia, obligado a pensar por caminos
cambiantes, sin sueño, sin descanso, en una eternidad muy parecida a
un infierno, quizás recordando esos últimos momentos, cuando ya la
muerte se le echaba encima con un peso intolerable, y me miraba con
pánico, la única vez que vi pánico en sus ojos orgullosos, pánico
no de la muerte, sino de lo que habría tras ella.
lunes, 26 de septiembre de 2022
Cero. Ernesto Frattarola.
Frío.
En la piel de mis
codos,
en la mano de quien
me da la mano.
En la voz de mis
pasos
vive el frío.
Hoy hay hielo en los
bordes de mi boca.
Hoy es el viento de
arrancar raíces,
hoy es el frío de
dormir con quién.
El día de saber que
saber entumece.
El punzón de la
escarcha.
El minuto del no.
Lo mismo da estar
dentro que fuera:
el frío es esa
puerta que no existe.
domingo, 25 de septiembre de 2022
A buenas horas. Jordi Masó Rahola.
El arcángel
sobrevuela el pueblo y, con un suntuoso batir de alas, aterriza
delante de la casa del carpintero.
–Debo
hacer un anuncio importante –dice cuando José, el carpintero, abre
la puerta.
–Usted
dirá.
Es
un taller oscuro, pero la luz que irradia el arcángel le permite
vislumbrar las herramientas dispersas; el suelo está tapizado de
serrín y virutas; en un rincón, María, la esposa del carpintero,
amamanta un bebé.
–Usted
dirá –repite José.
sábado, 24 de septiembre de 2022
La otra ruta del Quijote. Gabriel Pabón Villamizar.
Conocedora de la
fama del Quijote y curiosa por saber de las nobles aventuras que
vivían los caballeros, Aldonza Lorenzo aprendió a leer y comenzó a
devorar libros de caballería con tanta afición y gusto, que olvidó
casi de todo punto el oficio de fregona; y llegó a tanto su
curiosidad y desatino en esto, que gastó sus ahorros para comprar
libros de caballería en qué leer, y así llevó a su casa todos
cuantos pudo haber dellos.
En
resolución, ella se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban
las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en
turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, a ella también se
le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio.
En
efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño
pensamiento que jamás dio loca en el mundo, y fue que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el
servicio de su república, hacerse señora, e irse por el mundo a
ejercitarse en todo aquello que ella había leído que las señoras
se ejercitaban, y así cobrar eterno nombre y fama. Con el nombre de
Dulcinea del Toboso, salió en busca de caballeros: ¡había tantas
heridas que curar, tantas soledades que mitigar, tantos quebrantos
que aminorar, tantas lágrimas que enjugar, tantas fiebres que
atemperar, tantas tristezas que consolar, tantos deseos que aplacar!
En
su mente dislocada, confundía arrieros con duques, cuchilleros con
marqueses, estafadores con príncipes, salteadores de caminos con
caballeros andantes, prófugos con embajadores de alta ralea. A todos
brindó con su gracia, convirtiéndose en el mejor consuelo de los
afligidos y en el más dulce refugio de los pecadores...
Un
día, curada ya su locura, quiso regresar a su patria; pero en el
lugar de la Mancha donde había nacido, no querían acordarse de
haber visto nacer a “esa” mujer. Y hasta el sol de hoy.
No
hay libro que narre sus dulces aventuras ni fama que la persiga como
no sea la de ser la puta más grande del mundo.
Re-versiones: cuentos, 1999.
viernes, 23 de septiembre de 2022
La mala suerte. Olga Orozco.
Alguien
marcó en mis manos,
tal vez hasta en la sombra de mis manos,
el
signo avieso de los elegidos por los sicarios de la desventura.
Su
tienda es mi morada.
Envuelta estoy en la sombría lona de unas
alas que caen y que caen
llevando la distancia dondequiera que
vaya,
sin acertar jamás con ningún paraíso a la medida de mis
tentaciones,
con ningún episodio que se asemeje a mi
aventura.
Nada. Antros donde no cabe ni siquiera el perfume de
la perduración,
encierros atestados de mariposas negras, de
cuervos y de anguilas,
agujeros por los que se evapora la luz
del universo.
Faltan siempre peldaños para llegar y siempre
sobran emboscadas y ausencias.
No, no es un guante de seda este
destino.
No se adapta al relieve de mis huesos ni a la
temperatura de mi piel,
y nada valen trampas ni exorcismos,
ni
las maquinaciones del azar ni las jugadas del empeño.
No hay
apuesta posible para mí.
Mi lugar está enfrente del sol que se
desvía o de la isla que se aleja.
¿No huye acaso el piso con
mis precarios bienes?
¿No se transforma en lobo cualquier
puerta?
¿No vuelan en bandadas azules mis amigos y se trueca en
carbón el oro que yo toco?
¿Qué más puedo esperar que estos
prodigios?
Cuando arrojo mis redes no recojo más que vasijas
rotas,
perros muertos, asombrosos desechos,
igual que el
pobrecito pescador al comenzar la noche fantástica del cuento.
Pero
no hay desenlace con aplausos y palmas para mí.
¿No era
heroico perder? ¿No era intenso el peligro?
¿No era bella la
arena?
Entre mi amado y yo siempre hubo una espada;
justo
en medio de la pasión el filo helado, el fulgor venenoso
que
anunciaba traiciones y alumbraba la herida en el final de la
novela.
Arena, sólo arena, en el fondo de todos los ojos que me
vieron.
¿Y ahora con qué lágrimas sazonaré mi sal,
con
qué fuego de fiebres consteladas encenderé mi vino?
Si el bien
perdido es lo ganado, mis posesiones son incalculables.
Pero
cada posible desdicha es como un vértigo,
una provocación que
la insaciable realidad acepta, más tarde o más temprano.
Más
tarde o más temprano, estoy aquí para que mi temor se cumpla.
lunes, 19 de septiembre de 2022
El encaje roto. Emilia Pardo Bazán.
Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y
no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día
siguiente –la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche
en casa de la novia– que ésta, al pie mismo del altar, al
preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a Bernardo por
esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con
extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después
de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del
mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a
la vez.
No son inauditos
casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre
gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las
conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y
espontánea del sentimiento y de la voluntad.
Lo peculiar de la
escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se
desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no
haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón
atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y
terciopelo, con collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca
para tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres, con
resplandecientes placas o luciendo veneras de órdenes militares en
el delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida,
atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones;
las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la
menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado
futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y
afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o
discretos elogios, mientras allá, en el fondo, se adivina el
misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas
blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de
rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente
dispuesta, y en el altar, la efigie de la Virgen protectora de la
aristocrática mansión, semioculta por una cortina de azahar, el
contenido de un departamento lleno de azahar que envió de Valencia
el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que
no vino en persona por viejo y achacoso –detalles que corren de
boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá
a Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el
cual irá a Valencia a pasar su luna de miel–.
