Me pedís consejos, pero no te los
puedo dar en una simple carta, ni siquiera con las ideas de mis
ensayos, que no corresponden tanto a lo que verdaderamente soy sino a
lo que querría ser, si no estuviera encarnado en esta carroña
podrida o a punto de podrirse que es mi cuerpo. No te puedo ayudar
con esas solas ideas, bamboleantes en el tumulto de mis ficciones
como esas boyas ancladas en la costa sacudidas por la furia de la
tempestad. Más bien podría ayudarte (y quizá lo he hecho) con esa
mezcla de ideas con fantasmas vociferantes o silenciosos que salieron
de mi interior en las novelas, que se odian o se aman, se apoyan o se
destruyen, apoyándome y destruyéndome a mí mismo.
No
rehúyo darte la mano que desde tan lejos me pedís. Pero lo que
puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces menos que lo que
podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos,
con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires.
Te
desanimás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o
conocido (qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para
juzgarte, se siente inclinado a pensar que porque comés como él es
tu igual; o, ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es
una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el
Himalaya, observando con suficiencia la forma en que toma el
cuchillo, uno incurre en la tentación de considerarse su igual o
superior, olvidando (tratando de olvidar) que lo que está en juego
para ese juicio es el Himalaya, no la comida.
Tendrás
infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia.
La
verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales,
dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa
comprensión. Cuando aquel resentido de Sainte-Beuve afirmó que
jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac
dijo lo contrario. Pero es natural: Balzac había escrito la Comedia
Humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De
Brahms se rieron gentes semejantes a Sainte-Beuve: cómo ese gordo
iba a hacer algo importante? Hugo Wolf sentenció en el estreno de la
cuarta sinfonía: «Nunca antes en una obra lo trivial, lo vacuo y
engañoso estuvieron más presentes. El arte de componer sin ideas ni
inspiración ha encontrado en Brahms su digno representante».
Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el desdichadísimo
Schumann, afirmó que había surgido el músico del siglo. Es que
para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por
eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos:
lo hace casi siempre la posteridad, o al menos esa especie de
posteridad contemporánea que es el extranjero. La gente que está
lejos. La que no ve cómo tomás el café o te vestís. Si eso le
pasó a Stendhal y Brahms, cómo podes desanimarte por lo que diga un
simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el
primer tomo de Proust (después que Gide tirara los manuscritos al
canasto), un cierto Henri Ghéon escribió que ese autor se había
«encarnizado en hacer lo que es propiamente lo contrario de una obra
de arte, el inventario de sus sensaciones, el censo de sus
conocimientos, en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca
entero, de la movilidad de los paisajes y las almas». Es decir, ese
presuntuoso critica casi lo que es la esencia del genio proustiano.
En qué Banco de la Justicia Universal se pagará a Brahms el dolor
que sintió, que inevitablemente hubo de sentir aquella noche en que
él mismo tocaba el piano en su primer concierto para piano y
orquesta?
Cuando
lo silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms, detrás de una sola
y modesta canción de Discépolo, cuánto dolor hay, cuánta tristeza
acumulada, cuánta desolación.
Me
basta ver uno de tus cuentos. Sí, ya lo creo que un día podés
llegar a hacer algo grande. Pero estás dispuesto a sufrir todos esos
horrores? Me decís que estás perdido, vacilante, que no sabés qué
hacer, que yo tengo la obligación de decirte una palabra.
Una
palabra! Tendría que callarme, lo que podrías interpretar como una
atroz indiferencia, o tendría que hablarte durante días, o vivir
con vos durante años, y a veces hablar y a veces callar o caminar
juntos por ahí sin decirnos nada, como cuando se muere alguien que
queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias
o torpemente ineficaces. Sólo el arte de los otros artistas te salva
en esos momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (qué
espanto!) el padecimiento de los seres grandes que te han precedido
en ese calvario.
Es
entonces cuando además del talento o del genio necesitarás de otros
atributos espirituales: el coraje para decir tu verdad, la tenacidad
para seguir adelante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que
decir y de reiterado descreimiento en tus fuerzas, una combinación
de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles,
una necesidad de afecto y una valentía para estar solo, para rehuir
la tentación pero también el peligro de los grupitos, de las
galerías de espejos. En esos instantes te ayudará el recuerdo de
los que escribieron solos: en un barco, como Melville; en una selva,
como Hemingway; en un pueblito, como Faulkner. Si estás dispuesto a
sufrir, a desgarrarte, a soportar la mezquindad y la malevolencia, la
incomprensión y la estupidez, el resentimiento y la infinita
soledad, entonces sí, querido B., estás preparado para dar tu
testimonio. Pero, para colmo, nadie te podrá garantizar lo porvenir,
porvenir que en cualquier caso es triste: si fracasás, porque el
fracaso es siempre penoso y, en el artista, es trágico; si triunfás,
porque el triunfo es siempre una especie de vulgaridad, una suma de
malentendidos, un manoseo; convirtiéndote en esa asquerosidad que se
llama un hombre público, y con derecho (con derecho?) un chico como
vos mismo eras al comienzo te podrá escupir. Y también deberás
aguantar esa injusticia, agachar el lomo y seguir produciendo tu
obra, como quien levanta una estatua en un chiquero. Leé a Pavese:
«Haberte vaciado por entero de vos mismo, porque no sólo has
descargado lo que sabés de vos sino también lo que sospechás y
suponés, así como tus estremecimientos, tus fantasmas, tu vida
inconciente. Y haberlo hecho con sostenida fatiga y tensión, con
cautela y temblor, con descubrimientos y fracasos.
