Que el rojo amanecer adivine
lo que vamos a
hacer,
cuando esta luz
azul de estrellas muera
y todo haya
acabado.
1.
¡Hay tantas cosas
imposibles de explicar! ¿Por qué ciertos acordes musicales me hacen
pensar en los tonos ocres y dorados del follaje de otoño? ¿Por qué
la Misa de Santa Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre
cavernas cuyas paredes relumbran con irregulares masas de plata
virgen? ¿Qué hay en el rugido y agitación de Broadway a las seis
en punto que me hace imaginar destellos de un silencioso bosque
bretón donde el sol se filtra a través del follaje de primavera y
Sylvia, inclinada sobre un lagarto verde con una expresión entre
curiosa y tierna, murmura: «¡Y pensar que esto también es una
criatura del Señor!»?
Cuando vi por
primera vez al vigilante, estaba de espaldas a mí. Le miré con
indiferencia hasta que entró en la iglesia. No le presté más
atención que a cualquier otro hombre que holgazaneara por Washington
Square aquella mañana, y cuando cerré la ventana y regresé al
retrato ya lo había olvidado. Más tarde, a última hora de la tarde
y tras un día caluroso, volví a abrir la ventana y me apoyé en el
alféizar para respirar un poco de aire. Había un hombre apostado en
el atrio de la iglesia, y volví a mirarle con el mismo desinterés
de la mañana. Eché la vista al otro lado de la plaza donde el agua
de la fuente reverberaba, y entonces, con la mente plagada de vagas
imágenes de árboles, caminos de asfalto y grupos en movimiento de
enfermeras y veraneantes, me dispuse a regresar a mi caballete.
Cuando me giré, mi apática mirada incluyó al hombre apostado en el
atrio de la iglesia.
Tenía el rostro
vuelto hacia mí en esos momentos, y con un movimiento totalmente
involuntario me incliné para observarle. En ese mismo instante, él
levantó la cabeza y me miró. Instantáneamente pensé en un gusano
necrófago. No podría precisar qué era lo que me repelía de él,
pero la imagen de un grueso gusano necrófago blanco se hizo tan
intensa y nauseabunda que probablemente me cambió la expresión de
la cara, porque el hombre apartó su hinchado rostro con un
movimiento que me recordó al de una perturbada larva de castaña.
Regresé a mi
caballete y coloqué a la modelo en su pose. Tras trabajar durante un
rato me convencí de que estaba arruinando tan rápidamente como era
posible lo que ya había hecho; cogí una espátula y raspé el color
de nuevo. Las tonalidades de la carne parecían macilentas e insanas,
y no entendía cómo había podido pintar un color tan enfermizo en
un retrato que antes había resplandecido con tonalidades saludables.
Miré a Tessie. Ella
no había cambiado, y un pálido rubor de salud coloreó su cuello y
mejillas mientras yo la observaba con el ceño fruncido.
—¿He hecho algo
mal? —dijo ella.
—No… Me he hecho
un lío con este brazo, y que me aspen si entiendo cómo he podido
pintar en el lienzo semejante barrizal —contesté.
—¿Es que no poso
bien? —insistió ella.
—Por supuesto que
sí, perfectamente.
—¿Entonces no es
mi culpa?
—No. Es mía.
—Lo siento —dijo
ella.
Le dije que podía
descansar mientras aplicaba un trapo y aguarrás a la zona infectada
del lienzo, y ella salió a fumarse un cigarro y echar un vistazo a
las ilustraciones del Courier Français.
No sé si había
algo en el aguarrás o se trataba de un defecto del lienzo, pero
cuanto más frotaba, más parecía extenderse la gangrena. Rasqué
como un castor para sacarla, pero la enfermedad parecía propagarse
de un miembro a otro del retrato ante mis ojos. Alarmado, luché por
detenerla, pero entonces el color del pecho cambió y toda la figura
pareció absorber la infección como una esponja sumergida en agua.
Trabajé vigorosamente con la paleta, aguarrás y una rasqueta,
pensando en todo momento en el tremendo rapapolvo que iba a echar a
Duval, quien me había vendido el lienzo. Pero pronto advertí que no
era el lienzo lo que estaba defectuoso, ni siquiera los colores de
Edward. «Debe de ser el aguarrás», pensé malhumorado, «o bien
mis ojos se han deslumbrado y confundido tanto por la luz de la tarde
que ni tan siquiera puedo ver correctamente». Llamé a Tessie, la
modelo. Ella entró y se apoyó sobre mi asiento exhalando anillos de
humo en el aire.
—¿Qué le ha
estado haciendo? —exclamó.
—Nada —gruñí—,
¡debe ser este aguarrás!
—Qué color más
horrible tiene ahora —continuó—. ¿No le parece que mi piel
parece queso verde?
—No, no lo creo
—dije enfadado—, ¿es que alguna vez me has visto pintar de esa
forma?
—¡No, claro que
no!
—¡Pues bien,
entonces!
—Debe ser el
aguarrás, o algo así —admitió ella.
Se cubrió con una
túnica japonesa y se acercó a la ventana. Yo rasqué y froté hasta
que me sentí cansado; finalmente cogí los pinceles y los lancé
rompiendo el lienzo mientras profería maldiciones, de las cuales
Tessie tan sólo alcanzó a oír el tono.
Sin embargo,
inmediatamente comenzó a renegar:
—¡Ya está bien
de maldecir, hacer el tonto y arruinar sus pinceles! Lleva tres
semanas con ese retrato, ¡y mire ahora! ¿De qué sirve que destroce
el lienzo? ¡Qué criaturas más caprichosas son los artistas!
Me sentí tan
avergonzado como habitualmente me sentía tras semejante explosión,
y gire el arruinado lienzo hacia la pared. Tessie me ayudó a limpiar
los pinceles, y luego se alejó dando saltitos para vestirse. Desde
detrás del biombo me ofreció consejos sobre la pérdida total o
parcial de nervios, hasta que, pensando quizás que ya me había
atormentado lo suficiente, salió para suplicarme que le abotonara
desde la cintura hasta el hombro, donde ella no alcanzaba.