En un grupo de
hombres me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido,
mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para
contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que le
dirigen… Y, por último, veía aparecer en el marco de la puerta
que da a las habitaciones interiores una especie de aparición, la
novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y
que pasa haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo
brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial…
Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los
padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y
airosa del novio… Apíñase en primer término la familia, buscando
buen sitio para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la
respetuosa atención de los circunstantes… el obispo formula una
interrogación, a la cual responde un «no» seco como un disparo,
rotundo como una bala.
Y –siempre con la
imaginación– notaba el movimiento del novio, que se revuelve
herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar
a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el
estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en
un segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala?
¿Que dice «no»? Imposible… Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!…».
Todo esto, dentro de
la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de
Micaelita, al par que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de
cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se
limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre
y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el
«sí» no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa se
devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo
indudable era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios
satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron a
admirar a la novia engalanada, minutos antes del escándalo, referían
que estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se
cambiaría por nadie. Datos eran estos para oscurecer más el extraño
enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada
con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorablemente.
A los tres años
–cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de
Micaelita–, me la encontré en un balneario de moda donde su madre
tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la
vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima
mía, que una tarde paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto,
afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de que
explicación tan sencilla no será creída por nadie.
–Fue la cosa más
tonta… De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye
los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que
a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las «pequeñeces»
más pequeñas… Pero son pequeñeces que significan algo, y para
ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no
concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí
mismo, delante de todos; solo que no se fijaron porque fue,
realmente, un decir Jesús.
Ya sabe usted que mi
boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y
garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba
mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo
que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder
estudiar su carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo
le veía siempre cortés, deferente, blando como un guante. Y
recelaba que adoptase apariencias destinadas a engañarme y a
encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la
sujeción de la mujer soltera, para la cual es imposible seguir los
pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales,
sinceros hasta la crudeza –los únicos que me tranquilizarían–.
Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas;
su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle
sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.
Llegó el día de la
boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco
reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo
adornaba, y era el regalo de mi novio. Había pertenecido a su
familia aquel viejo Alençón auténtico, de una tercia de ancho –una
maravilla–, de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno
del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado
encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho
que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.
En aquel momento
solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció
que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que
su tejido, tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles
mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar
hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme
para saludarle llena de alegría por última vez, antes de
pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de
la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido
peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico
adorno colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la
cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo;
sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la
reconvención y la injuria… No llegó a tanto porque se encontró
rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y
detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme;
por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior
algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el
umbral del salón, se cambió en horror profundo. Bernardo se me
aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio
que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó
de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no
quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás… Y, sin
embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las
exhortaciones del obispo… Pero cuando me preguntaron, la verdad me
saltó a los labios, impetuosa, terrible… Aquel «no» brotaba sin
proponérmelo; me lo decía a mí propia… ¡para que lo oyesen
todos!
–¿Y por qué no
declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se
hicieron?
–Lo repito: por su
misma sencillez… No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y
vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que había
razones de esas que llaman serias…
domingo, 18 de septiembre de 2022
Leda. Lilian Elphick.
A Juan Armando
Epple.
Encontré
a un cisne malherido. Algún insensible le había amarrado el pico
con alambre. Lo llevé a casa, curé sus heridas, saqué sus piojos
uno a uno, acicalé sus plumas. Su alimentación consistía en granos
de maíz tierno, bayas y delicias del bosque. El cisne engordó y se
puso cariñoso. Venía a verme por las noches. Para atraer mi
atención relinchaba, aullaba, mugía y hasta hablaba: Leda, bonita,
ábreme la puerta. La cosa se puso fea. Ante tantos picotazos y
empellones, bloqueé la puerta con la tranca del olvido. Él afuera y
yo adentro. Él enloquecía y yo pensaba.
Fue
un tiempo duro. Ahora, tengo una pequeña tienda y, entre otros
productos, vendo pâté de foie gras.
Imagen: Leda y el cisne, copia del desaparecido cuadro de Miguel Ángel.
sábado, 17 de septiembre de 2022
Fantasmas. Mar Horno.
Los fantasmas de la Casa Benssel siempre tienen hambre. Como los vecinos de los contornos han sufrido en carne propia su apetito, ya no se acercan al caserón. Así que ellos han tenido que tomar medidas para procurarse alimento con cierta asiduidad. Mandan a la benjamina del grupo al camino cuando ven acercarse en la lejanía algún coche que se ha desviado de la carretera principal buscando hotel o gasolina. La niña fantasma pone cara triste y hace señas con la mano. A pesar de la ternura que despierta en un principio, a los forasteros les asalta una duda incómoda cuando ven su vestido sucio y su tez macilenta. Se bajan del auto con precaución, pero ya es demasiado tarde. Los mayores son los primeros en comer y a los pequeños les dejan apurar los huesos. Una vez vino una médium con varios libros publicados, incrédula ante la voracidad de unos seres que ella consideraba almas totalmente inofensivas. Ni que decir tiene que cambió de opinión cuando sintió los dientes. A los fantasmas les resultó especialmente delicioso el sabor del escepticismo en las vísceras.
viernes, 16 de septiembre de 2022
El mundo no se acaba nunca. Iván Teruel.
El manotazo
titubeante derriba otra mosca. ¿Ha visto señora McGuffin que
este año eestos dipterios volapatadores están mas le, le, lentos
que de costumbre? La pequeña mano coge la mosca de las alas y
dibuja una parábola temblorosa hasta colocarla en el montón donde
se hallan el resto de los insectos. ¿Será la hipanopia de la
histo, tor, ria que sub nierte nierte a la...? Ya ve señora
Guffinmac que eesto es el fin. ¿Lo ve? La cabeza pelada tiembla,
se inclina hacia un lado, unos ojos empañados miran atentamente el
montón. El fin, fin, ¿lo ve señora Gufmacin? Se aveci, ci, na,
el fin, fin, final de los tiempos. Los dedos índice y pulgar de
la mano derecha forman una pinza inestable. La pinza va cogiendo de
las alas diferentes moscas del montón y forma otro montón al lado.
El fin, fin, final ¿oye? La cabeza es un metrónomo inclinado
y nervioso: no deja de oscilar en su eje oblicuo. La mirada opaca se
encharca de repente. ¿Por qué señora MucGaffin por qué eestos
dirtemios voleadores están más le, le, lentos? ¿No ve que es el
fin, fin, final de todo? la boca se abre, se estremece, y de la
garganta sale un sonido agudo y resquebrajado, el cuerpo convertido
en un balancín nervioso.
La
señora McGuffin se acerca al niño, lo envuelve en un abrazo, le da
un beso en la frente. La señora McGuffin hace un esfuerzo ímprobo
por dejar sus lágrimas en el borde de los párpados, construye un
dique, traga saliva repetidas veces, aparta los dos montones de pipas
de la mesa y le susurra al oído: las moscas no están más
lentas, mi vida, eres tú, ¿oyes?, que cada día estás más ágil,
¿oyes?, como papá, tesoro, cada día más ágil y fuerte. Así que
no sufras, mi vida, no sufras, que el mundo no se va a acabar nunca.
martes, 13 de septiembre de 2022
La ventana del jardín. Cristina Fernández Cubas.
