miércoles, 20 de diciembre de 2017

Sur: Latitud 13. Ángel Satiesteban.

Atrás, en el horizonte, sólo se veía el humo negro que se desprendía de los camiones. El avión se había retirado y temíamos que regresara para una acción de remate. En medio de nuestra prisa y el miedo, pudimos rescatar un herido. Era inútil el intento de arreglar el radio, estábamos incomunicados con el mando, dijo el radista. Quedamos ocho soldados y el capitán de la compañía que a última hora había decidido acompañarnos en la misión. Entonces ordenó la marcha para intentar el regreso a nuestra unidad.
Medina, que viene a mi lado arrastrando un pie herido, me pasa un cigarro; le doy una cachada y así va de boca en boca hasta que el calor nos quemas los labios. De repente me doy cuenta de que han saltado el turno de Argüelles, el Violinista; pero él no protesta. Su único interés es su violín y lo tiene bajo el brazo que le sangra por la herida. Recuerdo que íbamos delante de los camiones y cuando sentimos el ruido del avión nos tiramos bajo las matas sin pensar en otra cosa que no fuera salvarnos, dejando todo menos las armas. Yo apretaba el AK contra mi cuerpo. Otros se lo ponían sobre la cabeza mientras mordían ya la chapilla. Eso yo no lo hago porque estoy seguro de que aquí no me van a partir; antes de salir para acá la vieja me dio un resguardito que viene con todos los hierros; al principio no quería traerlo por los comentarios y las burlas, pero como no pesa y es chiquito me convenció. Y aquí lo tengo. Pero Argüelles abrazó su violín como un comemierda mientra el AK le colgaba de su espalda, estorbándole. A veces me da lástima, creo que está jodido de la cabeza. Se unió al grupo nuestro y a algunos no les agradó, lo miran como a un niño bitongo. Nadie le dirige la palabra y creo que tampoco le hace falta.
Caminando nos sorprende la luna. Acampamos a la orilla de un finísimo hilo de agua. Se preparan las pocas latas de conserva que pudo salvar Crespo en su mochila. Rápidamente se comienza a sentir un olor que nos llena la boca de saliva. En un silencio total miramos las etiquetas de las latas vacías. Al fin, a una señal del capitán, nos acercamos a recibir nuestra parte. El Violinista hace lo contrario, echa a andar y desaparece tosiendo como una sombra blanca entre los árboles. Pero nadie le hace caso. Seguimos hipnotizados con el olor de las raciones. Entonces, traída por el viento, y desde algún lugar indefinible, nos llega una música hermosa y triste, primero débil, lejana, y paulatinamente se va haciendo más intensa. Nos miramos sin saber qué pasa. De repente dejamos de comer, de movernos, y elevamos la mirada al fondo de esta inmensa oscuridad que nos cubre, y que nos hace implorar que amanezca, para saber que todo no ha sido más que una pesadilla. Así quedamos unos segundos inmóviles, hasta que Eladio se queja, no entiende por qué dejaron venir a cumplir misión a un hombre tan raro. Pero a Eladio le dicen que el Violinista nada más come de la buena y con servilleta porque nunca prueba su rancho, y que por eso está como está, flaco y amarillento: es sólo gafas y violín. Ríen, y yo digo que en el campamento era igual, siempre me llamó la atención, el tipo es así. Otro interrumpe porque el herido no quiere probar la comida, tiene fiebre y delira, nos previene de los aviones. Todos, alrededor de la camilla, lo vemos regresar con el violín a cuestas, sentarse en el mismo sitio de antes, como siempre, en silencio. Da la impresión de que no se ha movido nunca de ese lugar.
Por la mañana decidimos seguir sin rumbo, encontrar alguna aldea. No sabemos qué es preferible, dónde peligramos menos; si aquí, perdidos en esta selva, vigilando las cobras para evitar que se nos metan por las botas y el pantalón mientras se intenta dormir, o encontrar la hospitalidad de algún kimberio lleno de kwachas, acechándonos con balas y cuchillos. Seguimos caminando, aprovechando las últimas fuerzas; el cansancio nos entra por los poros, por la respiración, por cada pensamiento. Siempre la misma fatiga, la que no repartieron en Cuba a la partida ni encontramos en todo el viaje en barco. Simplemente nos recibió cuando desembarcamos en esta tierra de magia negra; se nos ha metido dentro como un virus, y hay más en cada bolsillo para los peores momentos. Nuestros pasos son más cortos e indecisos. Los árboles escupen las últimas hojas de la temporada; los gajos, movidos por el viento, nos parecen una burla del camino. Esto es un laberinto donde el más precavido fue dejando caer semillas a cada paso para poder regresar, y resulta que si me dan un chance no paro hasta meterme en la cama con la vieja y pedirle que me castigue como antes, que no me deje salir a jugar a la guerra con los amiguitos del barrio, que esos no son juegos de niños sino caprichos de los adultos. A mis hijos nunca voy a comprarles pistolas ni escopetas. Y miro atrás, buscando alguna semilla, y sólo veo casquillos de balas, latas de conservas lamidas y oxidadas; al final nuestros enemigos, o nosotros, sus enemigos, ya me da igual, no somos más que pulgarcitos tratando de vencer al monstruo que somos nosotros mismos, que parimos estas escenas.