—Todo empezó a ir
mal desde el momento en que regresó de la ventana y comentó algo
sobre aquel hombre del atrio de aspecto horrible —afirmó ella.
—Sí,
probablemente haya embrujado el cuadro —dije bostezando. Miré mi
reloj.
—Son más de las
seis, lo sé —dijo Tessie, ajustándose el sombrero delante del
espejo.
—Sí —contesté—,
siento haberte retenido tanto tiempo —me apoyé sobre la ventana,
pero retrocedí asqueado porque el joven con el rostro pálido seguía
de pie junto al atrio. Tessie advirtió mi gesto de desaprobación y
se inclinó sobre la ventana.
—¿Es ése el
hombre que no le gusta? —susurró, y yo asentí—. No puedo verle
la cara, pero parece gordo y blando. Por alguna razón —continuó,
volviéndose a mirarme— me recuerda un sueño… un terrible sueño
que tuve en una ocasión. Ó quizás… —reflexionó mirando sus
hermosos zapatos—, ¿fue realmente un sueño?
—¿Cómo quieres
que yo lo sepa? —sonreí.
Tessie me devolvió
la sonrisa.
—Usted estaba en
él —dijo ella—, así que quizás puede que supiera algo.
—¡Tessie!
¡Tessie! —protesté—, ¡no te atrevas a adularme diciendo que
sueñas conmigo!
—Pero es cierto
—insistió ella—, ¿quiere que se lo cuente?
—Adelante
—repliqué, y se encendió un cigarrillo.
Tessie se echó
hacia atrás apoyándose sobre el alféizar de la ventana abierta y
comenzó a hablar muy seria.
—Una noche del
pasado invierno estaba echada sobre la cama sin pensar en nada en
particular. Había estado posando para usted y me sentía cansada y,
sin embargo, no podía dormir. Escuché las campanas de la ciudad
dando las diez, las once y la medianoche. Debí de dormirme alrededor
de la medianoche, porque no recuerdo haber oído más campanadas. Me
pareció que apenas acababa de cerrar los ojos cuando soñé que algo
me impulsaba a acercarme a la ventana. Me levanté y, tras alzar el
marco de la ventana, me apoyé sobre el alféizar. La calle
Veinticinco estaba desierta hasta donde me alcanzaba la vista.
Comencé a sentir miedo; todo ahí fuera parecía tan… tan negro e
inhóspito. Entonces llegó a mis oídos el sonido de unas ruedas en
la distancia, y me pareció que ese era el motivo por el que estaba
esperando. Las ruedas se aproximaron muy lentamente, y por fin divisé
un vehículo que avanzaba por la calle. Se iba acercando poco a poco,
y cuando pasó por debajo de mi ventana vi que era una carroza
fúnebre. Entonces, mientras yo temblaba de miedo, el conductor
volvió la cabeza y me miró directamente a los ojos. Cuando me
desperté estaba de pie junto a la ventana abierta temblando de frío,
pero la carroza fúnebre con plumón negro y el conductor se habían
ido. Soñé lo mismo el pasado mes de marzo, y de nuevo me desperté
junto a la ventana abierta. Ayer noche volví a tener el mismo sueño.
¿Recuerda cómo llovía? Cuando me desperté, de pie junto a la
ventana abierta, mi camisón estaba empapado.
—¿Pero dónde
aparezco yo en el sueño? —pregunté.
—Usted… usted
estaba en el ataúd; pero no estaba muerto.
—¿En el ataúd?
—Sí.
—¿Cómo lo
supiste? ¿Pudiste verme?
—No; sólo supe
que estaba allí.
—¿Habías estado
comiendo tostadas galesas o ensalada de langosta? —comencé a
reírme, pero la joven me interrumpió con un grito angustiado—.
¿Eh? Pero ¿qué ocurre? —dije mientras ella se encogía en el
alféizar de la ventana.
—El hombre… el
hombre que está ahí abajo en el atrio de la iglesia… él conducía
la carroza fúnebre.
—Tonterías —dije,
pero los ojos de Tessie estaban desorbitados por el terror. Me
acerqué a la ventana y miré fuera. El hombre se había ido—.
Venga, Tessie —la animé—, no seas tonta. Has estado posando
demasiado rato; estás nerviosa.
—¿Cree que podría
olvidar esa cara? —murmuró ella—. Tres veces vi esa carroza
fúnebre pasar bajo mi ventana, y en cada ocasión el conductor se
giró y me miró. Oh, ese rostro estaba tan blanco y… y ¿blando?
Parecía el de un muerto… como si llevara muerto mucho tiempo.
Conduje a la chica
hasta una silla y le hice beber un vaso de Marsala. Luego me senté
junto a ella e intenté darle algún consejo.
—Mira, Tessie
—dije—, vete al campo una o dos semanas y dejaras de soñar con
carrozas fúnebres. Posas durante todo el día, y cuando llega la
noche tienes los nervios a flor de piel. No puedes seguir así. Y
luego, además, en lugar de irte a la cama cuando has acabado tu día
de trabajo, te escapas a hacer picnics a Sulzerís Park, o te vas a
Eldorado o a Coney Island, y cuando vienes por las mañanas estás
totalmente reventada. No existe esa carroza fúnebre. Ha sido un
sueño tras una cena de cangrejos.
Tessie sonrió
débilmente.
—¿Y qué me dice
del hombre en el atrio?
—Oh, simplemente
es una criatura enfermiza de lo más común.
—¡Se lo juro,
señor Scott: es tan cierto como que me llamo Tessie Reardon que el
rostro del hombre de ahí abajo en el cementerio es el rostro del
hombre que conducía la carroza fúnebre!