El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó disimuladamente
en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible.
Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las
siguientes frases:
Cazuela airada,
Tiznes o visones.
Cruces o lagartos. La
noche era acre
aunque las cucarachas
llorasen. Más
Olla.
Pensé en el
particular sentido del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El
niño, por otra parte, era un tanto especial; no acudía jamás a la
escuela y vivía prácticamente recluido en una confortable
habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos
compañeros de colegio, debían sentirse bastante afectados por la
debilidad de su único hijo, ya que, desde su nacimiento, habían
abandonado la ciudad para instalarse en una granja abandonada a
varios kilómetros de una aldea y, también desde entonces, rara vez
se sabía de ellos. Por esta razón, o porque simplemente la granja
me quedaba de camino, decidí aparecer por sorpresa. Habían pasado
ya dos años desde nuestro encuentro anterior y durante el trayecto
me pregunté con curiosidad si Josefina Albert habría conseguido
cultivar sus aguacates en el huerto o si la cría de gallinas de José
estaría dando buenos resultados. El autobús se detuvo en el pueblo
y allí alquilé un coche público para que me llevara hasta la
colina. Me interesaba también el estado de salud del pequeño Tomás.
La primera y única vez que tuve ocasión de verle estaba jugueteando
con cochecitos y muñecos en el suelo de su cuarto. Tendría entonces
unos doce años pero su aspecto era bastante más aniñado. No pude
hablar con él —el niño sufría una afección en los oídos— y
nuestra breve entrevista se realizó en silencio, a través de una
ventana entreabierta. Fue entonces cuando Tomás deslizó la carta en
mi bolsillo.
Habíamos llegado a
la granja y el taxista me señaló con un gesto la puerta principal.
Recogí mi maletín de viaje, toqué el timbre y eché una mirada al
terreno; en la huerta no crecían aguacates sino cebollas y en el
corral no había rastros de gallinas pero sí unas veinte jaulas de
metal con cuatro o cinco conejos cada una. Volví a llamar. El Ford
años cuarenta se convertía ahora en un punto minúsculo al final
del camino. Llamé por tercera vez. El amasijo de polvo y humo que
levantaba el coche parecía un nimbo de lámina escolar. Golpeé con
la aldaba.
Me estaba
preguntando seriamente si no habría cometido un error al no avisar
con antelación de mi llegada cuando, por fin, la puerta se abrió y
pude distinguir a contraluz la silueta de mi amigo José Albert.
«¡Ah!», dijo después de un buen rato. «Eres tú.» Pero no me
invitó a pasar ni parecía decidido a hacerlo. Su rostro había
envejecido considerablemente y su mirada —ahora que me había
acostumbrado a distinguir en la oscuridad— me pareció opaca y
distante. Me deshice en excusas e invoqué la ansiedad de saber de
ellos, la amistad que nos unía e, incluso, el interés por conocer
el rendimiento de ciertos terrenos en cuya venta había intervenido
yo hacía precisamente dos años. Se produjo un silencio molesto que,
sin embargo, no parecía perturbar a José. Por fin, unas carcajadas
procedentes del interior me ayudaron a recuperar el aplomo. «¿Es
Josefina, verdad?» José asintió con la cabeza. «Tenía muchas
ganas de veros a los dos», dije después de un titubeo. «Pero quizá
caí en un mal momento...» Josefina, en el interior, seguía riendo.
Luego dijo «¡Manzana!» y enmudeció. «Aunque, claro, no veo
tampoco cómo regresar a la aldea ahora. ¿Tenéis teléfono?» Oí
portazos y cuchicheos. «En fin... Si pudiera dar aviso para que me
pasaran a recoger.» En aquel instante apareció Josefina. Al igual
que su marido tardó cierto tiempo en reconocerme. Luego, con una
amabilidad que me pareció ficticia, me besó en las mejillas y
sonrió: «Pero ¿qué hacéis en la puerta? Pasa, te quedarás a
comer».
Me sorprendió que
la mesa estuviera preparada para tres personas y que la vajilla fuera
de Sévres, como en las grandes ocasiones. Había también flores y
adornos de plata. De pronto creí comprender la inoportunidad de mi
llegada (un invitado importante, una visita que sí había avisado) y
me excusé de nuevo, pero Josefina me tomó del brazo. «No sólo no
nos molestas sino que estamos encantados. Casi nos habíamos
convertido en unos ermitaños», dijo, pero no dio respuesta alguna a
mi pregunta. Un poco azorado pregunté dónde estaba el baño y José
me mostró la puerta. Allí dentro di un respiro. Me contemplé en el
espejo y me maldije tres veces por mi intromisión. Comería con
ellos (después de todo me hallaba hambriento) pero acto seguido
telefonearía a la aldea para que enviaran un coche. Iba a hacer todo
esto (sin duda iba a hacerlo) cuando reparé en un vasito con tres
cepillos de dientes. En uno, escrito groseramente con acuarela densa,
se leía «Escoba», en otro «Cuchara» y en el tercero «Olla». La
Olla, esta olla que por segunda vez acudía a mi encuentro, me llenó
de sorpresa. Salí del baño y pregunté: «¿Y vuestro hijo?».
Josefina dejó una labor apenas iniciada. José encendió la pipa y
se puso a dar largas zancadas en torno a la mesa. Mis preguntas
parecían inquietarles.
—Está bien —dijo
Josefina con aplomo—. Aunque no del todo, claro.
—Ya sabes —añadió
José—. Ya sabes —repitió. —Unos días mejor —dijo
Josefina—, otros peor. —Los oídos, el corazón, el hígado
—intervino José.
—Sobre todo los
oídos —dijo Josefina — . Hay días en que no se puede hacer el
menor ruido. Ni siquiera hablarle — y subrayó la última palabra.
—Pobre Tomás
—dijo él. —Pobre hijo nuestro —insistió ella.
Y así, durante casi
una hora, se lamentaron y se deshicieron en quejas. Sin embargo,
había algo en toda aquella representación que me movía a pensar
que no era la primera vez que ocurría. Aquellas lamentaciones,
aquella confesión pública de las limitaciones de su hijo, me
parecieron excesivas y fuera de lugar. En todo caso, resultaba
evidente que la comedia o el drama iban destinados a mí, único
espectador, y que ambos intérpretes se estaban cansando de mi
presencia. De pronto Josefina estalló en sollozos.
—Había puesto
tantas ilusiones en este niño. Tantas...
Y aquí acabó el
primer acto. Intuí en seguida que en este punto estaba prevista la
intervención de un tercero con sus frases de alivio o su
tribulación. Pero no me moví ni de mi boca salió palabra alguna.
Entonces José, con voz imperativa, ordenó: «¡Comamos!».
El almuerzo se me
hizo lento y embarazoso. Había perdido el apetito y por mi cabeza
rondaban extrañas conjeturas. Josefina, en cambio, parecía haberse
olvidado totalmente del tema que momentos antes la condujera al
sollozo. Descorchó —en mi honor, dijo— una botella mohosa de
champagne francés y no dejaba de atenderme y mostrarse solícita.