Llevamos varias horas caminando sin que aparezca un ser humano, una señal, un aliento de la más mínima civilización. Siento el mal olor de la pierna ya azulada de Medina, que en su arrastrar desesperante traza una raya en el camino, semeja una babosa y me provoca asco, pena y risa que trato de ocultar. Miro hacia atrás, hay varios rezagados, vuelvo la cabeza, parece que muy violentamente, y siento mareos, voy a perder el equilibrio, voy a caer, cuando nuevamente, aquella música que antes salía del cielo, ahora brota con extraña fuerza del violín de Argüelles, y me detengo, respiro hondo y comienzo a sudar la fatiga. Crespo nos mira, ¡como si el momento fuera para musiquitas! Pero todo comienza a cambiar porque sentimos un leve temblor en los pies que se mueven y se mueven, los huevos se me erizan y me excito con el roce de las piernas, y junto con él, el resto del cuerpo se estira también. Hemos vuelto a unirnos. Nadie lo ha mirado ni le decimos nada. Seguimos caminando porque ésa es la orden, caminar hasta algún lugar…
Nadie señala, la vemos, pero tememos que sea una alucinación. Todavía inseguros nos acercamos al borde de la casa. La madera carcomida. Por orden del jefe la rodeamos, y se adelanta hasta la misma puerta y llama. Una escopeta de dos cañones lo recibe apuntándole a la cabeza. Lo primero que pienso es que nos jodieron a otro. Me preparo para disparar en ráfagas y pongo cerca los dos peines restantes. El capitán deja caer lentamente su fusil y levanta los brazos. Conversa, mueve la cabeza, gesticula y señala. Retiran la escopeta y podemos respirar. El capitán regresa y nos reúne y dice que es una familia portuguesa medio loca. Nos pueden ayudar con unas viandas, pan, agua y el kimbo del fondo. Medicinas no tienen, aunque se esté muriendo un hombre. Nos prestarán un negro para que le ponga fomentos de hojas y barro. “Y que sea lo que Dios quiera”, digo en alta voz pero nadie me mira. Me acuerdo que soy militante y los militantes no creen en dios. Entonces, escupo al cielo y me persigno. “Todo con la condición de que nos vayamos lo más rápido posible porque no quieren problemas con los kwachas”, termina el capitán. La ropa del jefe me recuerda una perga de cerveza arrugada y vacía. Quiero decírselo a alguien, pero todos miran al violinsta que se aparta de nosotros para ver una bandada de aves blancas que emigran al norte. Eladio me toca con el codo, dice que ésas son las cosas que no le perdona, cualquier mierda le interesa más que nosotros. Y él continúa allí, clavando en la tierra las estacas de sus rodillas y con la vista fija por donde desaparecieron aquellos pájaros, esperando. Allá sólo queda el vacío.
Estamos a la sombra bajo una ventana, recordando las últimas palabras de la partida; adivinando el momento más propicio para un engaño de la mujer que se dejó y del que muy pocos se salvan. Los presos siempre piensan en la amnistía; nosotros en un pacto de paz y que nos devuelvan a casa. Regresa tosiendo y nos interrumpe. Se agacha en el suelo y todos nos corremos sobre las cajas de madera dejando un vacío que no ocupa nadie, porque ya tiene los ojos cerrados como los gatos, para no agradecer. Medina imita una melodía, pienso que para distraerse un poco del dolor de la pierna. Lo miramos esperando su reacción. Pero siempre se mantiene inmutable. Nos corremos de nuevo y le quitamos el espacio de la caja. Descubro en el rostro de Eladio los deseos de escupirle la piel al Violinista, que ya entonces es cuarteada y fina como el desierto.
Nos acostamos en el granero. Crespo prepara afuera, con lo que puede, aquello que llamaremos almuerzo. De repente, percibimos una música que nos consume, que se adueña de nosotros lentamente, lo cubre todo como una caricia que casi podemos notar. A algunos el sudor le empaña los ojos. Nadie se mueve, los párpados cerrados, mirando ese galopar de sueños. Sin saber por qué, a pesar de todo, sonreímos.
Ahora el portugués llama al capitán y lo invita a la casa. El jefe se resiste a entrar y quedan conversando en la puerta. Discuten hasta que el hombre enojado entra a la casa. El capitán nos observa pasándose la mano por el bigote. Viene hasta nosotros, y se queda mirando el violín en los brazos de Argüelles. Intenta retroceder, pero lo detiene la mirada del portugués que lo observa fijamente desde una ventana. Mira la pierna azulada de Medina que ahorita ya no es pierna; también las vendas manchadas de Luis. Entonces le dice al Violinista que el portugués cambia la guitarra por medicinas necesarias para curar la infección de esos dos hombres y su brazo; cinco latas de carne; dos botellas de aguardiente casero y cigarrillos. Todos nos acercamos a clavarle los ojos en cada sucia parte del cuerpo. El Violinista retrocede, nos devuelve la mirada. El capitán dice que lo siente porque sabe lo que significa el violín para él; pero es una situación difícil, que comprenda. El silencio es su peor respuesta. El jefe lo sigue presionando hasta que logra levantarlo y detenerlo justamente frente a nosotros que cubrimos al capitán. “¿Usted se dejaría quitar el fusil?”, le dice Argüelles. El jefe vacila. Y Argüelles nos recorre con la mirada. “Prefiero que me quite el fusil”. El jefe niega: “No quieres entender”. El Violinista baja la vista, los ojos se le humedecen bajo los lentes mientras aprieta el violín: “No”, dice, “no”. Nadie se mueve, seguimos mirándolo como si todavía no huebiera dicho nada. Observa las vendas de Luis, manchadas de sangre primero y ahora de líquido verdoso. También las moscas de la pierna de Medina que habían aparecido con los primeros temblores de la fiebre. Ve auras que vuelan por el mismo lugar donde antes cruzaron las aves del norte: “¿Es una orden?”. El jefe asiente con la cabeza. Entonces, indeciso, deja caer el violín al suelo y dice: “Mierda”. Y nos da la espalda y se aleja.