—¿Y qué? —dije—.
Es un trabajo tan honrado como cualquier otro.
—¿Entonces cree
que realmente vi esa carroza fúnebre?
—Oh —dije con
diplomacia—, si la viste realmente, podría ser que el hombre de
ahí abajo la condujera. No sería de extrañar.
Tessie se levantó,
desdobló su pañuelo perfumado y, tras sacar un trozo de chicle de
un nudo del dobladillo, se lo metió en la boca. Luego se quitó uno
de los guantes y me ofreció la mano, con un sincero «Buenas noches,
señor Scott», y salió.
2.
A la mañana
siguiente Thomas, el botones, me trajo el Herald y una información.
La iglesia vecina había sido vendida. Di gracias a los cielos por
ello, y no es que, siendo yo católico, sintiese ninguna repugnancia
por los feligreses que se congregaban en la puerta, sino porque tenía
los nervios destrozados por el vociferante predicador que pronunciaba
cada palabra tan fuerte que retumbaba a través de la nave de la
iglesia como si estuviera en mi propio apartamento, y que insistía
en sus erres con una persistencia nasal que enervaba todos mis
sentidos. Además, también estaba aquel demonio con forma humana, un
organista, que se dedicaba a tocar algunos grandiosos himnos antiguos
con una interpretación demasiado personal, y deseaba con toda mi
alma la sangre de una criatura que podía ejecutar la doxología con
una modificación de acordes menores que sólo se escucha en un
cuarteto de estudiantes. Creo que el pastor era un buen hombre, pero
cuando bramaba: «Y el Señorrrr dijo a Moisés, el Señorrrr es un
guerrero; el Señorrrr es su nombre. ¡Mi ira se inflamará y os
mataré con mi espada!», me preguntaba cuántos siglos de purgatorio
se necesitarían para expiar tamaño pecado.
—¿Quién ha
comprado la propiedad? —pregunté a Thomas.
—Nadie que yo
conozca, señor. Dicen que el caballero propietario de estos
apartamentos Hamilton estaba echando un vistazo. Puede que vaya a
construir más estudios.
Me acerqué a la
ventana. El joven con el rostro enfermizo estaba apostado junto a la
verja del atrio, y con tan sólo mirarle me embargó la misma
repugnancia abrumadora.
—Por cierto,
Thomas —dije—, ¿quién es ese tipo de allí?
Thomas inhaló aire
con gesto de desprecio.
—¿Aquel gusano de
allí, señor? Es el vigilante nocturno de la iglesia, señor. Me
toca las narices verle sentado toda la noche en esos escalones y
mirando fijamente con todo el descaro. Le reventaría la cabeza,
señor… y disculpe usted…
—Continúa,
Thomas.
—Una noche, cuando
regresaba a casa con Harry, el otro chico inglés, va y veo a ese
tipo allí en los escalones. Molly y Jen estaban con nosotros, señor,
las dos chicas del servicio de habitaciones, y entonces nos mira tan
descaradamente que me acerco a él y le digo: «¿Qué miras, babosa
abotargada?», disculpe, señor, pero así se lo dije. Entonces va y
no dice nada, y yo digo: «Sal aquí que te reviente esa cabeza de
gelatina». Entonces salto la verja y entro, pero él no dice nada,
sólo me mira descaradamente. Entonces le golpeo una vez, pero,
¡ugh!, su cabeza está tan fría y blanda que vomitaría sólo con
tocarla.
—¿Qué hizo él
entonces? —pregunté con curiosidad.
—¿Él? Nada.
—¿Y tú, Thomas?
El joven se ruborizó
como avergonzado y sonrió incómodo.
—Señor Scott, no
soy un cobarde y no puedo entender por qué corrí. He estado en el
Quinto de Lanceros, señor, corneta en Tel-el-Kebir, y me dispararon
junto a las trincheras.
—¿Me estás
diciendo que saliste corriendo?
—Sí, señor; me
fui corriendo.
—¿Por qué?
—Eso mismo quiero
saber yo, señor. Agarré del brazo a Molly y corrí, y los otros
estaban tan asustados como yo.
—¿Pero de qué
estabais asustados?
Thomas rehusó
contestar durante unos momentos, pero mi curiosidad por el repulsivo
joven ya había despertado y continué presionándole. Los tres años
de estancia en América no sólo no habían modificado el acento
cockney de Thomas, sino que le habían añadido el norteamericano
miedo al ridículo.
—No me va a creer,
señor Thomas.
—Sí, te creeré.
—¿Y no se reirá
de mí, señor?
—¡Tonterías!
Vaciló unos
segundos.
—Bueno, señor,
Dios es testigo de que cuando le golpeé, él me sujetó las muñecas,
señor, y cuando le retorcí su blando y viscoso puño, uno de sus
dedos cayó en mi mano.
El intenso asco y
horror en el rostro de Thomas debió de reflejarse en el mío, porque
añadió:
—Es horrible, y
ahora en cuanto le veo salgo pitando. Me pone enfermo.
Cuando Thomas se
hubo marchado, me acerqué a la ventana. El hombre estaba en la parte
exterior de la verja de la iglesia y tenía ambas manos apoyadas en
la puerta, pero de nuevo retrocedí a toda prisa hacia mi caballete,
asqueado y aterrorizado, porque pude ver que el dedo corazón de su
mano derecha había desaparecido.
A las nueve en punto
Tessie apareció y se escondió tras el biombo con un animado «Buenos
días, señor Scott». Mientras reaparecía y se colocaba para posar
en la tarima, comencé con un nuevo lienzo, lo cual la deleitó
sobremanera. Permaneció en silencio mientras yo pintaba, pero en
cuanto cesó el rasgueo del carboncillo y cogí el fijador, comenzó
a parlotear.
—Oh, me lo pasé
de maravilla ayer noche. Fuimos a Tony Pastor.
