El muchacho se quitó las pieles de carnero que calzaba, sacando del
macuto un par de alpargatas viejas y zurcidas.
El compañero le
miró. Iba a decirle algo pero a su vez, tras un último vistazo,
dejó el fusil contra la pared de la chabola, saludándole con un
irónico ademán de despedida.
—Hasta la vista…
—y alzando desde el suelo un lío de ropa, todo su equipaje,
preguntó al chico—: ¿Vamos hasta la cocina?
—Andando.
Lucían las
estrellas sobre la negra retama del pinar. El muchacho, caminando, se
preguntaba si aquellas luces en lo alto, serían capaces de orientar
hasta Madrid el rumbo de los dos.
A sus espaldas, el
frente dormía. Disparos lejanos, solitarios, traían de vez en
cuando el recuerdo de una guerra remota, en la que nadie, bajo los
pinos, había llegado a intervenir. Sólo cambios de frente, mudanzas
locales de trincheras húmedas a sucios parapetos, aburridos relevos
cada quince días y un hambre larga, insatisfecha, harta de pan y de
café, de sopas y naranjas. Rumores de rendición, de nocturnas
deserciones, pasando el frente hacia la otra zona o huyendo hasta
Madrid para esperar el final de la guerra.
—¿Tú crees que
acertaremos el camino?
El compañero
ajustaba su paquete para llevarlo sobre el hombro.
—Acertaremos. Si
no nos pillan los del control.
—¿Tú qué
piensas hacer en Madrid?
—Ya te lo diré
cuando lleguemos.
—¿Y al furriel,
le conoces? ¿No irá con el cuento al comandante?
—Ese es de
confianza… Un amigo. Si él pudiera se venía con nosotros, pero
tiene la familia aquí, en un pueblo cerca.
—Además los
furrieles viven bien.
—Te diré: como
generales…
Tardaban en llegar a
las cocinas. Por fin, tras un recodo cubierto de troncos calcinados,
llegó el olor hiriente del aceite frito. El hogar, entre las sucias
tiendas de los pinches, dejó escapar un tibio resplandor al soplo de
la brisa.
—Están durmiendo…
—No puede ser. Le
dije que venía.
El compañero, sin
titubeos, se dirigió a una de las tiendas.
—Ramón —dijo en
un susurro.
El furriel les
miraba ahora desde sus ojos pequeños y brillantes, sucio, dormido,
despeinado, desperezándose bajo la luna.
—Bueno, os daré
el pan, pero si os cogen, de mí ni una palabra, que ya me liaron más
de una vez, por bueno.
Aún siguió
protestando, mientras sacaba de los sacos el pan caliente y tierno.
Los chuscos relucientes parecieron al muchacho un grado superior en
el ejército, como si de pronto a él y al compañero les hubiesen
encomendado una misión difícil, un trabajo especial, privilegiado.
El apretón de manos
selló las gracias pero a poco, cuando ya comenzaban a alejarse, un
siseo insistente les detuvo. Al borde de las tiendas el furriel les
hacía señas. Volvieron sobre sus pasos y el cabo se acercó a medio
camino.
—¿Pero dónde
vais?
Los dos se miraron
confusos.
—¿Lleváis
salvoconducto? —preguntó todavía.
—No… —confesó
el muchacho.
—Si lo lleváramos,
¿para qué íbamos a andar escondiéndonos?
—¿Ningún papel…?
—Nada…
—Estáis locos.
—Por un momento miró arrepentido el pan que aún llevaban en la
mano—. Por ahí vais derechos al control. —Hizo un silencio y
luego añadió de mala gana—: Venid conmigo…
Fueron bajando tras
el suave declive que cubría la espalda de las tiendas, hasta
desembocar en las oscuras fauces de un barranco. Su aliento húmedo
trajo el eco de la última recomendación.
—¡… Y a ver si
abrís los ojos! La semana pasada empapelaron a tres.
—¿Les formaron
expediente?
—¿Por qué? ¿Por
bajar a buscar comida?
