No, -dijo el sacerdote-, no hay que considerar que todo es verdad, sólo necesario.
-Una triste opinión- dijo K-. La mentira se convierte en orden del mundo.
Franz Kafka
En febrero del año pasado empecé las clases de literatura alemana en la universidad. Bajaba en bicicleta hasta la facultad incluso en invierno, cuando hacía frío y en mi pelo había escarcha. Mi mundo estaba constituido por la soledad. Había una especie de ascetismo tranquilo y había la impresión de un orden y un pureza esencial en mis actos. La mentira aún estaba lejos. Ésta es la historia de una mentira.
En clase, dejaba de escuchar a la profesora cuando sonaban las campanas de la catedral. Un limbo, un paréntesis momentáneo del que no se podía prescindir. Después volvía a atender y a lo mejor alguien estaba leyendo un fragmento de Schiller, o la profesora me miraba con una cara hermosa, despierta, viva; una cara que decía mucho más de lo que yo pudiera adivinar nunca.
Ella era joven y débil. Ella era la lentitud con la que se movía por la clase, porque toda su energía era pensamiento. Siempre recordaré cómo sostenía la tiza con la punta de los dedos, los voluptuosos círculos de sus manos para trazar la palabra Kafka. Solía escribir en la pizarra el nombre de los autores que íbamos a estudiar porque algunos alumnos no sabíamos nada, ni siquiera lo que significaba estar en la universidad. Ahora puedo aventurarme: es una fiesta, un ritual báquico pero sin orgías, o un pequeño camposanto donde se entierran los expedientes, en orden, por jerarquía y valor: desde el mausoleo heroico para las matrículas de honor, hasta la tierra baldía de la expulsión. (Y me gustaría que alguien dejara una flor).
Porque aquella mañana era especialmente fría y porque ella era muy débil escribió la palabra “Kafka” con los dedos congelados, con detenimiento, miedo, devoción. Luego se giró y nos miró ensimismada como un árbol viejo y sabio. Y no dijo nada. Pero yo entendí que en el aula 114, en literatura alemana, Kafka era nuestro pequeño Yahvé.
Después bajó de la tarima y apoyando los muslos en el pupitre, acercando su realidad física peligrosamente a nuestras caras, nos dijo que si no queríamos hacer el examen, podíamos hacer un trabajo libre sobre aquel autor. Algo que me impresione, por favor, añadió girando la cara hacia la ventana, aunque la persona estaba bajada, cosa que, aunque su gesto ya había sido significativo, añadió un poso trágico al momento. Supe que para poder tener mejor nota, ser celebrado, tenía que hacer el trabajo, y no sólo eso: también tenía que impresionarla. No debería olvidarlo, es obvio que yo quería su admiración, la de los alumnos, la del pueblo, en última estancia la del mundo.
Volví a casa rápido, adelantando a coches y peatones. Sólo los patos y el río volaban más rápido que yo, pero eso era razonable entre tanta artificialidad. El único libro de Kafka que tenía en casa era una recopilación de las cartas que escribió a su amada, Milena. Lo abrí al azar y encontré una imagen que me impresionó. Kafka escribía una breve posdata en la que indicaba su dirección de Praga a Milena: Estaré sentado en el número 6 de Altstader Ring, en el tercer piso, frente al escritorio, con la carta entre las manos.
No sabía nada más de aquel autor. No había leído nada de él. Mi única relación con él había sido hasta entonces una broma que compartí con mis compañeros de clase. Cuando íbamos a la cafetería a tomar algo decíamos: ¿Vamos a la Kafkatería? Alguien inventó este término porque dijo que le parecían absurdas las cafeterías, la disposición geométrica de las mesas y las sillas, y las voces levantándose como nubes de lluvia en un cielo azul.
Inicialmente deseché la idea de hacer el trabajo. No tenía sentido hacerlo, no tenía nada que decir, nada que añadir, ponderar, evaluar. Para mí Kafka sólo era una frase en la cabeza y una cafetería humeante.
Al día siguiente, en clase, la profesora subió a la tarima. Hacía cada día más frío y ahora creo que ese era el motivo de su peligrosa lentitud. Escribió en la pizarra: Handke. Después se paró e, inclinando un poco su espalda sencilla y erótica, escribió en el ángulo, otra vez pero con letra más pequeña: Kafka.