—¿Quiénes
fuisteis? —inquirí.
—Oh, Maggie, ya
sabe, la modelo del señor Whyte, y Pinkie McCormick… la llamamos
Pinkie porque tiene esa hermosa melena pelirroja que a ustedes los
pintores tanto les gusta… y Lizzie Burke.
Rocié con fijador
el lienzo y dije:
—Bueno, continúa.
—Vimos a Kelly y
Baby Barnes, la bailarina de velos y… y todos los demás. Estuve
flirteando con un chico.
—¿Entonces me has
traicionado, Tessie?
Ella rió y negó
con la cabeza.
—Es el hermano de
Lizzie Burke, Ed. Es un perfecto caballero.
Me sentí obligado a
darle algunos consejos paternales sobre el flirteo, los cuales aceptó
con una brillante sonrisa.
—Oh, ya sé cómo
evitar los flirteos con extraños —dijo ella, examinando su
chicle—, pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.
Entonces me contó
cómo Ed había regresado de la fábrica de medias de Lowell,
Massachusetts y las había encontrado a ella y a Lizzie ya
convertidas en mujercitas, y lo buen mozo que era y lo poco que le
había costado gastarse medio dólar en helados y ostras para
celebrar su nuevo trabajo de oficinista en el departamento de lana de
Macy’s. Antes de que acabara, comencé a pintar, y ella volvió a
posar, sonriendo y cotorreando como un gorrión. A mediodía tenía
el retrato bastante bien perfilado y Tessie se acercó para mirarlo.
—Mucho mejor
—dijo.
Y así lo pensaba yo
también, y comí el almuerzo con una sensación satisfecha de que
todo iba bien. Tessie colocó su almuerzo sobre la mesa de dibujo
frente a mí y bebimos el clarete de la misma botella y encendimos
cigarrillos con la misma cerilla. Yo me sentía muy unido a Tessie.
La había visto florecer hasta convertirse en una mujer delgada pero
de exquisita figura desde que era una niña frágil y patosa. Había
posado para mí durante los tres últimos años, y de todas mis
modelos ella era mi favorita. En efecto, me habría preocupado
sobremanera si se hubiera vuelto arisca o demasiado superficial, pero
jamás observé ningún deterioro de su carácter, y sabía con
seguridad que ella estaba bien. Tessie y yo nunca discutíamos sobre
cuestiones morales, y yo no tenía intención de empezar a hacerlo,
en parte porque no tenía ningún consejo que darle, y en parte
porque sabía que ella haría lo que le apeteciera a pesar de mis
consejos. Sin embargo, aún tenía esperanzas de que se mantuviera
alejada de cualquier complicación, porque deseaba lo mejor para
ella, y también porque quería conservar la mejor modelo que tenía.
Sabía que el flirteo, como ella lo llamaba, no tenía la mayor
importancia para chicas como Tessie, y que tales cosas en
Norteamérica no se parecían ni remotamente a las mismas cuestiones
en París. Sin embargo, habiendo vivido siempre con los ojos bien
abiertos, también sabía que algún día alguien se llevaría a
Tessie de una forma u otra, y aunque yo creía que el matrimonio era
algo absurdo, sinceramente esperaba que, en este caso, hubiese un
cura al final del camino. Soy católico. Cuando voy a misa, cuando me
persigno, siento que todo, incluido yo mismo, es más agradable, y
cuando me confieso, me siento bien. Un hombre que vive tan
solitariamente como yo debe confesarse a alguien. Además, Sylvia era
católica, y con eso me bastaba. Pero estaba hablando de Tessie, que
es muy diferente. Tessie también era católica y mucho más devota
que yo, así que, teniendo todo esto en cuenta, mi bonita modelo no
iba darme muchos quebraderos de cabeza hasta el momento en que se
enamorase, porque entonces sabía que tan sólo el destino decidiría
su futuro por ella, e interiormente rezaba para que ese destino la
mantuviese alejada de hombres como yo y le pusiese en su camino a
hombres como Ed Burke y Jimmy McCormick. ¡Que Dios bendiga su dulce
rostro!
Tessie estaba
sentada exhalando humo hacia el techo y agitando el cubito de hielo
de su bebida.
—¿Sabes que yo
también tuve un sueño ayer noche? —comenté.
—No sería sobre
ese hombre —se rió.
—Exactamente. Un
sueño similar al tuyo, pero mucho peor.
Fue estúpido e
irreflexivo que dijera esto, pero ya se sabe el poco tacto que poseen
los pintores en general.
—Debí de dormirme
sobre las diez en punto —continué—, y después de un rato soñé
que me despertaba. Oí tan nítidamente las campanadas de medianoche,
el viento en las ramas de los árboles y el silbido de los barcos de
vapor de la bahía que incluso ahora a duras penas dudo si realmente
no estaba despierto. Parecía estar tumbado dentro de una caja con
una tapa de cristal. Observé borrosamente las farolas de la calle
mientras pasaba, porque debo decir, Tessie, que la caja en la que
estaba tumbado parecía descansar sobre un carro acolchado que
traqueteaba sobre el pavimento empedrado. Después de un rato comencé
a impacientarme e intenté moverme, pero la caja era demasiado
estrecha. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, de forma que no
podía levantarlas para ayudarme con ellas. Agucé el oído y luego
intenté gritar. Mi voz había desaparecido. Podía oír los cascos
de los caballos que tiraban del carro e incluso la respiración del
conductor. Entonces, otro sonido llegó a mis oídos, como si alguien
abriera una ventana. Logré girar levemente la cabeza y descubrí que
podía ver no sólo a través del cristal de mi caja, sino también a
través de los cristales laterales del vehículo. Vi casas, vacías y
silenciosas, sin luz ni vida en el interior de ninguna de ellas,
excepto en una. En aquella casa había una ventana abierta en la
primera planta y una figura totalmente vestida de blanco miraba a la
calle. Eras tú.