—Eso dijeron ellos
—en el tono del furriel pudo percibirse una clara alusión a
ambos—, pero les condenaron.
—¿Les cayó
mucho?
—El batallón
disciplinario… Allí están, en primera línea, llevando troncos
toda la santa noche hasta las trincheras. De modo que espabilar…
—Hasta la vista.
—¡Suerte…!
—¿Quieres algo
para Madrid?
—Recuerdos a la
Cibeles.
El muchacho iba
pensando, mientras caminaban, en los trabajos del batallón
disciplinario. Recordaba a los hombres luchando para alzar los
rollizos de pino sobre el talud desnudo de las zanjas, su silencio,
el fatigoso ir y venir bajo la oscuridad de las nubes que cubrían la
luna. A veces la claridad se hacía de improviso y los soldados
quedaban inmóviles, esperando tal vez un disparo de más allá que
nunca llegaba. Cierto día, sin embargo, llegó y fue el único
muerto que vio en el frente el muchacho. La bala le pasó de sien a
sien, comiéndole la cara, y el sargento dijo, como en un responso.
—Para este ya
terminó la guerra…
La garganta parecía
hundirse cada vez más, siguiendo el curso del arroyo, y ellos
procuraban orientarse apartándose poco de su murmullo, torciendo
sólo cuando las zarzas se hacían más espesas en la orilla.
—¿Tú crees que
vamos bien?
—No hay más que
seguir hasta dar con la carretera.
Pero la carretera
tardó casi dos horas en aparecer. El compañero lo estaba
comprobando, con el reloj junto a los ojos, al resplandor de las
estrellas.
—¿Pasará algún
camión?
—Mejor será andar
otro poco.
—Quien pueda…
—respondió el chico, y descalzando las alpargatas, mostró al otro
sus pies hinchados.
—Hay que seguir un
kilómetro o dos por si nos queda algún control cerca todavía.
—El furriel dijo
que saldríamos pasados todos.
—Del furriel no me
fío.
—Antes sí te
fiabas… Además no puedo dar un paso.
—¡Valiente
recluta eres tú!
—¿Y quién dice
que lo sea? —clamó el chico con rabia.
—Vamos a echarnos
un poco. Vamos a esas chabolas.
Eran dos nidos de
ametralladora, vacíos, inundados por las últimas lluvias. En el
rincón más seco encendieron fuego, comiendo medio chusco. El sueño
les llegó antes de romper la madrugada.
El destello de luz,
al despertarles, hirió sus ojos con una sensación casi dolorosa. Se
alzaron aún aturdidos por el sueño, desconcertados por el rayo
brillante que les apuntaba desde la puerta.
—¿Qué hacéis
aquí vosotros?
Aún vinieron otras
preguntas antes de que pudieran responder. Lo hizo el compañero,
medroso, disciplinado, como correspondía al tono autoritario del que
sostenía la linterna.
—Bajamos a buscar
comida…
Se detuvo sin saber
qué trato adjudicarle. Estuvo a punto de decir: «Mi comandante».
Fuera, a la luz del
día, supieron que se trataba de un sargento. Sargento de
Carabineros, Comandante Jefe de la Plaza, y la Plaza un pueblo
silencioso, con cuartel instalado en un viejo convento. Ahora se
hallaba evacuado por los bombardeos y aparte del sargento, sólo
quedaban perros sonámbulos y ancianos con escopeta al hombro, senil
somatén a la puerta del Ayuntamiento.
En la Plaza Mayor,
dos que tomaban el sol se alzaron viendo llegar al militar con los
dos soldados.
—¿Dónde está el
alcalde?
—Servidor. —Se
adelantó uno de ellos.
—¿Quiere abrir el
portal?
El viejo empujó la
pesada hoja de castaño.
—Pase usted,
sargento.
—Le dejo estos dos
desertores a su cargo. Usted responde de ellos. Usted es responsable
en caso de fuga. ¿Me entiende?
—Sí, señor, como
mande.