Haberlo
hecho de modo que toda la vida se concentrara en este punto, y
advertir que es como nada si no lo acoge y da calor un signo humano,
una palabra, una presencia. Y morir de frío, hablar en el desierto,
estar solo día y noche como un muerto».
Pero
sí, oirás de pronto esa palabra —como ahora, donde esté Pavese
oye la nuestra—, sentirás la anhelada presencia, el esperado signo
de un ser que desde otra isla oye tus gritos, alguien que entenderá
tus gestos, que será capaz de descifrar tu clave. Y entonces tendrás
fuerzas para seguir adelante, por un momento no sentirás el gruñido
de los cerdos. Aunque sea por un fugitivo instante, verás la
eternidad.
No
sé cuándo, en qué momento de desilusión Brahms hizo sonar esas
melancólicas trompas que oímos en el primer movimiento de su
primera sinfonía. Quizá no tuvo fe en las respuestas, porque tardó
trece años (trece años!) para volver sobre esa obra. Habría
perdido la esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído
risas a sus espaldas, habría creído advertir equívocas miradas.
Pero aquel llamado de las trompas atravesó los tiempos y de pronto,
vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprendemos que,
por deber hacia aquel desdichado tenemos que responder con algún
signo que le indique que lo comprendimos.
Estoy
mal, ahora. Mañana, o dentro de un tiempo seguiré.
lunes
de mañana
Estuve
en el jardín, empezaba a aclarar. Ese silencio de la madrugada me
hace bien: el amistoso compañerismo de los cipreses, de la
araucaria; aunque de pronto me entristece ver a ese gigante aquí,
como un gran león en una jaula, cuando debería estar en las grandes
montañas de la Patagonia, en la noble y solitaria frontera con
Chile. Releo lo que te escribí hace un tiempo y me avergüenzo un
poco del patetismo. Pero así me salió y así lo dejo. También
releo las cartas que me enviaste en este lapso, los pedidos de
auxilio. «No sé bien lo que quiero.» Y quién lo sabe, de
antemano? Y aun después. Delacroix decía que el arte se asemeja a
la contemplación mística, que va desde la confusa plegaria a un
Dios invisible hasta las precisas visiones de los momentos
teopáticos.
Partís
de una intuición global, pero no sabés lo que realmente querés
hasta que concluís, y a veces ni siquiera entonces. En la medida en
que partís de esa intuición, el tema precede a la forma. Pero al ir
avanzando verás cómo la expresión lo enriquece, crea a su vez el
tema, hasta que, al concluir, es imposible separarlos.
Y
cuando se lo intenta, o hay literatura «social» o hay literatura
bizantina. Dos calamidades. Qué sentido tiene escindir la forma del
fondo en Hamlet?
Shakespeare
tomaba sus argumentos de autores de tercer orden. Cuál es su
contenido? El argumento del infeliz precursor? Lo que pasa con los
sueños: cuando despertamos, lo que burdamente se recuerda es el
«argumento», algo tan distinto al verdadero sueño como el tema de
ese pobre diablo a la obra de Shakespeare. Lo que lleva al fracaso
los intentos de ciertos psicoanalistas, que intentan develar aquel
enigmático mito de la noche con los balbuceos que le cuentan.
Imaginate que se pretendiera investigar los secretos del alma de
Sófocles con el relato de un espectador. Ya lo dijo Hölderlin:
somos dioses cuando soñamos y mendigos cuando estamos despiertos.
A
la misma condición se deben los fracasos de ciertos traslados
(siniestra palabra) de obras esencialmente literarias al cine. Viste
Santuario? No quedó más que el folletín, lo que se suele
llamar el asunto de la novela. Y digo lo que se suele llamar porque
el asunto es la novela toda, con sus riquezas y esplendores, con sus
implicaciones recónditas, con las infinitas reverberaciones de sus
palabras, sonidos y colores, no esos famosos y presuntos «hechos».
No hay temas grandes y temas pequeños, asuntos sublimes y asuntos
triviales. Son los hombres los que son pequeños, grandes, sublimes o
triviales. La «misma» historia del estudiante pobre que mata a una
usurera puede ser una mera crónica policial o Crimen y Castigo.
Como
observarás, las comillas son frecuentes y casi inevitables en esta
clase de falsos problemas, y están revelando que no son nada más
que eso: falsos problemas. Y en rigor, tal como es la existencia de
complicada, y de hueco o hipócrita el lenguaje, tendríamos que
estar usándolas todo el tiempo. O inventar, como hizo Xul Solar,
algún recurso más sutil para sugerir que descreemos irónicamente
del vocablo, o para aludir perversamente a su deterioro semántico:
vocales intermedias, como la ü o la ö alemanas, con
lo que Golda Meir resulta un müjer y Paul Bourget un grän
escritör. Xul fue un espíritu generoso que dejó su genio en la
conversación, y al que muchos han plagiado sin confesarlo, como esos
que roban a quien les da hospitalidad.
