Era una tarde de espléndido sol.
Ella cruzó la calle con pasos ligeros. Una muchacha bonita, ninguna cosa del otro mundo, pero bonita. Su sombra, muy alargada y ni remotamente tan bonita como ella, la siguió con la proverbial fidelidad de las sombras (aunque, como veremos, también ahí hay excepciones).
En sentido contrario, cruzó la calle un señor algo obeso. También a él lo siguió su sombra, una sombra nada obesa, sino, al contrario, tan alargada como la de la muchacha bonita. Entonces, sucedió algo imprevisto: la sombra del señor algo obeso vio a la de la muchacha bonita. Fue como un relámpago. En el mismo instante nació su decisión: abandonar a su señor y amo y seguir, desde ese momento y para siempre, y ahora sí con aquella proverbial fidelidad, a la sombra de la muchacha bonita. ¿Lo que pasó después? No sabemos si el señor algo obeso se dio cuenta de que ya no tenía una sombra. Tal vez se lo comunicó, con mucho tacto, algún buen amigo, y puede ser que le haya contestado: “¿Y qué? Si no me faltara otra cosa…”. O, a lo mejor, dijo: “Sabes, en nuestro mundo de hoy me parece una desgracia muy relativa. Además, tiene antecedentes literarios”.
En cuanto a la muchacha bonita, estamos seguros de que no se percató de que la están acompañando dos sombras, es tan distraída. Las sombras, eso lo sé de fuente segura, están más que contentas, y a veces viven momentos de verdadera felicidad: cuando la posición del sol les permite unirse amorosamente.
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