En el año 1490 una flotilla de sus canoas gigantescas, con 533 indios Arawak de las islas Bahamas a bordo, arribaron a las costas de España después de 63 días de remar suavemente por el Atlántico del Norte.
Habían zarpado, en realidad, en busca de una ruta marina a California, la que su gran capitán, Aberquakkicola, estaba convencido de que podría ser alcanzada navegando hacia el este. Aberquakkicola no estaba loco, a diferencia de Colón, quien con el hilo enredado entre las islas de Caribe perdió años persuadido de que andaba en algún lugar cercano a China. No. Aberquakkicola inmediatamente se dio cuenta de que esta nueva recalada no era California.
“En esta isla -anotó en su bitácora-, no hay sequías, ni hay smog, ni puestecitos de hamburguesas Oh Boy entre la gente. Hemos descubierto un nuevo mundo”.
Bajó a tierra con su tripulación completa, encajó en la tierra una planta de tabaco, procedimiento tradicional de los Arawak para adueñarse de terrenos, y tomó posesión de su mundo nuevo a nombre de Jefe Aberquidnunc.
El puñadito de campesinos españoles que atestiguaron la ceremonia estaban naturalmente alborotados. Enviaron aviso del desembarco al duque de la vecindad, quien se ensambló su armadura y bajó a ver de qué se trataba. Aberquakkicola le dio la bienvenida con gentileza.
-Muéstrate agradecido, hombre viejo que vistes de metal, porque tu país ha sido descubierto por representantes del gran jefe de bronce, Aberquidnunc.
-Estáis profiriendo necedades -rabió el duque-, vos no podéis descubrir un país. Ha estado aquí mismo durante centenas de años.
-Hay mucho sentido en lo que dices -concedió Aberquakkicola-, nosotros regresaremos a nuestras canoas a discutirlo.
Y se retiró con toda su gente. Esa noche tuvieron asamblea plena en torno al reino del capitán.
Algunos de ellos, pocos en verdad puesto que los Arawak eran amantes de la paz, votaron por hacer trocitos de hombre viejo con todo y piel metálica, esclavizar a los adultos aptos para el trabajo, y colonizar el lugar.
Aberquakkicola avergonzó a los que hicieron tal propuesta: “Es absolutamente natural que esos salvajes se ofendan al ser descubiertos, porque en su ignorancia, ni pueden percatarse de que han vivido aquí por miles de años, sin ser descubiertos por nuestro mundo totalmente civilizado. ¿Acaso nosotros no nos sentiríamos ofendidos si uno de estos salvajes con pellejo terroso desembarcara en nuestras playas alegando que nos ha descubierto?
Los hombres apreciaron lo juicioso de este razonamiento y acordaron que deberían regresar a las Bahamas y dejar en paz a los salvajes.
Sin embargo, algunos de los hombres de Aberquakkicola habían traído oro de las Bahamas, y ahora pensaban darlo a los nativos a cambio de cuentas de vidrio y baratijas, y pidieron permiso de pasar un día más negociando en la costa. Aberquakkicola, no viendo mal alguno en despojar a los salvajes de unas cuentas de vidrio y chucherías, accedió.
Mientras tanto, el duque había convocado al castillo a sus compañeros duques, para conferenciar a media noche, y les informó que habían sido “descubiertos”.
-Es una impertinencia -explotó un duque particularmente envidioso-, una intolerable impertinencia que una flotilla de vagabundos encuerados, sin un arcabuz, sin siquiera una lanza, se hayan remado el Atlántico y descubran Europa. Más aún, probablemente son bellacos. Tal vez ahora mismo estén sentados en sus canoas, conspirando cómo hacer lo que haríamos nosotros si nosotros los hubiéramos descubierto.
Los duques convinieron en que sería peligroso dejar que un hatajo de pelados extranjeros se fueran con el descubrimiento de Europa. Así, cuando a la mañana siguiente los Arawak desembarcaron para especular, los ejércitos de los duques cayeron sobre ellos y los destriparon. Pero Aberquakkicola, con unos cuantos compañeros, consiguió escapar en una canoa, y durante varios años vagó a la deriva. Cuando finalmente recaló en las Bahamas, había llegado demasiado tarde para transmitir a sus compañeros de tribu la sabia lección que tan amargamente él había aprendido en Europa, acerca del modo en que una civilización debe tratar a sus descubridores provenientes de otra. Los Arawak ya habían sido descubiertos por Colón, cuyo ejército había sentado sus reales permanentemente.
Todo lo cual, por supuesto, explica que las tontas películas de ciencia ficción están en lo correcto cuando meten al ejército norteamericano en el patio trasero de la casa de Jaimito, a parlamentar con un platillo volador.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
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