Que
no seas capaz, como me decís, de escribir sobre «cualquier tema»
es un buen indicio, no un motivo de desaliento. No creas en los que
escriben sobre cualquier cosa. Las obsesiones tienen sus raíces muy
profundas, y cuanto más profundas menos numerosas son. Y la más
profunda de todas es quizá la más oscura pero también la única y
todopoderosa raíz de las demás, la que reaparece a lo largo de
todas las obras de un creador verdadero: porque no te estoy hablando
de los fabricantes de historias, de los «fecundos» fabricantes de
teleteatros o de best-sellers a medida, esas prostitutas del arte.
Ellos sí pueden elegir el tema. Cuando se escribe en serio, es al
revés: es el tema que lo elige a uno. Y no debés escribir una sola
línea que no sea sobre obsesión que te acosa, que te persigue desde
las más oscuras regiones, a veces durante años. Resistí, esperá,
poné a prueba esta tentación; no vaya a ser una tentación de la
facilidad, la más peligrosa de todas las que deberás rechazar. Un
pintor tiene lo que se llama «facilidad» para pintar, como un
escritor para escribir. Cuidado con ceder. Escribí cuando no
soportés más, cuando comprendás que te podés volver loco. Y
entonces volvé a escribir «lo mismo», quiero decir volvé a
indagar, por otro camino, con recursos más poderosos, con mayor
experiencia y desesperación, en lo mismo de siempre.
Porque,
como decía Proust, la obra de arte es un amor desdichado que
fatalmente presagia otros. Los fantasmas que suben desde nuestros
antros subterráneos, tarde o temprano se presentarán de nuevo, y no
es difícil que consigan un trabajo más adecuado para sus
condiciones. Y los planes abandonados, los bocetos abortados,
volverán para encarnarse menos defectuosamente.
Y
no te preocupés por lo que te puedan decir los astutos, los que se
pasan de inteligentes: que siempre escribís sobre lo mismo. Claro
que sí! Es lo que hicieron Van Gogh y Kafka y todos los que deben
importar, los severos (pero cariñosos) padres que cuidan de tu alma.
Las obras sucesivas resultan así como las ciudades que se levantan
sobre las ruinas de las anteriores: aunque nuevas, materializan
cierta inmortalidad, asegurada por antiguas leyendas, por hombres de
la misma raza, por crepúsculos y amaneceres semejantes, por ojos y
rostros que retornan, ancestralmente.
Por
eso es estúpido lo que suele creerse de los personajes. Habría que
responder por una sola vez, con arrogancia, «Madame Bovary soy yo»,
y punto. Pero no es posible, no te será posible: cada día vendrá
alguien para inquirir, para preguntarte, si ese personaje salió de
aquí o de allá, si es el retrato de esta o aquella mujer, si en
cambio vos estás «representado» por ese hombre que por ahí parece
un melancólico espectador. Ya eso forma parte del manoseo a que me
referí antes, del infinito y casi laberíntico malentendido que es
toda obra de ficción.
Los
personajes! En un día del otoño de 1962, con la ansiedad de un
adolescente, fui en busca del rincón en que había «vivido» Madame
Bovary. Que un chico busque los lugares en que padeció un personaje
de novela es ya asombroso; pero que lo haga un novelista, alguien que
sabe hasta qué punto esos seres no han existido sino en el alma de
su creador demuestra que el arte es más poderoso que la reputada
realidad.
Así,
cuando desde lo alto de una colina de Normandía divisé por fin la
iglesia de Ry, mi corazón se oprimió: por el enigmático poder de
la creación literaria aquella aldea alcanzaba la cumbre de las
pasiones humanas y también sus simas más tenebrosas. Allí había
vivido y sufrido alguien que, de no haber sido animado por el
poderoso y atormentado espíritu de un artista, habría pasado de la
nada a la nada, como tantos otros; del mismo modo que un médium
insignificante, en el momento de trance, poseído por espíritus más
grandes que él, dice palabras y es convulsionado por pasiones que su
pequeña alma habría sido incapaz de sentir.
Dicen
que Flaubert visitó aquella aldea, que vio gentes del lugar, que
entró en la farmacia donde su personaje un día compraría el
veneno. Me imagino cuántas veces sentado en lo alto de una de
aquellas colinas, quizá en el mismo lugar donde me detuve a
contemplar por primera vez aquel pueblo insignificante, habrá
meditado sobre la vida y la muerte, a propósito de aquella criatura
que estaba destinada a encarnar muchas de sus propias tribulaciones.
Esa dulce y amarga voluptuosidad de imaginar un destino nuevo: si él
hubiese sido mujer; si hubiera estado desposeído de otros atributos
(cierto amargo cinismo, cierta feroz lucidez); si, en fin, en lugar
de novelista hubiese estado condenado a vivir y morir como una
pequeña burguesa de provincia.
Pascal
afirma que la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone
nuestro nacimiento, nuestro carácter, nuestra circunstancia, que no
podemos eludir. Sólo el creador puede apostar otra vez, al menos en
el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser locos o suicidas o
criminales en la existencia que les tocó, al menos lo son en esos
intensos simulacros.
Cuántas
ansiedades propias iba a encarnar en el cuerpo de aquella pobre
romanticona de aldea. Imaginemos por un instante su sombría infancia
en aquel Hótel-Dieu, en aquel hospital de Rouen. Lo estuve
observando con atención, con temblorosa meticulosidad. El anfiteatro
daba al jardín del ala que ocupaba su familia. Trepado a la reja con
sus hermanas, fascinado, Gustave contemplaba aquellos cadáveres
podridos. Allí, en aquel momento, habrá para siempre prendido en su
alma esa ansiedad por el tránsito del tiempo, allí se habrá
grabado macabra y sórdidamente ese mal metafísico que mueve a casi
todos los grandes creadores a rescatarse por el arte: la sola
potencia que parece salvarnos de la transitoriedad y de la inevitable
muerte: que j’ai gardé la forme et l’essence divine de mes
amours décomposés...
