Mi
amado me habla siempre con palabras suaves. Acostumbra describirme,
dulcemente, alabando mi tersura al contacto de sus manos, mi perfil
marcado, mi aroma “a majestuosidad de la madera del roble” como
suele decir, y razón por la cual me llama Duir; que es la palabra
con que los viejos druidas nombraban al Árbol. El dice que tengo su
energía, su nobleza y su fuerza, y también dice que soy resistente,
flexible y ágil como el acero de Mondragón, el mismo con el que
hacen las espadas toledanas los tenaceros de las ferrerías de
Soraluze y Tolosa.
......
Con
voz cansina, me cuenta de su pasado en las filas del ejército del
Rey Carlos, cuando participó en el incendio a Medina del Campo, bajo
las órdenes de Adriano de Utrecht; y las victorias sobre los
comuneros en Tordesillas y Villalar; y de su intervención en las
ejecuciones de Padilla, Maldonado y Bravo; de sus cabezas expuestas
durante nueve días en el garavato de la Plaza Mayor; y cómo después
el mismísimo Rey lo elevó al cargo que mi dulce caballero ocupa
hoy.
......
Me
habla con los ojos empañados en lágrimas de emoción. Dice que así
se siente al verme y acariciarme; y yo me veo transportada a la
gloria de la felicidad. Dice, también, que cuando me abraza es el
hombre más poderoso del mundo; más aún que Carlos, aunque éste
reine sobre Castilla y Sicilia y Nápoles y las Indias y todo el
Sacro Imperio. Entonces, me siento una princesa y brillo aún más
para él.
Él
me sujeta con sus brazos fuertes y seguros. Recorre mi figura con sus
manos ásperas y siento, sin embargo, sus suaves caricias. Me toma
firmemente y eleva mi cuerpo en el aire. Allí quedo estática, por
un instante que es toda una eternidad. La visión es hermosa: yo, en
lo alto, sostenida por el hombre que es mi razón de existir; él,
gigante, con su cuerpo atlético tensado hasta el punto en que parece
estallar, su melena azabache apenas movida por la brisa veraniega; su
torso desnudo, sudoroso; parado sobre los dos pilares que son sus
piernas, separadas apenas para lograr un correcto equilibrio; en una
danza que hemos repetido cientos de veces. A los pies de mi amado,
arrodillado y con su cabeza en el cadalso, está el Maestre
Condestable Don Martín de Cardés, reo acusado de pecado nefando por
el Santo Oficio de la Inquisición, y relajado a la Justicia del Rey
que lo condena a morir decapitado bajo el hacha, en esta muy noble y
leal Villa de Calahorra. Alrededor nuestro, en los tablados y las
ventanas, los muchos asistentes venidos de todos los lugares de esta
comarca, se desgañitan gritando groserías.
......
La
eternidad se acaba y mi querido me impulsa para caer con fuerza. Su
destreza en estas artes y mi filo separan, limpiamente, la cabeza del
cuerpo. Me apoya suavemente a su lado y toma por el cabello a la
cabeza del ajusticiado que aún abre y cierra sus ojos de pupilas
dilatadas. La muestra al populacho, que estalla en una explosión de
regocijo.
......
Después,
cuando el cadalso queda solo y los monjes mendicantes se han llevado
el cuerpo del ejecutado, me toma nuevamente con cariño y con un
trapo mojado en aceites livianos; lentamente, mientras me habla otra
vez con palabras tiernas, va limpiando de sangre el acero de mi hoja,
venido del hierro de las laderas del Udalaitz, y fraguado a la calda
en Bergara, según la antigua usanza de los maestros espaderos
vascos. Cambia de trapo y seca mi mango de madera de roble quejigo
nacido en la llanada de Álava, y en el que él, mi enamorado, grabó
mi nombre con su daga. Luego baja la escalera del patíbulo
cargándome en equilibrio sobre su hombro derecho, mi cabeza a su
espalda; y toma con su mano izquierda la pequeña bolsa de cuero que
contiene los dos florines con que los familiares del muerto le
pagaron para asegurar que él, mi luz, me hubiese afilado
adecuadamente, y que no fuesen necesarios mas que un par de golpes
para acabar con la vida del infortunado.
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