domingo, 30 de agosto de 2020

El final de una guerra. Jesús Fernández Santos.

El muchacho se quitó las pieles de carnero que calzaba, sacando del macuto un par de alpargatas viejas y zurcidas.
El compañero le miró. Iba a decirle algo pero a su vez, tras un último vistazo, dejó el fusil contra la pared de la chabola, saludándole con un irónico ademán de despedida.
—Hasta la vista… —y alzando desde el suelo un lío de ropa, todo su equipaje, preguntó al chico—: ¿Vamos hasta la cocina?
—Andando.
Lucían las estrellas sobre la negra retama del pinar. El muchacho, caminando, se preguntaba si aquellas luces en lo alto, serían capaces de orientar hasta Madrid el rumbo de los dos.
A sus espaldas, el frente dormía. Disparos lejanos, solitarios, traían de vez en cuando el recuerdo de una guerra remota, en la que nadie, bajo los pinos, había llegado a intervenir. Sólo cambios de frente, mudanzas locales de trincheras húmedas a sucios parapetos, aburridos relevos cada quince días y un hambre larga, insatisfecha, harta de pan y de café, de sopas y naranjas. Rumores de rendición, de nocturnas deserciones, pasando el frente hacia la otra zona o huyendo hasta Madrid para esperar el final de la guerra.
—¿Tú crees que acertaremos el camino?
El compañero ajustaba su paquete para llevarlo sobre el hombro.
—Acertaremos. Si no nos pillan los del control.
—¿Tú qué piensas hacer en Madrid?
—Ya te lo diré cuando lleguemos.
—¿Y al furriel, le conoces? ¿No irá con el cuento al comandante?
—Ese es de confianza… Un amigo. Si él pudiera se venía con nosotros, pero tiene la familia aquí, en un pueblo cerca.
—Además los furrieles viven bien.
—Te diré: como generales…
Tardaban en llegar a las cocinas. Por fin, tras un recodo cubierto de troncos calcinados, llegó el olor hiriente del aceite frito. El hogar, entre las sucias tiendas de los pinches, dejó escapar un tibio resplandor al soplo de la brisa.
—Están durmiendo…
—No puede ser. Le dije que venía.
El compañero, sin titubeos, se dirigió a una de las tiendas.
—Ramón —dijo en un susurro.
El furriel les miraba ahora desde sus ojos pequeños y brillantes, sucio, dormido, despeinado, desperezándose bajo la luna.
—Bueno, os daré el pan, pero si os cogen, de mí ni una palabra, que ya me liaron más de una vez, por bueno.
Aún siguió protestando, mientras sacaba de los sacos el pan caliente y tierno. Los chuscos relucientes parecieron al muchacho un grado superior en el ejército, como si de pronto a él y al compañero les hubiesen encomendado una misión difícil, un trabajo especial, privilegiado.
El apretón de manos selló las gracias pero a poco, cuando ya comenzaban a alejarse, un siseo insistente les detuvo. Al borde de las tiendas el furriel les hacía señas. Volvieron sobre sus pasos y el cabo se acercó a medio camino.
—¿Pero dónde vais?
Los dos se miraron confusos.
—¿Lleváis salvoconducto? —preguntó todavía.
—No… —confesó el muchacho.
—Si lo lleváramos, ¿para qué íbamos a andar escondiéndonos?
—¿Ningún papel…?
—Nada…
—Estáis locos. —Por un momento miró arrepentido el pan que aún llevaban en la mano—. Por ahí vais derechos al control. —Hizo un silencio y luego añadió de mala gana—: Venid conmigo…
Fueron bajando tras el suave declive que cubría la espalda de las tiendas, hasta desembocar en las oscuras fauces de un barranco. Su aliento húmedo trajo el eco de la última recomendación.
—¡… Y a ver si abrís los ojos! La semana pasada empapelaron a tres.
—¿Les formaron expediente?