José estaba algo taciturno pero comía y bebía con buen apetito. En
una de sus contadas intervenciones me agradeció las gestiones que
hiciera, dos años atrás, para la compra de un terreno cercano a la
casa y que súbitamente parecía haber recordado. Sus palabras,
unidas a un especial interés por evitar los temas que pudiesen
retrotraernos a los pocos recuerdos comunes —es decir, a los años
del colegio — , me convencieron todavía más de que mis
anfitriones no querían tener en lo sucesivo ningún contacto
conmigo. O, por lo menos, ninguna visita sorpresa. Me sentía cada
vez peor. Josefina pidió que la excusáramos y salió por la puerta
de la cocina. La situación, sin la mujer, se hizo aún más tensa.
José estaba totalmente ensimismado; jugaba con el tenedor y se
entretenía en aplastar una miga de pan. De vez en cuando levantaba
los ojos del mantel y suspiraba, para volver en seguida a su trabajo.
A la altura del quinto suspiro, y cuando ya la miga presentaba un
color oscuro, apareció Josefina con un pastel. Era una tarta de
frambuesas. «La acabo de sacar del horno», dijo. Pero la tarta no
tenía precisamente aspecto de salir de un horno. En la superficie
unas frambuesas se hallaban más hundidas que otras. Me fijé mejor y
vi que se trataba de pequeños hoyitos redondos. Los conté: catorce.
Entonces, ignoro por
qué, volví a preguntar:
—¿Y vuestro hijo?
Y, como si hubiese
accionado un resorte, la función empezó una vez más.
—Está bien...
aunque no del todo, claro.
—Ya sabes, ya
sabes. —Unos días mejor, otros peor. —El corazón, el oído, el
hígado...
—Sobre todo los
oídos. Hay días en que no se puede hacer el menor ruido. Ni
siquiera hablarle.
El ruido del café
dejó a José con la réplica obligada en la boca. Esta vez, para mi
alivio, fue el hombre quien se levantó de la mesa. Al poco rato
regresó con tres tacitas, también de Sevres, y una cafetera
humeante. Pensé que mis amigos estaban rematadamente locos o que,
mucho peor, estaban tratando por todos los medios de ocultarme algo.
— ¿Cuántos años
tiene Tomás? —pregunté esperando una cierta consternación por su
parte o al menos un titubeo.
— Catorce —dijo
Josefina con resolución — . Los cumple hoy precisamente.
— Sí —añadió
José — , íbamos a celebrar una pequeña fiesta familiar pero ya
sabes, ya sabes...
—El corazón, el
oído, el hígado —dije yo.
—Lo hemos tenido
que acostar en su cuarto.
La explicación no
acabó de satisfacerme. Quizá por eso me empeñé en llamar yo mismo
a la aldea y solicitar el coche. Ante la idea de mi partida el rostro
de mis anfitriones pareció relajarse, aunque no por mucho tiempo.
Porque no había coche. O sí lo había, pero, sin saber la razón
una vez más, fingí un contratiempo. No podía explicarme el porqué
de todo esto pero lo cierto es que aquel juego absurdo empezaba a
fascinarme. Quedé con el chófer para el día siguiente a las nueve
de la mañana.
— Ya lo veis —dije
colgando el auricular—. La suerte no quiere acompañarme. Voy a
perder sin remedio el último autobús.
Mis amigos no daban
señales de haber comprendido.
—Temo que voy a
tener que abusar un poco más de vuestra hospitalidad. Por una noche.
El único coche disponible no estará reparado hasta mañana.
Ellos encajaron
estoicamente el nuevo contratiempo. La tarde discurrió plácida y,
en algunos momentos, incluso amena. Josefina desapareció una vez por
el corredor llevando una bandeja con los restos de comida y de tarta.
«¿Para Tomás?», pregunté. José, ocupado en vaciar su pipa, no
se molestó en responderme.
Al caer la noche y
cuando Josefina preparaba de nuevo la mesa (esta vez sin Sévres ni
adornos de ningún tipo), lancé al aire mi última e intencionada
pregunta: «¿Cenará esta noche Tomás con nosotros?». Ellos
contestaron al unísono: «No. No va a ser posible». Y, a
continuación, tal y como esperaba, repitieron por riguroso orden la
retahíla de lamentaciones acostumbradas, lo que no hizo sino
confirmar mis sospechas. Naturalmente Tomas no cenaría con nosotros,
tampoco desayunaría mañana ni podría hacerlo nunca más;
sencillamente porque había dejado de pertenecer al mundo de los
vivos. La locura y el aislamiento de mis amigos les llevaba a actuar
como si el hijo estuviera aún con ellos. Por soledad o, quizá
también, por remordimientos. Ignoro la razón pero cada vez con más
fuerza acudía a mi mente la idea de que los Albert se habían
deshecho de aquella carga de alguna manera inconfesable.
Pero de nuevo me
había equivocado. Al terminar la cena, Josefina tomó mi mano y me
preguntó dulcemente:
— ¿Te gustaría
ver a Tomás?
Fue tanta mi
sorpresa que no acerté a contestar en seguida. Creo, sin embargo,
que mi cabeza asintió.
—Ya lo sabes —dijo
José — , ni una palabra: los oídos de nuestro hijo no soportarían
un timbre de voz desconocido. —Y, sonriendo con amargura, me
condujeron al cuarto.
Era la misma alcoba
que yo conociera dos años atrás, aunque me dio la impresión de que
habían reforzado los muros y de que los cristales de la ventana eran
ahora dobles; el suelo estaba alfombrado en su totalidad y del techo
pendía una luz conscientemente tenue. Entramos con sigilo. De
espaldas a la puerta, en cuclillas y garabateando en un cuaderno como
cualquier niño de su edad, estaba Tomás Albert. Su rubia cabeza se
volvió casi de inmediato hacia nosotros. Pude comprobar entonces con
mis propios ojos cómo Tomás, en contra de mis sospechas, había
crecido y era hoy un hermoso adolescente. No parecía enfermo pero
había algo en su mirada, perdida, difusa y al tiempo inquiriente,
que me resultaba extraño. Me arrodillé en la alfombra y le sonreí.
Pareció reconocerme en seguida y me atrevería a asegurar que le
hubiese gustado hablar, pero Josefina le cubrió suavemente la boca y
besó su cabello. Luego, con un gesto, le indicó que no debía
fatigarse sino intentar dormir. Lo dejamos en la cama. Al salir, José
y Josefina me miraban expectantes. Yo, incapaz de encontrar palabras,
me atreví a dar unas palmaditas amistosas en la espalda de mi amigo.
Al cabo de un buen rato sólo acerté a decir: «Es un guapo
muchacho, Tomás. ¡Qué lástima!»
