Porque el que se ensalzare
será humillado, y el que se humillare será ensalzado.
(S.
Mateo, v. XII, c. XIII.)
Había
salido del hospital el día de Corpus Christi, y volvía, envejecida
y macilenta, pero ya curada, a casa de su ama, a seguir nuevamente su
vida miserable, su vida miserable de prostituta. En su rostro, todas
las miserias; en su corazón, todas las ignominias.
Ni
una idea cruzaba su cerebro; tenía solamente un deseo de acabar, de
descansar para siempre sus huesos enfermos. Quizá hubiera preferido
morir en aquel hospital inmundo, en donde se concrecionaban los
detritus del vicio, que volver a la vida.
Llevaba
en la mano un fardelillo con sus pobres ropas, unos cuantos harapos
para adornarse. Sus ojos, acostumbrados a la semioscuridad, estaban
turbados por la luz del día.
El
sol amargo brillaba inexorable en el cielo azul.
De
pronto, la mujer se encontró rodeada de gente, y se detuvo a ver la
procesión que pasaba por la calle. ¡Hacía tanto tiempo que no la
había visto! ¡Allá en el pueblo, cuando era joven y tenía alegría
y no era despreciada! ¡Pero aquello estaba tan lejos!…
Veía
la procesión que pasaba por la calle, cuando un hombre, a quien no
molestaba, la insultó y le dio un codazo; otros, que estaban cerca,
la llenaron también de improperios y de burlas.
Ella
trató de buscar, para responder a los insultos, su antigua sonrisa,
y no pudo más que crispar sus labios con una dolorosa mueca, y echó
a andar con la cabeza baja y los ojos llenos de lágrimas.
En
su rostro, todas las miserias; en su corazón, todas las ignominias.
Y
el sol brillaba inexorable en el cielo azul.
En
la procesión, bajo el sol brillante, lanzaban destellos los mantos
de las vírgenes bordados en oro, las cruces de plata, las piedras
preciosas de los estandartes de terciopelo. Y luego venían los
sacerdotes con sus casullas, los magnates, los guerreros de uniforme
brillante, todos los grandes de la tierra, y venían andando al
compás de una música majestuosa, rodeados y vigilados por
bayonetas, espadas y sables.
Y
la mujer trataba de huir; los chicos la seguían gritando,
acosándola, y tropezaba y sentía desmayarse; y, herida y destrozada
por todos seguía andando con la cabeza baja y los ojos llenos de
lágrimas.
En
su rostro, todas las miserias; en su corazón, todas las ignominias.
De
repente, la mujer sintió en su alma una dulzura infinita, y se
volvió y quedó deslumbrada, y vio luego una sombra blanca y
majestuosa que la seguía y que llevaba fuera del pecho el corazón
herido y traspasado por espinas.
Y
la sombra blanca y majestuosa, con la mirada brillante y la sonrisa
llena de ironía, contempló a los sacerdotes, a los guerreros, a los
magnates, a todos los grandes de la tierra, y, desviando de ellos la
vista, y acercándose a la mujer triste, la besó, con un beso
purísimo, en la frente.
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