Tessie había
apartado su rostro de mí y tenía los codos apoyados sobre la mesa.
—Pude ver tu
rostro —continué—, y me pareció que reflejaba una enorme pena.
Entonces pasamos bajo tu ventana y giramos hacia una estrecha y negra
calle. Poco después los caballos pararon. Esperé y esperé, con los
ojos cerrados, temeroso e impaciente, pero todo permanecía tan
silencioso como una tumba. Después de lo que me parecieron horas,
comencé a sentirme incómodo. Una sensación de que alguien estaba
cerca de mí me hizo abrir los ojos. Entonces vi el blanco rostro del
conductor de la carroza fúnebre mirándome a través de la tapa del
ataúd…
Me interrumpió un
sollozo de Tessie. Estaba temblando como una hoja. Comprendí
entonces lo estúpido que había sido e intenté reparar el daño.
—Pero ¿por qué,
Tess? —dije—, sólo te he contado esto para demostrarte qué
influencia puede tener tu historia en los sueños de otra persona. No
creerás en serio que yo yacía en un ataúd, ¿verdad? ¿Por qué
tiemblas? ¿No comprendes que tu sueño y mi irracional desagrado por
aquel inofensivo vigilante de la iglesia simplemente pusieron a
funcionar mi cerebro en cuanto me dormí?
Tessie apoyó la
cabeza entre sus brazos y sollozó como si tuviera el corazón roto.
¡Menudo zopenco había sido! Pero estaba a punto de batir mi propio
récord. Me acerqué a ella y la rodeé con el brazo.
—Tessie, querida,
perdóname —dije—; no tenía derecho a asustarte con tantas
tonterías. Eres una chica demasiado sensible, una católica
demasiado buena para creer en sueños.
Su mano se tensó en
la mía y apoyó la cabeza en mi hombro, pero seguía temblando y la
acaricié para reconfortarla.
—Venga, Tess, abre
los ojos y sonríe.
Abrió los ojos con
un movimiento lento y lánguido y los posó en los míos, pero tenía
una expresión tan extraña en su rostro que me apresuré a
tranquilizarla.
—Es todo falso,
Tessie, no es posible que creas que te puede pasar nada malo por eso.
—No —dijo ella,
pero sus labios escarlata temblaron.
—Entonces, ¿qué
ocurre? ¿Tienes miedo?
—Sí. Pero no por
mí.
—¿Por mí,
entonces? —pregunté jovialmente.
—Por usted
—murmuró con un hilo de voz casi inaudible—, yo… yo le quiero…
Al principio comencé
a reírme, pero en el momento en que la comprendí, sentí un mazazo
y me quedé sentado totalmente petrificado. Éste había sido el
culmen de todas las estupideces que había cometido. Durante los
segundos que pasaron entre su respuesta y mi réplica, pensé en mil
respuestas posibles a aquella inocente confesión. Podía dejarla
pasar con una risa, podía fingir que no la había entendido y
tranquilizarla sobre mi salud, podía simplemente señalar que era
imposible que ella pudiera amarme. Pero mi respuesta fue más rápida
que mis pensamientos y podría haber seguido pensando y pensando
cuando ya era demasiado tarde, porque en aquel instante la besé en
la boca.
Aquella tarde salí
a dar mi habitual paseo por el parque de Washington, reflexionando
sobre todo lo acontecido ese día. Estaba profundamente involucrado.
No era posible echarse atrás ahora, y miré al futuro de frente. No
era un hombre bueno, ni siquiera escrupuloso, pero ni por un segundo
se me pasó por la cabeza engañarme a mí mismo o a Tessie. La única
pasión de mi vida permanecía enterrada en los soleados bosques de
Bretaña. ¿Enterrada para siempre? La Esperanza me gritó «¡No!».
Durante tres años había estado escuchando la voz de la Esperanza, y
durante tres años había estado esperando oír unos pasos en el
umbral de mi puerta. ¿Se había olvidado Sylvia? «¡No!», me gritó
la Esperanza.
He dicho que no soy
una buena persona. Y es cierto, pero tampoco soy lo que se dice un
patético villano de ópera. Había gozado de una vida fácil y
temeraria, aceptando todo lo que me reportara placer, deplorando y en
ocasiones arrepintiéndome amargamente de las consecuencias. Tan sólo
me tomaba en serio una cosa, aparte de mi arte, y esta permanecía
escondida, si no perdida para siempre, en los bosques bretones.
Era ya demasiado
tarde para arrepentirme de lo ocurrido durante el día. Ya fuera
pena, o una repentina ternura por su tristeza, o un instinto más
brutal de vanidad gratificada, ahora ya daba igual, y, a menos que
desease herir un corazón inocente, mi camino ya estaba marcado
frente a mí. El fuego y la intensidad, la profundidad apasionada de
un amor que yo ni siquiera había sospechado, a pesar de mi supuesta
experiencia mundana, no me dejaron más alternativas que responder o
rechazarla. Si fue porque soy un cobarde cuando se trata de causar
daño a otros, o porque me queda bien poco dentro de mí del sombrío
puritano, no lo sé, pero me amedrenté y no renegué de mi
responsabilidad por ese beso irreflexivo, y de hecho no tuve tiempo
de hacerlo antes de que las puertas de su corazón se abrieran y una
riada se desbordase de él. Otros que habitualmente cumplen con su
deber y encuentran una hosca satisfacción en hacerse ellos mismos y
a todos los demás infelices podrían haberse resistido. Pero yo no.
