Usted se comprometió
a escribir un cuento, un cuento de amor, de diez carillas, y a
entregarlo, listo para su publicación en Quimeras, el lunes próximo.
Hoy es el viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento, todavía
no ha escrito una línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni
siquiera un personaje suelto. Está desesperado, con la mente en
blanco.
Oiga. ¿Por qué no
se decide, por fin, a convertir en un cuento aquel episodio, sí,
aquello que le sucedió, a usted y a Verena, en Bélgica, arriba del
tren que los llevaba a Bruselas? No sé por qué usted se negó a
aprovecharlo. De acuerdo, el episodio por sí mismo no vale gran
cosa, es apenas una anécdota de esas que uno saca a relucir, de
regreso, delante de los amigos, junto con las fotografías y los
ceniceros que se robó de los hoteles. Pero ¿para qué está la
imaginación?
Chejov no
necesitaría más. Claro que entre Chejov y usted hay alguna
diferencia. Usted podría añadirle algunos antecedentes, un poco de
psicología, mucho diálogo, no, diálogo no, la historia no permite
diálogos, más bien mucha introspección, mucho monólogo interior.
Y un remate. Porque el episodio real no tiene remate.
Empecemos por
recapitular los hechos, tales y como ocurrieron. Usted y Verena
tomaron el tren en Ostende. Venían de Londres y se dirigían a
Bruselas, donde los esperaban unos amigos. Ocuparon uno de esos
compartimentos en los trenes europeos que parecen una diligencia del
Far West metida dentro de un vagón de ferrocarril: dos largos
asientos corridos, uno frente al otro, y una puerta que da a un
pasillo. Verena se ubicó junto a la ventanilla; usted, a su lado. En
el cuchitril no había otros pasajeros.
El tren se detuvo
varios minutos en una ciudad intermedia, ya olvidó cuál, pongamos
que Gante. Poco después que reanudó la marcha, un joven entró en
el compartimento y se sentó frente a ustedes pero del lado del
pasillo. No traía equipaje. Se sentó y miró a Verena. Nada de
raro: no hay hombre que no mire a Verena. Pero el joven la miró
durante toda la media hora de reloj que el tren tardó en llegar a
Bruselas.
Ahí está lo
insólito, lo pintoresco, casi diría lo increíble del episodio: que
a lo largo de media hora el joven mantuvo los ojos fijos en Verena.
Fuera de eso no hacía nada, ningún gesto, ningún movimiento. Se
había sentado en una postura como provisoria, como para permanecer
sentado unos segundos y en seguida levantarse e irse. Pero se quedó
sentado sin cambiar de posición y sin apartar los ojos de Verena. A
usted lo ignoró por completo. Miraba a Verena, la miraba casi sin
pestañear, como en estado de hipnosis. Para una mirada así, media
hora de reloj es una eternidad.
Mientras tanto
ustedes dos ¿qué hacían? Verena simulaba contemplar el paisaje a
través de la ventanilla. Cuando el joven entró ¿no le echó ni una
ojeada? Usted no lo sabe, porque en ese momento lo distrajo la
aparición del tercer pasajero. De lo oque está seguro es de que
Verena, hasta que llegaron a la estación de Bruselas, no apartó la
vista de la ventanilla ni cambió con usted una sola palabra.
Comprendo. Se habría dado cuenta de la actitud del joven y se
sentiría incómoda, molesta, un poco asustada.
En cuanto a usted,
se dedicó a vigilar a ese extraño individuo. Primero pensó que era
un ratero (aunque vestía ropa deportiva a la última moda). Después,
que era un loco o que estaba drogado. Por ahí usted le tomó una
mano a Verena para tranquilizarla, para protegerla y, de paso,
hacerle saber al tipo ese que ustedes dos viajaban juntos, que Verena
era su mujer o su amante y que usted no iba a permitir que ni él ni
nadie se propasara. Pero tampoco usted abrió la boca. Vigilaba al
tipo, nada más, dispuesto a saltarle encima apenas el otro hiciera
un movimiento raro. Solo que el otro no lo hizo.
