“Mira,
mira qué pájaro tan hermoso, allí, en el árbol, allí arriba; qué
colores”, casi gritaste corriendo hacia la ventana, llamándome a
la ventana.
Habíamos
pasado un rato en silencio, y escuchábamos a los pájaros cantar
fuera, en aquella neblina, con aquel viento. “Esos pobres
petirrojos se obstinan en cantar –había observado yo-. Por más
que llueva y haga un viento frío, ellos cantan: reclaman la
primavera prometida.” Y fue entonces cuando viste tú agitarse allá
al fondo, grande, azul, en lo alto de una rama, a ese pájaro de
belleza única, y me atrajiste a compartir tu admiración, tu júbilo.
Pero
en seguida pudimos darnos cuenta de que no era tal ave. Lo que se
movía en el árbol extendiendo y agitando con frenesí su oscuro
azul, no era un ave; era quizá un trapo, un jirón de tela prendido
a las ramas en el viento.
Por
consolarte, te dije yo (y así lo sentía): “Querida: es más
hermoso y me gusta más que si hubiera sido de verdad, porque ese
pájaro lo has creado tú, tú lo has inventado, es obra tuya.”
Pero al mismo tiempo que te lo decía me acudió este pensamiento: Si
no seré yo también una invención de tus ojos magos, y algún día,
en algún momento...
El jardín de las delicias. Francisco Ayala, 1971.
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