No me atreví. Después de que la tormenta amainara, le dije que
podría irle mejor si amara a Ed Burke y llevase una sencilla sortija
de oro, pero ella se negó a escucharme, y pensé que quizás, ya que
ella había decidido amar a alguien con quien no podía casarse,
mejor que fuera a mí. Yo, al menos, podría tratarla con un afecto
inteligente, y cuando se cansase de su capricho no saldría peor
parada por ello. Y es que yo ya me había decidido en ese punto,
aunque sabía lo difícil que sería. Pensé en el final habitual de
las relaciones platónicas y recordé lo disgustado que me sentía
cuando oía hablar de alguna. Sabía que estaba asumiendo una difícil
tarea para un hombre tan poco escrupuloso como yo, y temía el
futuro, pero ni un solo segundo dude de que ella estaría segura
conmigo. Si hubiera sido cualquier otra persona distinta a Tessie, no
me hubiera devanado los sesos con escrúpulos. Y es que no se me
pasaba por la mente sacrificar a Tessie como lo hubiera hecho con una
mujer de mundo. Miré el futuro de frente y contemplé los distintos
finales del affaire. O bien ella se cansaría de toda la situación,
o bien sería tan desdichada que yo tendría que casarme con ella o
huir. Si me casaba con ella, seríamos infelices. Yo con una esposa
no apropiada para mí, y ella con un marido no apropiado para ninguna
mujer. Mi vida pasada difícilmente me otorgaba el derecho a casarme.
Si me fuera, ella podría o bien enfermar, recuperarse y casarse con
Eddie Burke, o podría inconsciente o deliberadamente escapar y hacer
algo estúpido. Por otro lado, si se cansaba de mí, entonces su vida
todavía se mostraría ante sus ojos con bellas perspectivas de Eddie
Burkes y anillos de matrimonio y gemelos y apartamentos en Harlem y
Dios sabe qué más. Mientras paseaba por entre los árboles junto al
Arco de Washington, decidí que en todo caso ella encontraría un
buen amigo en mí y que el futuro podría cuidarse de sí mismo. A
continuación entré en la casa y me vestí de noche; había leído
la pequeña nota ligeramente perfumada en mi aparador que decía:
«Espéreme con un coche de alquiler en la entrada de artistas a las
once», firmada por «Edith Carmichael, Metropolitan Theater, 19 de
junio, 189—».
Cené esa noche, o
más bien, cenamos la señorita Carmichael y yo en Solari’s y el
amanecer comenzaba a dorar la cruz de la Memorial Church cuando entré
en Washington Square tras dejar a Edith en el Brunswick. No había ni
una sola alma en el parque cuando pasé entre los árboles y tomé la
senda que lleva desde la estatua de Garibaldi hasta los Apartamentos
Hamilton, pero cuando pasaba junto al atrio de la iglesia vi una
figura sentada en los escalones de piedra. A mi pesar, un escalofrío
me recorrió al ver la hinchada cara blanca, y aceleré el paso.
Entonces él dijo algo que podría haber estado dirigido a mí o
quizás simplemente se lo murmuró a sí mismo, pero una repentina
ira furibunda se encendió dentro de mí al ver que semejante
criatura me interpelaba. Durante unos segundos sentí el impulso de
girarme sobre mis talones y golpearle en la cabeza con el bastón,
pero continué andando y, tras entrar en el edificio Hamilton, me
dirigí a mi apartamento.
Durante algún
tiempo estuve dando vueltas en la cama, intentando borrar el sonido
de su voz en mis oídos, pero me fue imposible. Invadía mi cabeza
con aquel sonido farfullante, como un aceitoso y pesado humo que
manara de una freidora o el hedor de una fétida putrefacción. Y
mientras estaba allí tendido dando vueltas, la voz en mis oídos se
hizo más nítida, y comencé a entender las palabras que había
murmurado. Me llegaron lentamente, como si las hubiera olvidado, y
por fin pude encontrar el sentido a los sonidos. Era el siguiente:
—¿Ha encontrado
el Signo Amarillo?
—¿Ha encontrado
el Signo Amarillo?
—¿Ha encontrado
el Signo Amarillo?
Estaba furioso. ¿Qué
significaba eso? Entonces, maldiciéndole, me di la vuelta y me
dispuse a dormir, pero cuando me desperté más tarde estaba pálido
y demacrado, porque había estado soñando el sueño de la noche
anterior y me había incomodado más de lo que hubiera deseado.
Me vestí y bajé al
estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana, pero cuando entré
se levantó y puso sus brazos alrededor de mi cuello para darme un
beso inocente. Se la veía tan dulce y delicada que la besé otra vez
y luego me senté frente al caballete.
—¡Eh! ¿Dónde
está el retrato que comencé ayer? —pregunté.
Tessie parecía
haberse dado cuenta, pero no respondió. Comencé a buscar entre los
lienzos apilados, diciendo:
—¡Date prisa,
Tess, y prepárate! Quiero aprovechar la luz de la mañana.
Cuando finalmente
terminé de comprobar el resto de lienzos y me giré para echar un
vistazo a la habitación en busca del retrato, advertí que Tessie
estaba de pie junto al biombo con la ropa aún puesta.
—¿Qué ocurre?
—pregunté—, ¿no te sientes bien?
—Sí.
—Entonces, date
prisa.
—¿Quieres que
pose como… como siempre he posado?
Entonces comprendí.
Aquí teníamos otra complicación. Por supuesto, había perdido la
mejor modelo de desnudo que jamás hubiera tenido. Miré a Tessie. Su
rostro estaba escarlata. ¡Ay, ay! Habíamos comido del árbol del
conocimiento, y el Edén y la inocencia original eran tan sólo
sueños del pasado… es decir… para ella.
Supongo que notó la
decepción en mi rostro, porque a continuación dijo:
—Posaré si así
lo deseas. El retrato está detrás del biombo, donde lo puse.
—No —dije—,
comenzaremos algo nuevo.