Salió a la
claridad, de nuevo, sin mirarles y aún se alejaban sus pisadas sobre
la grava de la calzada cuando el compañero comenzó a maldecir.
Maldijo de su vida, del muchacho, de su negra suerte, del sargento.
—Por ti, por tus
cochinos pies nos vemos así. ¡Maldita sea la hora en que se me
ocurrió traerte!
—¡Mala hora la
mía! ¿Quién me dijo de venir contigo? ¿Quién me lo dijo? ¿Quién
me lo dijo?
El muchacho gritaba
sin convicción, un poco anonadado, sólo para frenar los denuestos
del otro, y ni él, ni el compañero intentaron huir por la puerta
aún entornada, defendida tan sólo por el anciano que con la
escopeta entre las piernas, contemplaba absorto la escena.
—¿De qué brigada
sois? —se decidió a preguntar. Le dijeron de mala gana el número.
—¿Lleváis mucho
tiempo por aquí?
—Ya va para un
año. ¿No tendrá nada que comer?
—Algo hay…
Fuera, en el sol de
la plaza, otros hombres de la edad del centinela pugnaban por hablar
con los presos a través de la ventana.
—¿Sabéis algo
del frente? ¿Sabéis cuándo licencian?
—¿Conoces a
Manuel Sotoca?
—¡Mala suerte
tuvisteis!
—¿Y a su primo
José?
—¿Qué os hacen?
¿Qué os dijo el sargento?
—¿Qué hay del
bombardeo?
Sólo cuando lo
preguntaron, recordó el muchacho las casas destruidas a la entrada
del pueblo.
—Tiraban al
cuartel —explicó el guardián—, pero no le acertaron.
—¿Y qué hay de
esa comida? —preguntó, a su vez, el compañero.
—Ya viene de
camino.
Trajeron una fuente
de patatas guisadas con huevos fritos y media hogaza. Vino un niño
con nueces. Más allá de la reja, el viejo centinela dormitaba.
—¡Eh! —llamó a
los presos, enderezándose de pronto—, me voy a comer, si algo
necesitáis, con una voz os oigo. Yo vivo enfrente.
Probó la puerta y
viéndola cerrada, se alejó cruzando la plaza.
—¿Volverá?
—Sí, con el
sargento.
—¿Qué nos harán?
—No sé.
—La voz del
compañero se volvió opaca, temerosa.
—¿Tú crees que
nos caerá lo que a los otros?
—¿Qué otros?
—¿Los que nos
dijo el furriel?
—¿Y yo qué sé?
¡Déjame en paz ya con tus historias!
El muchacho pensaba
en la vida tranquila allá en el frente. Al hambre, a fin de cuentas,
podía acostumbrarse; más difícil era hacerse a aquella
incertidumbre, al destino próximo, pendiente de la vuelta del
sargento.
El compañero se
había tumbado en el suelo de madera, luchando por dormir, pero
también los pensamientos debían andar rondando su cabeza porque, a
veces, abría los ojos y miraba a lo lejos como si pudiera ver algo
más allá de la habitación, muy lejos, tras los muros.
De pronto se
incorporó, yendo hasta la ventana súbitamente. Un rumor lejano
llegaba hasta la celda.
—Pronto vuelve ese
—se lamentó el muchacho.
El compañero no
respondió. Su rostro había cambiado el malhumor por un gesto
nervioso, preocupado.
—¿Qué nos harán?
Di —insistía el muchacho a su espalda—. ¿Qué nos harán? ¿Tú
crees que nos fusilan?
—Escucha,
desgraciado, escucha.
Un múltiple rumor
venía por el aire, como si el horizonte avanzara zumbando sobre el
pueblo. Con la primera explosión, el muchacho, desde la reja,
comenzó a gritar. Su voz se mantuvo sobre el ámbito ardiente de la
plaza desierta hasta que el fragor final trajo el silencio, el polvo,
el rumor de los cascotes, de la metralla, cayendo sobre la tierra,
sobre las casas abiertas al cielo del verano, sobre los muros rotos,
sobre los cuerpos desgarrados, muertos.
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