Ya en mi cuarto
respiré hondo. Sentía repugnancia de mí mismo y una gran ternura
hacia el niño y mis pobres amigos. Sin embargo, mis intromisiones
vergonzosas no habían terminado aún. Desabroché mi chaqueta,
separé los brazos y el cuaderno de dibujos de Tomás Albert cayó
sobre mi cama. Fue un espectáculo bochornoso. El espejo me devolvió
la imagen de un ladrón frente al producto de su robo: un cuaderno de
adolescente. No podía saber con certeza por qué había hecho
aquello, aunque esa sensación, tantas veces sentida a lo largo del
día, se me había hecho familiar. Me desnudé, me metí en la cama y
leí. Leí durante mucho rato, página por página, pero nada entendí
de aquel conjunto de incongruencias. Frases absolutamente
desprovistas de sentido se barajaban de forma insólita, saltándose
todo tipo de reglas conocidas. En algún momento la sintaxis me
pareció correcta, pero el resultado era siempre el mismo:
incomprensible. Sin embargo, la caligrafía no era mala y los dibujos
excelentes. Iba a dormirme ya cuando Josefina irrumpió sin llamar en
mi cuarto. Traía una toalla en la mano y miraba de un lado a otro
como si quisiera cerciorarse de algo. El cuadernillo, entre mi pierna
derecha y la sábana, crujió un poco. Josefina dejó la toalla junto
al lavabo y me dio las buenas noches. Parecía cansada. Yo me sentí
aliviado por no haber sido descubierto.
Apagué la luz pero
ya no tenía intención de dormir. El juego fascinante de hacía unas
horas se estaba convirtiendo en un rompecabezas molesto, en algo que
debía esforzarme en concluir de una manera o de otra. El coche
aparecía a las nueve de la mañana. Disponía, pues, de diez horas
para pensar, actuar, o emprender antes de lo previsto la marcha por
el camino polvoriento que ahora empezaba a ansiar con todas mis
fuerzas. Pero no me decidía a huir. La impresión de que aquel
pálido muchachito me necesitaba de alguna manera, me hizo aguardar
en silencio a que mis anfitriones me creyeran definitivamente
dormido. ¿Qué buscaba Josefina en mi cuarto? Es posible que nada en
concreto: comprobar que estaba metido en la cama y dispuesto a
dormir. Me vestí con sigilo y me encaminé a la habitación de
Tomás. La puerta, tal como suponía, estaba cerrada. Me pareció
arriesgado golpear las paredes con fuerza pero, sobre todo, inútil,
a juzgar por los revestimientos interiores que aquella misma tarde
había tenido ocasión de examinar. Recordé entonces la ventana por
la que Tomás me había deslizado su mensaje en nuestro primer
encuentro. Salí al jardín con todo tipo de precauciones. Volvía a
sentirme ladrón. Arranqué un par de ramitas del suelo para
justificar mi presencia en caso de ser descubierto, pero, casi de
inmediato, las rechacé. El juego, si es que en realidad se trataba
de un juego, había llegado demasiado lejos por ambas partes. Me
deslicé hasta la ventana de Tomás y me apoyé en el alféizar; los
postigos no estaban cerrados y había luz en el interior. Tomás,
sentado en la cama tal y como lo dejamos, parecía aguardar algo o a
alguien. La idea de que era yo el aguardado me hizo golpear con
fuerza el cristal que me separaba del niño, pero apenas emitió
sonido alguno. Entonces agité repetidas veces los brazos, me moví
de un lado a otro, me encaramé a la reja y salté otra vez al suelo
hasta que Tomás, súbitamente, reparó en mi presencia. Con una
rapidez que me dejó perplejo, saltó de la cama, corrió hacia la
ventana y la abrió. Ahora estábamos los dos frente a frente. Sin
testigos. Miré hacia el piso de arriba y no vi luz ni signos de
movimiento. Estábamos solos. Tomás extendió su mano hacia la mía
y dijo. «Luna, luna», con tal expresión de ansiedad en sus ojos
que me quedé sobrecogido. A continuación dijo «Cola» y, más
tarde, «Luna» de nuevo, esta vez suplicándome, intentando
aferrarse a la mano que yo le tendía a través de la reja, llorando,
golpeando el alféizar con el puño libre. Después de un titubeo me
señalé a mí mismo y dije «Amigo». No dio muestras de haber
comprendido y lo repetí dos veces más. Tomás me miraba
sorprendido. «¿Amigo?», preguntó. «Sí, A-M-I-G-O», dije. Sus
ojos se redondearon con una mezcla de asombro y diversión. Corrió
hacia el vaso de noche y me lo mostró gritando «¡Amigo!». Luego,
sonriendo —o quizás un poco asustado— , se encogió de hombros.
Yo no sabía qué hacer y repetí la escena sin demasiada convicción.
De pronto, Tomás se señaló a sí mismo y dijo: «Olla», «La
Olla», «O-L-L-A» y al hacerlo recorría su cuerpo con las manos y
me miraba con ansiedad, «OLLA», repetí yo, y mi dedo se dirigió
hacia su pálido rostro.
A partir de aquel
momento los dos empezamos a comprender lo que ocurría a ambos lados
de la reja. No fue el encuentro de dos mundos distintos y
antagónicos, sino de algo mucho más inquietante. El lenguaje que
había aprendido Tomás desde los primeros años de su vida — su
único lenguaje— era de imposible traducción al mío, por cuanto
era EL MÍO sujeto a unas reglas que me eran ajenas. Si José y
Josefina en su locura hubiesen creado para su hijo un idioma
imaginario sería posible traducir, intercambiar nuestros vocablos a
la vista de objetos materiales. Pero Tomás me enseñaba su vaso de
noche y repetía AMIGO. Me mostraba la ventana y decía INDECENCIA.
Palpaba su cuerpo y gritaba OLLA. Ni siquiera se trataba de una
simple inversión de valores. Bueno no significaba malo, sino
Estornudo. Enfermedad no hacía referencia a Salud, sino a un estuche
de lapiceros. Tomás no se llamaba Tomás, ni José era José, ni
Josefina, Josefina. Olla, Cuchara y Escoba eran los tres habitantes
de aquella lejana granja en la que yo, inesperadamente, había caído.
Renunciando ya a entender palabras que para cada uno tenían un
especial sentido, Olla y yo hablamos todavía un largo rato a través
de gestos, dibujos rápidos esbozados en un papel, sonidos que no
incluyesen para nada algo semejante a las palabras. Descubrimos que
la numeración, aunque con nombres diferentes, respondía a los
mismos signos y sistemas. Así, Olla me explicó que el día anterior
había cumplido catorce años y que, cuando hacía dos, me había
visto a través de aquella misma ventana, me había lanzado ya una
llamada de auxilio en forma de nota. Quiso ser más explícito y
llenó de nuevo mi bolsillo de escritos y dibujos. Luego, llorando,
terminó pidiendo que le alejara de allí para siempre, que lo
llevara conmigo. Nuestro sistema de comunicación era muy rudo y no
había lugar para matices. Dibujé en un papel lo mejor que pude el
Ford años cuarenta, el camino, la granja, un pueblo al final del
sendero y en una de sus calles, a los dos, YO-AMIGO y Tomás-OLLA. El
chico se mostró muy contento. Entendí que estaba deseoso de conocer
un mundo que ignoraba pero del que, sin embargo, se sentía excluido.