Me dirigí al
armario y elegí un vestido árabe que relucía con adornos
brillantes. Era un vestido real y Tessie se retiró al biombo
encantada con él. Cuando salió me quedé atónito. Su largo cabello
negro estaba recogido sobre su cabeza con una diadema de turquesas, y
las puntas se rizaban alrededor del reluciente fajín. Los pies
estaban enfundados en unas zapatillas bordadas acabadas en punta y la
falda del vestido, curiosamente tejida con arabescos de plata, le
llegaba hasta los tobillos. El corpiño de un color azul metálico
profundo y la chaquetilla morisca con lentejuelas y turquesas
engarzadas le sentaban maravillosamente. Tessie se acercó a mí y me
miró sonriente. Deslicé la mano en el bolsillo, saqué una cadena
de oro con una cruz y se la puse por encima de la cabeza.
—Es tuya, Tessie.
—¿Mía?
—tartamudeó ella.
—Tuya. Ahora ve y
posa.
Entonces con una
sonrisa radiante corrió tras el biombo y en breve reapareció con
una cajita en la que estaba escrito mi nombre.
—Quería dártela
antes de irme a casa esta noche —dijo ella—, pero ahora no puedo
esperar.
Abrí la caja. Sobre
el algodón rosa del interior había un broche de ónice negro en el
que había tallado un extraño símbolo o letra en oro. No era árabe
ni chino, ni tampoco pertenecía a ningún tipo de escritura humana,
como más tarde averigüé.
—Es lo único que
tengo para ofrecerte como recuerdo —dijo con timidez.
Yo estaba algo
molesto, pero le dije lo mucho que apreciaba el detalle, y le prometí
que lo llevaría siempre. Ella lo abrochó en mi abrigo, bajo la
solapa.
—Qué locura,
Tess, que hayas ido a comprarme algo tan bello como esto —dije.
—No lo he comprado
—rió ella.
—¿De dónde lo
has sacado?
Entonces me explicó
que lo encontró un día mientras salía del acuario en el Battery y
que puso un anuncio en los periódicos y los estuvo leyendo durante
días, pero que finalmente había perdido toda esperanza de encontrar
al dueño.
—Eso ocurrió el
pasado invierno —dijo—, el mismo día que tuve el primer sueño
horrible con la carroza fúnebre.
Recordé mi sueño
de la noche anterior, pero no dije nada; en breve mi carboncillo
volaba sobre el nuevo lienzo y Tessie permaneció inmóvil sobre el
estrado.
3.
El día siguiente
fue desastroso para mí. Mientras transportaba un lienzo con marco de
un caballete a otro, resbalé sobre el suelo pulido y caí
pesadamente sobre ambas muñecas. Me las torcí tanto que me
resultaba imposible sujetar un pincel, y me vi obligado a pasear de
un lado a otro del estudio, mirando de reojo dibujos y bocetos
inacabados hasta que me invadió la desesperación y me senté
furioso a fumar y a hacer círculos con los pulgares. La lluvia
golpeaba contra las ventanas y repiqueteaba sobre el tejado de la
iglesia, un ruido que me produjo un ataque de nervios con su
interminable golpeteo. Tessie estaba sentada junto a la ventana
cosiendo, y de vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba con una
compasión tan inocente que comencé a sentirme avergonzado por mi
irritación; entonces, miré a mi alrededor buscando algo con lo que
mantenerme ocupado. Había leído todos los periódicos y todos los
libros de la biblioteca, pero, para entretenerme, me acerqué a las
vitrinas de libros y las abrí con el codo. Conocía todos los libros
por su color y los examine uno tras otro, paseando lentamente por la
biblioteca y silbando para levantarme el ánimo. Cuando me giré para
dirigirme al comedor, mis ojos se quedaron clavados en un libro
encuadernado en amarillo y que estaba colocado en una esquina del
estante superior de la última estantería. No lo recordaba, y desde
el suelo no lograba descifrar las pálidas letras del lomo, así que
me dirigí al cuarto de fumar y llamé a Tessie. Ella vino del
estudio y se encaramó para alcanzarme el libro.
—¿Qué es?
—pregunté.
—El Rey de
Amarillo.
Me quedé
estupefacto. ¿Quién lo había colocado allí? ¿Cómo había
llegado a mi apartamento? Mucho tiempo atrás decidí no abrir jamás
ese libro, y nada en este mundo me hubiera hecho comprarlo. Temía
que la curiosidad me tentara a abrirlo, pero la terrible tragedia del
joven Castaigne, a quien yo conocía, me impedía explorar sus
páginas malignas. Siempre había rehusado escuchar ni una sola
descripción del mismo y, por supuesto, nadie jamás osó discutir en
voz alta la segunda parte, así que desconocía absolutamente
cualquier detalle de lo que aquellas hojas podrían revelar. Miré la
venenosa portada amarilla como miraría a una serpiente.
—No lo toques,
Tessie —dije—, baja.
Por supuesto, mi
advertencia bastó para despertar su curiosidad, y antes de que
pudiera evitarlo, había cogido el libro, riéndose, y se fue
bailando con él hacia el estudio. La llamé, pero se escabulló de
mis manos inútiles con una sonrisa torturadora, y la seguí con
cierta impaciencia.
—¡Tessie! —grité
mientras entraba de nuevo en la biblioteca—, escucha, lo digo en
serio. Apártate de ese libro. ¡No quiero que lo abras!
La biblioteca estaba
vacía. Entré en los dos salones, luego en los dormitorios, el
lavadero, la cocina, y finalmente regresé a la biblioteca e inicié
una búsqueda sistemática. Tessie se había escondido tan bien que
me llevó media hora descubrirla agazapada, pálida y silenciosa,
junto a la ventana de celosía en el trastero del piso de arriba. En
cuanto la vi, me di cuenta de que había sido castigada por su
insensatez. El Rey de Amarillo estaba tirado a sus pies, pero el
libro estaba abierto por la segunda parte. Miré a Tessie y vi que ya
era demasiado tarde. Había abierto El Rey de Amarillo. Luego tomé
su mano y la conduje al estudio. Parecía aturdida y, cuando le dije
que se echara en el sofá, me obedeció sin rechistar. Después de un
rato cerró los ojos y su respiración se hizo regular y profunda,
pero no pude averiguar si estaba dormida o no. Durante un largo lapso
de tiempo me quedé sentado en silencio junto a ella, pero ella no se
movió ni habló. Por fin, me levanté y, tras entrar en el trastero
en desuso, cogí el libro amarillo con la mano menos dañada. Me
pareció tan pesado como el plomo, pero lo llevé de nuevo al
estudio, me senté en la alfombra junto al sofá, lo abrí y lo leí
de principio a fin.