Tal
vez desde aquella verja, observando la corrupción, Gustave se hizo
aquel niño tímido y reconcentrado que dicen que fue: distante e
irónico, arrogante, con la conciencia de su precariedad pero también
de su poderío. Leé sus mejores obras, no esos muestrarios de
epítetos, esas aburridas joyerías de palabras, sino las páginas
más duras de esa despiadada novela, y advertirás que es aquel niño
a la vez sensible y desilusionado el que describe la crueldad de la
existencia con una especie de rencoroso placer. La melancolía y la
tristeza son el telón de fondo. El mundo le repugna, lo hiere, lo
fastidia: arrogantemente, decide hacer otro, a su imagen y semejanza.
No hará la competencia al estado civil, como, con candorosa
injusticia hacia su propio genio, pretendió Balzac, sino al mismo
Dios. Para qué crear si esta realidad que nos fue dada nos
satisface? Dios no escribe ficciones: nacen de nuestra imperfección,
del defectuoso mundo en que nos obligaron a vivir.
Yo
no pedí que me nacieran, ni vos: nos trajeron a la fuerza.
Y
no vayas a creer que Flaubert escribió la historia de aquella pobre
diabla, porque se lo pidieron: escribió porque tuvo la súbita
intuición de que en aquella historia policial podía escribir su
propia y secreta historia policial, ridiculizándose a sí mismo con
la crueldad con que sólo un gran neurótico puede hablar de su yo,
caricaturizándose en aquella insignificante neurótica de provincia,
que, como él, amaba los países lejanos y los lugares remotos. Releé
el capítulo VI y lo verás a él en ese gusto por otros tiempos y
sitios, por viajes y sillas de posta, con raptos y mares exóticos:
la ilusión romántica en toda su pureza, tal como aquel chico
encaramado en la verja la sintió para siempre. El tema de su novela
es así el de su propia existencia, el distanciamiento cada día
mayor entre su vida real y su fantasía. Los sueños convertidos en
torpes realidades, los amores sublimes transformados en irrisorios
lugares comunes. Qué podía hacer la pobre infeliz sino suicidarse?
Y con ese sacrificio de aquella pobrecita, de aquella desamparada, de
aquella ridícula romántica de pueblo, Flaubert (tristemente) se
salva.
Se
salva… Es manera de decir, es una manera apresurada de ver las
cosas, como nos pasa siempre, en cuanto nos descuidamos. Yo sé, en
cambio, lo que con lágrimas en los ojos habría murmurado mi madre,
pensando no ya en Emma sino en él, en el pobre y sobreviviente
Flaubert: «Que Dios lo ayude!» El choque del alma romántica con el
mundo asume así su sarcástica disonancia, con sádica furia. Para
destruir o para ridiculizar sus propias ilusiones monta la escena de
la feria, caricatura de la existencia burguesa: allá abajo, los
discursos municipales; arriba, en la ventana del sórdido cuarto de
hotel, la otra retórica, la de Rodolphe, que enamora a Emma con
frases hechas. La atroz dialéctica de la trivialidad, con que el
romántico Flaubert, con horrorosas muecas, se mofa del falso
romanticismo, como un espíritu religioso puede llegar a vomitar en
una iglesia repleta de beatos. Ahí lo tenés a Flaubert. El patrono
de los objetivistas!
Y
te ruego, dicho sea de paso, que no vuelvas a mencionar esa palabra:
más o menos como venirme a hablar del subjetivismo de la ciencia.
Tené el orgullo de pertenecer a un continente que en países tan
pequeños y desvalidos, como Nicaragua y Perú, ha dado poetas tan
gigantescos como Darío y Vallejo. De una vez por todas, seamos
nosotros mismos! Que el señor Robbe-Grillet no nos venga a decir
cómo hay que hacer una novela. Que nos deje en paz. Y, sobre todo,
que chicos de talento como vos dejen de una vez de escuchar con
respeto sagrado lo que nos ordena esta cruza de bizantinos y
terroristas. Si los bárbaros tuvieron tan grandes creadores fue
precisamente porque estaban lejos de esas cortes de exquisitos: pensá
en los rusos, en los escandinavos, en los norteamericanos.
Olvidate,
pues, de esas órdenes que vienen desde París, vinculadas a perfumes
y modas en la vestimenta.
Objetivismo
en el arte! Si la ciencia puede y debe prescindir del yo, el arte no
puede hacerlo, y es inútil que se lo proponga como un deber. Esa
«impotencia» es precisamente su virtud. Palabra más o menos,
Fichte decía que los objetos del arte son creaciones del espíritu,
y Baudelaire consideraba al arte como una magia que involucra al
creador y al mundo. Esas misteriosas grutas que habitan las criaturas
de Leonardo, esas azulinas y enigmáticas dolomitas que entrevemos,
como en un fondo submarino, detrás de sus ambiguos rostros, qué son
sino la expresión del espíritu de Leonardo?