Miré el reloj: las cinco y media. Expliqué a Olla que a las nueve
vendría el coche a recogernos. Él tendría que espabilarse y salir
de la habitación como pudiese cuando me viera junto al chófer. Olla
me estrechó la mano en señal de agradecimiento.
Regresé a mi cuarto
y abrí la ventana como si acabara de despertarme. Me afeité e hice
el mayor ruido posible. Mis manos derramaban frascos y mi garganta
emitía marchas militares. Intenté que todos mis actos sugiriesen el
despertar eufórico de un ciudadano de vacaciones en una granja. Sin
embargo, mi cabeza bullía. No podía entender, por más que me
esforzara, la verdadera razón de aquel monstruoso experimento con el
que me acababa de enfrentar y, menos aún, encontrar una explicación
satisfactoria a la actuación de José y Josefina durante estos años.
Pensar en demencia sin matices y, sobre todo, en demencia compartida,
capaz de crear tal deformación organizada como la del pequeño
Tomás-Olla, me resultaba inconsistente. Debían existir otras causas
o, por lo menos, alguna razón oculta en el pasado de mis amigos. ¿El
egoísmo? ¿No querer compartir por nada
del mundo el cariño
de aquel hermoso y único hijo? Mi voz seguía entonando marchas
militares cada vez con más fuerza. Sentía necesidad de actividad y
me puse a hacer y deshacer la cama. ¿Conocía yo realmente a mis
amigos? Intenté recordar algún rasgo fuera de lo común en la
infancia de mis antiguos compañeros del colegio, pero todo lo que
logré encontrar me pareció de una normalidad alarmante. José había
sido siempre un estudiante vulgar, ni brillante ni problemático.
Josefina, una niña aplicada. Desde muy jóvenes parecían sentir el
uno hacia el otro un gran cariño. Más tarde les perdí la pista y
unos años después anunciaron una boda que a nadie sorprendió.
Deshice la cama por segunda vez y me puse a sacudir el colchón junto
a la ventana: estaba amaneciendo.
Hacia las seis y
media empecé a detectar signos de movimiento. Oí ruido de vajilla
en la cocina y, a través de los cristales, observé cómo José
abría las jaulas de los conejos. Bajé sin dejar de canturrear.
Josefina estaba preparando el desayuno. No dejaba de sonreír y
también ella, a su vez, cantaba. Interpreté tanta alegría por la
inminencia de mi marcha, pero nada dije y me serví un café. Al poco
rato apareció José en la puerta del jardín. Vestía traje de faena
y olía a conejo. Su rostro estaba mucho más relajado que el día
anterior. Sin embargo su mirada seguía tan opaca como cuando, apenas
veinte horas antes, había tardado su buen rato en reconocerme. Tomó
asiento a mi lado y me dio los buenos días. En realidad, no dijo
exactamente B-u-e-n-o-s d-í-a-s, con estas u otras palabras, pero,
por la expresión de su cara, traduje el balbuceo en un saludo.
Josefina se sentó junto a nosotros y untó dos tostadas con manteca
y confitura. Pensé que estaba compartiendo el desayuno con dos
monstruos y sentí un cosquilleo en el estómago.
Eran las ocho. La
sensación de que no era yo el único pendiente del reloj me llenaba
de angustia. Mis anfitriones seguían comiendo con buen apetito:
tarta de manzana, pan negro, miel. Me entregué a una actividad
frenética para disimular mi nerviosismo. Abrí el maletín de viaje
y simulé buscar unos documentos. Lo cerré. Pedí un paño de gamuza
para sacar brillo al cierre. No podía dejar de preguntarme, ahora
que mi cansancio empezaba a hacerse manifiesto, cómo lograría Tomás
llegar hasta el coche o franquear siquiera los muros de aquella
habitación donde se le pretendía aislar del mundo. Pero el chico
era tan listo como sospechaba. A las ocho y media sonó una
campanilla en la que hasta ahora no había reparado y Josefina
preparó una bandeja con leche, café y un par de bizcochos. Esta vez
no hizo alusión alguna a la supuesta debilidad de su hijo (cosa que
agradecí sinceramente) ni me molesté yo en preguntar si Tomás
había pasado mala noche. El reloj se había convertido en una
obsesión. Las nueve. Pero el Ford años cuarenta no aparecía aún
por el camino.
Me sentía más y
más nervioso: salí al jardín y, al igual que la noche anterior,
arranqué un par de ramitas para rechazarlas a los pocos segundos. No
sé por qué, pero no me atrevía a mirar en dirección a la ventana
del chico. Sentía, sin embargo, sus ojos puestos en mí y cualquiera
de mis actos reflejos cobraba una importancia inesperada. De pronto
los acontecimientos se precipitaron. «¡Amigo!», oí. Había sido
pronunciado con una voz muy débil, casi como un susurro. Me volví
hacia la puerta principal y grité: «¡Olla!». El chico estaba ahí,
a unos diez metros de donde yo me encontraba, inmóvil, respirando
fuerte. Parecía más pálido que la noche anterior, más indefenso.
Quiso acercarse a mí y entonces reparé en algo que hasta el momento
me había pasado inadvertido. Tomás andaba con dificultad, con gran
esfuerzo. Sus brazos y sus piernas parecían obedecer a consignas
opuestas; su rostro, a medida que iba avanzando, se me mostraba cada
vez más desencajado. No supe qué decir y acudí al encuentro del
muchacho. Olla jadeaba. Se agarró a mis hombros y me dirigió una
mirada difícil de definir. Me di cuenta entonces, por primera vez,
de que estaba en presencia de un enfermo.
Pero no tuve apenas
tiempo de meditar. La ventana de Olla se abrió y apareció Josefina
fuera de sí, gritando — aullando, diría yo— con todas sus
fuerzas. Sus manos, crispadas y temblorosas, reclamaban ayuda.
Escuché unos pasos a mis espaldas; José transportaba una pesada
cesta repleta de hortalizas pero, al contemplar la escena, la dejó
caer. Olla ardía. Yo sujetaba su cuerpo sin fuerzas. José corrió
como enloquecido hacia la casa. Oí cómo el hombre mascullaba
incoherencias, daba vuelta a una llave y abría por fin la puerta del
cuarto del chico. Casi en seguida salieron los dos. Estaban tan
excitados intercambiando frases sin sentido que no parecía que mi
presencia les incomodara ya. Traían un frasco de líquido azulado e
intentaron que la garganta de Olla lo aceptase. Pero el chico había
quedado inmóvil y tenso. Como una piedra.
— ¿Qué podríamos
hacer? —pregunté.
Mis amigos repararon
de repente en mi presencia. José me dirigió una mirada inexpresiva.