Cartas breve para un largo adiós, se titulaba el libro de Handke que teníamos que analizar. Ella nos preguntó si nosotros escribíamos cartas de amor. Un compañero de clase confesó que él escribía mensajes abreviados con el móvil, que ese era su máximo logro poético, y todos nos reímos con la sonoridad vacía de quien no quiere reconocer la realidad compartida, sórdida y portátil. Sobre todo eso: portátil.
-Deberíais escribir cartas, no sólo de amor, expresaros por extenso, haceros comprender y comprenderos -dijo la profesora.
Me acordé de las cartas de amor de Kafka a Milena. Pensé por un momento en escribirle una carta a la profesora (de amor, por supuesto), luego decidí que era inviable.
Al volver a casa cogí otra vez el libro y seguí leyendo. Mañana continúo, pero si espero hasta pasado mañana no me vaya a “odiar” por ello, se lo ruego. Así dejé el libro, pensando en que quizá sí podría hacer el trabajo sobre Kafka. Sin embargo, no sabía por dónde empezar, ni qué tema tratar. Llevado por la ambición, una locura insólita se apoderó de mí, y en ella distinguí los vestigios del diablo. Leí rápidamente, en Internet (oh, la conexión múltiple de las distancias, el abrazo poderoso al código binario), algunos comentarios breves acerca de la lógica en Kafka y construí un pequeño texto plagiario a partir de ellos. Tardé tanto rato que al final tuve la impresión equívoca de que el texto había sido una creación propia. Eso sentiría Dios si de pronto despertara y observara nuestras ciudades, la ropa, el pan de las panaderías, los vagabundos, la literatura.
Por la mañana le entregué el trabajo a la profesora con una mezcla de orgullo y culpa. Qué velocidad, dijo, y yo contesté, escudado tras una cara homogénea, impasible, que me gustaba mucho Kafka.
-¿Ah, sí? -preguntó ella.
-Sí- y me quedé callado. Para no hacer el ridículo añadí enseguida:
-Me parece fascinante su relación con Milena, las cartas de amor que le escribía.
-Vaya, entonces sí que sabes algunas cosas sobre cartas de amor.
Recuerdo el movimiento de mi cara y de mi brazo como pretendiendo quitar importancia al asunto, pero también como deseando más adulación. Miserable.
-Me sobrecoge -empecé a decirle- una escena en la que Kafka indica su dirección a Milena y le dice al final: Estaré sentado con la cara entre las manos.
Eso, en verdad, ero lo único que sabía de Kafka, y entonces ya era un impostor y ella no tenía ni idea de mi ignorancia. Pálido salí de clase con un pretexto simple y volví a casa. Pensé que había estado mal plagiar el trabajo y después simular de aquella manera descarada, pero también pensé que con la mentira había conseguido algo: trazar un puente hasta la profesora. Hacía tiempo que no mentía y apenas me acordaba de las cicatrices y la sangre que provocaban las mentiras, el estigma en la frente que queda.
Al día siguiente, después de clase, ella se acercó a mí y me dijo que el trabajo era magnífico, que no pensaba que alguien tan joven pudiera escribir algo así. Con modestia me liberé de culpa diciendo que había consultado muchas fuentes, que apenas era mío. Pero ella insistió:
-Es magnífico. Tenemos que publicarlo.
-¡No! -contesté alertado- Quiero decir, sí.
-¿Qué ocurre?
-...No creo en la publicación, quiero quedarme en la sombra.
-Vaya, ¿entonces también piensas como Kafka?
¿De qué me estaba hablando? Le seguí la corriente y dije:
-Sí, claro, no quiero publicar nada, como Kafka.
-¿Y también querrás quemarlo todo antes de morir?
-Sí, dije, y mi mano y mi cuerpo entraban en el pozo-. Todo.
Silencio. Después de ese silencio teatral añadí:
-Incluso este trabajo que nunca debe ver la luz.
-¿Por qué? Si es sobresaliente -preguntó ella.