Desde entonces lo tenemos ahí. Han pasado cuatro días y no prueba la carne de las latas ni el aguardiente, ni nos mira, pero sabemos que si lo hiciera sería con odio porque no lo queremos con nosotros. El jefe ha decidido seguir camino. Y nos vamos de aquel lugar, arrastrando los cuerpos por esta tierra estéril. Ya perdimos la casa de vista, pero siempre alguien mira atrás, inconforme. El Violinista nos persigue como un perro. Ojalá se extraviara. No perderíamos el tiempo en buscarlo; para qué sirve un hombre acá que no conversa de su tierra, ni de la gente que dejó, ni dice mentiras. Ya hemos caminado varios kilómetros y se decide a descansar. Permanecemos callados, alguien escupe, otro patea una piedra. Él sigue echado, si decir palabra. Nos acusa con su presencia, con su silencio. Se comenta que seguir camino sin provisiones es un suicidio. Lo miran buscando apoyo, pero él sigue ignorándonos. Tenemos tres heridos. Aquí sólo existe una consigna sagrada: sobrevivir. Ahora está de espaldas. “Guerra es guerra”, dice otro. El capitán habla de principios. Nadie le hace caso. Sabemos que a veces, en medio de las balas, nos olvidamos por qué matamos: porque tienen otro uniforme, no se sabe; unos quieren encontrar una cantimplora con ron, otros buscan una revista pornográfica o simplemente cómics… El jefe pregunta si todos están de acuerdo en regresar. Nos ponemos de pie con el AK preparado. Esperamos a Argüelles, debería ir delante, pero se mantiene sentado. Con la punta del fusil ha escrito en el fango: NO ROBARÁS. Eladio lo manda para el carajo y vamos de regreso. Ya nadie atiende órdenes ni capitán. No hay formación ni despliegue. Ni pelotón ni soldados. Nos hemos quitado las charreteras y las insignias. Nada más que un grupo de hombres desesperados que entramos a la casa y sorprendemos al portugués y se le empuja y le quitan la escopeta. El negro quire detenernos, nos grita que camaradas angolanos están cansados de ayudar a camaradas cubanos. Y mi reacción se tarda más que el gesto porque le doy con la culata y lo dejo tirado. Y vamos a la cocina y a la despensa y al cuarto de la niña y rescatamos el violín.
Cuando regresamos está haciendo trazos sobre el fango con la punta del fusil. Es un paisaje extraño, que no es de allá ni de acá. Sigue haciéndolo sin dar importancia a nuestra presencia. Entonces el capitán le grita ¡firme! Y lo empuja y el fusil se hunde en el fango y le grita que estamos cansados de aguantarle su carácter y su falta de sensibilidad, su pereza, su rencor con los compañeros. Que puede sancionarlo por maltrato a la técnica y hasta fusilarlo por desertor… Así, que se descargue por todo, porque no se da cuenta de nada. Que le decomise el fusil, que ahora va a joderse, ahora va a tener que disparar con su violín de mierda. Y el jefe se lo tira en el fango y escupe y se va… Nos mira desconfiado. Se agacha y nos mira. Vacila. Y lo recoge y nos mira. Lo limpia con la manga de la camisa. Y nos mira. Y se va. Y nos deja, aquí, odiándolo.

 
La isla contada. El cuento contemporáneo en cuba. Francisco López Sacha, (compilador). 1996.

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