—¿Por qué? ¿Por bajar a buscar comida?
—Eso dijeron ellos —en el tono del furriel pudo percibirse una clara alusión a ambos—, pero les condenaron.
—¿Les cayó mucho?
—El batallón disciplinario… Allí están, en primera línea, llevando troncos toda la santa noche hasta las trincheras. De modo que espabilar…
—Hasta la vista.
—¡Suerte…!
—¿Quieres algo para Madrid?
—Recuerdos a la Cibeles.
El muchacho iba pensando, mientras caminaban, en los trabajos del batallón disciplinario. Recordaba a los hombres luchando para alzar los rollizos de pino sobre el talud desnudo de las zanjas, su silencio, el fatigoso ir y venir bajo la oscuridad de las nubes que cubrían la luna. A veces la claridad se hacía de improviso y los soldados quedaban inmóviles, esperando tal vez un disparo de más allá que nunca llegaba. Cierto día, sin embargo, llegó y fue el único muerto que vio en el frente el muchacho. La bala le pasó de sien a sien, comiéndole la cara, y el sargento dijo, como en un responso.
—Para este ya terminó la guerra…
La garganta parecía hundirse cada vez más, siguiendo el curso del arroyo, y ellos procuraban orientarse apartándose poco de su murmullo, torciendo sólo cuando las zarzas se hacían más espesas en la orilla.
—¿Tú crees que vamos bien?
—No hay más que seguir hasta dar con la carretera.
Pero la carretera tardó casi dos horas en aparecer. El compañero lo estaba comprobando, con el reloj junto a los ojos, al resplandor de las estrellas.
—¿Pasará algún camión?
—Mejor será andar otro poco.
—Quien pueda… —respondió el chico, y descalzando las alpargatas, mostró al otro sus pies hinchados.
—Hay que seguir un kilómetro o dos por si nos queda algún control cerca todavía.
—El furriel dijo que saldríamos pasados todos.
—Del furriel no me fío.
—Antes sí te fiabas… Además no puedo dar un paso.
—¡Valiente recluta eres tú!
—¿Y quién dice que lo sea? —clamó el chico con rabia.
—Vamos a echarnos un poco. Vamos a esas chabolas.
Eran dos nidos de ametralladora, vacíos, inundados por las últimas lluvias. En el rincón más seco encendieron fuego, comiendo medio chusco. El sueño les llegó antes de romper la madrugada.
El destello de luz, al despertarles, hirió sus ojos con una sensación casi dolorosa. Se alzaron aún aturdidos por el sueño, desconcertados por el rayo brillante que les apuntaba desde la puerta.
—¿Qué hacéis aquí vosotros?
Aún vinieron otras preguntas antes de que pudieran responder. Lo hizo el compañero, medroso, disciplinado, como correspondía al tono autoritario del que sostenía la linterna.
—Bajamos a buscar comida…
Se detuvo sin saber qué trato adjudicarle. Estuvo a punto de decir: «Mi comandante».
Fuera, a la luz del día, supieron que se trataba de un sargento. Sargento de Carabineros, Comandante Jefe de la Plaza, y la Plaza un pueblo silencioso, con cuartel instalado en un viejo convento. Ahora se hallaba evacuado por los bombardeos y aparte del sargento, sólo quedaban perros sonámbulos y ancianos con escopeta al hombro, senil somatén a la puerta del Ayuntamiento.
En la Plaza Mayor, dos que tomaban el sol se alzaron viendo llegar al militar con los dos soldados.
—¿Dónde está el alcalde?
—Servidor. —Se adelantó uno de ellos.
—¿Quiere abrir el portal?
El viejo empujó la pesada hoja de castaño.
—Pase usted, sargento.
—Le dejo estos dos desertores a su cargo. Usted responde de ellos. Usted es responsable en caso de fuga. ¿Me entiende?
—Sí, señor, como mande.