Cuando, débil por
los excesos de mis emociones, dejé el libro y apoyé exhausto la
espalda en el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró.
Llevábamos hablando
largo y tendido en un mortecino y monótono tono de voz cuando me di
cuenta de que estábamos discutiendo sobre El Rey de Amarillo. Oh, el
pecado de escribir semejantes palabras… palabras que son diáfanas
como el cristal, transparentes y musicales como manantiales
burbujeantes, ¡palabras que destellan y resplandecen como los
envenenados diamantes de los Médicis! Oh, la perversidad, la condena
sin esperanza de un alma capaz de fascinar y paralizar a criaturas
humanas con tales palabras, palabras comprendidas tanto por el
ignorante como por el sabio, palabras más preciosas que joyas, más
reconfortantes que música celestial, más terribles que la propia
muerte.
Hablamos y hablamos,
haciendo caso omiso de las sombras que se agolpaban a nuestro
alrededor, y ella me suplicaba que me deshiciera del broche de ónice
negro con la extraña incrustación de lo que ahora sabíamos que era
el Signo Amarillo. Nunca sabré por qué me negué a hacerlo, incluso
en estos momentos, aquí en mi dormitorio mientras escribo esta
confesión, me gustaría saber qué fue lo que me impidió arrancarme
el Signo Amarillo del pecho y lanzarlo al fuego. Estoy seguro de que
deseaba hacerlo, pero Tessie me suplicó en vano. La noche cayó y
las horas se arrastraron, pero aún continuamos susurrando el uno al
otro sobre el Rey y la Máscara Pálida, y la medianoche resonó en
las brumosas agujas de la ciudad cubierta por la niebla. Hablamos de
Hastur y de Cassilda mientras en el exterior la bruma se agolpaba
contra los vacíos cristales de las ventanas, como las turbias olas
se agolpan y rompen contra las orillas de Hali.
La casa estaba en
total silencio en esos momentos y ni un solo ruido de las brumosas
calles lo quebrantó. Tessie estaba tendida entre cojines y su rostro
era un manchón grisáceo en la penumbra, pero sus manos sujetaban
las mías y yo sabía que ella sabía y que leía mis pensamientos
como yo leía los suyos, porque habíamos entendido el misterio del
Hades y el Fantasma de la Verdad se nos había revelado. Entonces,
mientras nos respondíamos el uno al otro, rápidamente, en silencio,
pensamiento tras pensamiento, las sombras se agitaron en la penumbra
a nuestro alrededor, y lejos en las calles distantes escuchamos un
sonido. Se fue acercando más y más, el amortiguado crujido de unas
ruedas, más y más cerca, y aún más cerca, hasta que cesó justo
frente a la puerta. Me acerqué con paso lento a la ventana y vi una
carroza fúnebre con plumón negro. La verja de abajo se abrió y se
cerró, me arrastre temblando hasta la puerta de mi apartamento y
eché el cerrojo, pero sabía que ningún cerrojo, ninguna llave
mantendría fuera a esa criatura que había venido en busca del Signo
Amarillo. Y entonces lo escuché moviéndose muy suavemente por el
pasillo. Ahora ya estaba frente a la puerta, y los cerrojos se
pudrieron bajo su mano. Y entonces entró. Mis ojos se salían de sus
órbitas mientras escudriñaba la oscuridad, pero cuando entró en la
habitación no lo vi. Sólo cuando le sentí rodeándome con su frío
y viscoso abrazo grite y luché con mortífera furia, pero mis manos
lucharon en vano; me arrancó el broche de ónice del abrigo y me
golpeó en la cara. Entonces, mientras caía al suelo, escuche el
débil grito de Tessie y su espíritu huyó para encontrarse con
Dios, e incluso mientras caía al suelo deseé seguirla, porque sabía
que el Rey de Amarillo había abierto su raído manto y ya sólo
podía suplicar a Cristo.
Podría contar más
cosas, pero no veo en qué beneficiaría al mundo. En cuanto a mí,
estoy más allá de cualquier ayuda o esperanza humana. Mientras
estoy aquí tendido, escribiendo, sin importarme si muero o no antes
de acabar, puedo ver al doctor recogiendo sus polvos y ampollas y
dirigiendo un vago gesto al buen cura que está de pie junto a mí…
un gesto que comprendo.
Tendrán curiosidad
por conocer la tragedia… aquellos del mundo exterior que escriben
libros e imprimen millones de periódicos, pero ya no escribiré más,
y el padre confesor sellará mis últimas palabras con el lacre de
santidad cuando su santo oficio termine. Aquellos del mundo exterior
pueden enviar a sus vástagos a casas derruidas y hogares golpeados
por la muerte, y sus periódicos prosperarán a base de sangre y
lágrimas, pero conmigo sus espías deberán detenerse ante el
secreto confesional. Saben que Tessie está muerta y que yo estoy
muriéndome. Saben que los habitantes de la casa, despertados por un
grito infernal, entraron a toda prisa en mi cuarto y encontraron a un
vivo y a dos muertos, pero no saben que el doctor dijo, señalando un
horrible montón de restos descompuestos… el cadáver lívido del
vigilante de la iglesia:
—No tengo ninguna
teoría o explicación a esto. ¡Ese hombre debe de llevar meses
muerto!
Creo que me estoy
muriendo. Ojalá el cura…
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