Hartos
de la pura emoción y fascinados por la ciencia, se quiso que el
novelista describiera la vida de los hombres como un zoólogo las
costumbres de las hormigas. Pero un escritor profundo no puede
meramente describir la existencia de un hombre de la calle. En cuanto
se descuida (y siempre se descuida) aquel hombrecito empieza a sentir
y pensar como delegado de alguna parte oscura y desgarrada del
creador. Sólo los escritores mediocres pueden escribir simple
crónica y describir fielmente (qué palabra hipócrita!) la realidad
externa de una época o de una nación. En los grandes, su potencia
es tan arrolladora que no pueden hacerlo aunque se lo propongan. Nos
dicen que Van Gogh quería copiar los cuadros de Milet. No podía,
claro: le salían sus terribles soles y árboles, árboles y soles
que no son otra cosa que la descripción de su espíritu alucinado.
No importa lo que Flaubert haya escrito sobre la necesidad de ser
objetivo. En alguna parte de su correspondencia nos dice, en cambio,
que se ha paseado por el bosque en un día de otoño, sintiendo que
era un hombre y su amante, el caballo y las hojas que pisaba, el
viento y lo que aquellos enamorados se decían. Mis personajes me
persiguen —decía—, o más bien soy yo mismo que estoy en ellos.
Surgen
desde el fondo del ser, son hipóstasis que a la vez representan al
creador y lo traicionan, porque pueden superarlo en bondad y en
iniquidad, en generosidad y en avaricia. Resultando sorprendentes
hasta para su propio creador, que observa con perplejidad sus
pasiones y vicios. Vicios y pasiones que pueden llegar a ser
exactamente los opuestos a los que ese pequeño dios semipoderoso
tiene en su vida diaria: si es un espíritu religioso, verá surgir
ante sí un ateo enardecido; si es conocido por su bondad o por su
generosidad, advertirá en alguno de sus personajes extremas
actitudes de maldad o mezquindad. Y, lo que todavía es más
asombroso, hasta es probable que sienta una retorcida satisfacción.
Madame
Bovary c’est moi, claro. Pero también lo eran Rodolphe, con su
cínica incapacidad para aguantarse ese romanticismo de su amante. Y
el pobre Bovary, y también ese M. Homais, ese ateo de botica; porque
a fuerza de ser un desesperado romántico, a fuerza de buscar el
absoluto y no encontrarlo, Flaubert puede comprender muy bien el
ateísmo y también esa especie de ateísmo del amor que profesa el
canallita de Rodolphe.
Contemporáneos
de Balzac nos dicen (con esa gozosa complacencia con que los pequeños
se sienten agrandados al descubrir las pequeñeces de los gigantes)
que el «verdadero» Balzac era vulgar y vanidoso, como si quisieran
hacernos creer que sus grandes criaturas son las simples fantasías
de un mitómano. No: son las más genuinas emanaciones de su
espíritu, para bien y para mal. Y hasta los castillos y paisajes que
elige para sus ficciones son símbolos de sus obsesiones. Stephen
Dedalus, en el RETRATO, nos asegura que el artista, como el Dios de
la Creación, queda por encima de su obra, indiferente, arreglándose
las uñas. Irlandés macaneador! Por lo que sabemos de este genio,
tanto esa obra como el ULYSSES no son sino la proyección del propio
Joyce: de sus pasiones, de su drama, de su tragicomedia personal, de
sus ideas.
El
creador está en todo, no sólo en sus personajes. Elige el drama, el
lugar, el paisaje. En LA REPÚBLICA, Platón afirma que Dios creó el
arquetipo de la mesa, el carpintero crea un simulacro de ese
arquetipo, y el pintor un simulacro de ese simulacro. Esa es la única
posibilidad de un arte imitativo: un desvanecimiento al cubo.
Mientras que el gran arte es una vigorización. No la imitación de
la burda mesa del carpintero sino el descubrimiento de la realidad a
través del alma del artista.
De
modo que, cuando en aquel otoño de 1962, desde lo alto de una
colina, con el corazón encogido, contemplé la pequeña iglesia de
Ry; cuando callado y tembloroso entré en lo que había sido la
farmacia de M. Homais; cuando miré el sitio en que la pobre Emma
tomaba, anhelante y patética, la diligencia que la llevaba a Rouen,
no era ni una iglesia, ni una farmacia, ni una calle de aldea lo que
estaba viendo: eran los fragmentos de un espíritu inmortal, que
sentía a través de esos meros objetos del mundo exterior.
lunes
a la noche
Pasé
un día malo, querido B., me están sucediendo cosas que no puedo
explicar, pero mientras tanto y por eso mismo trato de aferrarme a
este universo diurno de las ideas. La tentación del universo
platónico! Más grande es el tumulto interior, más tremendas son
las presiones que nos acosan, más nos sentimos inclinados a buscar
un orden en las ideas. Siempre me pasó eso, pero debería decir que
siempre pasa eso. Fijate en el célebre griego armonioso con que nos
llenaron la cabeza en el colegio secundario: es un invento del siglo
XVIII, y forma parte de ese arsenal de los lugares comunes en que
encontrarás también la flema de los británicos y el espíritu de
medida de los franceses. Las mortíferas y angustiosas tragedias
griegas bastarían para aniquilar esa tontería si no tuviéramos
pruebas más filosóficas, y particularmente la invención del
platonismo. Cada uno busca lo que no tiene, y si Sócrates busca la
Razón es precisamente porque la necesita con urgencia contra sus
pasiones: todos los vicios se leían en su cara, recordarás?