Hasta que llegaron a
Bruselas. Ustedes dos se pusieron de pie (el joven permaneció
inmóvil pero alzó la vista para poder seguir mirando a Verena),
usted cargó los maletines, Verena los bolsos de mano, pasaron por
delante del joven y salieron del compartimiento. En el andén los
amigos les brindaron una ruidosa bienvenida. Verena daba la espalda
al tren. En cambio usted, por encima de la cabeza de los demás, vio
que el joven se había asomado a la ventanilla, tenía medio cuerpo
afuera y seguía mirando, ¿ahora a quién? A usted. Ahora lo miraba
a usted, pero, Dios mío, con los ojos llenos de lágrimas. En
seguida ustedes y los amigos se alejaron, abandonaron la estación.
Esto es todo lo que
sucedió, todo lo que usted recuerda. Bien. Someta esos pocos (y
pobres) materiales al fuego lento de la imaginación y tendrá un
cuento como Dios manda. ¿Le han pedido que el cuento sea de amor, y
además, romántico? ¿Qué le parece si la acción transcurre en
Rusia y en la época del último zar? Una imitación de Chejov, por
qué no. La historia parece ideada por Chejov. Nieve, mujeres pálidas
y hermosas envueltas en abrigos de zorro, nobles de la corte del zar
que son propietarios de vastas tierras y de centenares de mujiks
(campesinos rusos), poetas nihilistas, grandes pasiones que arden
bajo el hielo, etcétera, etcétera. ¿Le gusta? A los lectores de
Quimeras les gustará todavía más.
Verena, en la
ficción, podría llamarse Fedora Fedorovna. Usted, Nicolás
Nicolaievich. Hace cinco años que están casados, como usted y
Verena cuando viajaron a Europa. También para las respectivas
figuras y las respectivas edades inspírese en la realidad, así lo
hace trabajar la cabeza. Quiero decir que Fedora Fedorovna tendrá el
físico y los treinta y dos años de Verena, será un doble de
Verena, pero rusa. Y Nicolás Nicolaievich le copiará a usted los
cincuenta y cinco años, la corpulencia, el bigote caído, los
párpados encapotados. Está bien, está bien, en todo lo demás
diferirán.
Fedora Fedorovna,
por ejemplo, es una mujer soñadora (fruto de las represiones
sociales y familiares que pesan sobre su temperamento apasionado),
sumisa, callada, reservada. Sensible y hermosa hasta más no poder.
Eso, chejoviana. Una síntesis de los personajes femeninos de Chejov
más delicados, más introvertidos. Nada que ver con Verena. Respecto
a Nicolás Nicolaievich, descríbalo melancólico. Usted no es
melancólico, es serio. Y hágalo celoso (usted no es celoso). Pero
no un celoso violento, a lo Otelo. Nicolás Nicolaievich mira la
realidad de frente. Sabe que su mujer no lo ama, no lo amó nunca.
Que se casó con él obligada por los padres, ávidos de casarla con
un hombre rico. Nicolás Nicolaievich, en cambio, está loco por
Fedora Fedorovna. Y al mismo tiempo comprende, admite que su amor no
puede ser sino unilateral.
Bueno, todo esto de
la tortuosa psicología del marido lo dejaremos para más adelante.
Ahora vayamos a los hechos. Lo único que le aconsejo es que ponga
bien en claro, a los lectores, que Nicolás Nicolaievich tiene miedo
de que su mujer, en cualquier momento, le abandone, se vaya con otro
que sea más joven que él, con algún muchacho apuesto y seductor.
Él no hará nada para impedirlo. Ni siquiera vigila a Fedora
Fedorovna, no le controla las salidas ni la correspondencia, no le
hace escenas. Mientras tanto sus consuelos son el juego y el alcohol.
Pero, si ella lo abandonase, se suicidaría. Ya lo tiene decidido.
Alguna vez, borracho, se lo dio a entender. De modo que los lectores
de Quimeras adivinarán que Fedora Fedorovna, pobrecita, está
entrampada entre un matrimonio sin amor (para ella, sin amor) y la
extorsión moral a que la somete el marido: si me abandonas me mato.