Salió a la claridad, de nuevo, sin mirarles y aún se alejaban sus pisadas sobre la grava de la calzada cuando el compañero comenzó a maldecir. Maldijo de su vida, del muchacho, de su negra suerte, del sargento.
—Por ti, por tus cochinos pies nos vemos así. ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió traerte!
—¡Mala hora la mía! ¿Quién me dijo de venir contigo? ¿Quién me lo dijo? ¿Quién me lo dijo?
El muchacho gritaba sin convicción, un poco anonadado, sólo para frenar los denuestos del otro, y ni él, ni el compañero intentaron huir por la puerta aún entornada, defendida tan sólo por el anciano que con la escopeta entre las piernas, contemplaba absorto la escena.
—¿De qué brigada sois? —se decidió a preguntar. Le dijeron de mala gana el número.
—¿Lleváis mucho tiempo por aquí?
—Ya va para un año. ¿No tendrá nada que comer?
—Algo hay…
Fuera, en el sol de la plaza, otros hombres de la edad del centinela pugnaban por hablar con los presos a través de la ventana.
—¿Sabéis algo del frente? ¿Sabéis cuándo licencian?
—¿Conoces a Manuel Sotoca?
—¡Mala suerte tuvisteis!
—¿Y a su primo José?
—¿Qué os hacen? ¿Qué os dijo el sargento?
—¿Qué hay del bombardeo?
Sólo cuando lo preguntaron, recordó el muchacho las casas destruidas a la entrada del pueblo.
—Tiraban al cuartel —explicó el guardián—, pero no le acertaron.
—¿Y qué hay de esa comida? —preguntó, a su vez, el compañero.
—Ya viene de camino.
Trajeron una fuente de patatas guisadas con huevos fritos y media hogaza. Vino un niño con nueces. Más allá de la reja, el viejo centinela dormitaba.
—¡Eh! —llamó a los presos, enderezándose de pronto—, me voy a comer, si algo necesitáis, con una voz os oigo. Yo vivo enfrente.
Probó la puerta y viéndola cerrada, se alejó cruzando la plaza.
—¿Volverá?
—Sí, con el sargento.
—¿Qué nos harán?
—No sé.
—La voz del compañero se volvió opaca, temerosa.
—¿Tú crees que nos caerá lo que a los otros?
—¿Qué otros?
—¿Los que nos dijo el furriel?
—¿Y yo qué sé? ¡Déjame en paz ya con tus historias!
El muchacho pensaba en la vida tranquila allá en el frente. Al hambre, a fin de cuentas, podía acostumbrarse; más difícil era hacerse a aquella incertidumbre, al destino próximo, pendiente de la vuelta del sargento.
El compañero se había tumbado en el suelo de madera, luchando por dormir, pero también los pensamientos debían andar rondando su cabeza porque, a veces, abría los ojos y miraba a lo lejos como si pudiera ver algo más allá de la habitación, muy lejos, tras los muros.
De pronto se incorporó, yendo hasta la ventana súbitamente. Un rumor lejano llegaba hasta la celda.
—Pronto vuelve ese —se lamentó el muchacho.
El compañero no respondió. Su rostro había cambiado el malhumor por un gesto nervioso, preocupado.
—¿Qué nos harán? Di —insistía el muchacho a su espalda—. ¿Qué nos harán? ¿Tú crees que nos fusilan?
—Escucha, desgraciado, escucha.
Un múltiple rumor venía por el aire, como si el horizonte avanzara zumbando sobre el pueblo. Con la primera explosión, el muchacho, desde la reja, comenzó a gritar. Su voz se mantuvo sobre el ámbito ardiente de la plaza desierta hasta que el fragor final trajo el silencio, el polvo, el rumor de los cascotes, de la metralla, cayendo sobre la tierra, sobre las casas abiertas al cielo del verano, sobre los muros rotos, sobre los cuerpos desgarrados, muertos.

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