Sócrates inventó la Razón porque era un insensato y Platón
repudió al arte porque era un poeta. Lindos antecedentes para estos
propiciadores del Principio de Contradicción! Como ves, la lógica
no sirve ni para sus inventores.
Conozco
bien esa tentación platónica, y no porque me la hayan contado. La
sufrí primero cuando era un adolescente, cuando me encontré solo,
masturbándome en una realidad sucia y perversa. Entonces descubrí
ese paraíso, como alguien que se ha arrastrado por un estercolero
encuentra un transparente lago donde limpiarse. Y muchos años más
tarde, cuando en Bruselas pensé que la tierra se abría bajo mis
pies, cuando aquel muchacho francés que después moriría en manos
de la Gestapo me confesó los horrores del stalinismo. Huí a París,
donde no sólo pasé hambre y frío en el invierno de 1934 sino la
desolación. Hasta que encontré a aquel portero de la École Normale
de la rue d’Ulm que me hizo dormir en su cama. Cada noche tenía
que entrar por una ventana. Robé entonces en Gibert un tratado de
cálculo infinitesimal, y todavía recuerdo el momento en que
mientras tomaba un café caliente abrí temblorosamente el libro,
como quien entra en un silencioso santuario después de haber
escapado, sucio y hambriento, de una ciudad saqueada y devastada por
los bárbaros. Aquellos teoremas fueron recogiéndome como delicadas
enfermeras recogen el cuerpo de alguien que puede tener quebrada la
columna vertebral. Y, poco a poco, por entre las grietas de mi
espíritu destrozado, empecé a vislumbrar las bellas y graves
torres.
Permanecí
en aquel reducto del silencio mucho tiempo. Hasta que me descubrí un
día escuchando (no oyendo, sino escuchando, ansiosamente escuchando)
el rumor de los hombres, allá fuera. Empezaba a sentir la nostalgia
de la sangre y de la suciedad, porque es la única forma en que
podemos sentir la vida. Y qué puede reemplazar a la vida, aun con su
pena y su finitud? Quiénes y cuántos se suicidaron en los campos de
concentración? Así estamos hechos, así pasamos de un extremo al
otro. Y en estos amargos tiempos finales de mi existencia, en varias
ocasiones volvió a tentarme aquel territorio absoluto, jamás pude
ver un observatorio sin sentir la inversa nostalgia del orden y la
pureza. Y aunque no deserté de esta batalla con mis monstruos,
aunque no cedí a la tentación de reingresar a un observatorio como
un guerrero a un convento, a veces lo hice vergonzantemente,
refugiándome en las ideas sobre la ficción: a medio camino entre el
furor de la sangre y el convento.
sábado
Me
hablás de eso que salió en la revista colombiana. Es el género de
calamidades que un día te harán caer los brazos con desaliento o
gritar con indignación. Son los escombros de la entrevista.
Extirpada la más importante parte de mis ideas, nada tiene que ver
conmigo. Sabés lo que hicimos una vez con mi amigo Itzigsohn, en mis
tiempos de estudiante? Una refutación de Marx con frases de Marx.
Por
lo que veo, estás atravesando una crisis por cuestiones que hoy se
plantea la literatura latinoamericana. Y, ya que me lo preguntás,
debo rectificar las casi cómicas afirmaciones que allí aparezco
balbuceando. He dicho siempre que las novedades de forma no son
indispensables para una obra artísticamente revolucionaria, como lo
demuestra el ejemplo de Kafka; y que tampoco bastan, como lo
demuestra tanta cosa cometida por manipuladores de signos de
puntuación y técnicas de encuadernación. Quizá no sea desacertado
comparar la obra literaria con el ajedrez: con las remanidas piezas
de siempre, un genio lo renueva. Es la obra entera de K. lo que
constituye un nuevo lenguaje, no su clásico vocabulario y su
apacible sintaxis.
Leíste
el libro de Janouch? Deberías leerlo, porque en épocas de
charlatanismo como ésta conviene volver de vez en cuando la mirada a
santos como K. o Van Gogh: no te engañarán nunca, te ayudarán a
enderezar tu rumbo, te obligarán (moralmente) a retomar una actitud
grave. En una de esas conversaciones, K. le habla a Janouch del
virtuoso, que se eleva por encima del tema con facilidad de
prestidigitador. Pero la genuina obra de arte, le advierte, no es un
acto de virtuosismo sino un nacimiento. Y cómo podría hablarse de
una parturienta que pare con virtuosismo? Eso es patrimonio de
comediantes, que parten del punto en que el verdadero artista se
detiene. Esos individuos, sostiene, conjuran con palabras una magia
de salón; mientras que un gran poeta no trafica con las emociones:
sufre la visionaria tensión del hombre con su destino.
Estas
advertencias son aún más convenientes para nosotros, los españoles
y latinoamericanos, siempre propensos al verbalismo y el macaneo.
Recordás cuando Mairena ironiza sobre «los eventos consuetudinarios
que acontecen en la rúa»?