Los hechos. Fedora
Fedorovna y Nicolás Nicolaievich vuelven, en tren, de un viaje por
Polonia. Han subido en Varsovia y se dirigen a San Petersburgo, donde
él posee un tremendo palacio gélido y sombrío, qué se cree. ¿Si
había una línea de ferrocarril entre Varsovia y San Petersburgo en
aquellas épocas? Yo qué sé. Pero los lectores tampoco saben ni les
interesa. Nadie se fija en esos detalles. Usted escriba que el tren
atravesaba llanuras cubiertas de nieve bajo un cielo plomizo.
A mitad de camino
entra en el compartimiento un joven. Para este joven usted tome como
modelo al muchacho belga: muy rubio, muy pálido, con facciones
puras, casi adolescente. Edad: la misma del belga, alrededor de
veinte años. No sabemos la profesión del maniático que miraba a
Verena. Estudiante, quizá. El ruso es poeta. Poeta idealista,
nihilista, mejor, o místico. Sí, poeta místico, pero sensual.
Usted combine varios ingredientes de manera que el joven esté hecho
a la medida para seducir a una mujer como Fedora Fedorovna. ¿Me
comprende? Juventud, apostura, sensibilidad exacerbada, arrebatos
religiosos, fantasías, sueños, crisis de llanto y mucho sexo
(recuerde la fama que tienen los rusos, inspírese en Rasputín, pero
un Rasputín muy joven y muy guapo).
Como el belga, el
muchacho ruso se sienta y mira fijo a Fedora Fedorovna. Nicolás
Nicolaievich, que es celoso (usted no), empieza a cavilar. Y lo
primero que se le ocurre es que Fedora Fedorovna y el muchacho ya se
conocían.
¿Qué es lo que le
da esa pista? El hecho de que le joven, haya aparecido en la puerta
del compartimiento con el semblante inconfundible de quien ha estado
buscando a alguien de vagón en vagón, de camarote en camarote, y
cuando lo encuentra cambia de cara, el gesto de ansiedad desaparece y
toma su lugar la típica expresión de quien ha encontrado lo que
buscaba. ¿El muchacho belga también le dio esa sensación, a usted?
Usted nunca lo había pensado. Lo piensa ahora. ¿Por qué ahora?
Vamos, no sea fantasioso. ¿O se lo contagió de golpe la suspicacia
de Nicolás Nicolaievich?
Más vale que se
dedique a imaginar dónde y cuándo se conocieron Fedora Fedorovna y
el joven. En Varsovia. En Varsovia Nicolás Nicolaievich había
pasado largos ratos en el Casino de Nobles, jugando. Y mientras tanto
¿qué hacía ella? Permanecía en el hotel o tomaba el té en casa
de amistades y parientes. A lo menos eso es lo que se supone que
hacía, porque Nicolás Nicolaievich jamás la sometió a ningún
interrogatorio. Dígame, cuando usted volvía al hotel en Londres
luego de mantener largas reuniones con el editor y con el traductor,
o de ir a la BBC, Verena lo esperaba en la habitación, ya vestida
para salir a comer a un restaurante o para presenciar una función de
ópera o de teatro. ¿Qué le decía que había hecho durante el día?
Pasear, visitar el British Museum, recorrer Carnaby Street. Usted le
creía. ¿Ahora empieza a dudar? ¿A sospechar que durante algunos de
sus paseos conoció al muchacho belga? ¿Y por qué belga? ¿No
podría ser inglés? Usted qué sabe.
Nicolás
Nicolaievich no sospecha, como usted. Está seguro. Seguro de que
Fedora Fedorovna y el joven se conocieron en Varsovia, se enamoraron,
quizá se acostaron juntos, mientras él jugaba en el Casino. Que
usted, que no es celoso, haya dejado sola a Verena tantas horas, vaya
y pase. Pero ¿cómo se explica una imprudencia así Nicolás
Nicolaievich? Muy fácil. Ese hombre torturado por los celos, acosado
por el terror de que su mujer lo abandone, no resiste más la
incertidumbre y prefiere forzar adrede las oportunidades de que ella,
en efecto, lo engañe. No se trata de masoquismo sino de un deseo
desesperado de hacer estallar la realidad temida, la realidad
presentida. Ya se lo dije: la psicología rusa es compleja.