«Tenemos que llamar a un médico», dije. Pero nadie se movió un
milímetro. Formábamos un grupo dramático junto a la puerta. Olla
tendido en el suelo con el cuerpo apoyado en mis rodillas, José y
Josefina lívidos, intentando aún que el chico lograra deglutir el
líquido azulado. «Se pondrá bien», dije yo, y mis propias
palabras me parecieron ajenas. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué
minutos atrás me sentía como un héroe y ahora deseaba
ardientemente vomitar, despertar de alguna forma de aquella
pesadilla? ¿Por qué el mismo muchacho que horas antes me pareció
rebosante de salud respondía ahora a la descripción que durante
todo el día de ayer me hicieran de él sus padres? ¿Por qué,
finalmente, ese lenguaje, del que yo mismo —con toda seguridad
único testigo— no conseguía liberarme mientras José y Josefina
reanimaban a su hijo entre sollozos? ¿Por qué? Me así con fuerza
del brazo de José. Supliqué, gemí, grité con todas mis fuerzas,
«¿POR QUÉ?» volvía a decir y, de repente, casi sin darme cuenta,
mis labios pronunciaron una palabra.
«Luna», dije,
«¡LUNA!». Y en esta ocasión no necesité asirme de nadie para
llamar la atención. José y Josefina interrumpieron sus sollozos.
Ambos, como una sola persona, parecieron despertar de un sueño. Se
incorporaron a la vez y con gran cuidado entraron el cuerpo del
pequeño Tomás en la casa. Luego, cuando cerraron la puerta,
Josefina clavó en mis pupilas una mirada cruel.
Corrí como
enloquecido por el sendero. Anduve dos, tres, quizá cinco
kilómetros. Estaba ya al borde de mis fuerzas cuando oí el ronroneo
de un viejo automóvil. Me senté en una piedra. Pronto apareció el
Ford años cuarenta. El conductor detuvo el coche y me miró
sorprendido. «No sabía que tuviera Ud. tanta prisa», dijo, «pero
no pase cuidado. El autobús espera». Me acomodé en el asiento
trasero. Estaba exhausto y no podía articular palabra. El chófer se
empeñaba en buscar conversación.
— ¿Hace tiempo
que conoce a los Albert?
Mi jadeo fue
interpretado como una respuesta. —Buena gente —dijo—. Magnífica
gente —y miró el reloj — . Su autobús espera. Tranquilo. Me
desabroché la camisa. Estaba sudando.
— ¿Y el pequeño
Tomás? ¿Se encuentra mejor? Negué con la cabeza.
—Pobre Ollita
—dijo. Y se puso a silbar.
lunes, 12 de septiembre de 2022
Historia verídica. Julio Cortázar.
A un señor se le
caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con
las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales
de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por
milagro no se le han roto.
Ahora
este señor se siente profundamente agradecido y comprende que lo
ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a
una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero
almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora
más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud
descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva
un rato comprender que los designios de la Providencia son
inescrutables y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.
Historias de cronopios y famas. 1962.
domingo, 11 de septiembre de 2022
Garcilaso 1991. Luis García Montero.
Mi
alma os ha cortado a su medida,
dice
ahora el poema,
con
palabras que fueron escritas en un tiempo
de
amores cortesanos.
Y
en esta habitación del siglo XX,
muy
a finales ya,
preparando
la clase de mañana,
regresan
las palabras sin rumor de caballos,
sin
vestidos de corte,
sin
palacios.
Junto
a Bagdad herido por el fuego,
mi
alma te ha cortado a su medida.
Todo
cesa de pronto y te imagino
en
la ciudad, tu coche, tus vaqueros,
la
ley de tus edades,
y
tengo miedo de quererte en falso,
porque
no sé vivir sino en la apuesta,
abrasado
por llamas que arden sin quemarnos
y
que son realidad,
aunque
los ojos miren la distancia
en
los televisores.
A
través de los siglos,
saltando
por encima de todas las catástrofes,
por
encima de títulos y fechas,
las
palabras retornan al mundo de los vivos,
preguntan
por su casa.
Ya
sé que no es eterna la poesía,
pero
sabe cambiar junto a nosotros,
aparecer
vestida con vaqueros,
apoyarse
en el hombre que se inventa un amor
y
que sufre de amor
cuando
está solo.
Habitaciones separadas, 1994.
sábado, 10 de septiembre de 2022
Balance. Manuel Moya.
Mi vida ha sido una constante lucha. Luché contra mis maestros, luché contra mis padres, contra el sistema, contra las oposiciones, contra el conservadurismo burocrático, contra el matrimonio, contra el divorcio, contra las reformas administrativas, contra quienes se obstinaban en desprestigiar las oposiciones, contra quienes abogaban por destruir el sistema, contra mis hijos, contra mis alumnos. Ya digo, mi vida ha sido una constante lucha y siempre (es hora de ir haciendo balance), me ha tocado militar en el bando de los vencidos.
martes, 6 de septiembre de 2022
Orgullo. Rubem Fonseca.
En varias ocasiones había oído decir que por la mente de quien está muriendo ahogado desfilan con vertiginosa rapidez los principales acontecimientos de su vida y siempre le había parecido absurda tal afirmación, hasta que un día ocurrió que estaba muriendo y mientras moría se acordó de cosas olvidadas, de la noticia del periódico según la cual en su infancia pobre él usaba zapatos agujerados, sin calcetines y se pintaba el dedo del pie para disimular el hoyo, pero él siempre había usado calcetines y zapatos sin hoyo, calcetines que su madre zurcía cuidadosamente, y se acordó del huevo de madera muy liso y suave que ella metía en los calcetines y zurcía, zurciendo todos los años de su infancia, y se acordó de que desde niño no le gustaba beber agua y si se bebía un vaso lleno se quedaba sin aire, y por eso permanecía el día entero sin beber una gota de líquido pues no tenía dinero para jugos o refrescos, y que a veces a escondidas de su madre hacía refresco con la pasta de dientes Kolynos, pero no siempre tenían pasta de dientes en su casa, y en el momento en que moría también se acordó de todas las mujeres que amó, o de casi todas, y también del piso de madera roja de una casa en la que había vivido, aunque angustiado no logró recordar qué casa era aquélla, y también del reloj de bolsillo ordinario que rompió el primer día que lo usó, y también del saco de franela azul, y del dolor que lo había hecho arrastrarse por el suelo, y del médico que decía que necesitaba hacerle una radiografía de las vías urinarias, y cuanto más lo cercaba la muerte más se mezclaban los recuerdos antiguos con los recientes, él llegando atrasado al consultorio del médico que ya estaba vestido para salir, ya hasta había permitido que se fuera la enfermera, y el médico con prisa, ansioso como alguien que va a encontrar a una novia muy deseada, mandándole que se quitara el saco, se levantara las mangas de la camisa y que se acostara en una cama metálica, explicándole que a fin de cuentas la radiografía no se tardaría mucho, sólo había que inyectar el contraste y sacar las placas, y el médico se inclinó sobre la cama para aplicar el contraste en la vena del brazo y él sintió el olor delicado de su