-Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.
Bah, no era el primer caso…, fanfarronadas de paisano.
Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: “Mire, patroncito, que es mal bicho”.
Volvía del pueblo: dos leguas cortas.
La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.
El caballo galopaba libremente, depositada la confianza del jinete en instinto seguro.
A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.
Algo se movió en el camino.
Abrióse el cardal y un bulto ágil saltó hacia el caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.
Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.
Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.
Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.
Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.
El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.
El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.
Recibió el golpe en pleno vientre.
Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.
Un chorro de sangre los bañaba, uniéndolos en su viscosidad roja.
Hubo el ruido de dos respiraciones, entremezcladas en esfuerzo de angustiosa lucha.
El hierro ahondó la herida con el movimiento, despedazó la carne, abrió un boquete como cloaca que bañó de inmundo vómito cuatro manos crispadas sobre la misma empuñadura.
Y el cuerpo de Roberto tambaleó vacío de vida, cayó con un son fláccido, los ojos inmensos de terror, la boca abierta en aullido prolongado como un canto.
No humano, el vengador miró esos ojos sin vida y gruñó con voz que era estertor:
-Te la había jurao.
Y fue la dureza del hierro que choca entre los dientes, con ruido repetido y mate, la última convulsión desesperada hacia la vida, una explosión sorda y el sonido blando de una cabeza que cae sobre la tierra.
La sombra corrió hacia el cardal, luego volvió adherida a otra más grande.
El cadáver yacía, inerte, en actitud de descanso.
Sobre su vientre, el enorme desgarro de ropa y carne, mientras una mancha negruzca hacía, en torno a su cabeza, como una aureola de martirio.
Tembloroso, el caballo del matador olfateaba la tragedia; pero fue tranquilizado por las palabras sarcásticas:
-No se asuste, amigo, que ése ya no ofiende a naides.
Y el silencio, por breve tiempo roto, impuso su eternidad.
Un rebencazo sonó seco, y el matador, en brusca carrera, fue desapareciendo como diluido en la oscuridad.
Al poco quedaba un movimiento de sombra en la sombra; pronto, nada.
Y del golpe sobre el camino endurecido, un eco llegó sonoro.
Cuentos de muerte y de sangre. Ricardo Güiraldes, 1915.
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