Ahora
suelen reaparecer con el cuento de la vanguardia. Borges, que no
puede ser sospechado de desdeñar el idioma, dice de Lugones que «su
genio fue eminentemente verbal», y el contexto revela el sentido
peyorativo de esa valoración. Y de Quevedo, que «fue el más grande
artífice de la lengua», para agregar «pero Cervantes…», así,
con tres melancólicos puntos suspensivos. Si tenés presente que él
ha buscado durante días el epíteto óptimo (lo ha declarado),
concluirás conmigo que en esas confutaciones hay mucho de dolorosa
autocrítica, por lo menos al preciosismo que en él convive al lado
de sus virtudes; tendencias que precisamente son las que elogian (y
caricaturizan) sus imitadores, cuando él mismo las está rebajando
en esas laterales lamentaciones. Es que un gran escritor no es un
artífice de la palabra sino un gran hombre que escribe y él lo
sabe. Si no, cómo preferir el bárbaro Cervantes al virtuoso
Quevedo?
Machado
admiró en su hora a Darío, al que calificó de maestro incomparable
de la forma, para años después llamarlo «gran poeta y gran
corruptor», por la nefasta influencia que tuvo sobre los papanatas
que sólo mostraron y multiplicaron sus defectos. Hasta llegar al
frenesí verbal, a la hinchazón grotesca y a la caricatura: que es
el castigo que el dios de la literatura tiene para esos escolares.
Pensá en Vargas Vila, en su delirante fonorrea: el descendiente
tarado de un fundador de dinastía.
Hay
una reiterada dialéctica entre la vida y el arte, entre la verdad y
el artificio.
Una
manifestación de aquella enantiodromia de Heráclito: todo marcha
hacia su contrario en el mundo del espíritu. Y cuando la literatura
se vuelve peligrosamente literaria, cuando los grandes creadores son
suplantados por manipuladores de vocablos, cuando la gran magia se
convierte en magia de music-hall, sobreviene un impulso vital que la
salva de la muerte. Cada vez que Bizancio amenaza terminar con el
arte por exceso de sofisticación, son los bárbaros los que vienen
en su ayuda: los de la periferia, como Hemingway, o los autóctonos,
como Céline: tipos que entran a caballo, con sus lanzas
ensangrentadas, en los salones donde marqueses empolvados bailan el
minué.
No.
Cómo habría podido cometer las precariedades de ese reportaje? No
negué la renovación del arte: dije que debemos ponernos en guardia
contra varias falacias, y sobre todo contra el calificativo de
«nuevo», probablemente el que más semantemas falsos acarrea. En el
arte no hay progreso en el sentido que existe para la ciencia.
Nuestra matemática es superior a la de Pitágoras, pero nuestra
escultura no es «mejor» que la de Ramsés II. Proust hace una
caricatura de una mujer que de puro avanzada consideraba que Debussy
era mejor que Beethoven, nada más que porque llegó después. En el
arte no hay tanto progreso como ciclos, ciclos que responden a una
concepción del mundo y de la existencia. Los egipcios no esculpían
esas monumentales estatuas geométricas porque fueran incapaces de
naturalismo; como lo prueban las figuras de esclavos encontradas en
la tumbas; es que para ellos «la verdadera realidad» era la del más
allá, donde el tiempo no existe, y lo que más se parece a la
eternidad es la hierática geometría. Imaginá el momento en que
Piero della Francesca introduce la proporción y la perspectiva: no
es un «progreso» respecto al arte religioso: es nada más que la
manifestación del espíritu burgués, para el cual «la verdadera
realidad» es la de este mundo, el espíritu de gente que cree más
en un pagaré que en una misa, en un ingeniero más que en un
teólogo.
De
ahí el peligro de la palabra «vanguardia» en el arte, sobre todo
cuando se la aplica a estrictos problemas de forma. Qué sentido
tiene decir que la escultura naturalista de los griegos es un
progreso respecto a aquellas estatuas geométricas?
Por
el contrario, en el arte suele darse que lo antiguo resulta de pronto
revolucionario, como pasó en la Europa hipercivilizada con el arte
negro o polinesio.
Atención,
pues, con ese fetichismo de lo «nuevo». Cada cultura tiene un
sentido de la realidad, y dentro de ese ciclo cultural, cada artista.
Lo nuevo para Kafka no es lo que por nuevo entendía John dos Passos.
Cada creador debe buscar y encontrar su propio instrumento, el que le
permite decir realmente su verdad, su visión del mundo. Y aunque
inevitablemente todo arte se construye sobre el arte que lo ha
precedido, si el creador es genuino hará lo que le es propio, a
veces con empecinamiento casi risible para los que siguen las modas.
No te hagas mala sangre: eso rige para vestidos o peinados, no para
novelas o catedrales. Sucede, también, que es más fácil advertir
lo novedoso en lo externo, por lo cual impresionó más John dos
Passos que Kafka. Pero, como te dije, es la obra entera de K. lo que
constituyó un nuevo lenguaje. Ya en aquel romanticismo alemán hubo
un teólogo llamado Schleiermacher, que consideraba la adivinación
del conjunto como previa al examen de las partes, que es más o menos
lo que ahora dicen los estructuralistas.
Es
la totalidad lo que le confiere un sentido nuevo a cada frase y hasta
a cada palabra. Alguien observó que cuando Baudelaire escribe «En
otra parte, muy lejos de aquí!», un vocablo como «aquí» escapa a
su trivialidad en la perspectiva que Baudelaire tiene de la condición
terrenal del hombre; el signo vacío, en apariencia desprovisto de
vocación poética, es valorizado por el aura estilística de la obra
entera. Y en cuanto a K., basta pensar en las infinitas
reverberaciones metafísicas y teológicas que hace emanar de una
palabra tan desgastada, de un cliché de procuradores como «proceso»…
No
es entonces que no acepte las novedades: no acepto que me
mistifiquen, que no es lo mismo. Y además sucede que cada día menos
soporto la frivolidad en el arte, y sobre todo cuando se lo mezcla
con la Revolución. (Observá, de paso, que las palabras suelen
empezar en mayúscula, la triste experiencia las rebaja a la
minúscula, para terminar finalmente, a más tristes experiencias,
entre comillas.) Que una mujer esté a la moda, es natural; que lo
haga un artista, es abominable.