Cavilando,
cavilando, Nicolás Nicolaievich da por cierto un dato que usted no
pensó: que el joven no subió al tren en una ciudad intermedia,
digamos Grodno (en su caso sería Lieja), sino en Varsovia. La
prueba: el guarda no ha venido a revisarle el billete del pasaje. Al
muchacho belga (o inglés) tampoco. Señal de que el joven estuvo
aguardando en otro vagón, en otro compartimiento desde que partieron
de Varsovia (de Ostande). Sólo después que dejaron atrás la ciudad
de Grodno (de Lieja), vino en busca de Fedora Fedorovna. Conducta, si
usted la analiza como la analizó Nicolás Nicolaievich, muy lógica:
Fedora Fedorovna y el muchacho habían convenido que ella, durante el
trayecto entre Varsovia y Grodno, ciudad de Lituania a orillas del
Niemen (entre Ostende y Lieja), le diría a su marido la verdad, le
revelaría poco a poco la historia de sus amores con el muchacho.
Luego descendería en la estación de Grodno (de Lieja) donde también
el joven se apearía para irse juntos a disfrutar de una nueva vida.
Al ver que Fedora
Fedorovna no había descendido en la estación de Grodno, el muchacho
volvió a trepar al tren, la buscó, la encontró en el
compartimiento junto a Nicolás Nicolaievich, entró, se sentó y se
puso a mirarla con aquellos ojos hipnóticos. Era una manera de
pedirle cuentas, de conminarla a que se decidiese, una forma de
recordarle el pacto que habían hecho y de exigirle que lo cumpliese.
¿Ve? Por fin hemos dado con una explicación razonable para el
proceder del joven belga (o inglés). No insinúo que Verena y el
joven hubiesen proyectado descender en Lieja, ni que Verena se
arrepintió y que por eso él vino al camarote para rescatarla y
llevársela con él. Pero usted no me negará que, en plan de hallar
algún motivo del extraño comportamiento del muchacho, hemos
encontrado una hipótesis lógica.
Ahora continuemos
con las cavilaciones de Nicolás Nicolaievich. Repasa la conducta de
Fedora Fedorovna en el tren, antes de la aparición del joven. ¿Usted
recuerda que Verena estaba nerviosa y como malhumorada? Contra su
costumbre, se quejaba de todo y por todo: que en el tren no había
calefacción, que el paisaje la deprimía, que Bélgica era gris
(como si no lo fuese Londres, donde se había sentido tan a gusto).
No miró por la ventanilla ni una sola vez. ¿Me equivoco, o a cada
rato echaba miradas furtivas al pasillo, como si temiese que alguien
se introdujera en el compartimiento? No, no me equivoco. Usted lo
dijo: “¿Tenés miedo de que vengan otros pasajeros y nos arruinen
el viaje en tren?”. Ella no contestó. Todos estos detalles, en la
mente de Nicolás Nicolaievich, significan que Fedora Fedorovna había
estado luchando entre renunciar a su marido o renunciar al amor.
Apenas el joven
belga (o inglés, decididamente tenía facha de inglés) entró en el
camarote, Verena no habló más, no se movió más, se dedicó a
mirar por la ventanilla ese paisaje del que un rato antes había
dicho que la deprimía. Sí, ya hemos convenido de que se sentiría
incómoda, furiosa o asustada. No era para menos. En cambio Nicolás
Nicolaievich tiene otra versión. Fedora Fedorovna se rehúsa a mirar
al joven porque le bastaría mirarlo para sucumbir y arrojarse en sus
brazos. Y entonces ocurriría una tragedia: Nicolás Nicolaievich,
extrayendo el revólver que oculta bajo el abrigo de pieles, se
suicidaría ahí mismo o los mataría a los dos. Por eso Fedora
Fedorovna no está inmóvil sino rígida, crispada. Simula contemplar
el paisaje con el rostro violentamente vuelto hacia la ventanilla,
pero lo que quiere es hacerle ver al muchacho que ella se ha
arrepentido, que no lo seguirá. Nicolás Nicolaievich descifra el
mudo mensaje: Vete -le grita Fedorovna al joven-, no nos veremos más.
Y los ojos del muchacho le responden, también a los gritos: “¿Por
qué, por qué? ¿prefieres seguir viviendo al lado de este viejo?”.