No sabía ni por qué ni cómo, lo que yo quería era irme a casa con mi bicicleta. Sin embargo, algo tenía que contestar. Cuanto más misterioso y hermético, mejor:
-Cuando yo escribo, señora profesora -del debilitado corazón mío, quise añadir-, estoy como en un castillo asediado. ¿Usted le daría sus documentos a un señor que está fuera del castillo? ¡No! Eso sería terrible para los habitantes del castillo. ¿Qué rey estaría dispuesto a hacer eso? ¡Qué locura! En fin, debo irme, adiós.
Volví a la tranquilidad de mi casa. No sólo había plagiado y mentido, sino que además ahora la profesora pensaba que yo también era un Kafka. Y también un loco y un lunático por decir lo del castillo, por marcharme de aquella forma. Tuve miedo de pronto. Pensé que no podría durar mucho aquel engaño y que tal vez un día, quizá mañana -qué rápido es el mundo también para la gente lenta de movimientos-, llegaría a clase y ella me llamaría y me acusaría de ser un farsante. ¡Delante de todos! Y me expulsaría para siempre de su clase de literatura alemana. Para siempre. La vergüenza es un sentimiento atroz. Por eso, cuando alguien se cae al suelo, vuelve a levantarse y lo primero que hace es mirar alrededor, buscar los testigos del accidente. Y si hay testigos, lo primero que busca en ellos es su boca, no para besarla, sino esperando desesperadamente que no sea alargada ni tenga forma de barco con la proa alzada, de risa contenida.
Me fui a la cama aterrorizado. Tuve un sueño. Soñé que ella llamaba al timbre de mi casa aterrorizado. Tuve un sueño. Soñé que ella llamaba al timbre de mi casa repetidas veces, que golpeaba la puerta con tanta fuerza que hacía un agujero en la madera, en el hierro, en la intimidad. Y entraba en el número 6 de Altstader Ring buscándome por todas las habitaciones. Al final del sueño me encontraba por fin, en un rincón, sentado junto a mi escritorio, con la cabeza entre las manos.
Llegó el día y con él la luz cubriendo mi oscuridad y en clase me senté cerca de la puerta. Decidí escaparme antes de que terminara la clase. Pero la profesora, nada más llegar, justo al entrar por la misma puerta que debía ser mi escapatoria -qué ironía-, se acercó a mí y me dijo:
-Después tenemos que hablar.
Temblando asistí a la clase, mientras ella, desde la tarima, hablaba de Peter Hadke. Cuando sonó la catedral marcando el tránsito de los momentos (no como un paréntesis sino como un purgatorio), cada sonido de la campana me pareció un universo dolorido pariendo un planeta, y cada vez que la profesora me miraba creía ver en sus ojos, bellos como nunca, la perversidad golpeando el centro de mi culpa, como diciendo: después continuamos con nuestra conversación, o quizá: después terminamos con nuestra conversación, mentiroso mentiroso mentiroso.
Acabó la clase y todos se fueron a la felicidad de los bares. Me quedé solo con ella. Se acercó y me dijo:
-Hablemos un poco de Kafka.
-Sí. -contesté hipnotizado.
-¿Qué piensas de su vida?
Estuve un momento con los ojos muy abiertos, mirándola (de cerca era hermosa, me recordaba a una manzana) y decidí decir algo ambiguo:
-Perfecta.
(No se me ocurrió nada más ocurrente).
-¿En serio? -dijo ella-, ¿perfecta? ¿Te parece perfecta con todo ese peso y esa culpa que le atenazaban?
Pensé otra vez: Cuanto más hable yo, y más abstracta y breve sea la conversación, mejor. Así que contesté:
-Todos llevamos un peso y a todos nos atenaza la culpa. Sí. Yo me siento culpable todos los día… y más ahora, ¡mucho más! -cerré el puño-, porque tengo que irme de repente al médico y me llena de culpabilidad no poder hablar con usted de Kafka, señora profesora. Y… ¿sabe qué? -añadí confiado, exaltado, irónico, un tanto infantil, melancólico- mañana continuaremos con esta conversación, y si eso no ocurre hasta dentro algunos días porque mañana es el fin de semana, no me vaya a odia por ello, se lo ruego.