perfume y pudo observar su corbata de bolitas, y no pasó mucho tiempo cuando empezó a sentir que la laringe se le cerraba impidiéndole respirar y él intentó alertar al médico pero no logró emitir sonido alguno y todas las reacciones vinieron a su mente, la noticia del periódico, el saco azul, el piso de madera, las mujeres, el huevo liso de madera de su madre, mientras el médico en una esquina del consultorio hablaba por teléfono en voz baja, y como sabía que se estaba muriendo golpeó en la cama de metal con fuerza, el médico se asustó y después muy nervioso sacaba los cajones de los armarios, maldiciendo, culpando a la enfermera y diciéndole a él que se calmara, que iba a ponerle una inyección antialérgica, pero no encontraba dónde estaba el maldito medicamento, y él pensó me estoy muriendo sofocado, la vida y la muerte corriendo al parejo, y consciente de que su muerte era inminente e inevitable, se acordó de las palabras de un poema, debo morir pero eso es todo lo que haré por la Muerte, pues siempre se había rehusado a tener el corazón atormentado por ella, y en ese momento en que moría no iba a dejar que ella se hiciera cargo de su alma, pues lo más que la Muerte haría de él sería un muerto, así es que pensó en la vida, en las mujeres que había conocido, en su madre zurciendo calcetines, en el huevo liso de madera, en la noticia del periódico, y golpeó con fuerza la mesa de metal, ¡bam!, ¡bam!, ¡bam!, estoy pensando en las mujeres que amé, ¡bam!, ¡bam!, ¡bam!, pensando en mi madre, y en ese momento el médico, sin saber qué hacer, atormentado y sobresaltado por los ruidosos golpes que él descargaba en la cama metálica, lo miró con gran conmiseración y tristeza, y él gritó nuevamente ¡bam!, ¡bam!, que perdonaba al médico, ¡bam!, ¡bam!, que perdonaba a todo el mundo, mientras su mente recorría velozmente las reminiscencias de la vida, y el médico, ahora entregado a su impotencia, desesperado y confundido, le quitó los zapatos y le levantó la cabeza y vio sus pies vestidos con calcetines negros, y vio en el calcetín del pie derecho un hoyo que dejaba aparecer un pedazo del dedo grande, y se acordó de cuán orgullosa era su madre y de que él también era muy orgulloso y que eso siempre había sido su ruina y su salvación, y pensó no voy a morirme aquí con un hoyo en el calcetín, no va a ser esa la imagen final que le voy a dejar al mundo, y contrajo todos los músculos del cuerpo, se curvó en la cama como un alacrán ardiendo en el fuego y en un esfuerzo brutal logró que el aire penetrara en su laringe con un ruido aterrador, y cuando el aire era expelido de sus pulmones hizo un ruido aún más bestial y horrible, y se escapó de la Muerte y ya no pensó en nada. El médico, sentado en una silla, se limpió el sudor del rostro. Él se levantó de la cama metálica y se puso los zapatos.
El agujero en la pared, 1994.
domingo, 4 de septiembre de 2022
El dinosaurio que no podía dormir. José Luis Zárate.
Érase un
dinosaurio que llegó a la fama no por méritos propios, sino porque
despertó al lado de la persona equivocada que, para colmo, se tomó
el asunto a lo trágico, lo comentó a todo el mundo, y lo publicó
en su Facebook.
El
dinosaurio no entendía cómo un hecho estrictamente íntimo podía
obtener 7,500 likes y 1,355 comentarios en sólo unas horas.
Lo
peor, claro, fueron las fotos en Instagram y el video en YouTube que
fue retirado por contravenir las normas morales del servicio, pero
que para entonces había sido clonado y ubicado en mil sitios
distintos.
Vio
a quien había iniciado la tormenta mediática llorar en tres
noticieros distintos, un par de programas de variedades y un talk
show. En todos ellos decía, llorando, con lágrimas de furia, de
resignación, de asco, de vergüenza, de odio: “Y cuando desperté…”
Con
qué horror el dinosaurio vio al público entero corear el remate de
la frase: “… todavía estaba ahí”.
Lo
peor fue el meme, la canción (reggaeton, además), los llaveritos.
De
alguna manera apareció en su Linkedin y en su entrada en la
Wikipedia aclaraban que él era ese dinosaurio.
La
gente con quien dormía hacía siempre el mismo chiste al despertar
(“¿Sigues ahí?” ) y escuchó tantas variaciones malas sobre el
tema que dejó de acudir a fiestas y se planteó seriamente las
ventajas de la vida célibe y solitaria del anacoreta.
Tomó
demasiado café y las noches le parecían pobladas de risas y se
negaba a dormir porque era lo que había empezado todo.
La
zorra (que había sido difamada en más de una ocasión —no siempre
falsamente—) le recomendó que tuviera paciencia. La memoria de la
masa, dijo, es un conejo que corre buscando siempre otro agujero.
El
dinosaurio no entendió la metáfora, pero agradeció el consejo y se
resignó a esperar a que se cansaran de atormentarlo.
Pasó
tiempo (incluso la zorra se sorprendió) pero al fin la tormenta
empezó a amainar. El dinosaurio ya no fue tan popular y su imagen
dejó de aparecer en diarios amarillistas y sitios XXX.
Y
entonces pasó algo raro. El dinosaurio se sintió menos real
después, hubo un vacío y un ahogo cuando los reflectores se
alejaron y alguien no supo cómo completar el estribillo: “Y cuando
despertó…”
El
dinosaurio hizo un álbum de recuerdos, guardo los souvenirs y
bibelots creados con su imagen, se encontró tarareando la canción y
los chistes rancios le parecían increíblemente ingeniosos.
Ahora,
cuando se rasura frente al espejo, cuando un funcionario le pregunta
su nombre, cuando alguien duerme a su lado, el dinosaurio añora la
fama y se pregunta si él en realidad sigue ahí.
sábado, 3 de septiembre de 2022
Efectos perversos de la nicotina. Antonio Toribios.
Sólo le quedaba un cigarrillo. Se palpó el bolsillo y allí estaba, dentro del paquete blando y arrugado. Siguió escrutando la negrura, adivinando posibles signos de hostilidad entre las sombras. Trató de serenarse, pero el deseo irracional le perturbaba más y más. Miró el reloj; las 05:02, no tardaría en clarear. Sabía que había pasado lo peor, pero el ansia redoblaba su saña. Claudicó al fin y prendió un fósforo. La bala penetró en su cerebro sin violencia, como si se tratara de una visita programada de antemano. El francotirador sacó el cortaplumas y grabó una muesca más en la madera.
jueves, 1 de septiembre de 2022
Nuevos motivos por los que los poetas mienten. Hans Magnus Enzensberger
Porque el instante
en que la palabra feliz
se
pronuncia
no es nunca el instante de la felicidad.
Porque
los labios del sediento
no hablan de sed.
Porque por boca
de la clase obrera
nunca oiréis las palabras clase
obrera.
Porque el desesperado
no tiene ganas de
decir
«estoy desesperado».
Porque orgasmo y Orgasmo
son
incompatibles.
Porque el moribundo, en lugar de decir,
«me
estoy muriendo»
no emite más que un ruido sordo
que nos
resulta incomprensible.
Porque los vivos
son los que rompen
el tímpano de los muertos
con sus terribles noticias.
Porque
las palabras acuden siempre demasiado tarde
o demasiado
pronto.
Porque de hecho es otro,
siempre otro,
el que
habla,
y porque aquel de quien se habla
calla.
El hundimiento del Titanic, 2014.