El resto del cuento
se ajusta a la realidad: la llegada; San Petersburgo (a Bruselas), la
breve escena en el andén con Verena de espaldas a las ventanillas
del convoy (Nicolaievich piensa que Fedora Fedorovna adrede se ha
puesto de espaldas) y el joven, asomado, llorando y mirando al
marido. Y ahora el remate. El cuento necesita un remate. Digamos, que
Nicolás Nicolaievich no soporta más y de regreso en su palacete se
suicida. ¿Demasiado melodramático? No crea. Sería melodramático
en otro país, pero no en Rusia.
¿Y ahora qué le
ocurre, a usted? ¿Por qué no comienza de una vez por todas a
redactar el cuento? ¿Qué espera? Vaya, se le ha dado por cavilar
como Nicolás Nicolaievich. A la luz de los pensamientos de su
personaje, usted descubre ciertos indicios que entonces había pasado
por alto y que ahora le parece que encastran unos con otros. Por
ejemplo, aquel acceso de llanto que acometió a Verena en el hotel de
Bruselas, un segundo después de haber llegado desde la estación de
ferrocarril. Usted se alarmó. Pero ella dijo que era porque estaba
cansada, porque extrañaba Buenos Aires, porque Bélgica era
terriblemente triste. ¿Fedora Fedorovna no lloraría, también ella,
en el gélido palacio de su marido, recordando al muchacho del que se
acababa de separar para siempre?
Claro que pronto
Verena recuperó la serenidad. ¿No estaba demasiado calma, casi una
estatua? Como vacía por dentro. Pero hay algo en lo que, si usted
tiene alguna sospecha, yo le daré la razón. Fíjese que nunca, ni
en Bruselas, ni en París, ni de regreso en Buenos Aires, hizo el
menor comentario respecto del episodio en el tren. ¿O me va a decir
que no se percató de cómo el muchacho la miraba? ¿No se percató y
sin embargo se negó a apartar los ojos de la ventanilla? Usted
tampoco le comentó nada. Por discreción. Para no revivir una escena
que la había irritado. ¿De veras, por discreción? ¿No sería que
en el fondo usted tenía miedo de tocar el tema, de someterlo a
cualquier cotejo? ¿No prefirió, acaso de un modo consciente,
silenciarlo, olvidarlo? Porque resulta curioso que usted y Verena
hayan contado todo lo que les sucedió en Europa. Todo, menos la
historia del muchacho que miró a Verena durante media hora de reloj.
¿Qué dice? ¿Que
Verena sería incapaz? ¿Incapaz de qué? ¿De abandonarlo? No me
haga reír. Incapaz en el extranjero y con un desconocido. Aquí, en
su propio país, y con alguien a quien conozca bien, no esté tan
seguro. Por favor, no me venga con su teoría de que las mujeres
inteligentes como Verena sólo se sienten atraídas por hombres como
usted. Llega la hora fatal en que, hartas de abdómenes hinchados y
de musculaturas flácidas, se van detrás de un cuerpo duro y
elástico que las llama desde la irresistible tentación del sexo. El
episodio del tren en Bélgica es un aviso. Más tarde o más
temprano, Verena descenderá en una estación intermedia y usted
continuará su viaje solo. Salvo que la extorsione como Nicolás
Nicolaievich a Fedora Fedorovna: con la amenaza del suicidio. De
todos modos Nicolás Nicolaievich se suicidó.
¿Así que,
finalmente, no escribirá el cuento? Hace bien. Verena lo leería. ¿Y
cuál sería su reacción? ¿Enfadarse porque usted convirtió una
anécdota inocente en una historia que la deja malparada? ¿Tomarlo a
broma? ¿No darse por aludida y fingir que ha olvidado aquel
episodio, que no advierte, en el cuento, su porte real? Confiéselo:
cualquiera que fuese la actitud de Verena frente al cuento, usted
sospecharía que se la dicta la mala conciencia. De modo que hace
bien: no escriba el cuento. ¿pero quién lo salvará, de ahora en
adelante, de sufrir los celos que martirizaron al infeliz Nicolás
Nicolaievich?
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
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