-Espera- empezó a decir ella, pero yo ya me había escapado por las calles frías de la ciudad con mi bicicleta plateada.
Debería haber confesado, pero la mentira era cada día más grande y la sangre derramada era mayor, y era imposible detener la hemorragia. (Dicen que a Napoleón, al ser daltónico, le gustaba ver los campos de batalla llenos de sangre porque así le parecía que la hierba crecía más “resplandeciente”).
Discurriendo por las calles de la ciudad pensé que la única forma de contrarrestar una mentira era, o confesarla y recibir el castigo, o transformarla en verdad y no recibir el castigo. Por eso paré en una librería y compré dos volúmenes con la obra completa de Kafka.
Estuve leyendo todo el fin de semana. No salí, ni aprecié ningún crepúsculo ni ningún amanecer. Bajé la persiana (para añadir un poso trágico al momento). Durante la semana siguiente no fui a clase de literatura, fingí estar enfermo en melancólicos correos electrónicos que enviaba a la profesora y a mis compañeros.
De la lectura de Kafka dos son las palabras que pude destacar: tautología y expiación. Leyéndolo comprendí mejor el mecanismo de la culpa que, precisamente por su causa, me atenazaba. Había una terrible tensión y a la vez una alegría mientras me iba abriendo camino por sus aguas. El conocimiento inundando las cavernas de mis mentiras, culpa ahogándose entre las olas, y el sueño de una conversación profunda y extensa con la profesora. Hablemos de Kafka, señora profesora, hablemos sin cesar de Kafka, toda la tarde y toda la noche. Pero, por favor, pongámonos antes cómodos en mi cama con colchón de plumas. ¿Tiene frío? ¿Qué ocurrirá si sus dedos se congelan? Hace demasiado frío y la nieve nos rodea y a lo lejos se alza el castillo. Avisaré la sirvienta. ¡Frieda! Mi celda, también es mi fortaleza.
Conmocionado, pero contento, pero triste, me levanté una mañana de la semana siguiente para volver a clase, sin miedo ni culpa, dispuesto a entrar triunfalmente en el aula 114 como alguien que llega de muy lejos y de muy hondo (el invierno es cruel en el castillo). Las campanas de la catedral sonaron claras y armónicas, como una mano que pulsa una lira en el oído, o como un seno joven que aparece un momento entre las ropas. Y los ojos de la profesora me explicaban que alguien nos pone sin nuestro consentimiento en el mundo, pero que luego ¿quién quiere marcharse? Hablaba alegremente de W. G. Sebald, de la tragedia judía. La señora Schrader vio cómo una bomba caía sobre su cine y, aún así, con la sala medio destruida, proyectó la película donde unos bailarines giraban y giraban. Al final de la clase, sin pausas publicitarias ni créditos finales, la profesora me invocó.
-¿Cómo está? ¿Ha recibido mis e-mails? He estado enfermo, con muchas fiebre.
-Escucha.
-Sí, sí, ¡hablemos de Kafka! ¿Se acuerda de la última escena de El Proceso, cuando los dos esbirros lo van a…?
-Escúcheme, por favor.
-¿Qué ocurre?
-Copiaste el trabajo, ¿no?
Decidme qué ocurre cuando uno aparece desnudo en el valle. Los animales te rodean y se interrogan entre sí. Uno se pregunta ¿qué hago aquí? Y mira al aire libre. Donde antes había un resplandor muy verde y ahora sólo impera una nube, y pregunta: ¿Quiero ser alguien como una vez fui?
-Lo copiaste. Y además quisiste engañarme.
-Pero yo he estad…
-No hay nada que discutir. Buenos días.
Sí. me gustaría ser alguien como una vez fui. Hablar de lo que sé y explorar lo que no sé.
-Pero escuche.
-Nos veremos en el examen.
-¡No! Escuche. He estad…
-Adiós.
Y salí en busca de mi bicicleta, avergonzado, entre cuerpos calientes que ya no reconocía. Había, hacia el aparente vacío, una luz deforme y detrás quedaba el cuerpo de la profesora, ya inalcanzable para mí tras los muros de la facultad.
Yo mataré monstruos por ti, 2010.
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