Mirá
lo que pasa en la plástica. Con dramáticas excepciones, se ha
convertido en un arte de élites en el peor sentido, en una especie
de irónico rococó semejante al que dominaba los salones del siglo
XVII. Es decir, lejos de ser un arte de vanguardia es un arte de
retaguardia! Y, como siempre sucede en esas condiciones, un arte
menor: sirve para divertir, para pasar el rato, entre guiñadas de
los que están en la cosa. En aquellos salones se reunían señores
hartos de la vida, para chismorrear y para tomarlo todo en joda. Se
elaboraban acrósticos ingeniosos, epigramas y juegos de palabras,
parodias de la Eneida, se proponían temas y había que hacer
versos. Una vez se hicieron 27 sonetos sobre la (hipotética) muerte
de un loro. Una actividad que es al gran arte como los fuegos
artificiales al incendio de un orfanato.
Musique
de table, nada que perturbara la digestión. La gravedad era
ridiculizada, el ingenio suplantaba al genio, que siempre es de mal
gusto. Mientras la pobre gente se moría de hambre o era torturada en
las mazmorras, un arte de esa naturaleza sólo puede ser considerado
como una perversidad del espíritu y putrefacta decadencia. Hay que
decir en defensa de aquella raza, sin embargo, que no se consideraban
paladines de la Revolución que se venía. Hasta en eso tenían buen
gusto, lo que no puede decirse de los que hoy hacen lo mismo. Aquí,
sin ir más lejos, en Buenos Aires, jóvenes que se pretenden
revolucionarios (que al menos se pretendían en ese momento: es
probable que ya tengan buenos empleos y se hayan casado
honorablemente) recibieron con alborozo el proyecto de una novela que
podría leerse de adelante para atrás o de atrás para adelante.
Hablan de las masas y de las villas miseria, pero, como aquellos
marqueses, son podridos y decadentes exquisitos. En la última bienal
de Venecia alguien expuso un mongoloide en una silla sobre una
tarima. Cuando se llega a esos extremos, se comprende que nuestra
entera civilización se derrumba.
Ya
ves contra qué clase de novedades hablé con ese señor de la
entrevista. Creyó que era un reaccionario porque tenía ganas de
vomitar. Pero es frente a esta Academia de la Antiacademia cuando
necesitarás quizá recurrir de nuevo a ese coraje de que te hablé
desde el comienzo, fortaleciéndote con el recuerdo de los grandes
desventurados del arte, como Van Gogh, que sufrieron el castigo de la
soledad por su rebeldía mientras estos seudorrebeldes son mimados
por las revistas especializadas, viven fastuosamente a costa del
pobre burgués que insultan y fomentados por esa sociedad de consumo
que pretenden combatir y de la que terminan siendo sus decoradores.
Entonces
se reirán de vos. Pero vos mantenete firme y recordá que «ce
qui paraîtra bientôt le plus vieux c’est qui d’abord aura paru
le plus moderne».
De
este modo quizá no seas un escritor de tu tiempito, pero serás un
artista de tu Tiempo, del apocalipsis del que de alguna manera
deberás dejar tu testimonio, para salvar tu alma. La novela se sitúa
entre el comienzo de los tiempos modernos y su fin, corriendo
paralelamente a la creciente profanación (qué significativa
palabra!) de la criatura humana, a este pavoroso proceso de
desmitificación del mundo. Y por eso terminan en la esterilidad los
intentos de juzgar la novela de hoy en términos estrechamente
formales: hay que situarla en esta formidable crisis total del
hombre, en función de este gigantesco arco que empieza con el
cristianismo.
Porque
sin el cristianismo no habría existido la conciencia intranquila,
sin la técnica que caracteriza a estos tiempos modernos no habría
habido ni desacralización ni inseguridad cósmica ni soledad ni
alienación. De este modo, Europa inyectó en el relato legendario o
en la simple aventura épica la inquietud psicológica y metafísica,
para producir un género nuevo (ahora sí que debemos emplear ese
calificativo!) que tendría como destino la revelación de un
territorio fantástico: la conciencia del hombre.
Dijo
Jaspers que los grandes dramaturgos griegos ofrecían un saber
trágico, que no sólo emocionaba a sus espectadores sino que los
transformaba, convirtiéndose así en educadores de su pueblo. Pero
luego, sostiene, ese saber trágico se transmutó en fenómeno
estético, y tanto el poeta como su auditorio abandonaron su grave
actitud primigenia para proporcionar imágenes sin sangre. Esto no es
cierto, porque una obra como El Proceso no es menos grave que
Edipo Rey. Pero es cierto, en cambio, para el arte que en cada
momento de refinamiento se convirtió en simple manifestación del
esteticismo y del bizantinismo. Es a la luz de esta doctrina que
debés enjuiciar la literatura de nuestro continente.
Abaddón el exterminador, 1974.
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